Mientras el rey; con el propósito de tranquilizar enteramente a M. de Choiseul y aprovechar el tiempo, se paseaba en Trianón aguardando la hora de la cacería, Luciennes era el centro de reunión de conspiradores atolondrados que llegaban encogidos a la morada de madame du Barry, lo mismo que los pájaros que huelen la pólvora del cazador.
El mariscal de Richelieu y Juan, después de haberse estado contemplando largo espacio de muy mal talante, fueron los primeros que adoptaron su partido.
Eran los demás favoritos ordinarios, a quienes la desgracia de los Choiseul había hechizado, a quienes había conmovido la vuelta al favor del mismo, y que no pudiendo arrimarse al ministro se encaminaban a Luciennes maquinalmente para ver si el árbol estaba aún bastante fuerte para sostenerlos.
Madame du Barry, después de las fatigas de la diplomacia y del triunfo ficticio que las había coronado, dormía la siesta cuando el coche de Richelieu entró en el patio con el ruido de un huracán.
—Está durmiendo ama du Barry —dijo Zamora sin levantarse.
Juan echó a rodar al gobernador por el suelo de un puntapié que aplicó en los bordados fondillos de su vestido de ceremonia, y el pobre negrillo puso el grito en el cielo.
Al momento se presentó Chon, y dijo a su hermano:
—Eres un hombre brutal, pues siempre te complaces en lastimar a ese pobrecillo.
—Y soy también capaz de exterminarle —contestó Juan mirándole con unos ojos que despedían llamas—, si al momento no despiertas a la condesa.
Pero no había necesidad de hacerlo, porque los gritos del gobernador y las voces de Juan revelaban alguna desgracia a madame du Barry y acudía al lugar de la escena envuelta en una bata.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó asustada al ver que Juan se había tumbado a la larga en un sofá para calmar las agitaciones de su bilis, y que el mariscal no le besaba la mano.
—Hay —respondió Juan—, que con todos los diablos tenemos otra vez y siempre a los Choiseul.
—¡Cómo!
—Más firmes que nunca, condesa; así me parta un rayo.
—Pero ¿qué quieres decir?
—Tiene razón el señor conde du Barry —agregó Richelieu—, tenemos asegurado más que nunca al señor duque de Choiseul.
La condesa sacó del pecho el billete del rey, y preguntó sonriéndose:
—¿Y qué es esto?
—¿Lo habéis leído bien, condesa? —repuso el mariscal.
—Me parece que ya sé leer —respondió madame du Barry.
—Señora, no lo dudo. ¿Me consentís que yo también lo lea?
—Con mucho gusto.
El duque desdobló el billete lentamente y leyó lo siguiente:
Mañana daré las gracias a M. de Choiseul por sus servicios: me comprometo solemnemente a hacerlo.
Luis
—Creo que eso está claro.
—¡Oh!, muy claro, condesa —repuso el mariscal haciendo una mueca.
—¿Y qué queréis decir? —refunfuñó Juan.
—Que mañana obtendremos la victoria, y que por lo tanto nada se ha perdido.
—¡Cómo mañana! Si el rey firmó ayer este papel… Ese mañana es hoy.
—Perdonad, señora, como el billete no tiene fecha, mañana será siempre el día siguiente a aquel en que pretendáis derribar a M. de Choiseul. Esto me recuerda que en la Calle de Grange-Batelière, como a unos cien pasos de mi casa, existe un fonducho, en cuya puerta se lee en grandes letras pintadas con almazarrón: Mañana se fiará aquí. Es evidente que nunca llega ese mañana.
—El rey se ha burlado de nosotros —dijo Juan.
—Eso es imposible —murmuró la condesa desconcertada—, de todo punto imposible, porque semejante superchería la considero indigna de…
—¡Ah!, señora, Su Majestad es muy dado a bromas —observó Richelieu.
—Me las ha de pagar, duque, me las pagará —añadió la condesa con alterado acento.
—Pero, por otro lado, no tenéis razón para quejaros del rey, ni podéis acusarle de engaño, supuesto que ha cumplido lo que os prometió.
—Vamos, vamos, eso ya pasa de la raya —dijo Juan.
—¿Y qué me prometió? —preguntó madame du Barry—. Dar las gracias a M. de Choiseul por sus servicios.
—Pues bien, se las dio y muy cumplidas, como yo mismo lo he visto. Esa frase, condesa, tiene dos sentidos, y en diplomacia cada cual acepta el que prefiere. Vos habéis elegido uno y el rey otro, de suerte que se ha hecho imposible toda discusión sobre lo que significaban las palabras dar gracias y la palabra mañana. Pensáis que el rey debía cumplir hoy la promesa que os hizo ayer, y en su opinión la ha cumplido, pues repito que he oído cómo daba las gracias a M. de Choiseul.
—Yo creo, duque, que esta es muy mala ocasión para bromas.
—¿Y podéis creer que me bromee, condesa? Preguntádselo al conde Juan.
—No, no, por Cristo: no estamos para chanzas esta mañana. M. de Choiseul se ha visto abrazado, adulado, festejado por el rey, y en este momento se pasean ambos de un brazo en Trianón.
—¡Del brazo! —repitió Chon que se presentó en el gabinete alzando las manos al cielo como un nuevo modelo de la Niobe desesperada.
—Sí, me ha engañado —repuso la condesa—, pero nos veremos despacio. Chon, por lo pronto es necesario que no sigan adelante mis preparativos, pues no asistiré a la cacería.
—¡Bueno! —dijo Juan.
—Calma —replicó Richelieu—, no nos precipitemos indiscretamente… ¡Ah!, perdonad, condesa, me he tomado la libertad de aconsejaros… perdonad.
—¡Oh!, duque, continuad por Dios, pues podéis y debéis hacerlo, porque se me figura que voy a volverme loca. El hecho es que nunca quiero mezclarme en política, y el día en que por casualidad me veo obligada a hacerlo, el diablo me arroja en medio de ella vestida y calzada. ¿Qué decíais, duque?
—Que no es conveniente vuestra incomodidad, por lo mismo que la situación es difícil. Si el rey insiste en conservar a Choiseul, si la delfina influye poderosamente en él, si se divierte con vos en esa forma, es preciso…
—¿Qué?
—Que seáis más amable de lo que sois, condesa, ya sé que eso es imposible; pero en fin, no desconocéis que debemos hacer imposibles en las presentes circunstancias: procurad, pues, seguir mi consejo.
Madame du Barry se puso a meditar.
—Porque al fin —prosiguió el duque—, no será extraño que el rey adopte las costumbres alemanas.
—¿Y si piensa ser virtuoso? —exclamó Juan poseído de horror.
—¡Quién sabe! La novedad tiene mucho atractivo.
—Respecto a los temores de Juan —respondió la condesa—, se me figura que son infundados.
—Ya se han visto cosas mucho más sorprendentes, condesa, y el ejemplo del diablo convertido en ermitaño… En fin, es necesario no atufarse.
—Pero si me ahoga la cólera…
—Bien lo creo, pero lo que interesa es que el rey, o lo que es igual, M. de Choiseul, no lo conozca: enojaos delante de nosotros, pero respirad tranquilamente en su presencia.
—¿Y debo ir a la cacería?
—Será un golpe hábil.
—¿Y vos, duque, iréis también?
—¡Oh! Iré aun cuando necesite andar con pies y manos.
—No, no, iréis en mi coche —dijo la condesa con el objeto de ver la cara que ponía su aliado.
—Condesa —respondió este con una zalamería que ocultaba su despecho—, me otorgáis tan grande honor…
—Y lo rechazáis, ¿no es eso?
—¡Yo! Líbrame el cielo de semejante cosa.
—Cuidado que vais a comprometeros.
—No me asusta esa noticia.
—¡Y lo confiesa! ¡Y tiene valor para declararlo! —exclamó madame du Barry.
—¿Por qué no? Estoy convencido de que M. de Choiseul nunca me lo perdonará.
—Eso significa que al presente estáis bien con él.
—También debo contar con el enfado de la delfina.
—¿Queréis, pues, que cada cual prosiga la guerra por su cuenta sin partir con el otro los resultados? Aún estamos a tiempo, pues no os halláis comprometido y podéis retiraos, cuando bien os acomode, de la asociación.
—No conocéis mi carácter, condesa —dijo el duque besándole la mano—. ¿Me visteis dudar por ventura el día de vuestra presentación, cuando se trataba de proporcionaros un vestido, un peluquero y un coche? Pues tampoco dudaré hoy, porque soy mucho más valiente de lo que imagináis.
—De acuerdo estamos y por consiguiente vamos a la cacería, lo cual nos servirá de excusa para no ver, ni oír, ni hablar a alma viviente.
—¿Ni al Rey?
—Por el contrario; deseo dirigirle mil requiebros para desesperarle.
—¡Bravo!, eso pertenece a la buena guerra.
—Pero, Juan, ¿qué piensas, enterrado vivo entre cojines? Vamos, levántate.
—¿Deseas saber lo que pienso?
—Sí, dímelo, pues puede sernos de alguna utilidad.
—En cosas muy graves.
—¿En qué?
—En que todos los copleros de la ciudad y del parlamento nos están poniendo en este instante como ropa de pascua; en que las noticias del día nos descuartizan sin piedad; en que el Gacetero invulnerable nos asesta su lanza, en que el Diario de los observadores nos examina hasta la médula de los huesos, y en que mañana hasta el mismo Choiseul nos mirará con compasión.
—¿Y qué sacas de todo eso?
—Que ahora mismo voy a ir a París a comprar vendas y ungüentos para nuestras heridas. Dadme, pues, algún dinero, hermana.
—¿Cuánto queréis? —dijo la condesa.
—Poca cosa, doscientos o trescientos luises.
—Ya lo veis, duque —replicó la condesa a Richelieu—: Empiezo a pagar los gastos de la guerra.
—Condesa, esa es nuestra entrada de campaña; sembrad hoy, mañana podréis recolectar.
Encogióse de hombros la condesa con un movimiento apenas perceptible, se levantó, abrió una gaveta y sacó una porción de billetes de cambio que entregó a Juan sin detenerse a contarlos; Juan, por su parte, los metió en el bolsillo lanzando un profundo suspiro.
Acto seguido se levantó, retiróse, se retorció los brazos como un hombre rendido de fatiga, y dio tres pasos por la habitación.
—¿Es decir —exclamó—, que tú y el duque vais a divertiros en una cacería mientras que yo vuelvo a París como un torbellino?; ¿es decir, que vais a uniros a un enjambre de apuestos caballeros y lindas jóvenes, mientras que yo contemplo los feos y repugnantes rostros de los embadurnadores de papel? Está probado que no soy más que el perro de la casa.
—Duque, debéis tener por cierto —observó la condesa— que Juan no va a acordarse de nosotros en París, sino a dar la mitad de mis billetes a alguna bribona y a jugar la otra mitad en algún garito. He ahí lo que pretende, después de atolondrarme la cabeza con sus quejas y exclamaciones. Vete, Juan, porque me das miedo.
Juan vació en sus bolsillos tres cajitas de anises y, apoderándose de una figura chinesca que tenía ojos de diamantes, salió corriendo perseguido por las maldiciones de la condesa.
—¡Apreciabilísimo joven! —dijo Richelieu con el tono de un paraíso que ensalza en casa ajena a estos muchachos mal educados, sobre los cuales invoca interiormente la cólera del cielo—. Le estimáis mucho, ¿no es verdad condesa?
—Ya lo veis, descansa en mí porque sabe que mi afecto le renta tres o cuatrocientas mil libras al año.
A la vez sonó la campana del reloj.
—Condesa, las doce y media —dijo el duque—; afortunadamente os encontráis casi vestida: presentaos por un instante a vuestros cortesanos para que no presuman que hay eclipse y subamos pronto al coche. ¿Sabéis cómo debe ordenarse la cacería?
—Ayer convino el Rey conmigo en que iríamos al bosque de Marly, una vez reunidos Su Majestad y yo aquí mismo.
—¡Oh!, estoy completamente cierto de que el Rey no habrá alterado el programa.
—Enteradme ahora de vuestro plan, porque os toca la vez, mariscal.
—Ayer escribí a mi sobrino, señora, y si he de creer mis pensamientos, debe de estar ya en camino.
—¿M. de Aiguillon?
—Extrañaré mucho que no se encuentre con mi carta no lejos de aquí: como que se me figura que llegará mañana lo más tardar.
—¿Y contáis con él?
—Lo que os aseguro es que tiene recursos en su imaginación.
—El resultado de todo es que estamos en grande apuro: el Rey cedería, pero se asusta al aspecto de los negocios.
—De modo que…
—De modo que me presumo que no sacrificará a M. de Choiseul.
—¿Deseáis que os sea franco, condesa?
—Sí, por cierto.
—Pues bien; yo pienso de la misma manera. El rey hará mil veces lo que hizo ayer, porque es hombre de talento, y además tampoco vos os expondréis a perder su amor por una terquedad inconcebible.
Al decir esto miró detenidamente el mariscal a madame du Barry.
—El asunto —dijo esta—, debe reflexionarse.
—Condesa, ya veis que tendremos ahí a M. de Choiseul por una eternidad, supuesto que para arrebatarle el puesto no es necesario menos que un milagro.
—Sí, ya lo veo; nada menos de un milagro —repitió Juana.
—Y los hombres, por desgracia, no sabemos hacerlos.
—¡Oh! Conozco un hombre que los hace.
—¿Es posible? ¡Un hombre que hace milagros!
—Sí, a fe mía.
—¡Y no me lo habéis dicho!
—Hasta ahora no lo he pensado.
—¿Y lo consideráis capaz de salvarnos del apuro?
—Lo considero capaz de todo.
—¡Oh!, referidme alguno de sus milagros, a fin de que yo pueda juzgar por la muestra.
—Duque —dijo madame du Barry, acercándose a Richelieu, en voz baja—; es un hombre que hace diez años me encontró en la plaza de Luis XV y me dijo que llegaría a ser reina de Francia.
—Milagroso es en verdad, y ya veo que ese hombre es capaz de adivinar que moriré siendo primer ministro.
—Ya se ve que sí.
—No lo dudo. ¿Y cuál es su nombre?
—Su nombre nada os dirá de nuevo.
—¿En dónde está?
—Eso es lo que no sé.
—¡Cómo! ¿No os dijo las señas de su casa?
—No, pues quedó él en venir a buscar su recompensa.
—¿Qué le ofrecisteis?
—Todo lo que me pidiese.
—¿No ha venido todavía?
—No.
—Eso es mucho más milagroso que su predicción. Pues, señor, nos hace mucha falta ese hombre.
—¿Y cómo nos gobernaremos?
—Decidme su nombre, condesa.
—Tiene dos.
—Procedamos con método. ¿Cuál es el primero?
—El conde de Fénix.
—¡Cómo! ¿Aquel sujeto que me indicasteis el día de vuestra presentación?
—Precisamente.
—¿Aquel prusiano?
—Aquel prusiano.
—¡Oh! Ya no confío en él, porque cuantos brujos he conocido, sus nombres terminaban en «i» o en «o».
—Perfectamente, duque: su segundo nombre acaba como deseáis.
—¿Y cuál es ese segundo nombre?
—José Balsamo.
—¿Y no contáis con medios de dar con él?
—Duque, me ocuparé de ello, pues creo recordarme de alguno que le conoce.
—Bien; pero daos prisa, condesa, porque son ya los tres cuartos para la una.
—Estoy pronta. ¡Eh! Mi coche.
Pasados diez minutos, corrían al encuentro de los cazadores el duque de Richelieu y la condesa du Barry.