Así como en París y en el camino de Chanteloup todo se convertía en amenazas y sentimientos, en Luciennes sólo se encontraban rostros alegres y sonrisas encantadoras.
Aquel cambio consistía en que no sólo brillaba en Luciennes la mujer más bella y seductora, como afirmaban los cortesanos y los poetas, sino una verdadera divinidad que gobernaba a la Francia.
También contaba madame du Barry con su policía secreta, y sabía perfectamente por Juan los nombres de todos aquellos señores que se habían apresurado a ofrecer a M. de Choiseul el último testimonio de su adhesión. Juan, pues, puso al corriente a la condesa de cuanto había pasado, y por consiguiente quedaban excluidos de Luciennes sin ninguna consideración los mencionados nobles, a la vez que el valor que otros habían desplegado contra la opinión pública se hallaba recompensado por la sonrisa protectora de la divinidad del día.
Fuera de los patios todos los coches, empezaron las recepciones particulares. Richelieu, el héroe de la jornada, héroe secreto, es cierto y sobre todo modesto, vio pasar por su lado aquella muchedumbre de felicitantes y de pretendientes y ocupó el último sillón de la sala de recibo.
—Necesario es confesar —dijo la condesa—, que el conde de Balsamo, o de Fénix, o como os parezca llamarle, mi querido mariscal, es el primer hombre de los tiempos que corremos. Una lástima sería que hoy se quemase a los brujos.
—Sí, condesa, sí; es un grande hombre —contestó Richelieu.
—Duque, y muy amable; os aseguro que me ha encaprichado.
—Condesa, vais a hacerme sentir celos —observó Richelieu sonriéndose, al paso que se hallaba obligado a hablar con seriedad—. No obstante, el tal conde sería un terrible ministro de Policía.
—Lo presumo, pero es un ministro imposible.
—¿Por qué?
—Porque con él serían imposibles sus colegas.
—¿Cómo así?
—No ignoraría nada, estaría al cabo de lo más oscuros manejos.
Se ruborizó el mismo Richelieu, al decir esto, prosiguiendo de esta manera:
—Si yo fuera su colega, por mi parte querría que me fiscalizase, que os hiciera formar parte en todas mis operaciones, porque siempre me veríais de rodillas delante de la dama y fiel adicto a mi rey.
—Sois, duque, el hombre de más talento que he conocido; pero hablemos ya con alguna seriedad de nuestro ministerio… Me presumo que deberíais haber escrito a vuestro sobrino.
—Señora, el duque de Aiguillon ha venido, y en circunstancias al parecer de muchos, sumamente favorables. Como que su carruaje se ha encontrado con el de M. de Choiseul.
—Es un gran agüero. ¿Conque va a venir?
—He creído que la presencia de M. de Aiguillon en Luciennes daría margen a toda clase de comentarios, y por lo tanto le he rogado que se quede en el pueblo hasta que le avise, sujetándome a vuestras órdenes.
—Mariscal, que venga sin tardanza, pues nos encontramos ya solos o poco menos.
—Y lo haré con muchísimo gusto, supuesto que hemos quedado de acuerdo; ¿no es cierto, condesa?
—¡Oh!, sí, enteramente convencidos. Vos preferís el ministerio de la Guerra al de Hacienda, ¿no es así? ¿O deseáis tal vez el de Marina?
—Señora, prefiero el de la Guerra, porque en él podré servir con mayor utilidad.
—Muy razonable es, y hablaré al rey en ese sentido. ¿No guardáis antipatías?
—¿Contra quién?
—Contra los colegas vuestros que escoja Su Majestad.
—Condesa, soy hombre que me avengo fácilmente con todo el mundo. Pero permitidme que avise a mi sobrino, ya que le habéis concedido el honor de recibirle.
Se aproximó Richelieu a la ventana cuando los últimos resplandores del crepúsculo iluminaban todavía el patio. Hizo algunas señas a un lacayo que se hallaba en acecho y que al punto echó a correr.
Diez minutos más tarde penetró un carruaje en el primer patio y la condesa llevó la vista hacia la ventana.
Sorprendió Richelieu aquel movimiento, tomándolo como un pronóstico excelente para los adelantos de M. de Aiguillon, y por lo tanto para los suyos.
—La gusta el tío y comienza a agradarla el sobrino —murmuró entre dientes—, y esto significa que seremos aquí los amos.
Mientras pasaba el rato con tan quiméricas ideas, percibióse ruido hacia la puerta, y un paje de confianza anunció al señor duque de Aiguillon.
Era un caballero de fisonomía agradable, de bastante gracia, y ataviado rica y elegantemente. Pasó ya para él la edad de la fresca juventud, pero pertenecía a ese corto número de hombres que jamás dejan de ser jóvenes.
Los desvelos del gobierno de un Estado no habían impreso la menor arruga en su rostro; no habían conseguido más que agrandar en su frente aquel pliegue natural que en los hombres políticos y en los poetas, es el asilo de las grandes concepciones. Alzaba su hermosa cabeza, pintándose en sus facciones un tinte melancólico, como si no ignorase que pesaba ya sobre ella el odio de diez millones de hombres, pero deseando probar al mismo tiempo que aquel peso no le daba miedo.
Las manos de M. de Aiguillon eran muy blancas y lindísimas; en aquella época se hacía gran caso de una pierna bien formada, y la del duque era un modelo de elegancia nerviosa y de forma aristocrática; en resumen, era dulce como un poeta, noble como un gran señor y robusto como un mosquetero. Para la condesa eran tres idealidades en una, pues en un solo modelo hallaba tres tipos que aquella hermosura sensual debía amar por instinto.
Por una rara coincidencia, o mejor dicho por un enlace de circunstancias que había combinado la sabía técnica del duque Aiguillon, aquellos dos héroes de la animadversión pública, la cortesana y el cortesano, nunca se habían hallado en la corte frente a frente y con todas sus respectivas ventajas.
Antes de que fuese condesa madame du Barry, antes de que todas las noches manchase con sus impuros labios la corona de Francia, había sido una graciosa, risueña y adorable joven; había sido amada, y esta era una felicidad con que no contaba en adelante, porque todos la temían desde que se hizo llamar la querida del rey.
Entre los muchos jóvenes ricos y poderosos que hicieron la corte a Juana Vaubernier figuró en otro tiempo en primera línea el duque de Aiguillon; pero ya que no tuviese mucho interés, ya que la señorita Lange no fuese tan fácil como aseguraban sus detractores, o ya que el amor del rey hubiese dividido unos corazones próximos a comprenderse, lo cual no redundaría por cierto en descrédito de uno ni de otro, el hecho era que M. de Aiguillon había abandonado de pronto sus versos acrósticos, sus ramilletes de flores y sus preciosos perfumes. También la señorita Lange cerró su puerta de la calle de Petits-Champs, de manera que el duque se dirigió a Bretaña ahogando sus suspiros, y la señorita Lange envió los suyos hacia Versalles al señor barón de Gonnesse, o lo que es lo mismo, al rey de Francia.
Resultó, pues, que la súbita desaparición de M. de Aiguillon ocupó muy poco a madame du Barry, porque temía lo pasado; pero viendo al fin que continuaba el silencio de su antiguo adorador, no pudo menos de reconocer en él a un hombre de muchísimo talento.
Ya era algo por sí sola esta distinción; pero no era toda, y acaso iba a llegar el instante en que juzgaría a Aiguillon como un hombre valiente.
Forzado es convenir en que la pobre señorita Lange tenía sus razones para temer un examen sobre lo pasado. Un mosquetero, amante venturoso en otro tiempo, según se afirmaba, entró un día en el palacio de Versalles para solicitar de la señorita Lange algunos favores parecidos a los pasados; y aunque este rumor esparcido por el mismo pretendiente se sofocó al punto, no dejó de encontrar eco entre las paredes de la real estancia de madame Maintenón.
Ya sabemos que el duque de Richelieu ninguna alusión había hecho al hablar de su sobrino con madame du Barry, a la conducta de Aiguillon con la señorita de Lange y al contrario. Este silencio por parte de un hombre tan acostumbrado a decir las cosas más difíciles, había sorprendido muchísimo y aun inquietado a la condesa.
Esperaba, pues, con impaciencia a monsieur de Aiguillon para saber a que atenerse, y si el mariscal había obrado por discreción o por ignorancia.
En este instante entró el duque.
Lleno de respeto, con desembarazo y bastante seguro de sí mismo para saludar a madame du Barry, ni bien como a reina ni bien como a una mujer vulgar, conquistó con esta delicadeza una protección completa a juzgar lo bueno como perfecto y lo perfecto como maravilloso.
Enseguida M. de Aiguillon estrechó la mano a su tío, quien aproximándose a la condesa la dijo con acento cariñoso:
—Señora, aquí se encuentra ya el duque de Aiguillon: no tengo el honor de presentaros a mi sobrino, sino a uno de vuestros más apasionados servidores.
Observó la condesa al duque de Richelieu, lo observó como observan las mujeres cuando desconfían, es decir, de un modo propio para que nada se les escape; pero únicamente vio dos frentes inclinadas respetuosamente ante su hermosura, dos frentes que al momento se irguieron tranquilas y serenas.
—Mariscal, ya sé que profesáis el mayor afecto al duque y que al mismo tiempo sois amigo mío. Suplico, pues, al señor de Aiguillon, por deferencia hacia su tío, que imite todo lo que este haga y que pueda serme agradable.
—Señora, esa es la conducta que me he propuesto seguir —respondió el duque haciendo nueva reverencia.
—¿En Bretaña estaríais muy disgustado? —le preguntó la condesa.
—Extraordinariamente, y creo que cuando vuelva lo estaré más.
—Nada de eso: ahí tenéis a vuestro tío el duque de Richelieu que os va ayudar con todo su poder.
Como sorprendido contempló Aiguillon al mariscal.
—Vamos —continuó la condesa—, ya sé lo que es: como acabáis de llegar a París no ha tenido tiempo sin duda el duque de hablar con vos tan detenidamente como desea. Por lo mismo voy a dejaros, pues conozco que tendréis mil cosas que deciros. Señor duque, ya sabéis que estáis en vuestra casa.
Al terminar estas palabras se retiró la condesa. Pero había meditado un proyecto y así no se separó mucho. Detrás del salón de recibo existía un gabinete, en el que el rey acostumbraba a sentarse cuando iba a Luciennes, entre mil piezas de China de toda especie. Prefería aquel sitio al salón, porque desde él se percibía cuanto en este último se hablaba.
Por lo tanto madame du Barry estaba convencida de que iba a oír toda la conversación entre el duque y su sobrino, y lo deseaba ansiosamente para poder formar definitivamente acerca del último una opinión irrevocable. No obstante, el duque no se dejó engañar, pues conocía perfectamente gran parte de los secretos de cada localidad real o ministerial. Escuchar en tanto que otros hablaban era uno de sus medios, y hablar mientras otros entendían uno de sus ardides.
No olvidemos tampoco que se encontraba muy pagado por el recibimiento que acababa de obtener.
Por lo tanto decidió explotar completamente la mina e indicar a la favorita, suponiéndola ausente, un plan de felicidad doméstica y de gran poder, complicado de intrigas, doble aliciente al cual pocas veces se resiste una mujer bonita y mucho menos una mujer de corte.
Hizo Richelieu que se sentase su sobrino y le dijo:
—Duque, ya observas que me he instalado aquí.
—Efectivamente ya lo veo.
—Me ha cabido la honra de obtener el favor de esta encantadora mujer, que consideramos como reina y que lo es de hecho.
Aiguillon se inclinó.
—Ahora te digo —prosiguió Richelieu—, lo que antes no he podido decirte, a saber, que madame du Barry me ha ofrecido una cartera.
—Eso se os debe en justicia.
—Ignoro si se me debe; pero al fin, aunque tarde, lo consigo, y, como ya me encuentro algo cansado, pienso ocuparme de ti muy seriamente.
—Señor duque, gracias: ya sé que sois un buen pariente, pues de ello he recibido muchas pruebas.
—¿No has pensado en nada, Aiguillon?
—En nada; lo único que deseo es que no me despojen de mis títulos de duque y de par, como lo pretenden los señores del parlamento.
—¿Cuentas con algún apoyo?
—No por cierto.
—De manera que hubieras sucumbido sin esta circunstancia…
—Seguramente.
—Observo que estás hablando como un filósofo, y consiste en que yo no me explayo contigo y en que te hablo más bien como un ministro que como tío.
—¡Oh, tío mío! Vuestra voluntad excita toda mi gratitud.
—Me figuro que habrás conocido que te preparo aquí un buen papel cuando te he hecho venir desde tan lejos y con tanta precipitación. Vamos, dime francamente si has pensado algunas veces en el que ha representado M. de Choiseul durante diez años.
—Sin duda; como que ha sido un papel magnífico.
—¡Magnífico…! Entendámonos: lo era ciertamente cuando unido con madame de Pompadour gobernaba al rey y desterraba a los jesuitas; pero triste y muy triste cuando después de alcanzar la confianza con madame du Barry, que vale mil veces más que la Pompadour, ha conseguido en veinticuatro horas que le despidan. ¡Cómo! ¿Nada me respondes?
—Señor, os escucho y anhelo saber a dónde vais a parar.
—Creo que te agracia el primer papel que ha representado Choiseul.
—Ciertamente.
—Pues bien, amigo mío, he resuelto representarlo yo.
Aiguillon miró fijamente a su tío y le dijo:
—¿Habláis con formalidad?
—¿Por qué no?
—¿Sois amante de madame du Barry?
—¡Diablo! Tú caminas muy ligero; a pesar de eso veo que me has comprendido. ¡Oh! Sí: Choiseul era dichosísimo, pues gobernaba al rey y a la querida de este, y aun según se dice amaba a madame de Pompadour… En resumen, ¿por qué no he de alcanzar yo lo mismo…? Pero no; yo no puedo ser amante correspondido de madame du Barry, y tu sonrisa burlona me lo está diciendo: ya veo que examinas las arrugas de mi frente, mis dobladas rodillas y mi mano seca, que fue tan bella en otro tiempo, lo cual significa que al hablar del papel de Choiseul, he debido expresar que entre los dos lo representaremos, en lugar de convenir en que yo lo representaré sólo.
—¡Tío!
—No; conozco bastante bien que ella no puede amarme, y te lo digo sin temor porque no puede oírme, yo amaría a esa mujer… pero…
Aiguillon arrugó las cejas y repuso:
—¡Por qué!
—Tengo pensado un plan soberbio, el cual consiste en relegar ese papel, que para mi edad es imposible.
—¡Ah! ¡Ah!
—Efectivamente; alguno de mi familia amará a madame du Barry. ¡Vaya! Es una mujer perfecta. Y te aseguro que no será Fronsad quien tenga esa fortuna, porque es un loco, un degenerado, un imbécil, un cobarde, en una palabra, un bribón. ¿Serás tú, duque, por fortuna?
—¡Yo! —dijo Aiguillon—. ¿Estáis loco, tío mío?
—¡Loco! ¿Cómo no te postras a los pies de quién te da este consejo? ¿Cómo es que no expresas tu alegría? ¿Cómo es que no me manifiestas toda tu gratitud? ¿Cómo es que no estás loco de amor en vista del recibimiento que has obtenido? Vamos, vamos; ya veo que después de Alcibíades sólo ha existido en el mundo un Richelieu y que no habrá otro.
—Tío mío —replicó el duque con una agitación, que si era fingida estaba admirablemente simulada—; concibo perfectamente todo el partido que podríais sacar de la posición que me brindáis, vos gobernaríais con la autoridad de M. de Choiseul, y yo sería el amante que constituyese dicha autoridad. Es este proyecto, digno del hombre de más talento que hay en Francia; pero al formarlo sólo os olvidasteis de una cosa.
—Dila, pues. ¿Serías capaz de no amar a madame du Barry? ¿Es eso? ¡Ah! Loco… mil veces loco. Habla, desgraciado… ¿Es eso?
—No, no es eso, tío mío —contestó Aiguillon, persuadido de que no pronunciaba sus palabras inútilmente—: Madame du Barry, a la que apenas conozco, me parece la más bella y encantadora de todas las mujeres; soy, pues, capaz de amarla locamente, de amarla tal vez demasiado, pero no es esa la cuestión.
—¿Cuál es?
—Es la siguiente: Jamás me amará madame du Barry, y la primera condición de semejante alianza debe estribar en un amor recíproco. ¿Cómo suponer que en medio de esta brillante corte, en medio de esa juventud seductora vaya la hechicera condesa a distinguir precisamente al hombre que carece de todo mérito, al que ya ha dejado de ser joven, al que se oculta a todas las miradas porque sabe que pronto va a desaparecer? ¡Ah! Si yo hubiese conocido a madame du Barry en mi juventud, en la época de mi lozanía, acaso hubiera podido lisonjearme la idea de alcanzar algún recuerdo suyo. ¡Pero ahora! ¿Qué puedo ofrecer a esa perfecta hermosura? Ni pasado, ni presente, ni porvenir. Es, pues, mi deber renunciar a tan lisonjera quimera, asegurándoos que me habéis herido de muerte al presentármela tan dorada y tan bella.
Mientras que el duque de Aiguillon se expresaba de esta manera con todo el ardor de un hombre verdaderamente apasionado, mordíase los labios el mariscal de Richelieu y decía entre dientes:
—Me parece que este bribón adivina que la condesa nos está escuchando. ¡Demonio! Es más cuco de lo que parece y me puede dar quince y raya, por cuya razón debo vivir alerta.
Richelieu tenía muchísima razón; la condesa lo escuchaba todo, y cada frase de Aiguillon penetraba como una saeta en su pecho: bebía insensiblemente el dulce licor de aquella declaración y saboreaba el placer de aquella extremada delicadeza del hombre que, ni aun con un íntimo confidente había hecho traición al secreto de sus pasadas relaciones, acaso por no echar un borrón en el retrato de la que aún amaba.
—De suerte que, según veo, rehúsas mis proposiciones —dijo Richelieu.
—Sí, tío mío, sí; pero solamente porque las veo irrealizables.
—Pero hombre, inténtalo siquiera.
—¿Y cómo?
—Eres ya de los nuestros y podrás ver a la condesa todos los días; procura complacerla, con mil demonios.
—¿Con miras interesadas? No lo esperéis, pues si tuviese la desgracia de que se enamorase de mí, abrigando yo tan pérfido pensamiento, huiría hasta el fin del mundo, porque me sonrojaría de mí mismo.
Richelieu se rascó la barba y dijo:
—O mi sobrino es un idiota, o esto es hecho.
De repente se oyó un gran ruido en el patio y repitieron varias voces:
—¡El rey!
—¡Demonio! —gritó Richelieu—; el rey no debe encontrarme aquí, y por lo mismo me ausento.
—¿Y yo? —dijo el duque de Aiguillon.
—Es cosa muy diferente; conviene que te vea y te ruego que no tires la casa por la ventana.
Enseguida el mariscal se encaminó a la escalera secreta y despidióse de su sobrino, diciendo:
—Hasta mañana.