Cuando Luis XIV vio concluido el palacio de Versalles y reconoció los inconvenientes de la grandeza; cuando se presentaron a su imaginación aquellos amplios salones llenos de guardias, aquellas antecámaras obstruidas por un enjambre de cortesanos, aquellos corredores y entresuelos en que apenas podían moverse los lacayos, pajes y comensales, dijo sencillamente que Versalles era lo que él había pretendido hacer, y lo que Mansard, Le Brun y Le Nôtre habían hecho, es decir, la mansión de un Dios, pero no la residencia de un hombre.
Entonces el gran rey, que era hombre en sus momentos de ocio, construyó a Trianón para poder respirar y esconderse un poco de los escudriñadores de su vida privada. Pero la espada de Aquiles, que había fatigado al mismo Aquiles, debía ser un peso excesivo para un sucesor monicaco.
Trianón, especie de repetición de Versalles, aun pareció a Luis XV excesivamente deslumbrador y espléndido, por lo cual encargó al arquitecto Gabriel que levantase el pequeño Trianón, pabellón de sesenta pies cuadrados.
Levantóse a la izquierda del edificio un espacio paralelogramo sin carácter y sin adornos, dedicado a habitaciones de la servidumbre y comensales. Subdividíase en unos diez aposentos principales, y como cincuenta para la servidumbre, que todavía pueden verse hoy, pues se conservan íntegros. Aquella obra constaba de planta baja, principal y de los altos correspondientes. La planta baja estaba defendida y resguardada por un foso de piedra que le separaba del resto principal de la construcción: todas las ventanas eran de celosía; por la parte de Trianón daban vista a un extenso corredor semejante al de un convento.
Ocho o nueve puertas conducían desde el corredor a los aposentos que constaban de una antecámara con dos gabinetes, uno a derecha y otro a izquierda, y un dormitorio, todos con luces al patio interior del edificio.
Se hallaban las cocinas debajo de este piso, y en la parte alta los cuartos de los criados. Tal era el pequeño Trianón.
Agréguese una capilla dispuesta a unas veinte toesas del palacio, cuya descripción no haremos por creerla innecesaria, y porque el tal palacio sólo servía para hospedar cuando más a una familia, como hoy suele decirse.
De suerte que tenemos la topografía siguiente: un palacio con vista al parque y al bosque, dando la izquierda a las habitaciones de la servidumbre, que únicamente le oponen ventanas con rejas; ventanas de corredores o de cocinas ocultas por espesos emparrados.
Pasábase desde el gran Trianón, mansión solemne de Luis XV, al pequeño, por una huerta que ponía en comunicación las dos residencias a favor de un puente de madera.
Por la expresada huerta, dibujada y dirigida por La Quintinie, llevó Luis XV a M. de Choiseul al pequeño Trianón, después de la trabajosa sesión de que hemos dado cuenta al lector, pues deseaba hacerle ver las mejoras que había introducido en la nueva morada del delfín y de la delfina.
Lo examinaba M. de Choiseul, y comentaba todo con la sagacidad de un cortesano; dejaba que el rey dijese que el pequeño Trianón era de día en día más bello, más encantador, y el ministro agregaba que aquella era la casa de la familia de Su Majestad.
—La delfina —dijo—, es como todas las jóvenes alemanas, algo brusca: habla correctamente el francés, pero conserva hasta cierto punto el acento austriaco que hiere a los oídos franceses. En Trianón, no hablando más que entre amigos y cuando lo desee, irá desapareciendo ese defecto.
—De lo cual resulta que hablará bien.
—He advertido —dijo M. de Choiseul—, que Su Alteza Real es una dama completa, a la que nada falta para la perfección.
Los dos personajes hallaron al paso al delfín en medio de una praderita, ocupado en tomar la altura del sol.
Le saludó respetuosamente M. de Choiseul; mas como el delfín no le dirigió la palabra, tampoco desplegó los labios.
El rey dijo con voz bastante acentuada para que su hijo lo oyese:
—Luis es un sabio; pero no hace bien en romperse la cabeza con el estudio de las ciencias, porque su mujer lo pagará.
—No, ciertamente —respondió una vocecilla de mujer que salía de un matorral.
Y al momento se adelantó hacia el rey la delfina, que hablaba con un hombre cargado de papeles, de lápices y de compases.
—Señor —expuso la princesa—: He aquí a mi arquitecto M. Mique.
—¡Ah! —replicó Luis XV—. ¿También tenéis esa enfermedad?
—Señor, es enfermedad de familia.
—¿Conque también os dedicáis a las edificaciones?
—Pienso adornar este extenso parque, en el cual se aburre todo el mundo.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Hija mía! Decís eso en tono muy alto: el delfín puede oíros.
—Es cosa decidida entre nosotros.
—¿Habéis convenido en fastidiaros?
—No, sino en divertirnos.
—¿Y Vuestra Alteza Real se complace en esas construcciones?
—Señor duque, deseo convertir este parque en un jardín.
—¡Pobre Le Nôtre! —dijo el rey.
—Señor, Le Nôtre era un excelente profesor para lo que entonces se estilaba; mas para lo que yo pretendo…
—¿Y qué pretendéis?
—La Naturaleza.
—¡Ah!, como los filósofos.
—O como los ingleses.
—Sí; repetid nuevamente eso delante de Choiseul y tendréis una declaración de guerra. Veréis qué poco tarda en amenazaros con los sesenta y cuatro navíos y las cuarenta fragatas de su primo M. de Praslin.
—Señor, deseo que M. Robert me trace aquí un jardín natural, pues es el hombre más hábil del mundo para esta clase de obras.
—¿Qué entendéis por jardines naturales? —preguntó el rey—. Yo creía que los árboles, las flores y las frutas que he visto al atravesar esas huertas, son las cosas más naturales que pueden hallarse.
—Señor, aunque os ocupaseis paseando cien años consecutivos en ellas, siempre hallaréis guardarrayas en línea recta, o paredes formando ángulos de cuarenta y cinco grados, según dice el delfín, o estanques con orillas cubiertas de césped, con perspectivas más o menos pintorescas, con tres bolillos o terrados.
—¿Y eso no es bonito?
—Al menos no es natural.
—He aquí una joven princesa que con delirio ama a la Naturaleza. Veamos lo que proyectáis hacer de mi Trianón.
—Cascadas, riachuelos, puentes, grutas, rocas, bosques, calzadas, casas, montes y praderas.
—¿Para muñecas? —interrogó el rey.
—No, señor; para reyes como nosotros —replicó la delfina sin observar el color purpúreo que cubrió el rostro de su abuelo, y sin conocer que presagiaba contra sí misma una lúgubre verdad.
—Es decir, que deseáis trastornarlo y destruirlo todo; pero ¿qué edificaréis?
—Yo conservo.
—¡Ah! Al fin tendremos la satisfacción de que en esos bosques y en esos riachuelos no estarán vuestros huéspedes como hurones o como esquimales. En ello nada perderían, pues se hallarían como en su centro, mereciendo que Rousseau les llamase hijos de la Naturaleza. Ejecutad eso, hija mía, y os adorarán los enciclopedistas.
—Mi servidumbre, señor, tendría mucho frío en semejantes habitaciones.
—¿Y en dónde vais a aposentarla si todo lo destruís? Supongo que no será en el palacio, pues apenas cabéis los dos.
—Señor, quiero conservar las habitaciones de la servidumbre como hoy están.
Y al propio tiempo señaló la delfina las ventanas del corredor de que hemos hablado ya.
—¿Qué es lo que veo? —dijo el rey poniendo la mano delante de los ojos para que le sirviese de pantalla.
—Señor, una mujer —contestó M. de Choiseul.
—Una señorita que he recibido a mi servicio —observó la princesa.
—Es la señorita de Taverney —agregó Choiseul.
—¡Ah! —exclamó el rey—. ¿Con que tenéis aquí a los Taverney?
—No, señor: únicamente a la señorita de Taverney.
—¡Encantadora joven! ¿Para qué la destináis?
—Para lectora mía.
—Muy bien —dijo el rey sin apartar la vista de la ventana por la cual miraba hacia el parque, pálida aún de resultas de su enfermedad, la señorita de Taverney, sin suponer que la estaban observando.
—Está muy descolorida —observó monsieur de Choiseul.
—Señor duque, se vio muy expuesta en la noche del treinta y uno de mayo.
—¿Es cierto? ¡Pobre joven! —replicó el rey—. Ya comprendo que M. Bignon merecía ser destituido.
—Pero ya está restablecida —agregó el ministro con viveza.
—A Dios gracias, señor duque.
—¿Qué es eso; se retira?… —exclamó Luis XV.
—Habrá reconocido a Vuestra Majestad, y como es tan tímida…
—¿Hace mucho tiempo que se encuentra en vuestra compañía?
—Señor, desde ayer: la he mandado venir tan pronto como me he instalado.
—Es habitación triste para una joven; el diablo de Gabriel era muy torpe, pues no previo siquiera que creciendo los árboles eclipsarían ese edificio hasta el punto de que no viésemos nada.
—Os aseguro, señor, que los aposentos no son malos.
—Eso no puede ser —repuso Luis XV.
—¿Desea Vuestra Majestad visitarlos? —contestó la delfina deseosa de hacer los honores de su casa.
—Con mucho gusto. ¿Venís, Choiseul?
—Ya son las dos, señor, y a las dos y media debo estar en el parlamento, de modo que sólo me queda el tiempo necesario para regresar a Versalles.
—Bien, bien, duque, marchad y traedme a mandamiento a la gente de toga. Delfina, enseñadme esas habitaciones si os agrada, pues me gustan muchísimo las interioridades.
—Venid, señor Mique —dijo la delfina a su arquitecto—, pues así tendréis ocasión de recibir algunos consejos de Su Majestad que tanto entiende de todo.
Seguido de la delfina empezó a andar el rey, y ambos subieron la gradería que conduce a la capilla, dejando a un lado el camino de los patios.
La puerta de la capilla se encuentra a mano izquierda, y a la derecha la escalera sencilla que conduce al corredor en que están situadas las habitaciones.
—¿Aquí quién vive? —preguntó, Luis XV.
—Nadie, señor.
—No obstante, veo una llave colocada en la puerta del primer aposento.
—¡Ah! Es cierto; la señorita de Taverney está amueblando su cuarto.
—¿Es este? —dijo nuevamente el rey señalando la puerta.
—Sí, señor.
—¿Y se encuentra en él? En ese caso no entremos.
—Ahora mismo ha bajado.
—Pues bien: mostradme un cuarto para distraerme.
—Como gustéis, señor.
Y al decir esto, condujo al rey al único aposento que había, precedido de una antesala y de dos gabinetes.
Unos cuantos muebles arreglados, varios libros y un piano excitaron la atención del Rey, y sobre todo un hermoso ramillete compuesto de las más lindas flores, que la señorita de Taverney había ya colocado en una jarra.
—¡Ah! —exclamó el rey—. Bellísimas flores. ¡Y pretendéis destruir el jardín…! ¿Quién suministra a vuestra servidumbre semejantes flores?… ¿No las tenéis vos?
—En efecto, es lindo ese ramillete.
—Parece que el jardinero se acuerda de la señorita de Taverney. ¿Quién es ese jardinero?
—Lo desconozco: M. de Jussieu me los proporciona.
Examinó el rey con curiosidad la habitación, miró hacia la parte exterior y a los patios y se retiró.
De nuevo cruzó Su Majestad el parque y volvió al gran Trianón, en donde le aguardaban sus equipajes para una cacería que debía durar desde las tres hasta las seis de la tarde.
El delfín continuaba tomando la altura del sol.