Lo mismo que todos los cortesanos, monsieur de Richelieu, tenía casa en Versalles, casa en París, casa en Marly y casa en Luciennes; es decir, habitación preparada en todos los sitios reales.
Al multiplicar los sitios de residencia, Luis XIV había impuesto a todos los personajes que tenían entrada cerca de su persona, el deber de ser muy ricos, a fin de que imitasen en la debida proporción el tren de su casa y las reglas de sus caprichos.
Residía M. de Richelieu en su palacio de Versalles cuando cayeron el duque de Choiseul y el de Praslin, y allí también fue a pasar la noche después de presentar en Luciennes su sobrino a madame du Barry.
Vieron a Richelieu con la condesa en el bosque Marly; le habían visto nuevamente en Versalles después de la desgracia del ministro, y pocos desconocían su audiencia larga y secreta en Luciennes, y estas circunstancias, a las cuales había de agregarse las indicaciones de Juan du Barry, bastaron para que toda la Corte se creyese obligada a ofrecer al mariscal el homenaje de sus respetos.
El anciano duque iba, pues, a aspirar el perfume de la lisonja, de la adulación y de la bajeza que queman siempre ante los ídolos del día todos los que se sostienen de gracias y mercedes inmerecidas.
Sin embargo, no esperaba M. de Richelieu todo lo que iba a ocurrirle; pero se levantó la misma mañana del día en cuestión con la firme decisión de negar sus narices al perfume, tapándolas como tapaba Ulises sus orejas con cera contra el canto de las sirenas.
Él aguardaba el resultado al siguiente día, porque efectivamente, hasta entonces no debía publicar el rey el nombramiento del nuevo ministro.
Fue grande la extrañeza del mariscal cuando al despertarse a causa del ruido de los carruajes supo por su ayuda de cámara que los patios de su palacio, así como las antecámaras y salones estaban atestados de gente.
—¡Hola! ¡Hola! —dijo enseguida—; parece que hago ruido.
—Señor mariscal, todavía es muy temprano —dijo el ayuda de cámara al ver la precipitación con que su amo se despojaba del gorro de dormir.
—Desde hoy no habrá hora para mí —dijo el duque—, y acuérdate bien de estas palabras.
—Está bien, monseñor.
—¿Qué se ha manifestado a los que vienen a visitarme?
—Que estaba durmiendo, monseñor.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Esa es mucha imbecilidad, se ha debido decir que anoche velé hasta muy tarde, o que… ¿Vamos, dónde anda Rafté?
—Durmiendo está, monseñor.
—¡Cómo durmiendo! Que se levante pronto, muy pronto.
—Ea, ea —dijo asomándose al dormitorio un viejo risueño y malicioso—: Aquí está Rafté. ¿Para qué se le busca?
Desapareció todo el enojo del duque ante estas palabras:
—¡Ah! Bien decía yo que tú no dormías.
—Y aun cuando durmiese, ¿qué tendría de extraño? Apenas es aún de día.
—Pero, querido Rafté, ya ves que yo no duermo.
—Eso es diferente, porque para eso sois ministro. ¿Cómo habíais de dormir?
—Vamos, me figuro que vas a reñirme —dijo el mariscal haciendo una mueca delante del espejo—. ¡Qué! ¿No estás satisfecho?
—¡Qué me interesan todas esas cosas! Al contrario, preveo que os fatigaréis mucho, y veo que vais a enfermar. De aquí resultará que yo seré quien gobierne el Estado, lo cual tiene muy poco de divertido ni de agradable.
—¡Cómo has envejecido, Rafté!
—Monseñor, tengo justamente cuatro años menos que vos. ¡Oh! Es verdad, ya soy muy viejo.
Dio una patada en el suelo el mariscal, y preguntó:
—¿Has pasado por la antecámara?
—Sí, monseñor.
—¿Qué gente espera?
—Medio mundo.
—¿Y qué dicen?
—Habla cada uno de lo que pretenden obtener de vos.
—Es muy natural; pero ¿no has oído hablar de mi nombramiento?
—No me atrevo a contaros lo que acerca de ese particular he oído.
—¿Es verdad? ¿Conque ya empieza la crítica?
—Y los peores son aquellos que más necesitan de vos. ¿Qué harán aquellos de quienes necesitéis?
—¡Ah, Rafté…! —exclamó el mariscal sonriéndose—. ¡Y mis amigos afirman que me adulas!
—Pero, monseñor —dijo Rafté—: ¿Por qué diablos os habéis uncido a esa carreta llamada el ministerio? ¿Estáis cansado de ser dichoso y de vivir?
—Amigo mío, de todo he probado en esta vida, pero nunca he sido ministro.
—Tampoco habéis tomado arsénico. ¿Lo deseáis tomar en el chocolate por curiosidad?
—Eres un perezoso, Rafté, pues te parece que como secretario mío vas a tener mucho que trabajar, y eso te asusta. Así, al menos, te has expresado antes.
Al punto el mariscal se hizo vestir con esmero.
—Deseo parecer lo que soy, un militar —dijo a su ayuda de cámara—; ponme, pues, todas mis condecoraciones.
—¿Conque de modo que nos encargamos del ministerio de la guerra? —preguntó Rafté.
—Eso es; así parece.
—Ya; pero aún no he visto el real despacho, lo cual me parece poco regular.
—Tal vez no tardará en venir.
—¡Ah! ¡Tal vez es hoy la frase oficial!
—Rafté, la vejez te hace intolerable, porque eres purista y te paras mucho en las formas. A haberlo sabido yo antes, no te hubiera confiado mi discurso de recepción en la academia, porque ese trabajo te ha convertido en pedante.
—Señor, oídme, y ya que formamos parte del ministerio, hablemos por orden. La cosa es efectivamente extraña.
—¡Cómo así!
—Figuraos que he hablado con el señor conde de la Vandraye, y me ha dicho que no hay nada todavía referente a nuevo ministerio.
Contestó Richelieu sonriéndose:
—Razón tiene el conde, pero ¿cómo es eso? ¿Has salido tú tan temprano?
—¿Y qué había de hacer? Ese ruido infernal de carruajes me ha despertado: por consiguiente me he vestido, he endosado también mis condecoraciones, y he ido a dar un paseo por la ciudad.
—Vamos; eso es decir que te quieres entretener a costa mía.
—Líbreme Dios de tal cosa. Es que…
—¿Qué?
—He hallado a otro sujeto…
—¿A quién?
—Al secretario del abad de Terray.
—¿Y qué?
—Me ha manifestado que su amo iba a ser ministro de la guerra.
—¡Oh! —exclamó Richelieu riéndose a carcajadas.
—¿Qué le parece de eso a monseñor?
—Que si llega a ser ministro de la guerra M. de Terray, no lo seré yo, y que tal vez lo seré si él no lo es.
Había oído lo suficiente para saber a qué atenerse, pues era hombre de inteligencia, atrevido, infatigable, ambicioso y de tanto talento como su amo, aunque siempre se encontraba más preparado que él para todo, porque conocía sus grandes faltas y sus buenas cualidades. Al verle, pues, tan cierto de sí mismo, creyó que nada tenía que temer.
—Monseñor, vamos, daos prisa, y no hagáis aguardar demasiado, porque eso sería de mal agüero.
—Aquí está la lista.
—Al momento estoy; pero deseo saber qué gente hay.
Al mismo tiempo se la presentó al duque, y este leyó en ella con satisfacción los primeros nombres de la nobleza, de la magistratura y del comercio.
—¡Sí, me haré popular! ¿Qué te parece Rafté?
—Hemos vuelto, monseñor, a la época de los milagros —contestó este.
—¡Toma! ¡Aquí está Taverney! —añadió el mariscal mirando la lista—. ¿Qué querrá hacer aquí?
—Monseñor, lo ignoro: pero salid, salid.
Y con una especie de autoridad obligó el secretario al duque a pasar al salón principal.
Debió quedar Richelieu satisfecho porque fue recibido con la misma distinción que un príncipe real.
Pero toda la fina, hábil y cautelosa política de aquella época y de aquella sociedad no pudo evitar la mixtificación que amenazaba a Richelieu.
Por interés y por consideración a la etiqueta, se abstuvieron todos los cortesanos de pronunciar la palabra ministro; algunos llegaron hasta a cumplimentar al duque, aunque convencidos de que esto requería la mayor reserva, una vez que el mariscal no se daba por aludido.
Así, que esta visita de madrugada se consideró por todos como una simple demostración de afecto, o mejor dicho, como la expresión de un deseo, pues, en efecto, hubo cortesanos que se expresaron en este sentido haciendo alarde de sus fundadas esperanzas.
Indicaban unos que el gobierno debía acercarse a Versalles y que pocas manos había como las del duque de Richelieu capaces de empuñar las riendas del Estado.
Afirmaba otro que M. de Choiseul le había postergado tres veces en las promociones de caballeros de tales y cuales órdenes, pero confiaba en el grato recuerdo del mariscal Richelieu, ya que nada se oponía al cumplimiento de la buena voluntad de Su Majestad.
Por último, llegaron a los oídos del mariscal cien peticiones más o menos ambiciosas, aunque expresadas con sumo arte y delicadeza.
Poco a poco se fueron marchando los concurrentes, pues querían, según aseguraban, dejar al señor mariscal dedicado a sus importantes ocupaciones. En el salón permaneció uno solo.
No se había acercado con los otros, nada había solicitado, ni aun se había hecho presente.
Pero cuando se alejaron todos, aquel hombre se acercó al duque con la sonrisa en los labios.
—¡Ah, señor de Taverney! —le dijo el mariscal—. ¡Cuánto me alegro de veros!
—Esperaba la ocasión de darte mi enhorabuena, duque; una enhorabuena positiva, completa y sincera.
—¡Ah! ¿Y qué? —preguntó Richelieu, a quien la reserva de los otros había obligado a mostrarse con reserva y misterio.
—Mariscal, de tu nueva dignidad.
—Silencio… silencio… No podemos hablar de eso, porque nada hay oficial todavía, es un se dice.
—Pero es ya cosa sabida, porque tus salones estaban llenos hace un momento.
—Y verdaderamente, no sé por qué…
—¡Oh! Yo sí.
—¿Por qué?, ¿por qué? —Pues por una palabra mía.
—¿Qué palabra?
—Ayer tuve el honor de presentarme al rey en Trianón; Su majestad me habló de mis hijos, y me dijo: ya que conocéis a M. de Richelieu, según tengo entendido, dadle la enhorabuena.
—¡Oh! ¡Si os ha dicho eso Su Majestad,…! —replicó Richelieu con excesivo orgullo, como si las palabras del rey fuesen el despacho oficial que con tanto empeño esperaba Rafté.
—De manera —prosiguió Taverney—, que al punta en tendí de lo que se trataba, cosa no muy difícil a juzgar por el movimiento que reinaba en Versalles. He venido pues, obedeciendo al rey, a darte la enhorabuena, y obedeciendo a mis particulares sentimientos para recordarte nuestra estrecha amistad.
Estaba verdaderamente el duque en un éxtasis delicioso; defecto es este de la Naturaleza, al cual no es ajeno el más esclarecido talento. Pero al mismo tiempo solo vio en Taverney a uno de esos eternos pretendientes de tercer orden, espíritus pobres a la zaga del favor, inútiles cuando se les ampara, más inútiles cuando se les conoce, y a los cuales se les hace un cargo porque salen de su oscuridad para ir a calentarse al sol de la prosperidad ajena.
—Entiendo de lo que se trata —dijo el mariscal con despego—: Se me viene a pedir algo.
—Duque, tú lo has dicho.
—¡Ah! —repuso Richelieu sentándose, o mejor dicho, sepultándose en un sofá.
—Ya te he dicho, si no me equivoco, que tengo dos hijos —añadió Taverney, tanto más empeñado en su pretensión cuanto más frío encontraba a su antiguo camarada.
—¿Sí?… Me alegro.
—Una hija a la cual amo en extremo, y que es un modelo de virtud y de hermosura. Ya está colocada cerca de la delfina, pues esta señora la distingue con su estimación particular. No te hablo, pues, de ella, de mi amada Andrea, porque está en buen camino, es decir, en vísperas de alcanzar su fortuna. ¿No la conoces? ¿No la has visto? ¿No te la he presentado alguna vez? ¿No has oído hablar de ella?
—Pues… no sé… puede ser… —respondió bostezando Richelieu.
—¿Qué importa? Lo cierto es que mi hija está ya colocada. En cuanto a mí nada necesito, porque el rey me ha concedido una pensión.
—¡Hola…!
—Una pensión que es suficiente para todas mis necesidades, y lo único que me falta es lo necesario para habilitar convenientemente mi Casa-Roja, es decir, mi último retiro; pero confío en que con tu crédito y con el de mi hija…
—¡Bah! —dijo Richelieu en voz baja, que nada había oído hasta entonces, pues se hallaba ensimismado en su propia grandeza, hasta que las palabras el crédito de mi hija le sacaron de su distracción—. ¡Tu hija…! Sí… ya estoy: es una joven bella, que molesta a la buena condesa… un escorpión que se abriga bajo las alas de la condesa para morder a todos los de Luciennes. Vamos, vamos, amigo mío: es forzoso que no seamos ingratos; y en cuanto a gratitud ya verá si yo puedo faltar a ella la señora condesa que me ha hecho ministro. Proseguid, proseguid, señor de Taverney.
—Me acerco al fin —repuso este, resuelto a reírse interiormente del ambicioso mariscal, con tal que este le otorgase lo que apetecía—. Únicamente pienso en mi hijo Felipe, que tiene un nombre ilustre, aunque de nada le servirá esta ventaja si no le favorece alguno. Felipe es valiente y reflexivo, más reflexivo de lo que conviene, Pero ¿qué queréis?, eso lo hace la posición, porque el caballo muy sujeto concluye por bajar la cabeza.
—¿Y qué me importa eso? —pensaba el mariscal, expresando con muestras inequívocas su impaciencia.
—Yo necesitaría un personaje colocado en alto puesto, como tú, por ejemplo, para que Felipe alcanzase una compañía. Al entrar la señora Delfina en Estrasburgo le nombró capitán; pero necesita cien mil libras para obtener una buena compañía en algún regimiento distinguido de caballería… Deseo que consigas eso, amigo mío.
—Poco hace que vuestro hijo, sino me engaño, ha hecho un servicio a la delfina, ¿no es verdad?
—Un gran servicio, pues detuvo para ella los caballos de tiro que violentamente quería llevarse ese du Barry.
—¡Hola! —murmuró entre dientes Richelieu—; sale lo mismo que yo suponía; estos Taverney son los enemigos más implacables de la condesa… Por Dios que ha venido a tiempo el barón; ¡pues no presenta como título de favor unos servicios que le excluyen eternamente de la gracia del rey…!
—Duque, nada me respondes —dijo Taverney algo amostazado al ver que Richelieu se obstinaba en guardar silencio.
—¿Yo?…
—Sí… Tú…
—No sé, si…
—Vamos, hombre, somos camaradas antiguos, dime algo.
—Ya lo veo.
—Pues bien…
—Digo que todo lo que termináis de exponer será muy cierto —replicó el mariscal levantándose como para indicar que se había acabado la audiencia.
—Pero por Dios, duque…
—Una compañía para vuestro hijo… Imposible.
—¡Cómo imposible…! ¿Qué estáis diciendo? ¿Imposible semejante miseria? ¡Y me lo dice un antiguo amigo!
—¿Por qué no? Los amigos antiguos deben decir constantemente la verdad. ¿Por qué he de hacer yo una injusticia? ¿Por qué habéis de abusar vos de la palabra amistad? Durante veinte años me olvidasteis porque no era nada, pero apenas soy ministro cuando os presentáis.
—Señor de Richelieu, sois injusto en este instante.
—No ciertamente: soy bastante generoso para no consentir que paséis el tiempo haciendo antesalas; soy un amigo verdadero, y por lo tanto…
—¿Qué?…
—Ya lo he dicho.
—¿Pero tenéis algún motivo para desairarme?
—¡Yo…! ¡Un motivo…! ¡Yo…!
—¡Bah! No desconozco que tengo enemigos.
Podía responder el duque lo que pensaba, pero esto equivalía a descubrir lo que le convenía callar; a confesar que era ministro por la influencia de una favorita, y esto nunca lo hubiera declarado por todo el oro del mundo; por consiguiente contestó el barón:
—Querido Taverney, no tenéis enemigos, pero yo sí: otorgar esos favores sin examinar méritos es dar a entender que observo la misma conducta que mi antecesor monsieur de Choiseul.
—¡Y qué…!
—¿Cómo y qué?…
—Pretendo, amigo mío, que mi administración no sea estéril. Veinte años hace que sueño con reformas y con progresos que al fin saldrán a luz, pues si hasta aquí ha perdido el favor a la Francia, yo deseo ocuparme del mérito. Los escritos de nuestros filósofos son antorchas que han iluminado mi entendimiento; se han evaporado ya las tinieblas en que yacían los siglos pasados, y por Dios que ya era tiempo de que esto ocurriese para bien de la humanidad… Examinaré, pues, los méritos y servicios de vuestro hijo como los de otro cualquiera, y haré este sacrificio a mis convicciones, sacrificio penoso sin duda, pero al cual estoy obligado por mi posición. Si es digno de mi favor vuestro hijo, señor barón de Taverney, lo alcanzará no porque su padre sea mi amigo, no porque lleve su apellido ilustre, sino por sus propios merecimientos. Este es mi plan de conducta.
—Es decir, vuestro curso de filosofía —objetó el anciano barón que se mordía las uñas de rabia.
—Bien, como gustéis, caballero.
—La filosofía nos dispensa muchas cosas buenas, señor mariscal.
—Barón, no sois buen cortesano.
—Es que los de mi nombre sólo acatan al rey.
—Rafté, mi secretario, recibe en mi antesala a más de cien al día que son tanto como vos, amigo mío: todos vienen de provincias; allí no se aprende a vivir.
—¡Bah! Un Casa-Roja que desciende de las Cruzadas no se aviene bien con un Vignerot.
A tal ofensa cualquiera se hubiera alborotado; pero el mariscal demostró más talento que el barón de Taverney, de cuya fatuidad estaba ya más que plenamente persuadido.
Podía disponer que lo arrojasen por una ventana, pero se limitó a encogerse de hombros y responder:
—Observo que vivís muy atrasado, caballero de las Cruzadas, pues sólo habéis leído la calumniosa memoria de los parlamentarios de mil setecientos veinte, y no la respuesta de los duques y pares; podéis pasar a mi biblioteca y Rafté os proporcionará la última.
Diciendo así pretendió despedir a su huésped por libertarse de sus importunidades, pero al mismo tiempo se abrió la puerta y entró otro nuevo personaje gritando:
—¿En dónde se encuentra mi querido duque?
Aquel amigo, lleno de júbilo, era nuestro buen amigo Juan du Barry. Taverney al verle se apartó sorprendido y despechado Juan observó el gesto, reconoció a quien lo hacía, y volvió la espalda.
—Ya entiendo —dijo el barón con tranquilidad—, y por lo tanto me retiro, pues dejo al señor ministro muy bien acompañado.
Y con el mayor orgullo, salió enseguida del salón.