Capítulo LXXXVI

Al día siguiente daban las once en el gran reloj de Versalles, cuando el rey Luis XV salió de su habitación, y cruzando la galería dijo en voz alta:

—¡Señor de la Vrillière!

Se hallaba pálido, y parecía agitado, y cuanto más se esmeraba en ocultar su desasosiego, tanto más se conocía en sus miradas y en la tensión de los músculos, por lo regular impasibles, de su rostro.

Reinó al instante un profundo silencio en los corrillos de los cortesanos, entre quienes se hallaban el duque de Richelieu y el conde Juan du Barry, sumamente tranquilos y simulando la mayor indiferencia e ignorancia.

Se aproximó al rey el duque de la Vrillière, y recibió de sus manos una orden sellada.

—¿Está en Versalles el señor duque de Choiseul? —interrogó Su Majestad.

—Sí, señor, se encuentra desde ayer, pues llegó de París a las dos de la tarde.

—¿Está en su palacio o en la corte?

—Se encuentra en la corte, señor.

—Bien; llevadle esa orden, duque.

Un glacial estremecimiento se apoderó de todos los espectadores, que al momento comenzaron a cuchichear. Frunciendo el ceño el rey, como si procurase hacer aún más imponente aquella escena, tornó a entrar bruscamente en su habitación, acompañado de su capitán de guardias y del comandante del cuerpo de caballería ligera que le seguían a todas partes.

Siguieron todas las miradas los pasos de M. de la Vrillière, quien temiendo por el paso que iba a dar, cruzaba lentamente el patio del palacio, dirigiéndose a las habitaciones de M. de Choiseul.

Mientras tanto todos hablaban tímida o audazmente en torno del anciano mariscal, que se hacía el admirado, pero en quien los demás no confiaban por la maliciosa sonrisa que animaba su rostro.

Por fin volvió de su comisión M. de la Vrillière y todos lo rodearon.

—¿Qué ocurre? —le preguntaron.

—Nada; una orden de destierro.

—¿Es cierto?

—Ni más ni menos.

—¿La habéis leído, duque?

—Sí por cierto.

—¿Habláis de veras?

—Ahora lo veréis.

Y el duque de la Vrillière articuló las siguientes palabras, que habían guardado en su memoria implacable, como memoria de cortesano:

«Primo mío; el descontento que me causan vuestros servicios me ponen en la necesidad de desterraros a Chanteloup, en donde permaneceréis por el término de veinticuatro horas. Os desterraría más lejos, si no influyese la estimación que profeso a madame de Choiseul, cuya salud me interesa grandemente. Confío en que vuestra conducta no me obligará a tomar otro partido».

—¿Y qué os ha contestado el exministro, señor de Saint-Florentin? —le interrogó Richelieu, no queriendo dar al duque ni su nuevo título, ni su nuevo nombre.

—Me ha dicho: «Señor duque, estoy convencido del placer que sentís al traerme esta noticia».

—Habréis sufrido duro golpe, pobre duque —dijo Juan.

—¿Qué queréis?, más grande ha sido el suyo, y no es extraño que desfogase la bilis sobre mí.

—¿Presumís lo que ahora va a hacer? —preguntó Richelieu.

—Obedecerá sin titubear.

—Ya —dijo el mariscal.

—Aquí llega el duque —gritó Juan, que observaba desde la ventana todo lo que sucedía en la parte exterior.

—¿Viene? —exclamó el duque de la Vrillière.

—Ya lo presumía yo, señor de Saint-Florentin.

—¡Cómo que cruza el patio! —añadió Juan.

—¿Solo?

—Solo, con la cartera debajo del brazo.

—¡Dios mío! —murmuró Richelieu—. ¿Se repetirá hoy la escena de ayer?

—¡Oh! No me habléis de eso —replicó Juan—, porque tiembla todo mi cuerpo.

No había terminado de decir estas palabras, cuando el duque de Choiseul con frente erguida y tranquilas miradas, se presentó en la entrada de la galería, desafiando con su altivez tranquila a todos sus enemigos o a los que iban a declararse tales en caso de desgracia.

Ninguno creía semejante paso después de lo que había sucedido, y por consiguiente nadie se opuso a él.

—¿Estáis bien cierto de haber leído lo que decís? —preguntó Juan.

—¡Bah!

—¿Y tiene valor para presentarse después de haber recibido semejante carta?

—Lo que os digo es que no lo comprendo.

—¡Pero el rey lo va a encerrar en la Bastilla!

—Lo que producirá un nuevo escándalo.

—Lo deploraré infinito.

—Vamos: ya entra en el gabinete del rey.

Efectivamente, el duque haciendo caso omiso de la especie de resistencia que le oponía el ujier, entró en la habitación de Su Majestad que al verle exhaló una exclamación.

Llevaba el duque entre sus manos su orden de destierro y se la enseñó al rey sonriéndose.

—Señor —dijo—, con arreglo a lo que Vuestra Majestad tuvo a bien decirme ayer, en este momento recibo una nueva orden.

—Es verdad —contestó el rey.

—Y puesto que ayer me dijo Vuestra Majestad que no hiciese caso de orden alguna que no fuese ratificada por Vuestra Majestad, vengo a que me deis la explicación verbal que necesito.

—Señor duque, será breve. Lo que es hoy la orden que habéis recibido se encuentra en su fuerza y vigor.

—¡En su fuerza y vigor! ¡Una orden tan ofensiva para un servidor tan leal!

—Un leal servidor no consiente que su monarca represente un papel ridículo.

—Señor —repuso el duque con altivez—; he nacido bastante cerca del trono para saber respetarlo.

—Caballero —dijo el rey—, no consiento manteneros en una incertidumbre penosa. Ayer recibisteis un correo mandado por madame de Grammont.

—Es cierto.

—Y ese correo os dio una carta.

—Señor, ¿está prohibido que una hermana escriba a su hermano?

—Aguardad, aguardad: estoy enterado del contenido de esa carta.

—¡Oh!, ¡señor…!

—Aquí lo tenéis… me he tomado la molestia de copiarlo.

Y el rey mostró al duque una copia igual a la carta que este había recibido.

—¡Señor! ¡Señor…!

—Duque no lo ocultéis: habéis guardado esta carta en una caja de hierro de vuestra misma alcoba.

Quedó lívido el duque como un cadáver.

—Hay más —prosiguió el rey sin compasión—, pues habéis contestado también a madame de Grammont, y sé lo que le habéis escrito: guardáis la carta en vuestra cartera y sólo esperáis el instante de salir de aquí para añadir una postdata en ella. Ya veis que estoy bastante instruido.

El duque enjugó su frente bañada de sudor frío, se inclinó sin contestar una palabra, y salió del gabinete, temblando y vacilante, lo mismo que si le hubiese atacado un accidente de apoplejía fulminante.

El fresco de la galería impidió que cayese privado de sentido; pero era hombre de una voluntad de hierro. Caminó entre la muchedumbre de cortesanos con altivez y entró en su despacho para guardar o quemar papeles.

Quince minutos después salió del palacio en coche; pero su desgracia fue un rayo que incendió toda la Francia.

En efecto, amparados los parlamentos por la tolerancia del ministro, proclamaron que el Estado había perdido su más fuerte apoyo. La nobleza disponía de él como suyo, y el clero se había visto infinidad de veces lisonjeado por aquel hombre, cuya dignidad personal le daba una especie de sacerdocio en sus funciones ministeriales.

Muy numeroso ya y muy fuerte, el partido enciclopédico o filósofo, porque elegía sus soldados entre los hombres ilustrados e instruidos, se amotinó al ver que huían las riendas del gobierno de las manos del ministro que realzaba a Voltaire, que pensionaba a la Enciclopedia, y que conservaba, haciéndolas útiles, las tradiciones de madame de Pompadour.

Contaba el pueblo mayor razón que todos los descontentos: se lastimaba también como siempre sin profundizar las cosas; pero lo cierto era que daba en la dificultad, que sentía el mal y quería guardarse de él.

M. de Choiseul, juzgado bajo el punto de vista general, era un ministro malo y un mal ciudadano, pero comparado relativamente era un modelo de virtud, de moralidad y de patriotismo. Referente al pueblo, que se moría de necesidad como de costumbre, oía hablar de las prodigalidades de Su Majestad, de los caprichos ruinosos de madame du Barry, cuando se le mandaban avisos como los del Hombre de los cuarenta escudos, o consejos como los del Contrato social, o revelaciones como las de las Noticias del día y las Ideas singulares de un buen ciudadano. Entonces era cuando el pueblo temblaba al presumirse que iba a caer entre las manos impuras de la favorita, y cuando fatigado de tanto sufrir se admiraba inocentemente porque presumía más negro el porvenir que el pasado.

No consistía eso en que el pueblo, disgustado de todo, conservase simpatías. No tenía ciertamente afición a los parlamentos, sus protectores naturales, porque siempre le habían olvidado por cuestiones particulares de egoísmo; porque poco ilustrado en cuanto a la omnipotencia real, comprendía, sin embargo, que los parlamentos se habían creado una especie de aristocracia entre la nobleza y el pueblo.

No quería tampoco a la nobleza, ni por instinto ni por recuerdo, porque temía la espada como aborrecía a la iglesia. No tenía interés respecto a la caída de M. de Choiseul, pero escuchaba las quejas de la nobleza, del clero y del parlamento, y este ruido en unión con sus propias murmuraciones le embriagaba.

Esta diversidad de sentimientos crearon en M. de Choiseul una especie de popularidad que no debía prometerse. Todo París, pues esta aserción puede afirmarse con pruebas, acompañó al desterrado de Chanteloup.

Se formaba el pueblo al paso de los carruajes, y todos aquellos que no habían tenido la suerte o la desgracia de ser recibidos por el duque, corrieron a saludarle cuando salía de París como si les hubiese otorgado lo que solicitaban o esperasen conseguir su gracia.

Se aglomeró la multitud en la barrera del Infierno que abre paso al camino de Turena, y tan grande fue la afluencia de gente, que el paso se encontró interceptado por mucho tiempo. Cuando consiguió el duque salir de aquel atolladero se vio rodeado por más de doscientos carruajes.

Acompañaron su marcha mil aclamaciones y suspiros; pero él comprendía demasiado bien la situación para dejar de conocer que todo aquel ruido no demostraba tanto sentimiento por su persona como recelo respecto a los hombres desconocidos que iban a influir en los negocios públicos.

A la vez llegó a todo escape una silla de posta, cruzó por medio de la multitud, y sin un violento esfuerzo del postillón se hubieran precipitado los caballos contra el coche de M. de Choiseul.

Asomóse una cabeza por el ventanillo de aquel carruaje, y también el exministro sacó la suya.

Saludó a este con respeto M. de Aiguillon, y M. de Choiseul se retiró con ligereza, pues un solo momento de amargura terminaba de marchitar los frescos laureles de su caída.

Pero al mismo tiempo, y sin duda como una compensación, un coche con las armas de Francia arrastrado por ocho magníficos caballos hacía el camino de Sèvres a Saint-Cloud, y que ya por coincidencia o por no incomodar a la multitud cruzaba el camino real, pasó asimismo próximo a M. de Choiseul.

Iba en aquel coche la delfina con su dama de honor madame de Noailles, y con la señorita de Taverney.

M. de Choiseul experimentó un vivo placer, y se asomó al ventanillo saludando profundamente.

—Adiós, señora —exclamó con voz entrecortada.

—Señor de Choiseul, hasta la vista —contestó la delfina con afable sonrisa.

—¡Viva el duque de Choiseul! —gritó un hombre entusiasta al oír las palabras de la delfina.

La señorita Andrea volvió al punto la cabeza atraída por el sonido de aquella voz.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritaron los palafreneros de la princesa, forzando a Gilberto a retirarse a pesar de sus deseos de presenciarlo todo.

En efecto, era nuestro héroe filósofo que con entusiasmo imposible de describir continuaba gritando:

—¡Viva! ¡Viva el duque de Choiseul!