Al siguiente día ocurrían muchas novedades en Versalles: todos los que se encontraban se dirigían palabras misteriosas, dándose apretones de mano, o se cruzaban de brazos mirando al cielo y expresando de este modo su pesar y su sorpresa.
M. de Richelieu, con no pocos partidarios suyos, encontrábase a las diez de la mañana en Trianón, en la antecámara del rey.
Emperifollado el conde Juan y resplandeciente con sus bordados, conferenciaba con el anciano mariscal, revelando la mayor satisfacción, a juzgar por su risueño semblante.
A las once pasó el rey a su gabinete por medio de todos sus cortesanos, pero sin hablar con ninguno de ellos. Su Majestad andaba muy de prisa.
A las once y cinco minutos se apeó de su coche M. de Choiseul y cruzó la galería con la cartera debajo del brazo.
Cuando llegó a la antecámara advirtió un gran movimiento: producíalo el empeño de los que aparentaban hablar y volvían las espaldas para no saludar al ministro.
El duque, sin darse por enterado, entró en el gabinete en que el rey se entretenía en registrar un legajo de papeles mientras que tomaba chocolate.
—Duque, buenos días —le dijo el rey amistosamente—, ¿qué tal?, ¿venís muy deseoso de trabajar esta mañana?
—Señor, M. de Choiseul siempre está pronto a complacer a Vuestra Majestad; pero el ministro se encuentra muy enfermo, y viene a suplicar a Vuestra Majestad que admita su dimisión. Doy un millón de gracias. A mi rey porque me ha otorgado esta iniciativa; nunca olvidaré este favor que me obliga a un eterno agradecimiento.
—¡Cómo, duque! ¡Vuestra dimisión! ¿Qué significa esto?
—Señor, Vuestra Majestad firmó ayer y puso en manos de madame du Barry una orden por la cual me destituye, y esta noticia se ha esparcido ya en París y en Versalles. El mal está ya hecho, y no obstante, no me ha parecido conveniente para el interés público, abandonar el servicio de Vuestra Majestad antes de recibir dicha orden y la necesaria autorización, pues habiendo sido nombrado oficialmente, únicamente puedo considerarme legalmente destituido por un acto oficial.
—¡Cómo, duque! —exclamó el rey riéndose, porque la severa y digna actitud de M. de Choiseul le inspiraba respeto—, ¿es posible que poseyendo tanto talento hayáis caído en eso?
—Pero, señor —repuso sorprendido el ministro—, vos habéis firmado…
—¿Qué?
—Una carta que posee madame du Barry.
—¡Ah, duque!, ¿nunca habéis necesitado hacer las paces? Soy muy feliz, en efecto, y madame de Choiseul es un modelo.
Ofendido el duque por la comparación arrugó las cejas.
—Vuestra Majestad —contestó— tiene un carácter demasiado elevado y recto para confundir con los negocios del Estado lo que se ha dignado entender por asuntos domésticos.
—Choiseul, es forzoso que os lo refiera todo, pues ha sido cosa divertida; ya sabéis que por allá se os teme.
—Es decir, señor, que se me aborrece.
—Como queráis: la verdad es que esa loca me ha puesto en la alternativa de que la encierre en la Bastilla, o que os dé las gracias por vuestros servicios.
—Pues bien, señor…
—Reconocéis que hubiera sido una gran desgracia perder el golpe de vista que ofrece Versalles esta mañana. Así que, desde ayer me divierto en ver cómo marchan correos en todas direcciones, y cómo se estiran y encogen los rostros de mis cortesanos. Ya lo veis, desde ayer gobierna a Francia Guardapié III, lo cual es en extremo agradable.
—¿Pero el fin de todo eso, señor?
—Él fin, mi querido duque, será siempre el mismo. Me conocéis bien, y no sabéis que aunque siempre aparento ceder, nunca cedo. Tolerad que las mujeres chupen la dedada de miel que les arrojo de vez en cuando, como hacían los que pretendían adormecer a Cerbero, y vivamos nosotros tranquilos, imperturbables y siempre unidos. Sin embargo, ya que hemos llegado por este incidente a la época de las explicaciones, retened en la memoria lo que voy a deciros. Sean cuales fueren los rumores que oigáis, sea cual fuere el contenido de cualquier carta mía que recibáis, no por eso dejéis de venir a Versalles. En tanto que os diga lo que ahora estáis oyendo, seremos buenos amigos.
El rey tendió la mano al ministro, que se inclinó sin manifestar su gratitud ni su resentimiento.
—Y ahora, duque, trabajemos si gustáis.
—Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad —contestó M. de Choiseul abriendo la cartera.
—Y para empezar decidme algo acerca de los últimos fuegos artificiales.
—¡Oh! Han causado lamentables desgracias, señor.
—¿Quién ha tenido la culpa?
—M. de Bignon, preboste de los mercaderes.
—Se habrá escandalizado el pueblo.
—Mucho, señor.
—De suerte que tal vez deberíamos destituir a M. de Bignon.
—El parlamento, uno de cuyos individuos ha estado expuesto a sucumbir en medio del tumulto, tomó la cosa muy a pecho; pero el abogado general Segnier, ha pronunciado un elocuente discurso para demostrar que todas aquellas desgracias han sido obra de la fatalidad. Ha sido aplaudido y la cuestión no ha tenido consecuencias.
—Tanto mejor. Hablemos ahora de los parlamentos y sepamos lo que nos echan en cara.
—Señor, nos echan en cara, que no he defendido a M. de Aiguillon contra M. de Chalotais, pero ¿quién se ocupa de eso? Los mismos que recibieron con mil aplausos la carta de Vuestra Majestad. Tened entendido, señor, que M. de Aiguillon ha extralimitado sus facultades en Bretaña, que los jesuitas estaban efectivamente desterrados y que M. de Chalotais tenía razón, pues Vuestra Majestad ha reconocido por un acto público la inocencia del procurador general. El rey jamás se desdice; no importa que lo haga cuando habla con su ministro, pero cuando habla con su pueblo…
—Mientras se consideran fuertes los parlamentos.
—Y lo son, en realidad. ¿No sabéis que se prende a sus miembros, que se les veja, que se les multa, y que luego se les declara inocentes? Necesariamente han de ser fuertes. No he acusado a M. de Aiguillon de haber dado principio al asunto de la Chalotais; pero nunca podré perdonarle los errores que ha cometido, esto es, el no haber tenido razón.
—Vamos, duque, el mal está causado; ocupémonos en el remedio. ¿Cómo contendremos a esos insolentes?
—Que concluyan las intrigas del canciller, que falte apoyo a M. de Aiguillon y se apagará la cólera del parlamento.
—Pero eso es ceder por mi parte.
—¿Y quién ostenta la representación de Vuestra Majestad, M. de Aiguillon o yo?
El argumento era contundente y el rey lo conoció.
—Ya sabéis —dijo—, que no deseo disgustar a mis servidores aun cuando conozca que se equivocan. Pero dejemos ya eso, pues el tiempo nos hará justicia a todos, y ocupémonos del exterior… Me aseguran que tendremos guerra.
—Señor, si llega ese caso será una guerra leal y necesaria.
—Con los ingleses… ¡Demonio!
—¿Teme por ventura Vuestra Majestad a los ingleses?
—¡Oh!, lo que es en el mar…
—Tranquilícese Vuestra Majestad. El duque de Praslin, primo mío y ministro de marina, os informará que tiene sesenta y cuatro navíos, sin mencionar los que están en los arsenales, así como materiales para construir doce más en un año, con cincuenta fragatas de línea por añadidura, lo cual suma una fuerza respetable para una guerra marítima. En cuanto a la guerra continental estamos mejor, pues tenemos a Fontenoy.
—Duque, perfectamente; pero ¿por qué he de pelear contra los ingleses? Una administración mucho menos hábil que la vuestra, la del abate Dubois, evitó siempre la guerra contra Inglaterra.
—No lo dudo, señor; como que el abate Dubois recibía mensualmente de los ingleses seiscientas mil libras.
—¡Duque! ¡Duque!
—Señor, poseo la prueba.
—Sea así: pero ¿en qué veis motivo para una guerra?
—Aspira Inglaterra a la posesión de toda la India, y he dado a vuestros oficiales órdenes severas y aun hostiles. La primera coalición motivará reclamaciones por parte de Inglaterra, y mi parecer es que no debemos satisfacerlas, pues es forzoso que el gobierno de Vuestra Majestad sea respetado por su fuerza, ya que hasta aquí, sólo lo ha sido por la corrupción.
—Lo prudente es dar tiempo al tiempo, porque, ¿quién puede saber en la India lo que aquí hacemos? ¡Están tan lejos!
El duque se mordió los labios y dijo:
—Hay otro casus belli mucho más inmediato para nosotros.
—¿Cuál?
—Pretenden los españoles la posesión de las islas Malvinas y Falkland; los ingleses habían ocupado arbitrariamente el puerto de Egmont; pero los españoles los han arrojado de él violentamente: de ahí proviene el furor de Inglaterra, y al presente amenaza a sus contrarios, si estos no le dan satisfacción.
—Bien: si los españoles han procedido mal con los ingleses, los dejaremos que se compongan.
—¿Y el pacto de familia? ¿Por qué os habéis empeñado en hacer firmar ese pacto, que liga fuertemente a todos los Borbones de Europa contra las empresas de Inglaterra?
El rey inclinó la frente.
—Señor, no os impacientéis —continuó Choiseul—; tenéis un ejército formidable, una marina imponente, y dinero, pues yo sé encontrarlo sin que sufran los pueblos. Si emprendemos una guerra, ella aumentará la gloria del reinado de Vuestra Majestad, pues estoy proyectando un engrandecimiento, cuyo pretexto y excusa nos ofrecen otros.
—Perfectamente, duque; pero siquiera tengamos paz en el interior; no debemos buscar la guerra en todas partes.
—Señor, el interior está pacífico —replicó Choiseul fingiendo que no comprendía.
—No ciertamente, no; vos lo sabéis perfectamente. Vos me amáis y me servís bien; pero hay otros que suponen amarme y que obran de distinto modo que vos: es preciso por lo tanto armonizar estos dos sistemas, a fin de que yo pueda vivir dichoso.
—No dependerá de mí el que vuestra felicidad deje de ser absoluta.
—Eso se llama hablar. Perfectamente, iréis hoy a comer conmigo.
—¿A Versalles, señor?
—No, a Luciennes.
—¡Oh!, ¡señor!, lo siento con toda mi alma; pero mi familia está muy alarmada con la noticia que ayer se esparció, y me conceptúa caído de la gracia de Vuestra Majestad. Ya veis, señor, que no debo tolerar que padezcan por más tiempo tan buenos corazones.
—¿Creéis, duque, que no padecen las personas de las cuales os hablo? Acordaos de lo bien que vivíamos los tres en tiempo de la pobre marquesa.
Bajó la cabeza el duque, oscureciéndose sus ojos y un suspiro se escapó de su pecho al responder:
—Madame de Pompadour era sumamente celosa de la gloria de Vuestra Majestad y abrigaba profundas ideas políticas. Declaro que su genio simpatizaba con mi carácter, y frecuentemente me he unido a ella para llevar a cabo grandes empresas; os digo, señor, que nos entendíamos.
—Pero se entrometía en la política del gobierno, y todos la censuraban por esto.
—Es verdad.
—La condesa, por el contrario, es humilde como un cordero, y ni siquiera ha solicitado hasta hoy un solo mandamiento de prisión contra los libelistas y cancioneros. Pues bien, duque; a pesar de eso la critican lo mismo que a la otra. Esto me indispone contra el progreso de las ideas. ¿Conque queréis venir a hacer las paces a Luciennes?
—Señor, dispensadme la bondad de decir a la condesa du Barry que la conceptúo una mujer encantadora y digna del amor de un rey; pero…
—¡Vaya un pero cruel!
—Pero convencido estoy —confirmó M. de Choiseul—, de que si Vuestra Majestad es necesario a la Francia, más necesario es hoy a Vuestra Majestad un buen ministro que una bellísima amante.
—Dejemos de hablar de este asunto y continuemos siendo buenos amigos. No obstante, lisonjead a madame de Grammont, y haced de modo que no trame alguna cosa contra la condesa, porque las mujeres son capaces de embrollarnos.
—Señor, la falta de madame de Grammont se reduce a desear siempre complacer a Vuestra Majestad.
—Pero incurre en mi desagrado molestando a la condesa.
—Por eso se aleja, señor, y no volverá a la corte; de modo que la condesa tendrá un enemigo menos.
—No es eso lo que debe hacerse, en mi opinión, y veo que lleváis las cosas demasiado lejos. Pero la cabeza me arde, duque, pues hemos trabajado esta mañana como Luis XIV y Colbert, convirtiéndonos en Siglo grande, según dicen los filósofos. A propósito, duque, ¿sois filósofo?
—Soy un servidor de Vuestra Majestad —respondió M. de Choiseul.
—Me gustáis sobremanera, y nunca podré recompensaros como merecéis. Vamos, dadme el brazo, porque estoy algo mareado.
El duque apresuróse a obedecer.
Sabía que iban a abrirse las dos grandes hojas de la puerta, y no se le ocultaba que toda la corte, diseminada en la galería, iba a contemplarle en tan espléndida posición. Después de haber sufrido tanto, no le pesaba mortificar algo a sus enemigos.
En efecto, el ujier abrió la puerta y anunció al rey.
Luis XV, sin cesar de hablar con monsieur de Choiseul, dirigiéndole afectuosas sonrisas y apoyándose en su brazo, cruzó por entre la multitud sin observar, o sin querer advertir, la palidez de Juan du Barry y los colores que cubrían el rostro de M. de Richelieu.
Observó M. de Choiseul aquella diferencia de sentimientos, y pasó con serenidad, con afectada arrogancia, por delante de los cortesanos, que entonces se le aproximaban tanto como se habían separado de él cuando se dirigía al gabinete del rey.
—Aguardadme aquí —le dijo el rey—, pues deseo que me acompañéis a Trianón; acordaos de todo cuanto os he dicho.
—En mi corazón queda grabado —repuso el ministro, reconociendo que esta frase hería profundamente a todos sus contrarios.
Entró el rey al mismo tiempo en sus habitaciones.
M. de Richelieu rompió la fila de cortesanos y se precipitó a estrechar entre sus enjutas manos las del ministro, diciéndole:
—Ya hace mucho tiempo sé que un Choiseul tiene el alma muy pegada al cuerpo.
—¡Gracias! —respondió el duque, que sabía a qué atenerse.
—Pero ese rumor absurdo… —añadió el mariscal.
—Ese absurdo rumor ha entretenido mucho a Su Majestad —repuso Choiseul—. Hablábase de una carta…
—De una manifestación atribuida al rey, —observó el ministro, lanzando este apóstrofe a Juan du Barry, que no sabía que pensar.
—¡Bravo!, ¡bravísimo! —agregó el mariscal, dirigiéndose al conde, tan pronto hubo desaparecido el duque de Choiseul.
Volvió el rey a salir y dirigióse a la escalera al ministro.
—Pues, señor, nos han ganado la batalla —dijo el mariscal a Juan.
—¿Y a dónde van ahora?
—Al pequeño Trianón, a reírse de nosotros.
—¡Malditos sean! —exclamó Juan—. ¡Ah, dispensad, señor mariscal!
—Ahora me toca a mí —respondió este en voz baja—. Veremos si mis recursos son más eficaces que los de la condesa.