Capítulo LXXXII

Obstruía una larga fila de carruajes todas las avenidas del bosque de Marly, donde el Rey se divertía cazando, aunque aquello se llamaba propiamente una cacería de siesta, porque, efectivamente, durante los últimos días de su vida no cazaba Luis XV con escopeta ni redes, sólo se conformaba con ver cazar.

De nuestros lectores, aquellos que hayan leído a Plutarco, recordarán sin duda de aquel cocinero de Marco Antonio, que de hora en hora metía un jabalí en el asador, con el objeto de que entre los cinco o los seis que al mismo tiempo se asaban, hubiese uno siempre en sazón para el momento preciso en que Marco Antonio se sentase a la mesa.

Esto consistía en que Marco Antonio llevaba negocios a manos llenas en el gobierno del Asia Menor; administraba justicia por sí mismo; y como los habitantes de la Cilicia[29] son muy grandes ladrones, según afirma Juvenal, hallábase siempre ocupado. Tenía, pues, siempre, cinco o seis piezas en el asador, para cuando, por casualidad, le permitían comer un bocado sus altas funciones de juez.

A Luis XV le sucedía igual, pues siempre contaba en las cacerías de siesta con dos o tres corzos que se arrojaban al bosque a horas distintas, y con arreglo a la disposición en que se hallaba, escogía para su diversión la pieza más cercana o la que aparecía a mayor distancia.

El día a que nos referimos había manifestado Su Majestad que cazaría hasta las cuatro, por lo cual se había dado suelta a eso de las doce a un venado, que prometía durar hasta la hora señalada.

Madame du Barry, por su parte, había decidido seguir al Rey con tanta fidelidad, como el Rey se había propuesto seguir al venado.

Pero el cazador propone y Dios dispone: una combinación casual desbarató el magnífico proyecto de madame du Barry; de manera que esta encontró en la casualidad un adversario casi tan caprichoso como ella.

De modo, que a la par que hablaba de política con M. de Richelieu, corría al encuentro del Rey, quien, por su parte, corría detrás del venado, y saludaban el mariscal y la condesa cortésmente a cuantos cazadores iban encontrando, vieron ambos, como a cincuenta pasos del camino, y sobre la hierba de una verde pradera, un pobre y desvencijado calesín roto, cuyas ruedas se habían vuelto al cielo como implorando compasión, en tanto que los dos caballos negros que debieran arrastrarlo, rumiaban tranquilamente, el uno la corteza de los árboles, y el otro la capa de musgo fresco que se extendía a sus pies.

Los caballos de madame du Barry, hermoso tronco que el Rey le regalara, habían aventajado a los demás carruajes, y fueron por consiguiente los primeros que llegaron a las inmediaciones del calesín hecho pedazos.

—¡Dios mío! Aquí ha pasado alguna desgracia, —dijo con tranquilidad la condesa.

—Sí, a fe mía —añadió el duque de Richelieu flemáticamente, porque en la corte jamás está en boga la sensibilidad—: Ese calesín se ha hecho añicos.

—¡Callad! ¿No es un muerto eso que se ve sobre la hierba? —interrogó la condesa—. Mirad, mirad.

—Creo que no, supuesto que se mueve.

—¿Es hombre o mujer?

—No puedo decíroslo, porque soy bastante corto de vista.

—¡Toma! Nos está saludando.

—Lo que prueba que no ha muerto.

Y a la vez se quitó Richelieu su tricornio con la mayor política.

—¡Oh! ¡Oh!, ¡condesa! —exclamó enseguida—; me parece…

—Y también a mí.

—Que es Su Excelencia el príncipe Luis.

—El cardenal de Rohán en cuerpo y alma.

—¿Qué diablos hace ahí?…

—Lo sabremos —dijo la condesa—. Champagne, aproxima el coche a ese calesín destrozado.

Entonces el cochero de la condesa dirigió los caballos a la pradera, desviándose por lo tanto del camino.

—No hay duda, es monseñor —dijo Richelieu.

En efecto era él, que se había tendido sobre la hierba aguardando a que pasase por allí algún conocido suyo; de modo que al ver que madame du Barry se dirigía hacia él, se puso de pie.

—Señora condesa, tengo el honor de saludaros —dijo con el mayor respeto.

—¡Cómo! ¡Estáis aquí, cardenal!

—Ya lo veis.

—Pero habéis venido a pie…

—No, señora, sentado.

—¡Os encontráis herido!

—No por cierto.

—¿Y por qué casualidad os halláis de ese modo?

—Por Dios, no me habléis de eso: ese maldito cochero animal con dos patas, si los hay, a pesar de haber llegado de Inglaterra, ha comprendido mis órdenes al revés, pues en vez de cortar el camino por el campo para dar alcance a los cazadores ha hecho dar al calesín una vuelta tan rápida que lo ha volcado, haciéndome perder todo lo que valía antes de romperse.

—Cardenal, no os quejéis, puesto que un cochero francés os hubiera roto la cabeza contra algún árbol, o las costillas contra un ribazo.

—Puede ser que tengáis razón.

—Consolaos, pues.

—¡Oh condesa! Soy bastante filósofo: lo único que siento es verme obligado a esperar, porque esto es muy cruel.

—¿Cómo esperar? ¿Puede un Rohán estar esperando alguna vez?

—En este caso por ejemplo. ¿Cómo lo he de evitar?

—No será así, pues prefiero bajar de mi carroza, que permitir que sigáis así.

—Señora, por Dios; me ruborizáis.

—Subid, príncipe, subid.

—Señora, os doy mil gracias; pero quiero aguardar a Soubise, que anda corriendo la caza y que no puede tardar en pasar por aquí.

—¿Y si va por otro camino?

—No importa.

—Monseñor, concededme el gusto que os pido.

—Os repito, señora, que quedo muy agradecido a vuestras bondades.

—Mas ¿por qué me desairáis?

—Porque no consiento molestaros.

—Cardenal, si os obcecáis en desairarme, os juro que me apearé del carruaje, que haré a uno de mis pajes aguantar la cola de mi vestido y echaré a correr por el bosque como una Dríada.

Sonrióse el cardenal; y comprendiendo que se interpretaría mal su obstinada resistencia, optó por aceptar el ofrecimiento que se le hacía.

Había ya cedido el duque su puesto que era el fondo del carruaje colocándose al vidrio, y a pesar de que el cardenal no quería consentir aquel honor, se mantuvo el mariscal inflexible.

Nada tardaron los caballos de la condesa en ganar el tiempo perdido.

—Monseñor, perdonad si os hago una pregunta —dijo la condesa al cardenal—. ¿Os habéis reconciliado ya con la caza?

—¿Por qué así?

—Porque esta es la primera vez que os veo tomar parte en esta distracción.

—Condesa, no lo creáis. Había venido a Versalles para tener el honor de ofrecer mis respetos a Su Majestad, cuando he tenido noticias que estaba en el bosque de Marly. Por otra parte, necesitaba hablarle de un asunto muy urgente, y he corrido a su encuentro; pero gracias a ese maldito cochero inglés, no sólo no podré hablar al Rey, sino que faltaré a una cita que tengo en la ciudad.

—Condesa, ya lo veis —dijo el duque riéndose—; monseñor os manifiesta claramente las cosas… monseñor tiene una cita.

—Y faltaré a ella sin la menor duda —añadió el cardenal.

—¡Y qué! ¿Puede faltar a nada un cardenal y príncipe? —replicó la condesa.

—Necesario fuera que Dios hiciese un milagro.

La condesa y el duque se contemplaron, porque la palabra milagro les traía a la memoria un recuerdo reciente.

—Ya que habláis de eso —dijo la condesa—, os declaro con la mayor franqueza que me alegro mucho haber encontrado hoy a un príncipe de la Iglesia para interrogarle si cree en ellos.

—¿En qué, señora?

—En milagros —añadió el duque.

—Dicen las Escrituras, que el creer en ellos es artículo de fe —contestó el cardenal procurando aparentar la mayor compostura.

—¡Oh! —exclamó la condesa—, no me refiero a los milagros de aquellos tiempos.

—¿Pues de qué milagros habláis?

—De los modernos.

—Estos son mucho más caros —observó el cardenal—; y con todo…

—¿Qué?

—Cosas he presenciado, que si no eran milagros al menos me han parecido increíbles.

—¿Decís que las habéis visto, príncipe?

—Por mi honor os lo confirmo.

—No ignoráis —dijo Richelieu—, que Su Excelencia tiene fama de estar en relación con espíritus, lo cual no es a la verdad muy ortodoxo.

—Pero debe ser muy cómodo y divertido —indicó la condesa.

—Y qué habéis visto, príncipe.

—He jurado guardar secreto.

—¡Oh! ¡Oh! Esto es más serio de lo que parece.

—Lo es en verdad, señora.

—Pero si habéis jurado guardar secreto acerca de la brujería, no sucederá lo mismo respecto al brujo.

—No.

—Pues bien, príncipe, debo manifestaros que el duque y yo hemos venido a caza de un hechicero, cualquiera que este sea.

—¿Es verdad?

—Como lo oís.

—Pues cazad al mío.

—Ese es mi deseo.

—Condesa, contadlo a vuestra disposición.

—¿Y también a la mía, príncipe?

—También a la vuestra, duque.

—¿Cuál es su nombre?

—El conde de Fénix.

Madame du Barry y el duque volvieron a mirarse cambiando el color.

—¡Es cosa extraña! —exclamaron a un tiempo.

—¿Acaso le conocéis? —preguntó el cardenal.

—No. ¿Y le tenéis por brujo?

—Por brujo y por archibrujo.

—¿Le habéis hablado?

—¡Claro que sí!

—¿Y qué os pareció?

—Un hombre completísimo.

—¿Con qué objeto?…

—Para que me dijese la buenaventura.

—¿Y acertó?

—Me contó cosas del otro mundo.

—¿No posee otro nombre que el de conde de Fénix?

—Sí; también creo que se llama…

—¿Cómo? —interrumpió la condesa con impaciencia.

—José Balsamo.

Juntó las manos madame du Barry mirando a Richelieu, y este se rascó la punta de la nariz mirando a la condesa.

—¿El diablo es muy negro? —preguntó la primera.

—¡El diablo! Nunca lo he visto.

—¿Señora, qué estáis diciendo? —exclamó Richelieu—. ¡No sería mal hallazgo para un cardenal!

—¡Ah! ¿De manera que os han dicho la buenaventura sin enseñaros el diablo?

—¡Oh! Claro está —contestó el cardenal—: Sólo se lo enseñan a la gente de poco más o menos, mas a nosotros…

—Príncipe, por mucho que me digáis, el resumen es que en esos negocios siempre está metido el diablo hasta las orejas.

—Yo creo lo mismo.

—¿Verdes llamas, no es así? Espectros, parrillas infernales y calderas que despiden un olor detestable…

—Nada de eso: mi brujo es hombre de distinguidos modales, de completa educación y recibe en su casa perfectamente.

—¡Y qué! ¿Pensáis ir, condesa, a consultar vuestro horóscopo con ese hechicero? —preguntó el duque.

—Lo deseo en el alma y no puedo ocultarlo.

—Pues a ello, señora.

—Pero ¿adónde he de ir? —preguntó madame du Barry, presumiendo que el cardenal iba a darles las señas de la habitación del brujo.

—Posee un aposento elegantemente amueblado.

—¿Y la casa?

—Aun cuando de arquitectura singular, es decentísima.

La condesa no podía ya reprimirse al ver que no comprendían sus preguntas; pero Richelieu acudió en su ayuda, diciendo al cardenal:

—Monseñor, ¿no comprendéis que la condesa se desespera porque no le decís dónde vive nuestro hechicero?

—¡Ah! ¿Deseáis saber las señas de su casa?

—Sí.

—Eso es otra cosa. Aguardad un poco… No… Sí… No… Es en el Marais, casi junto al bulevar, calle de San Francisco, o de San Anastasio, o de… No… no… Y no obstante, es nombre de santo.

—Vamos, decid qué santo, ya que debéis conocerlos todos.

—No lo creáis, conozco muy pocos; pero vaya, poco importa eso, una vez que el bribón de mi lacayo lo sabe.

—Justamente viene en la trasera —dijo el duque—. ¡Eh, Champagne!, para, para un instante.

Y el mariscal tiró a la vez del cordón que correspondía al dedo meñique del cochero. Este paró la carroza al momento.

—Oliva —dijo el cardenal—, ¿estás ahí, pícaro?

—Aquí estoy, monseñor.

—¿En dónde estuvimos una noche hacia el Marais?

El lacayo, que se había empapado perfectamente de toda la conversación, se hizo el desentendido y contestó como si recordase en su memoria:

—En el Marais…

—Sí, junto al bulevar.

—¿Qué día fue, monseñor?

—El día que volví de San Dionisio.

—¿De San Dionisio? —repitió Oliva para hacerse de rogar y simulando la mayor naturalidad.

—Sí, sí; y me esperaste con el coche al lado del bulevar, si mal no recuerdo.

—¡Ah! Ya entiendo, monseñor, por cierto que un hombre metió en el carruaje un bulto muy pesado… Ya, ya estoy.

—Verdad será lo que dices, pero, animal, ¿quién te dice nada de eso?

—Entonces, ¿qué desea monseñor?

—Saber el nombre de la calle.

—Calle de San Claudio, monseñor.

—San Claudio…, Eso es —dijo el cardenal—: Hubiera apostado a que tiene nombre de santo.

—¡Calle de San Claudio! —repitió la condesa dando a Richelieu una mirada tan expresiva, que el mariscal, temiendo siempre que se descubriesen sus secretos sobre todo cuando estaba metido en una conspiración, interrumpió a madame du Barry con estas frases:

—Condesa, condesa, el rey.

—¿Dónde está?

—Allá abajo.

—¡El rey! ¡El rey! —gritó Juana—, a la izquierda, Champagne, a la izquierda; que no pueda vernos Su Majestad.

—¿Y por qué, condesa? —dijo el cardenal admirado—. Pues yo presumía que me llevabais a su presencia.

—¡Ah!, es cierto. Paréceme haberos oído decir que deseáis ver al rey.

—No he venido con otro objeto.

—Pues bien: mi coche os llevará.

—¿Y vos?

—Aquí me quedaré con el duque.

—A pesar de esto, condesa…

—No os opongáis a ello, príncipe, os lo ruego encarecidamente, supuesto que cada uno debe atender a sus negocios. El Rey está allá abajo, en aquel bosque de castaños y podréis hablarle. ¡Hola, Champagne!

Champagne se paró de nuevo.

—Aguarda que bajemos, y conduce a Su Excelencia hasta encontrar al rey.

—¿Conque al fin he de ir solo?

—¿No tenéis interés de decir al rey algo urgente?

—Es cierto.

—Pues sin testigos se lo diréis.

—Vuestra bondad me encanta, condesa.

Y el prelado besó galantemente al decir esto la mano de madame du Barry.

—¿Y vos en dónde pensáis permanecer? —le preguntó luego.

—Aquí, a la sombra.

—Mucho mejor.

—Es que el rey irá en busca vuestra.

—Y hasta que os halle no estará satisfecho.

—Lo cual le servirá de pesadumbre, que es lo que yo quiero.

—Sois adorable, condesa.

—Justamente eso es lo que el rey me dice después que le atormento. Champagne, una vez que dejes a Su Eminencia volverás aquí a escape.

—Señora condesa, está bien.

—Adiós, duque —dijo el cardenal.

Este puso pie a tierra con la condesa, ligera como una fugitiva de convento, y la carroza salió a galope hacia el sitio en que el rey buscaba con ávidos ojos aquella maliciosa condesa, que todos, excepto él, habían visto.

Entretanto madame du Barry no perdió el tiempo: se agarró del brazo del duque y le dijo:

—¿Sabéis que no parece sino que el mismo Dios nos ha puesto en el camino hoy al cardenal?

—Sí; por librarse de él —contestó Richelieu—; ya lo entiendo.

—No; ha sido para proporcionarnos los medios de dar con nuestro hombre.

—¿Es decir que hemos de ir a su casa?

—Claro, sólo que…

—Condesa, ¿qué es eso?

—Confieso que siento miedo.

—Miedo, ¿de quién?

—Del brujo. ¡Oh! Yo soy muy crédula.

—¡Diablo!

—¿Y vos? ¿Creéis en hechiceros?

—Soy incapaz de negarlo, condesa…

—Ya veis la historia de mi predicción.

—¡Oh!, es un hecho. Y yo mismo —añadió el anciano mariscal tocándose la oreja.

—¿Qué?

—He conocido también a un brujo…

—¡Bah!

—Y puedo afirmaros que me prestó un día cierto servicio muy señalado.

—¿Qué servicio, si puede saberse?

—Me resucitó.

—¡Os resucitó! ¡A vos!

—Lo que digo, supuesto que estaba muerto.

—¡Dios mío!, referidme eso, duque.

—Nos pondremos más al abrigo.

—Sois muy cobarde.

—No lo creáis, soy prudente.

—¿Estaremos bien aquí?

—Muy bien.

—Entonces, volvamos a nuestra historia.

—Es como sigue. Me encontraba en Viena; eran aquellos los mejores tiempos de mi embajada; y me dieron una noche a la luz de un reverbero una estocada furibunda que me atravesó de parte a parte. Todo el daño lo hizo una espada de marido, que es la cosa más abominable del mundo; pero yo caí, me alzaron del suelo y vieron que estaba muerto.

—¡Muerto!

—O poco menos. A la vez que pasaba un brujo y, enterado del caso, hizo que se detuviesen los que ya me conducían, derramó tres gotas de un licor sobre la herida y otras tres en mis labios. Al momento se estancó la sangre, empecé a respirar, abrí los ojos y me encontré sano y bien.

—Eso fue, duque, un milagro de Dios.

—He aquí precisamente lo que me asusta a veces, pues a mi se me figura que fue un milagro del diablo.

—Y puede ser que acertéis, porque parece imposible que Dios quisiese conservar un bribón como vos; a cada uno lo suyo. ¿Y existe aún vuestro brujo?

—No lo creo, a no ser que haya encontrado el secreto del oro potable.

—¿Lo mismo que vos, mariscal?

—¿De modo que creéis que existe?

—Yo creo en todo. ¿Era muy viejo?

—Un Matusalén. Su nombre era griego y expresivo, Althotas.

—Nombre terrible, mariscal.

—¡No os lo decía yo!

—Ya vuelve el coche.

—Lo celebro.

—¿Estamos decididos?

—Lo estamos.

—¿Pero vamos a París?

—A París.

—¿Y a la calle de San Claudio?

—Con mucho gusto: pero el rey os espera tal vez.

—Eso me decidiría, si no estuviese ya decidida. Me ha atormentado bien, y justo es que le llegue su San Martín.

—Va a figurarse que os han robado o que os habéis perdido.

—Ya, porque me han visto con vos, mariscal.

—Condesa, yo también deseo ser franco: tengo miedo.

—¿De qué?

—Temo que confiéis a alguna persona lo que vamos a hacer y que se mofen de mí.

—De los dos se mofarán, pues vamos juntos.

—En fin, decidido estoy, condesa, pero, si me hacéis traición, diré…

—¿Qué?

—Que me habéis concedido hoy una cita amorosa…

—Y nadie os dará crédito.

—¡Ah!, condesita… Si no se hallase tan cerca Su Majestad.

—¡Champagne, Champagne! Por aquí, por detrás de la maleza para que ninguno nos vea. Abre la portezuela, Germán; ahora, cochero, a París, calle de San Claudio, en el Marais, y a todo correr.