Capítulo LXXXV

Después de un instante de solemne silencio, preguntó Balsamo en francés:

—¿Estás ahí?

—Estoy —contestó una voz pura y argentina que atravesando puertas y tabiques llegó a los oídos de los que la escuchaban, más como un timbre metálico que como acentos de voz humana.

—¡Hola!, esto va resultando interesante —dijo el duque—, y eso que aquí no hay aparato, ni magia, ni fuegos de Bengala.

—¡Ah!, os aseguro que es una cosa terrible —murmuró la condesa.

—Atiende bien a mis preguntas —continuó Balsamo.

—Ya atiendo.

—Primeramente, dime cuántas personas están aquí conmigo.

—Dos.

—¿De qué sexo?

—Un caballero y una señora.

—Quiero que leas en mi pensamiento el nombre del caballero.

—El señor duque de Richelieu.

—Ahora el de la condesa.

—La señora condesa du Barry.

—¡Oh!, ¡oh! —exclamó el duque—, el asunto es más serio de lo que parece.

—Lo que os digo —repuso la condesa—, es que jamás he visto cosa semejante.

—Bien —agregó Balsamo—, es preciso que leas la primera frase de la carta que tengo en la mano.

Obedeció la voz, y la condesa y el duque se contemplaron con un asombro indecible.

—¿Dónde está el original de esta copia que he escrito porque tú me la has dictado?

—Va ya de camino.

—¿Hacia qué parte?

—Hacia Occidente.

—¿Muy lejos de aquí?

—¡Oh!, sí, mucho, mucho.

—¿Quién la conduce?

—Un hombre con traje verde, sombrero de fieltro y botas de montar.

—¿De qué modo va?

—A caballo.

—¿Qué caballo monta?

—Un caballo pío.

—¿En dónde le ves?

Transcurrió un instante de silencio.

—Mira bien —dijo Balsamo con imperio.

—En un camino real con árboles a las orillas.

—Pero ¿en qué camino?

—No lo sé, porque todos se asemejan.

—¡Cómo! ¿Nada te indica qué camino es ese? ¿Ni una inscripción? ¿Ni una señal cualquiera?

—Aguardad, aguardad: ahora pasa un carruaje al lado del jinete con dirección a París.

—¿Qué carruaje es ese?

—Viene lleno de clérigos y de militares.

—¿Y no tiene rótulo?

—Sí, por cierto.

—Deseo que lo leas.

—En la caja dice: Versalles, y las letras, aunque amarillas, están casi borradas.

—Abandona el carruaje y sigue al correo.

—Ya no le veo.

—¿Por qué?

—Porque hay un recodo en el camino.

—Pues bien, sigue el recodo y alcanza al hombre.

—¡Oh!, corre a todo escape y mira su reloj.

—¿Qué ves delante de él?

—Una fila de hermosos edificios, una gran ciudad.

—No pierdas de vista al correo.

—Ya le sigo.

—¿Qué es lo que hace?

—Espolea su caballo que está bañado en sudor, y cuyas herraduras, al herir el piso, causan tanto ruido que llaman la atención general. ¡Ah!, el correo acaba de entrar en una prolongada calle que forma cuesta: ahora se dirige a la derecha y reprime la carrera de su corcel; ya se ha parado delante de la puerta de un palacio.

—Ahora deseo que le sigas con más atención. ¿Me entiendes?

La voz exhaló un suspiro.

—Estás cansada; ya lo conozco.

—¡Oh! No puedo más.

—Que desaparezca tu cansancio: yo lo mando.

—¡Ah!

—¿Qué sucede?

—Gracias, gracias.

—¿Estás fatigada aún?

—No.

—¿Y ves al correo?

—Aguardad… Sí… sí… Sube por una ancha escalera de piedra precedido de un criado con librea azul bordada de oro, cruza espaciosos salones magníficamente amueblados, y llega a la puerta de un gabinete: el lacayo abre la puerta y se aparta.

—Prosigue.

—El correo saluda.

—¿A quién?

—Aguardad… A un hombre sentado delante de un bufete y que está de espaldas a la puerta.

—¿Qué vestido tiene?

—Muy lujoso: está ataviado como para un baile.

—¿Y sus condecoraciones?

—Sólo una cinta azul en forma de aspa.

—¿Y su rostro?

—No puedo verlo… ¡Ah!

—¿Qué?

—Ha vuelto la cara.

—¿Qué señas tiene?

—Facciones regulares, mirada viva y penetrante y hermosos dientes.

—¿Puedes decirme su edad?

—De cincuenta y cinco a cincuenta y ocho años.

—¡El duque! —dijo la condesa en voz baja al mariscal—: Seguramente es el duque.

Contestó el mariscal con un movimiento de cabeza que significaba: «Efectivamente, es el duque»; pero escuchemos.

—Prosigue —dijo Balsamo.

—El correo entrega al hombre de la cinta azul…

—Llámale duque, porque ese es su título.

—El correo —repitió la voz obediente—, entrega al duque una carta: el duque la recibe y la lee con grande interés.

—¿Y qué más?

—Toma una pluma, un pliego de papel y escribe.

—¡Escribe! —exclamó Richelieu—. ¡Demonio! ¡Si pudiéramos saber lo que escribe…! Sería una gran cosa.

—Dime lo que escribe —gritó Balsamo.

—No puedo.

—Ya; porque estás lejos. Pues bien entra en su gabinete. ¿Estás ya?

—Ya estoy.

—Inclínate por encima de su hombro.

—Ya lo hago.

—¿No puedes leer ahora?

—Es malísima su letra, y muy desigual.

—No es obstáculo, lee; yo lo mando.

—«Querida hermana» —contestó la voz temblando y anhelante.

—Es la respuesta —dijeron a un tiempo la condesa y el duque de Richelieu.

«—Querida hermana —volvió a decir la voz—, tranquilízate, pues si bien es cierto que hubo crisis, y crisis un poco seria, ha pasado la tempestad. Aguardo el día de mañana con impaciencia, porque cuento con tomar la ofensiva, y todo me induce a confiar en un resultado decisivo. Me agrada lo del parlamento de Rohán, lo de milord X… y lo del petardo».

«—Mañana, después que despache con el rey, agregaré una postdata a mi carta y te la remitiré por el correo portador de la tuya».

Hallándose Balsamo con la mano izquierda extendida, parecía como que arrancaba con trabajo a la voz todas estas palabras, mientras que con la derecha iba trazando apresuradamente aquellas líneas que M. de Choiseul escribía en su gabinete de Versalles.

—¿Es eso todo? —preguntó después.

—Todo.

—¿Qué hace ahora el duque?

—Plega el papel escrito y lo guarda en una cartera encarnada que ha sacado del bolsillo izquierdo de su casaca.

—Ya lo oís —dijo Balsamo a la condesa—. ¿Y ahora?

—Hablándole despacha al correo.

—¿Qué le dice?

—He oído únicamente sus últimas palabras.

—¿Cuáles son?

A la una en la verja de Trianón. El correo saluda y se aleja.

—Eso es —dijo Richelieu—, da cita al correo para cuando salga del despacho, como lo explica en su carta.

Balsamo impuso silencio, haciendo un seña con la mano.

—¿Qué más hace el duque? —insistió.

—Se levanta, reteniendo en la mano la carta que acaba de recibir, se dirige hacia su cama, se acerca a la pared, aprieta un resorte que descubre una caja de hierro, guarda en ella la carta y cierra nuevamente el escondite.

—¡Oh! —exclamaron a un tiempo el duque y la condesa—. Parece verdaderamente cosa de magia.

—Señora, ¿sabéis todo lo que deseabais saber? —dijo Balsamo a la condesa.

—Señor conde —contestó madame du Barry acercándose a él con terror—, acabáis de hacerme un servicio que pagaría con diez años de mi vida, o mejor dicho, que jamás podré pagar. Pedidme lo que queráis.

—¡Oh señora!, acordaos que tenemos ambos una cuenta abierta.

—¡Oh!, decidme lo que queréis.

—No es tiempo aún.

—Pues bien, tan pronto como llegue, aun cuando sea un millón…

Sonrióse Balsamo.

—¡Eh!, condesa —exclamó el mariscal—; más bien podríais pedir vos ese millón al conde. El hombre que sabe lo que él sabe, y sobre todo, que ve lo que él ve, ¿no es capaz de descubrir el oro y los diamantes en las profundidades de la tierra, como descubre el pensamiento en el corazón y en la mente de los hombres?

—Es cierto, es cierto —respondió la condesa—, conozco mi impotencia.

—Condesa, no lo creáis; algún día me pagaréis deudas, pues os facilitaré la ocasión de hacerlo.

—Conde —dijo el duque a Balsamo—, me confieso subyugado, vencido, aniquilado… En fin, yo creo.

—Cual creyó Santo Tomás, ¿no es verdad? Eso no se llama creer, sino ver.

—Podéis llamarlo como os plazca, pero yo insisto en pagar la culpa, y cuando en lo sucesivo se me hable de brujos, ya sabré lo que he de responder.

Balsamo se echó a reír y dijo a la condesa:

—¿Me consentís hacer una cosa?

—¿Cuál?

—Mi espíritu se halla muy fatigado; dejadme pues que le devuelva su libertad, aprovechándome de una fórmula mágica.

—Hacedlo, conde.

—Gracias, Lorenza —dijo Balsamo en árabe—. Te amo y te amaré siempre: torna a tu estancia por el mismo camino que te ha conducido ahí, y aguárdame en ella. Vete, querida mía, vete y descansa.

—¡Oh!, estoy cansada —contestó en italiano la voz, con mucha mayor dulzura que cuando contestaba a las preguntas de Balsamo durante la evocación—. Ven pronto, Acharat.

—Al momento.

Luego se oyeron los pasos de Lorenza que se alejaba.

Balsamo esperó que pasaran algunos minutos para cerciorarse de que la joven había subido a su habitación, y acto seguido saludó profundamente, pero con majestuosa dignidad al duque y a la condesa, los cuales admirados y confundidos por la multitud de pensamientos distintos que experimentaban, llegaron a su fiacre, más bien como personas faltas de conocimiento, que como seres dotados de razón.