Luis XV no era tan benigno que se pudiese todos los días hablar con él de asuntos políticos, porque le aburrían extremadamente, y en sus ratos de mal humor salía del paso con este argumento, al cual nada había que replicar:
—¡Bah! La máquina durará tanto como yo.
Si las circunstancias eran propicias, se explotaban; pero muy rara era la ocasión en que el monarca dejase de resarcirse en las ventajas que un rato de buen humor le obligaran a perder.
Conocía la favorita con tanta perfección su carácter, que, semejante a los pescadores experimentados, jamás se embarcaba cuando el tiempo amenazaba tempestad.
El momento más oportuno era cuando el rey la visitaba en Luciennes. Su Majestad había obrado mal el día anterior y comprendía que le iban a reñir; por consiguiente debía estar de muy buen talante.
No obstante, por muy confiada que sea la res destinada a caer en la trampa, siempre posee cierto instinto que es preciso no perder de vista, pues de nada le sirve si el cazador sabe tomar bien sus precauciones.
Veamos los medios de que se valió la favorita, respecto a la caza real que quería atraer a sus redes.
Se hallaba, como creemos haberlo ya dicho, en un deshabillé sumamente elegante, parecido al que sirve de adorno a las pastoras de Boucher; pero le fallaba el colorete, porque este disgustaba en extremo al rey Luis XV.
Pero no bien anunciaron a Su Majestad, cuando la condesa tomó rápidamente sus papelillos color de rosa y comenzó a frotarse las mejillas con desusado empeño. El monarca observó la ocupación de la favorita y dijo después de cruzar la antecámara:
—¡Bribona! ¡Cómo se embadurna!
—¡Ah, señor! Buenos días —murmuró la condesa sin apartar la vista del espejo y sin interrumpir su operación, aun cuando el rey, acercándose, la abrazaba preguntando:
—¿No me aguardabais hoy?
—¿Por qué, señor?
—Porque os desfiguráis el rostro.
—Al contrario, señor; confiaba mucho en que no transcurriría el día sin que tuviese el honor de ver a Vuestra Majestad.
—¡Con qué tono respondéis, condesa!
—¿De veras?
—¡Vaya!, si estáis tan seria como Rousseau cuando oye ejecutar alguna melodía que él ha compuesto.
—Señor, consiste en que tengo una cosa muy formal que manifestaros.
—¡Ah!, bien; ya os veo venir, condesa.
—¿Lo suponéis?
—Sí, reprimendas…
—Pero… ¿por qué? Vamos, hablad. ¿Porque ayer no vine?
—¡Oh!, no dudo que me haréis la justicia de creer que no deseo confesar a Vuestra Majestad.
—Juanita, observo que principias a enfadarte.
—Señor, no por cierto; lo estoy completamente.
—Condesa, oídme, os aseguro que no ha pasado un momento sin que os tuviese presente.
—¡Bah!
—Y que me ha parecido interminable la noche.
—Pero, señor; creo que nada de eso he hablado, Vuestra Majestad pasa las noches donde mejor le acomoda, sin que nadie tenga derecho de meterse en ello.
—En familia, señora, en familia.
—No he procurado informarme, señor.
—¿Por qué?
—Porque, como debéis suponer, era exponerme a que se formase mal juicio de mí.
—Pero, en fin —exclamó Luis XV—, ya que no estáis enfadada conmigo por eso, ¿por qué lo estáis? Condesa, debéis convenir en que es necesario que seamos justos.
—No estoy incomodada con vos.
—Sin embargo, tenéis un humor endemoniado.
—¡Oh!, sí; en cuanto a eso no os engañáis.
—Pues explicad por qué.
—Porque soy un plato de segunda mesa.
—¿Vos?
—¡Yo! ¡Yo! La condesa du Barry, la bellísima Juana, la encantadora Juanita, como dice Vuestra Majestad; sí, sí, soy un plato de segunda mesa.
—No adivino en qué os fundáis…
—En que tengo a mi rey, en que poseo a mi amante después que se han hastiado de él madame de Choiseul y madame de Grammont.
—¡Oh…!, ¡oh…!, condesa…
—Si os desagradan mis palabras, peor para vos: quiero hablar claro. Se asegura como cosa muy positiva que madame de Grammont os ha estado aguardando muchas veces a la entrada de vuestro dormitorio: pues bien, estoy resuelta a hacer precisamente lo contrario, aguardaré a la salida, y el primer Choiseul o la primera Grammont que halle al paso… ¡pobres de ellos!
—¡Condesa! ¡Condesa!
—¿Qué queréis? Soy una mujer mal educada; soy la querida de Blas, la bella Borbonesa, como sabéis.
—Pero los Choiseul se vengarán.
—Si mi venganza precede a la suya, ¿qué me importa?
—Y nos despreciarán.
—Sí; decís verdad.
—¡Oh!
—Tengo un medio maravilloso, y voy a ponerlo en práctica.
—¿Cuál? —preguntó el rey, inquieto.
—El de marcharme enseguida.
Luis XV se encogió de hombros.
—¿No lo creéis?
—No, por cierto.
—Eso consiste en que no os molestáis en raciocinar, y en que me confundís con las otras.
—¿Cómo?
—Seguramente. Madame de Chateauroux quería ser diosa, y madame de Pompadour reina; las demás aspiraban a ser ricas, poderosas, y a humillar con sus favores a las damas de la corte; por mi parte carezco de esos defectos.
—Es cierto.
—Pero en cambio poseo mil prendas estimables.
—Es cierto también.
—Señor, no habláis con franqueza.
—Condesa, nadie puede estar tan persuadido como yo de lo mucho que valéis.
—Bien, pues escuchadme por lo que voy a manifestar no puedo perjudicar a vuestras convicciones.
—Hablad ya.
—Por ahora soy rica y de nadie preciso.
—Condesa, ¿queréis que me arrepienta de ello?
—Además, no envidio lo que tanto seducía a las damas que he nombrado, no deseo lo que ellas ambicionan con tanto ardor: siempre he deseado amar a mi amante con preferencia a todo, ya fuese mosquetero, ya fuese rey. Pero desde que no amo, a nada tengo afición.
—Confío, condesa, que la afición a mi persona no se habrá terminado enteramente.
—Permitid que acabe, señor.
—Bien, proseguid.
—También debo manifestar a Vuestra Majestad que soy joven, que soy bonita, que puedo contar todavía con diez años de hermosura, y que no sólo seré la mujer más feliz del mundo, sino la más apreciada, desde el día en que deje de ser la querida de Vuestra Majestad. ¿Os sonreís, señor? En tal caso siento infinito verme obligada a deciros que no reflexionáis. Cuando os cansabais de otras favoritas, y el pueblo acababa de aborrecerlas, las despedíais, mi querido rey, y el pueblo, que continuaba odiándolas como antes, os colmaba de bendiciones: podéis estar persuadido de que yo no aguardaré mi licencia. No, dejaré mi puesto, y haré saber a todos que lo he abandonado voluntariamente; daré cien mil libras a los pobres, iré a pasar ocho días de penitencia en un convento, y antes de un mes circulará mi retrato por todas las iglesias haciendo juego con el de la Magdalena arrepentida.
—¡Oh condesa! —dijo el rey—; es imposible que habléis con formalidad.
—Señor, miradme, y mi rostro os revelará si digo lo que siento: os juro que nunca he hablado más seriamente.
—¿Y sois capaz de discurrir de un modo tan mezquino, Juana? ¿No conocéis, señora condesa, que de ese modo me vería en el caso de adoptar un partido?
—De ninguna manera, porque el obligaros a ello, sería deciros, elegid en esto y aquello.
—¿Y vos qué hacéis?
—Deciros solamente: adiós, señor: todo queda concluido.
Luis XV perdió el color y gritó iracundo.
—Señora, cuidado, si faltáis así a vuestro deber…
—¿Qué haréis?
—Aprisionaros en la Bastilla.
—¿A mí?
—Sí, señora, a vos; y en la Bastilla se aburre uno mucho más que en un convento.
—¡Oh señor! —repuso la favorita juntando las manos—; si efectivamente me otorgaseis esa gracia…
—¿Qué gracia?
—La de encerrarme en la Bastilla…
—¡Qué decís!
—Me colmaríais de júbilo.
—Por Dios que no os entiendo.
—Pues habéis de saber que mi secreta ambición se reduce a hacerme popular, y en esto me parezco a la Chalotais y a Voltaire; para alcanzarlo me falta entrar en la Bastilla: metedme en ella y me hacéis completamente feliz. Entonces también tendré tiempo para entretenerme en escribir memorias en que hable de mí misma, de vuestros ministros, de vuestras hijas y de vos, para que conozca la más remota posteridad las virtudes de Luis el muy amado. Vamos, señor, otorgadme la orden de encierro ahora mismo; he aquí tinta y pluma para extenderla. Y pronunciando estas palabras, presentó al rey una pluma y un tintero que estaban sobre el velador.
El monarca, al verse desafiado de aquella manera, meditó un momento y dijo levantándose:
—Bien está: quedaos con Dios, señora.
—¡Mis caballos! —gritó la favorita respondiendo al saludo de Luis XV que se dirigía hacia la puerta.
—¡Chon! —añadió madame du Barry. Enseguida se presentó su hermana.
—Pronto, pronto: mis maletas y todo lo necesario para el viaje, porque marchamos al momento.
—¡Marcharnos! —repitió Chon con el mayor asombro—. ¿Pues qué ocurre?
—Querida mía; ocurre que si nos detenemos media hora, va a encerrarnos Su Majestad en la Bastilla; ya ves que no debemos perder tiempo; conque apresúrate.
—Estas palabras hirieron vivamente a Luis XV, que se acercó a la condesa y la cogió de la mano diciendo:
—Vamos, perdonad mi ligereza.
—Admirada estoy —replicó la favorita—, de que no me hayáis amenazado con la horca.
—¡Oh!, condesa.
—Justamente. ¿No se ahorca a los ladrones?
—¿Y qué?
—¿No estoy robando el puesto a madame de Grammont?
—¡Condesa!
—Señor, ese es mi delito.
—Si queréis ser justa, escuchadme, y conoced que me habéis exasperado.
—¿Y qué más?
—Ambos hemos procedido mal y debemos perdonarnos mutuamente —continuó el monarca.
—¿Deseáis en serio una reconciliación?
—Por mi honor os lo aseguro.
—Chon, retírate.
—¿Y nada dispongo? —interrogó la joven a su hermana.
—Al contrario: dispón todo lo que he mandado.
—¡Condesa!
—Pero aguarda mis últimas órdenes.
—Bien —repuso Chon saliendo de la estancia.
—¿Conque me amáis? —preguntó la condesa al rey.
—Más que a todo el mundo.
—Pensad bien lo que decís, señor.
Efectivamente, Luis XV reflexionó, pero ya no podía volverse atrás, y por otra parte, deseaba conocer hasta qué punto llegarían las exigencias de su vencedora.
—Hablad —la dijo.
—Ahora mismo, y escuchad bien lo que os diga. Ya sabéis que yo iba a partir sin pediros la menor cosa.
—Es verdad.
—Pues bien; si me quedo pediré algo.
—¿Qué pediréis?, sepamos.
—Perfectamente lo sabéis.
—No adivino.
—¡Oh!, sí: os lo conozco en el gesto.
—¿La caída de M. de Choiseul?
—Justamente.
—Es imposible, condesa.
—Pues entonces mis caballos.
—Pero atendedme, atolondrada…
—O la orden de mi encierro en la Bastilla, o la caída de vuestro ministro.
—Existe un medio entre esos dos extremos.
—Agradezco vuestra clemencia; ya veo que, según parece, podré marchar sin que se me moleste.
—Condesa, sois mujer.
—Afortunadamente.
—Y habláis de política como mujer colérica y revoltosa. No tengo razones para despedir a M. de Choiseul.
—Esto es, al ídolo de vuestros parlamentos, al que apoya su rebelión.
—Además, que no tengo excusa alguna.
—Las excusas son propias de los débiles.
—Condesa, M. de Choiseul es un hombre honrado y estos escasean mucho.
—Decís bien, es un hombre honrado que os vende a la magistratura, que se va apoderando de todo el oro de vuestro reino.
—Condesa, no extreméis las cosas.
—Si no es todo es la mitad.
—¡Dios mío! —exclamó Luis XV desconcertado.
—Por otra parte —prosiguió la favorita—, confieso que soy muy necia. ¿Qué me importan los parlamentos, los Choiseul y su gobierno? ¿Qué me importa el rey, supuesto que únicamente soy plato de segunda mesa?
—¿Otra vez?
—Siempre, señor.
—Ea, os pido dos horas para reflexionar.
—Sólo diez minutos. Paso a mi gabinete, y me daréis respuesta por debajo de la puerta; ahí tenéis papel, pluma y tintero. Si dentro de diez minutos no me respondéis o no lo hacéis a mi gusto… ¡Adiós, señor…! No debéis pensar más en mí, pues me marcharé. De lo contrario…
—¿De lo contrario?
—Dad vuelta al bastidor y cederá la clavija.
Por mostrar dignidad Luis XV besó la mano de la condesa, que al retirarse le dirigió su más provocativa mirada.
El rey no impidió su salida, y ella se encerró en la habitación inmediata.
Transcurridos cinco minutos, un papel cuidadosamente plegado, rozó el acolchado de seda de la puerta y el estambre del tapiz.
Lo leyó con avidez la condesa, escribió enseguida algunas palabras con un lapicero en un papel, y arrojó este a M. de Richelieu, que se paseaba en el patio debajo de un tejadillo muy temeroso de que le vieran.
El mariscal desdobló el papel, lo leyó, y sin detenerse un segundo a pesar de sus sesenta y cinco años, se metió en su carroza, y gritó al cochero:
—A escape para Versalles.
El billete que la condesa arrojó por la ventana, decía lo siguiente:
«He sacudido el árbol y ha caído la cartera».