Capítulo LXXXIII

Eran las seis de la tarde.

En el mismo aposento de la calle de San Claudio, que ya han visitado en otra ocasión nuestros lectores, hallábase sentado Balsamo junto a Lorenza, despierta, y procuraba dulcificar por medio del convencimiento aquel espíritu que se mostraba rebelde a todas las súplicas.

Pero la joven le contemplaba de reojo como Dido[30] a Eneas[31], cuando este iba a abandonarla; únicamente hablaba para dirigirle reconvenciones y no extendía la mano más que para rechazarle.

Quejábase porque se encontraba presa, porque era esclava, porque no le era permitido respirar, y porque no podía admirar el sol. Por esta razón envidiaba la suerte de las más desdichadas criaturas, de los pájaros y de las flores, y llamaba a Balsamo su tirano.

Después, pasando de las reconvenciones a la ira, hacía añicos las preciosas telas que aquel le había regalado con el objeto de distraer con apariencias de coquetería la soledad que la había impuesto.

Por su parte Balsamo, la hablaba tiernamente y la contemplaba con amor, y se comprendía desde luego que aquella débil e irritable joven ocupaba un lugar muy importante en su corazón, ya que no en su vida entera.

—Lorenza, hija mía —la decía—: ¿Por qué ese prurito de hostilidad y de resistencia? ¿Por qué no habéis de vivir conmigo, que os idolatro sobre toda ponderación como una compañera amable y querida? Si eso ocurriese nada tendríais que desear; tendríais libertad para dilatar vuestro ánimo al sol, como esas flores a que hace poco tiempo os referíais, y para extender vuestras alas como esos pájaros cuya suerte envidiáis. Juntos iríamos a todas partes, y veríais no sólo ese magnífico sol que tanto os entusiasma, sino los soles ficticios de los hombres, esas reuniones a que asisten las mujeres de este país; de este modo seríais feliz, según vuestro gusto, haciéndome dichoso a mi modo. ¿Por qué rechazáis esta ventura, Lorenza, cuando con vuestra hermosura y riqueza podéis excitar los celos de tantas mujeres?

—Porque me causáis horror —contestó la joven.

Lanzó Balsamo una mirada colérica en que se revelaba sin embargo su compasión, y la dijo:

—Pues continuad así, ya que vos misma os condenáis; y supuesto que sois tan fiera no os quejéis.

—Si me dejaseis sola no me quejaría, como tampoco si no me obligaseis a hablaros. Apartaos de mi presencia, o cuando entréis en mi cárcel nada me digáis, y haré lo que hacen esos pobres pájaros del Sur cuando están enjaulados y perecen sin cantar.

Realizó Balsamo un esfuerzo sobre sí mismo y contestó:

—Vamos, Lorenza, algo más de cariño y de resignación: es preciso que leas en mi pecho, en este corazón que te ama sobre todas las cosas. ¿Deseas libros?

—No.

—¿Por qué no? Los libros te distraerán.

—Quiero aburrirme hasta el punto de morir.

Sonrióse Balsamo, o por mejor decir, pretendió sonreírse.

—Estás loca —le dijo—, pues sabes bien que no morirás en tanto que yo esté aquí para atenderte y para curarle, si caes enferma.

—¡Oh! —exclamó Lorenza—, no me curaréis el día en que me encontréis estrangulada con esta banda que ataré a la ventana.

Conmovióse Balsamo.

—Ni el día —prosiguió ella—, en que tome este cuchillo y me lo clave en el corazón.

Pálido y cubierto de frío sudor la contempló Balsamo, y la dijo con amenazador acento:

—Lorenza, dices bien, ese día no te pondré buena, ni trataré de curarte: ese día te resucitaré.

Lorenza arrojó un grito de espanto, pues persuadida de que el poder de Balsamo no reconocía límites, creyó en su amenaza.

Balsamo acababa de salvarse.

En tanto que la joven se abismaba en aquella nueva causa de desesperación que no había previsto, y mientras su razón vacilante veíase reducida a un círculo de tormentos, que no podía romper, la campanilla, agitaba por Fritz, resonó en los oídos del conde, repitiendo por tres veces otros tantos golpes redoblados.

—Un correo —exclamó enseguida.

Un instante después sonó de nuevo la campanilla y Balsamo murmuró:

—Es urgente.

—¡Ah! —prorrumpió Lorenza—, por fin vais a dejarme…

El conde estrechó su mano y contestó:

—Por última vez te invito a que vivamos en buena inteligencia y confraternidad: ya que la suerte nos ha unido, convirtamos al destino en amigo y no en verdugo.

Nada respondió Lorenza; su mirada fija y triste parecía buscar en lo infinito un pensamiento que siempre huía de su mente y que acaso no le era dado asir por haberlo perseguido con demasiado empeño, como ocurre a las personas cuya vista se empapa repentinamente en luz, después de haber permanecido mucho tiempo entre tinieblas, exponiéndose así a una eterna noche.

Besó Balsamo la mano de Lorenza, sin que esta diese la menor señal de vida, y al momento se acercó a la chimenea.

Al propio tiempo sacudió la joven aquel entorpecimiento de los sentidos que la embarazaba, y fijó ávidamente sus ojos en él.

—Sí —murmuró el conde—, quieres saber por qué sitio salgo, a fin de escaparte algún día detrás de mí; por eso sacudes ese letargo; por eso me persiguen tus miradas.

Y mientras decía esto, pasándose la mano por la frente, como si se impusiese a sí mismo una sentencia penosa, la extendió enseguida hacia la joven, y con acento imperativo la ordenó mirándola con amenazadores ojos:

—Duerme.

No bien pronunció esta palabra, cuando Lorenza se plegó como una flor sobre su tallo; su cabeza, vacilante por un instante, se inclinó, quedando apoyada en los almohadones del sofá, y sus manos, de una blancura mate, cayeron por ambos lados rozando su traje de seda.

Se aproximó Balsamo, y al contemplarla tan bella, imprimió sus labios en su hermosa frente.

Pareció entonces que se evaporaba la sombría nube que hasta entonces había oscurecido la fisonomía de Lorenza, como si un soplo de amor se extendiese sobre su frente: abrióse con estremecimiento su boca; inundáronse sus ojos de voluptuosas lágrimas, y suspiró como sin duda suspiraron aquellos venturosos ángeles que desde los primeros días de la creación amaron a los hijos de los nombres.

La contempló Balsamo enternecido como si no pudiese separarse de aquella contemplación; pero oyendo nuevamente el sonido de la campanilla, corrió a la chimenea, apretó un resorte y desapareció.

En el salón lo aguardaba Fritz con un hombre en traje de correo, cuyas botas de montar eran enormes, y las espuelas desmesuradamente largas.

La vulgar fisonomía de aquel sujeto revelaba en él a un hombre del pueblo, y únicamente su mirada reflejaba una chispa del sagrado fuego que parecía haberle sido transmitido por una inteligencia superior a la suya.

La mano izquierda la tenía apoyada en el nudoso y corto mango de un látigo, mientras que con la derecha hacía signos que Balsamo reconoció después de un breve examen, y a los cuales respondió, aunque sin hablar palabra, tocándose la frente con el dedo índice.

Entonces la mano del postillón se apoyó en el pecho, trazando al propio tiempo cierto carácter que un profano no hubiera reconocido, pues era semejante al movimiento que hacemos para poner un botón.

A este signo último contestó el maestro mostrando a su mudo interlocutor una sortija que llevaba en el dedo.

Ante aquel terrible símbolo clavó en tierra una rodilla el enviado.

—¿De dónde vienes? —le interrogó Balsamo.

—De Rohán, maestro.

—¿En qué te empleas?

—Soy correo al servicio de madame de Grammont.

—¿Quién te ha facilitado esa colocación?

—La voluntad del gran Cophte.

—¿Qué orden recibiste al entrar en su servicio?

—La de no tener secreto alguno para el maestro.

—¿Adónde te diriges?

—A Versalles.

—¿Qué llevas?

—Una carta.

—¿Una carta para quién?

—Para el ministro.

—Entrégamela.

El correo lo hizo así, entregándole un pliego, que sacó de una bolsa de cuero que llevaba a la espalda, y preguntó:

—¿Debo esperar?

—Ciertamente.

—Ya espero.

—Fritz.

El alemán se presentó enseguida.

—Oculta a Sebastián en el comedor.

—Está muy bien, monseñor.

—¡Conoce mi nombre! —murmuró el adepto con supersticioso terror.

—Todo lo sabe —le repuso Fritz, llevándoselo consigo.

Balsamo quedó solo y examinó el sello lacrado de aquella carta, que una mirada de súplica del correo parecía pedirle que respetase en cuanto fuese posible.

Al instante subió al aposento de Lorenza, pensativo y con lento paso, y abrió la puerta de comunicación.

Aún dormía Lorenza; pero encontrábase fatigada, enervada por la inacción: se apoderó de su mano, que ella estrechó convulsivamente, y colocó sobre su pecho la carta que el correo le había entregado.

Acto continuo la dijo:

—¿Ves?

—Perfectamente —respondió Lorenza.

—¿Qué objeto tengo en la mano?

—Una carta.

—¿Puedes decirme su contenido, leyéndola?

—Puedo.

—Pues lee.

Entonces Lorenza, con los ojos cerrados y la respiración comprimida, pronunció lentamente las siguientes palabras, que Balsamo iba escribiendo a medida que salían de su boca:

Querido hermano:

Conforme lo había yo supuesto, mi destierro al menos nos servirá para algo. Hoy me he separado del presidente de Rohán, que es de los nuestros, aunque se manifiesta con cierta timidez; pero en fin, habiendo invocado tu nombre se ha decidido y las representaciones de su gente llegarán a Versalles antes de ocho días.

Saldré enseguida para Rennes, con el objeto de que se den prisa Karadeux y La Chalotais, quienes no parece sino que reposan.

Nuestro agente de Caudebec ha llegado a Rohán y le he visto: Inglaterra no se volverá atrás después de dar los primeros pasos, y prepara una notificación amarga a la corte de Versalles.

X… me ha interrogado si debe publicarla, y he dado mi autorización para ello. Pronto recibirás los últimos folletos de Thevenot, de Morande y de Delilie contra la du Barry. Son explosivos capaces de hacer volar una plaza fuerte.

Ha llegado a mis oídos el rumor de una desgracia reciente; pero como nada me has dicho, me he reído de todo. Sin embargo, no me tengas así entre dudas, y contéstame sin perder tiempo. Tu respuesta me encontrará en Caen, en donde también necesito conferenciar con algunos amigos.

Adiós, te saluda.

La Duquesa de Grammont

Lorenza quedó en silencio después de pronunciar estas últimas palabras.

—¿No ves otra cosa? —la interrogó Balsamo.

—Nada más.

—¿No tiene postdata?

—No la tiene.

Balsamo, cuya frente se había serenado desde el momento en que se enteró del contenido de la carta, la cogió nuevamente entre sus manos, y dijo:

—Objeto curioso que algunas personas me pagarían bien. ¡Pero cómo se escriben estas cosas! ¡Oh! No hay duda, las mujeres son constantemente las que pierden a los hombres superiores. Ese Choiseul no ha podido ser derribado por un ejército de encarnizados enemigos, por un mundo completo de intrigas, y basta el soplo acariciador de una mujer para aniquilarlo. Si todos sucumbimos por la traición o por la debilidad de las mujeres, si tenemos un corazón, si en ese corazón hay una sola fibra sensible, estamos perdidos.

Diciendo esto contemplaba con inexplicable ternura a Lorenza que palpitaba bajo el peso de su poderosa influencia.

—¿Es cierto lo que pienso? —la dijo.

—No, no, es verdad —replicó la joven decididamente. Te consta que te amo muchísimo para perjudicarte como todas esas mujeres sin conciencia ni corazón.

Balsamo se dejó estrechar por los brazos de su encantadora, pero al mismo tiempo se oyó dos veces seguidas la campanilla de Fritz.

—¡Dos visitas! —exclamó el conde.

Otro fuerte campanillazo terminó la frase telegráfica de Fritz.

—¡Importantes! —añadió el maestro.

Y apartándose de los brazos de Lorenza, salió de la estancia, dejando dormida a la joven. Encontró Balsamo al correo que aguardaba sus órdenes y le dijo:

—Ahí tienes la carta.

—¿Qué debo hacer?

—Entregarla a quien va dirigida.

—¿Nada más?

—Nada más.

El adepto examinó el sobre y el sello, y viendo que estaban tan intactos como antes, no pudo reprimir un movimiento de placer y se retiró.

—Es desgracia no poder conservar ese papel autógrafo —exclamó Balsamo—, y mayor desgracia aún la imposibilidad de que pase a poder del rey por manos seguras.

Fritz se presentó enseguida.

—¿Quiénes son? —le preguntó el conde.

—Una mujer y un hombre.

—¿Han estado aquí antes de ahora?

—No.

—¿Sabes quiénes son?

—No.

—¿La mujer es joven?

—Joven y muy linda.

—¿Y el hombre?

—Tendrá unos sesenta o sesenta y cinco años.

—¿En dónde se encuentran?

—En el salón.

Se dirigió Balsamo en su busca.