Capítulo LXXXVIII

Quedóse solo el duque de Aiguillon en la sala de recibo y en una situación algo embarazosa, pues había comprendido perfectamente la proposición de su tío; sabía además que madame du Barry había escuchado toda su conversación con él y no ignoraba que en semejante circunstancia se precisaba más que regular talento para representar sólo la parte que el anciano duque quería repartir entre dos.

La proximidad del rey interrumpió por fortuna la explicación que por necesidad hubiera resultado de la puritana modestia de M. de Aiguillon.

El mariscal tampoco era hombre que se dejase engañar por mucho tiempo, ni amigo de hacer resaltar exageradamente la virtud de otros a expensas de la suya.

Aiguillon, no obstante, tuvo el tiempo necesario para reflexionar después que su tío le dejó solo.

En efecto, el rey llegaba; ya sus pajes habían abierto las puertas de la antecámara y Zamora corría hacia el monarca pidiéndole golosinas, familiaridad que en sus momentos de humor sombrío recompensaba Luis XV con un papirotazo o un estirón de orejas, cosas ambas muy desagradables para el joven africano.

Pasó el rey al gabinete inmediato, y lo que convenció al duque de Aiguillon de que madame du Barry no había perdido una palabra del diálogo con su tío fue que él mismo se encontró en situación de oír la plática que entablaron de allí a poco la condesa y el rey.

Este último parecía encontrarse fatigado como si hubiera levantado un enorme peso. Atlas era menos impotente después de terminada su tarea, después de haber sostenido el firmamento doce horas sobre sus hombros.

El rey se hizo aplaudir y acariciar por la condesa, la cual le contó la contramina que había producido la desgracia de monsieur de Choiseul, y esto entretuvo infinito a Su Majestad.

Entonces fue cuando se aventuró madame du Barry pues caminaba viento en popa la política, y por otro lado se sentía capaz en aquel instante de revolver las cuatro partes del mundo.

—Señor —dijo con cierta coquetería—, habéis demolido, lo cual no es poco; al presente es necesario edificar.

—Ya está hecho —contestó el rey negligentemente.

—¿Tenéis ya ministerio?

—Ciertamente.

—¡Cómo! Así. ¿De pronto? ¡Sin haber respirado!

—Comprendo que todos los míos han perdido el seso; al fin, condesa, habíais de ser mujer. ¿No me enseñasteis el otro día que antes de despedir al cocinero debía buscarse su sustituto?

—¡Oh! Repetidme nuevamente que en efecto habéis organizado otro ministerio.

Se incorporó el rey un poco en el amplio sofá que le servía más bien de cama que de asiento, y cuyo almohadón principal era un hombro de la condesa.

—Juanita —la dijo—, cualquiera supondría al veros tan inquieta que ya conocéis mi ministerio, supuesto que no os gusta, y que queréis proponerme otro.

—¡Y qué! ¿Sería eso absurdo ni extraño?

—¡Cómo! ¿Tenéis vos un ministerio?

—¡Pues qué! ¿No le tenéis vos también?

—¡Oh! En mí es una cosa precisa. Vamos, decidme vuestros candidatos.

—Nada de eso: sepamos quiénes son los vuestros.

—Con mucho gusto; de esta manera daré el ejemplo.

—Principiemos. ¿Quién substituye en marina a monsieur de Praslin?

—Cosa nueva, condesa, cosa nueva; un hombre famoso, que jamás ha visto un puerto de mar.

—Acabad pronto…

—Es una magnífica invención; voy a adquirir una popularidad grandísima y me van a coronar en los más remotos mares… en efigie, se entiende.

—Pero ese señor, ¿quién es?

—Apostemos a que no lo adivináis entre mil nombres que os mencione.

—Un hombre cuya elección os haga popular… No ciertamente.

—Un hombre del parlamento, amiga mía, un primer presidente del parlamento de Besanzón.

—¿M. de Boynes?

—El mismo:… ¡Qué lista sois! ¡Cómo se advierte que no se os escapan los hombres de mérito!

—Claro; como que todos los días habláis de parlamentos, Pero ese hombre no sabe lo que es un remo.

—Tanto mejor, pues M. de Praslin conocía muy bien su obligación y me ha obligado a gastar un dineral en construcciones navales.

—¿Y para hacienda?

—Eso ya es distinto; he nombrado a un hombre especial.

—¿Es rentista?

—No, militar, porque hace mucho tiempo que los hombres de negocios son para mí intolerables.

—¿Y para el ministerio de la guerra?

—Estad tranquila, porque elegiré al fin a uno de esos hombres enojosos, a un rentista. Terray, por ejemplo, es tan amigo de engolfarse en operaciones aritméticas, que no dejará de hallar mil errores de cálculo en las cuentas de M. de Choiseul. Tampoco debo ocultaros que he tenido la idea de elegir para el ramo de guerra un hombre maravilloso, esto es, un hombre puro, como ahora se dice; pero únicamente me guiaba el deseo de no descontentar a los filósofos.

—¿Y a quién queríais nombrar? ¿A Voltaire?

—A otro que se le parece: al caballero de Muy… Una especie de Catón.

—¡Dios mío! Me asustáis.

—Estaba ya resuelto; mandé llamarle, sus despachos estaban firmados y aun recuerdo que me daba ya las gracias, cuando mi bueno o mi mal genio (esto lo sabréis vos, condesa) me sugirió la idea de convidarle a cenar en Luciennes esta noche.

—¡Qué horror!

—Justamente es eso lo que el caballero de Muy me ha respondido.

—¿Os ha dicho eso mismo?

—Por supuesto con otras palabras; pero, en fin, me ha significado en resumen que su más ardiente deseo es servir al rey, pero que le es imposible servir a madame du Barry.

—¡Oh!, es muy galante vuestro filósofo.

—Condesa, ya comprenderéis que yo le alargaría la mano… Lo hice efectivamente para que me devolviese el nombramiento, que hice pedazos sonriéndome con paciencia: y el caballero se retiró. Luis XIV hubiera encerrado a ese insensato en una torre de la Bastilla; pero yo soy Luis XV y tengo un parlamento que me pone la ley en vez de sufrirla de mi autoridad.

—¿Qué le hace? —dijo la condesa cubriendo de besos la mano del rey—, lo cierto es que sois un hombre completo.

—No afirman eso todos; Terray es odiado por la mayoría.

—¿Y quién no lo es? ¡Ah! ¿Y para los negocios extranjeros?

—A Bertin que es conocido vuestro.

—No es exacto.

—Pues bien, a quien no conocéis.

—¿Entre todos ellos sabéis que no encuentro yo un buen ministro?

—¿De veras? Decidme cuáles son los vuestros.

—Sólo designaré a uno.

—¿Y por qué no le nombráis? ¿Tenéis miedo?

—El mariscal.

—¿Qué mariscal? —interrogó el rey haciendo una mueca.

—El duque de Richelieu.

—¡Ese anciano! ¡Un ave fría!

—¡Vaya! ¡De qué modo tratáis al vencedor de Mahón!

—¡Buen raposo!

—Señor… Vuestro compañero de armas.

—Un hombre sin moralidad que obliga a huir a todas las mujeres.

—Eso consiste en que no hace caso de ellas.

—No volváis a hablarme nunca de Richelieu, porque es una especie de salvaje: ese maldito vencedor de Mahón me ha metido en todos los juegos de pelota de París, en tal extremo, que llegaron a dedicarnos canciones. No, no, mil veces no; sólo el nombre de Richelieu me exaspera.

—¿Conque los odiáis?

—¿De quién habláis?

—De los Richelieu.

—Los aborrezco.

—¿A todos?

—A todos. Ahí tenéis entre ellos al par y duque M. Fronsad, que debía ser castigado diez veces a la pena de la horca.

—Disponed de él lo que os plazca, pero hay otros Richelieu por esos mundos.

—Efectivamente, el duque de Aiguillon.

—¿Y qué?

—Yo debía odiar a ese más que a todos, porque me promueve terribles trapisondas por toda la Francia; pero tengo la debilidad incurable de conocer que es atrevido y así no me desagrada.

—Es hombre de mucho talento —agregó la condesa en voz alta.

—Y de mucho valor y energía cuando se trata de defender las prerrogativas reales. Es un verdadero par.

—Sí, sí, mil veces sí. Debáis hacer algo por él.

Cruzóse de brazos el rey, contempló a la condesa y la dijo:

—¿Cómo os atrevéis a pedirme semejante cosa, cuando toda la Francia está solicitando que degrade y destierre al duque?

También madame du Barry cruzó los brazos y repuso:

—Un momento hace que habéis llamado a Richelieu ave fría, y me parece que tenéis derecho para aplicaros esa calificación.

—¡Oh, condesa…!

—Os halláis muy orgulloso porque habéis destituido a M. de Choiseul.

—La cosa no era sencilla ni fácil.

—Lo habéis hecho y esto es lo importante; pero veo que retrocedéis ante las consecuencias.

—¿Yo?

—Es indudable. ¿Qué habéis hecho con despedir al duque?

—Doy al parlamento una estocada.

—¿Y por qué no le asestáis dos? Vamos, pecho al agua y haceos fuerte de una vez. El parlamento quería conservar a Choiseul, y le habéis echado: el parlamento desea echar a M. de Aiguillon; pues bien, conservadlo.

—Yo no le alejo.

—Os digo que lo conservéis, pero corregido y aumentado grandemente.

—¿Queréis un ministerio para ese botafuego?

—Deseo recompensar al que os ha defendido exponiendo sus títulos y su fortuna.

—Y también su vida, porque el día mejor del año van a apedrear a vuestro duque juntamente con vuestro amigo Maupeou.

—No se puede dudar que inspiráis mucho valor a vuestros defensores: la fortuna es que no os oyen.

—Del mismo modo se conducen ellos conmigo.

—No habréis así, pues los hechos hablan.

—¿Mas por qué ese furor por Aiguillon?

—¡Furor…! Si no le conozco: hoy le he visto y por primera vez le he hablado.

—Eso ya es diferente; quiero decir; que abrigáis convicciones, y yo las respeto todas, por lo mismo que no abrigo una sola.

—Por eso debéis otorgar alguna cosa a Richelieu por el nombre de Aiguillon, ya que a este no queréis concederle nada.

—¡A Richelieu! ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada!

—Perfectamente; a M. de Aiguillon, ya que os negáis a lo primero.

—¡Cómo! ¡Una cartera! Es imposible en este instante.

—Ya lo comprendo, pero será más tarde. Es hombre de grandes méritos, de acción, y con Terray, Aiguillon y Maupeou tendréis las tres cabezas del Cerbero. Ya comprenderéis que vuestro ministerio es un ministerio de broma, que no puede ser duradero.

—Estáis confundida, condesa: durará lo menos tres meses.

—A los tres meses os recordaré vuestra palabra.

—¡Oh, oh, condesa!

—Lo dicho, dicho, pero necesito algo al presente.

—Pero si de nada dispongo.

—Tenéis un cuerpo distinguido de caballería ligera; M. de Aiguillon es un buen oficial, lo que se dice una espada de temple; concededle, pues, el mando de la caballería ligera.

—Bien, lo tendrá.

—Mil gracias —exclamó la condesa llena de alegría.

Y M. de Aiguillon oyó al propio tiempo resonar un beso plebeyo en las mejillas de Su Majestad.

—Condesa, dadme ahora de cenar —dijo el rey.

—Imposible —respondió madame du Barry—; porque nada hay preparado aquí: mis sirvientes se han ocupado de la política palpitante y de los fuegos artificiales, y tienen abandonada la cocina.

—Venid, pues, conmigo a Marly y os convidaré.

—No es posible, porque me duele muchísimo la cabeza.

—¿Tenéis jaqueca?

—¡Oh!, no puedo más…

—Pues descansad, condesa.

—Señor, eso es lo que pienso hacer.

—Adiós.

—Hasta la vista, querréis decir.

—Me asemejo algo a M. de Choiseul, me despiden.

—Pero os lisonjeáis; al despediros, os festejan, os acarician —dijo aquella loca sirena, mientras conducía al rey hacia la puerta, hasta que, riéndose a carcajadas, consiguió echarlo fuera de la estancia.

Alumbrábale no obstante con una bujía desde el peristilo: el rey se volvió hacia ella y la dijo:

—Condesa…

—Señor —repuso ella.

—Lamentaría que se muriese el pobre mariscal.

—¿Por qué?

—Por haberle fallado las esperanzas de la cartera.

—¡Oh! Ya veo que sois muy malicioso —exclamó la condesa saludando a su real huésped con otra carcajada.

Y el rey alejóse muy satisfecho de lo que acababa de decir acerca del duque, a quien efectivamente aborrecía.

Cuando volvió al salón madame du Barry halló al duque de Aiguillon de rodillas, con las manos juntas y la mirada fija en su rostro, lo cual la obligó a sonrojarse.

—He hecho fiasco —dijo ella—; el pobre mariscal…

—Sí, lo sé todo —respondió el duque—; pues he oído… Gracias, señora, gracias…

—Creo que os debía eso y algo más; pero alzaos, duque, pues de lo contrario, me haréis creer que tenéis tanta memoria como talento.

—Señora, es muy fácil que adivinéis, pues como mi tío os lo ha dicho, sólo soy un apasionado servidor vuestro.

—Y del rey también, pues desde mañana debéis recibir órdenes de Su Majestad. Pero alzaos, duque.

Y al decir esto le dio la mano, que Aiguillon besó con respeto.

La condesa conmovióse mucho al parecer, pues le fue imposible en un rato pronunciar una sola palabra.

M. de Aiguillon permaneció como ella, turbado y mudo; pero al fin alzó la cabeza madame du Barry y dijo:

—¡Pobre mariscal! Es necesario enterarle de la derrota que acaba de sufrir.

Se imaginó M. de Aiguillon que estas palabras daban por terminada su entrevista con la condesa y se inclinó.

—Señora —respondió—, voy a verle ahora mismo.

—¡Oh! No hagáis tal cosa —replicó madame du Barry—. Las malas noticias deben comunicar lo más tarde posible: podéis hacer otra cosa mejor que ir a ver al mariscal.

—¿Cuál es?

—Cenar en mi compañía.

—¡Ah! Vos no sois una mujer; sois…

—Un ángel, ¿verdad? —murmuró a su oído la condesa—, M. de Aiguillon debió conceptuarse aquella noche muy dichoso porque quitó a su tío la cartera ministerial y se aprovecho de la parte de cena que al rey correspondía.