Llevaba la condesa completamente cubierto el rostro con un velo, pues tuvo el tiempo suficiente para entrar en su casa de París y ponerse un vestido propio de las señoras de la clase media.
Llegó en un fiacre al edificio de la calle de San Claudio en compañía del mariscal, quien se había vestido de color gris, como un criado principal de una gran casa.
—Señor conde —preguntó madame du Barry—, ¿me reconocéis?
—Perfectamente, señora condesa.
Richelieu continuaba algo apartado y Balsamo añadió:
—Tened la bondad de sentaros, señora, y vos también, caballero.
—El señor es mi mayordomo —dijo la condesa.
—Dispensad, señora —repuso Balsamo inclinándose—, el señor es el mariscal duque de Richelieu, a quien conozco muy bien, y que se mostrará muy desagradecido si me ha olvidado.
—¿Cómo así? —preguntó el duque algo turbado.
—Paréceme, señor duque, que los que nos han salvado la vida tienen algún derecho a nuestro agradecimiento.
—¡Ah! ¡Ah! —exclamó la condesa riéndose—. ¿Lo habéis oído?
—¿Y vos me salvasteis la vida, señor conde?
—Sí, monseñor, en Viena, en 1725, cuando erais embajador.
—¡En 1725! Pero si en esa fecha no habíais nacido…
Sonrióse Balsamo y dijo:
—Me figuro que sí, monseñor, supuesto que os encontré moribundo, o mejor dicho, muerto en una litera: acababais de recibir una estocada que os atravesó el pecho, y por más señas que derramé tres gotas de mi elixir en vuestra herida… Ahí mismo, en ese sitio en que con vuestra mano estrujáis vuestra ropilla de paño de Alenzón, que por cierto es demasiado fina para un mayordomo.
—No obstante, señor conde, lo más que tenéis son de treinta a treinta y cinco años.
—Vamos, vamos, duque —le interrumpió la condesa riéndose a carcajadas—, os olvidáis que conversamos con un hechicero.
—Estoy estupefacto, condesa, pero entonces, el señor conde debe llamarse…
—¡Oh! Ya sabéis, señor duque, que nosotros los brujos variamos de nombre en todas las nuevas generaciones. En 1725, por ejemplo, era la moda que los nombres acabasen en «us», en «os» y en «as», de modo que nada tendría de extraño que en dicha época se me hubiese antojado dejar mi nombre para adoptar algún otro griego o latino. Sea esto lo que quiera, estoy a vuestras órdenes, señora condesa, y a las vuestras señor duque.
—Conde, el mariscal y yo deseamos consultaros.
—De lo que resulta para mí un gran honor: y en particular si habéis concebido naturalmente esa idea.
—Tan naturalmente que más no puede ser; suponeos que no puedo olvidar vuestra predicción y que dudo mucho que se realice.
—Jamás dudéis, señora, de las predicciones de la ciencia.
—¡Oh! —murmuró Richelieu—; la corona que habéis ofrecido a la condesa es una cosa muy aventurada, pues no se trata aquí de una herida que puede curarse con tres gotas de elixir.
—Ya lo sé; se trata de un ministro a quien se arrebata con tres palabras —replicó Balsamo—. ¿Qué tal? ¿He adivinado?
—De todo punto —contestó la condesa temblando—. Duque, ¿qué decís a esto?
—¡Oh! No os asombréis por tan poco —prosiguió Balsamo—: Quien observa la inquietud de madame du Barry y del duque de Richelieu debe acertar el motivo de ella sin acudir a brujerías.
—De suerte —exclamó Richelieu—, que me obligáis a que os adore si nos indicáis el remedio.
—¿Para la enfermedad que os aqueja?
—Sí, para la enfermedad que se denomina Choiseul.
—¡Oh, gran mágico! Lo habéis acertado.
—Señor conde, me figuro que no nos dejaréis en este atolladero —dijo la condesa—, porque en ello se interesa vuestro honor.
—Estoy resuelto, señora, a serviros lo mejor que pueda; pero quisiera saber si el señor duque no tenía alguna idea fija al venir aquí.
—Lo declaro, señor conde; y por cierto que es un placer encontrar un hechicero a quien se le puede dar el título de conde, porque siempre se encuentra uno en su elemento.
Balsamo le contestó riéndose.
—Vamos, pues, sed franco.
—Eso es lo único que deseo —dijo el duque.
—Deseabais por ejemplo, consultarme respecto a alguna cosa…
—Es verdad.
—¡Ah, taimado! —exclamó la condesa—; y nada me había dicho…
—Sólo al señor conde podía yo confesar eso, y con muchísimo sigilo.
—¿Por qué, duque?
—Condesa, porque os hubierais ruborizado muchísimo.
—¡Oh!, decidlo, mariscal, para contentar mi curiosidad; me he puesto colorete y no se conocerá mi rubor.
—Ea, pues, he aquí lo que he pensado —replicó el mariscal—, pero cuidado, condesa; porque tiraré la casa por la ventana.
—Tiradla, duque, tiradla.
—Es que vais a sacudirme una paliza si digo lo que deseo decir.
—¡Oh! Vos no estáis tan habituado a ser tan maltratado por las damas —dijo Balsamo al anciano mariscal que quedó muy agradecido del cumplimiento.
—Corriente, corriente; voy a decirlo aun cuando desagrade a la condesa, y al rey, y a… pero ¿cómo he de hablar?
—¡Ah!, ¡qué pesadez! —dijo la condesa.
—¿Lo deseáis?
—Sí.
—¿De veras?
—Sí, mil veces sí.
—Entonces, pecho al agua. Mucho siento decirlo, señor conde, pero lo cierto es que hoy nada entretiene a Su Majestad. No es mía la idea, sino de madame de Maintenón.
—Duque, nada encuentro en ella que pueda herirme —dijo madame du Barry.
—Mucho mejor, y me felicito por ello; por consiguiente, será necesario que el señor conde que fabrica elixires tan preciosos…
—Hiciese uno —dijo Balsamo—, que despertase en el rey la facultad de poderse divertir.
—Precisamente.
—Vaya, señor duque, eso sería remontarnos a la infancia del arte, al a b c del oficio. Cualquier charlatán puede hallar un filtro.
—Cuya virtud —indicó el duque—, pueda ponerse a cuenta del mérito de la condesa.
—¡Duque! —exclamó esta.
—¡Ah! Ya sabía yo que por fin os habíais de enfadar; pero vos lo habéis querido.
—Monseñor —continuó Balsamo—, habéis tenido razón, la señora condesa se ruboriza, pero como decíamos no hace mucho, aquí no se trata de heridas ni de amor. Creo excusado haceros presente que con un filtro no desembarazaréis a la Francia de la persona de M. de Choiseul. En efecto, aunque el rey amase diez veces más de lo que ama a la señora condesa, lo cual creo imposible, M. de Choiseul conservaría en su ánimo el prestigio y la influencia que la señora condesa tiene en su corazón.
—Efectivamente —respondió el mariscal—; pero ese era nuestro único recurso.
—¿Lo creéis así?
—¡Y qué! ¿Podéis hallar otro?
—¡Oh! Lo creo como cosa sumamente fácil.
—Ya lo oís, condesa, sumamente fácil; estos brujos de nada dudan.
—¿Y por qué hemos de dudar cuando únicamente se trata de probar al rey que M. de Choiseul le hace traición? Se entiende, en concepto del rey mismo, porque el ministro no cree traicionar a Su Majestad haciendo lo que hace.
—¿Y qué hace?
—Lo sabéis tan bien como yo, condesa: fomenta la rebelión del parlamento contra la autoridad real.
—Ya; pero necesario sería saber por qué medio.
—Por medio de agentes a quienes excita ofreciéndoles completa impunidad.
—¿Y qué agentes son esos? He ahí lo que precisamos.
—¿Por ventura creéis que madame de Grammont no se ha marchado para exaltar a los decididos y para enardecer a los irresolutos?
—Convencida estoy de que no ha ido a otra cosa —repuso la condesa.
—Ya; pero el rey sólo ve en su viaje un simple destierro.
—También es verdad.
—¿Y cómo hacerle ver que tiene una significación diferente de la que ha querido dársele?
—Acusando a madame de Grammont.
—¡Ah!, ¡si sólo se tratase de acusarla! —exclamó el mariscal.
—Desgraciadamente se trata de demostrar la acusación —añadió la condesa.
—Y si se probase hasta la evidencia esa acusación, ¿pensáis que M. de Choiseul seguiría siendo ministro?
—No por cierto —dijo la condesa.
—Pues bien, la única dificultad consiste en encontrar a mano una traición de monsieur de Choiseul —añadió Balsamo con seguridad—, y de presentarla de un modo preciso y palpable a Su Majestad.
El mariscal se tendió en el sillón riéndose a carcajadas.
—¡Pues es nada menos que una friolera! —repuso—. ¡Y no duda del éxito! ¡Coger a M. de Choiseul en flagrante delito de traición…! ¡Una bicoca que digamos!
Continuó Balsamo impasible y esperó a que pasase el exceso de hilaridad del mariscal.
—Ea —dijo al momento—; hablemos formalmente y recapitulemos.
—Sea así.
—¿No se sospecha que M. de Choiseul mantiene la rebelión del parlamento?
—Convenidos: ¿pero, y la prueba?
—¿No se cree que M. de Choiseul intenta comprometer a la Francia contra la Inglaterra, a fin de reservarse el papel de hombre necesario?
—En efecto, eso se cree; ¿pero, y la prueba?
—Y últimamente, ¿no es M. de Choiseul enemigo declarado de la condesa, aquí presente, y no procura derribarla, por todos los medios, del trono que la he prometido?
—¡Oh! Eso no tiene la mayor duda —exclamó la condesa—; pero también es preciso probarlo… ¡Ah! ¡Si yo pudiera…!
—¿Y para eso qué se requiere? Una miseria.
El mariscal empezó a soplarse los dedos y dijo irónicamente:
—Por supuesto, una miseria.
—Una carta confidencial, por ejemplo —agregó Balsamo.
—Es indudable, nada más que eso.
—Una carta de madame de Grammont, ¿no es cierto, señor mariscal?
—Hechicero mío, mi buen hechicero, procuradme una —exclamó madame du Barry—. Hace cinco años que la estoy buscando; he gastado ciento veinte mil libras por año y no lo he conseguido.
—Porque no os habéis dirigido a mí —dijo Balsamo.
—¿Qué decís?
—Sin duda; si me lo hubieseis dicho…
—¿Qué?
—Os habría sacado de apuros.
—¿Vos?
—Yo mismo.
—¿Y no es tiempo, conde?
—Sí —dijo este sonriéndose.
—¡Ah, querido conde! —exclamó la du Barry retorciéndose las manos.
—¿Conque deseáis una carta?
—Sí.
—¿De madame de Grammont?
—Si puede ser.
—Que comprometa a M. de Choiseul sobre los tres puntos que he indicado…
—Por obtenerla daría… mis ojos.
—Eso sería pagarla a un precio exorbitante, tanto más cuanto esta carta…
—Terminad.
—Os la voy a dar de balde.
Y al decir esto sacó de su bolsillo un papel doblado.
—¿Qué es esto? —preguntó la condesa devorándolo con los ojos.
—Sí, ¿qué es eso? —repitió el duque.
—La carta que queréis.
En medio del silencio más profundo, el conde leyó a sus dos interlocutores asombrados, la copia de la carta que ya conocen nuestros lectores.
Conforme iba leyendo, la condesa abría excesivamente los ojos y empezaba a perder su serenidad.
—¡Demonio! —murmuró al cabo Richelieu—: Esa es una fuerte calumnia; condesa, cuidado.
—Señor duque, es la copia sencilla, exacta y literal de una carta de la señora duquesa de Grammont, que un correo, que salió esta mañana de Rohán va a entregar en Versalles al señor duque de Choiseul.
—¡Dios mío! —exclamó el mariscal—. ¿No nos engañáis?
—Yo siempre digo la verdad, monseñor.
—¿Es posible que haya escrito la duquesa esa carta?
—Es posible, señor mariscal, puesto que yo os lo aseguro.
—¡Tanta imprudencia!
—En efecto, parece increíble; pero no cabe duda.
El anciano duque contempló a la condesa, que apenas podía articular palabra.
—A la verdad —dijo por último—, debéis dispensarme, conde, que mi opinión sea semejante a la del duque, pues se me resiste creer que madame de Grammont, que es una mujer de talento, haya comprometido con un paso de esa índole su posición y la de su hermano. Además, para saber el contenido de una carta es preciso haberla leído.
—Es más —agregó el mariscal—; si el conde hubiese leído esa carta, la hubiera conservado en su poder, porque es un tesoro muy valioso.
Balsamo movió la cabeza y repuso:
—El medio, monseñor, es bueno para aquellos que abren la correspondencia a fin de conocer sus secretos, mas no para los que, como yo, las leen al través de los sobres de las cartas. ¡Bah! ¿Y qué interés tengo yo en perder a M. de Choiseul y a madame de Grammont? Venís a consultarme… como amigos, pues no de otro modo puedo suponerlo… y os contesto con igual franqueza; deseáis que os sirva y lo hago así, porque me figuro que no venís a pagarme un precio por la consulta como se hace con los adivinos del muelle de la Ferraille…
—¡Oh, conde! —contestó madame du Barry.
—Es verdad que os doy un consejo y parece que no lo comprendéis. Me indicáis el deseo de derribar a M. de Choiseul; procuráis buscar los medios necesarios para ello; os cito uno que aceptáis desde luego; lo pongo en vuestras manos y no creéis en él…
—Conde… conde… por Dios… eso consiste en que…
—La carta se ha escrito, puesto que esta es la copia.
—Pero ¿quién diablos os ha enterado? —preguntó Richelieu.
—¡Ah! Este es mi gran secreto… ¡Quién me ha enterado! En, un minuto pretendéis saber tanto como yo, tanto como el operario, tanto como el sabio, tanto como el adepto que cuenta 3700 años de edad.
—¡Oh!, señor conde —dijo Richelieu desanimado—: Vais a perder la buena opinión que había formado de vos.
—Duque, no tengo interés en que me creáis, pues no he sido yo quien ha ido a buscaros a la cacería del rey.
—Tiene razón, mariscal —observó la condesa—. Señor conde, os suplico que no os impacientéis.
—Nunca se impacienta, señora, el que cuenta el tiempo por suyo.
—Vamos, sed condescendiente, y agregad este nuevo favor a los que ya me tenéis hechos refiriéndome cómo se os han revelado semejantes secretos.
—No hay razón para ocultarlo —contestó Balsamo con tanta lentitud como si estudiase su respuesta palabra por palabra—: Se me ha hecho esa revelación por una voz.
—¡Por una voz! —dijeron a un tiempo el duque y la condesa—. ¡Por una voz que sin duda os lo dice todo!
—Todo cuanto quiero saber.
—¿Y esa voz os ha enterado de que madame de Grammont ha escrito a su hermano?
—Señora condesa, os repito que sí.
—Es prodigioso.
—¿Y no lo creéis?
—No a fe mía, conde —dijo el mariscal—. ¿Cómo diablos pretendéis que crea uno cosas tan extraordinarias?
—¿Y si os digo lo que hace ahora el postillón que lleva la carta al ministro Choiseul?
—¡Ah! —exclamó la condesa.
—Yo creeré —respondió el duque—, si oigo la voz, aunque ya sé que los hechiceros y nigrománticos se reservan el privilegio exclusivo de ver y oír todo lo que es sobrenatural.
Fijó Balsamo la vista en M. de Richelieu con una expresión extraña que estremeció a la condesa, ocasionando a aquel un frío glacial en la nuca y en el corazón.
—Sí —prosiguió después de bastante silencio—, sólo yo veo y oigo los objetos y a los seres sobrenaturales; pero cuando estoy con personas de vuestra categoría, de vuestro talento, duque, y de vuestra hermosura, condesa, abro mis tesoros y los divido. ¿Os agradaría oír esa voz misteriosa que me revela todo?
—Sí —contestó el mariscal apretando los puños para no temblar.
—Sí —murmuró la condesa temblando.
—Pues bien, vais a oírla. ¿En que idioma deseáis que hable?
—Si os parece bien, en francés —respondió la condesa—, no conozco más que él, y cualquier otro me infundiría miedo.
—¿Y vos, monseñor?
—En el que ha manifestado la condesa, en francés, porque me gustará poder repetir lo que diga el diablo, y juzgar de su instrucción y de si habla correctamente el idioma de mi amigo M. de Voltaire.
Balsamo, con la cabeza inclinada sobre el pecho, se dirigió hacia la puerta del gabinete que, como ya sabemos, se comunicaba con la escalera.
—Me permitiréis —dijo—, que os encierre para no exponeros mucho.
La condesa se puso pálida y se acercó al duque, en cuyo brazo se sostuvo.
Balsamo, casi arrimado a la puerta de la escalera, extendió el brazo hacia el punto de la casa en que se encontraba Lorenza, y en idioma árabe pronunció con sonora voz estas palabras, que traduciremos en idioma vulgar:
—Amiga mía… ¿Me oyes? Si es así, coge el cordón de la campanilla y hazla sonar dos veces.
Aguardó el efecto de sus palabras mirando al duque y a la condesa que prestaban tanta mayor atención cuanto que no podían comprender lo que acababa de decir el conde.
La campanilla sonó de allí a poco dos veces con claridad.
Estremecióse la condesa en el sofá, y el duque se limpió el sudor de la frente con su pañuelo.
—Ya que me oyes —continuó Balsamo en el mismo idioma—, aprieta el botón de mármol que figura el ojo derecho del león que adorna la chimenea y se abrirá la plancha, pasa por ella; cruza mi gabinete, baja la escalera y entra en la habitación contigua a esta.
Transcurridos pocos momentos, un ruido ligero, semejante al soplo del viento o al vuelo de un fantasma, advirtió a Balsamo que sus órdenes habían sido ejecutadas.
—¿Qué lenguaje es ese? —preguntó Richelieu afectando tranquilidad—, ¿es el cabalístico?
—Sí, monseñor, el dialecto que se emplea para la evocación.
—Pero habéis dicho que lo comprenderíamos.
—Lo que diga la voz, sí; mas no lo que diga yo.
—¿Y ha venido ya el diablo?
—¿Quién os ha hablado del diablo, señor duque?
—Supongo que es el personaje a quien se invoca.
—Puede invocarse a todo ser superior o a todo espíritu sobrenatural.
—Y ese espíritu superior, ese ser sobrenatural…
Balsamo extendió el brazo hacia la tapicería que ocultaba la puerta del aposento contiguo y contestó:
—Monseñor, está en comunicación directa conmigo.
—Tengo miedo —murmuró la condesa—, ¿y vos duque?
—A la verdad, condesa, os declaro que más quisiera encontrarme en el asalto de Mahón, o en la batalla de Philippsburg.
—Señora condesa, y vos, señor duque —dijo Balsamo con imponente acento—, hacedme el favor de prestar toda vuestra atención, ya que habéis querido oír.
Y dichas estas palabras volvióse hacia la puerta.