Colacionaban en el elegante gabinete de Luciennes, el mariscal Richelieu y la condesa du Barry, donde ya vimos al conde Juan du Barry sorberse con gran descontento de su hermana una enorme cantidad de chocolate. La favorita se recostaba blandamente en un sofá cubierto de seda y recamado de flores de oro, mientras que se extremaba en estirar las orejas a Zamora, al paso que el viejo y astuto cortesano, exhalaba ayes repetidos de admiración a cada nueva actitud de aquella belleza encantadora.
—¡Oh, condesa! —decía con mil ridículos gestos—: Vais a despeinaros, y he ahí un broche que se os acaba de soltar. ¡Ah!, ya se os ha caído una chinela.
—¡Bah!, no hagáis caso de esas nimiedades, duque —contestó la condesa arrancando distraídamente a Zamora un mechoncito de sus crespos cabellos, y cayendo en el sofá más voluptuosa y seductora que Venus en su concha marina.
Poco sensible el negrillo a las coqueterías de su señora, rugió de cólera, pero ella le tranquilizó cogiendo de la mesa un puñado de confites, e introduciéndoselos en los bolsillos.
Zamora, no obstante, no se dio con tanta facilidad a partido, pues hizo una horrible mueca, volvió sus bolsillos y los vació, derramando los confites por el suelo.
—¡Ah, bribonzuelo! —le dijo la condesa extendiendo una pierna admirablemente formada, cuya extremidad puso en contacto con los fantásticos calzones del negrillo.
—¡Oh!, piedad, piedad —exclamó el mariscal— vais seguramente a matarlo.
—¡Ojalá pudiera destrozar hoy todo cuanto me desagrada! —exclamó la condesa—; estoy implacable.
—¡Y qué! —observó el duque—, ¿os disgusto yo por desgracia?
—¡Oh!, de ningún modo; sois un antiguo amigo y os adoro; pero en verdad que, según veis vos mismo, estoy medio loca.
—Es indiscutible que los mismos a quienes volvéis locos con vuestras gracias, os habrán comunicado esa enfermedad.
—Cuidado, cuidado, porque me martirizáis horriblemente con esa galantería que no sale de vuestro corazón.
—Ya empiezo a creer, condesa, no precisamente que estáis loca, sino que sois desagradecida.
—No, no, ni loca ni desagradecida; sino que estoy…
—Sepámoslo.
—Rabiando, señor duque.
—¿Es cierto?
—¡Y lo extrañáis!
—No, ciertamente, querida condesa, pues conozco que tenéis graves motivos.
—Eso es lo que me impacienta contra vos, mariscal.
—¿Conque en mí también hay algo que os desagrada?
—Sí.
—Vamos, ¿y qué es?, tened la bondad de decirlo; pues, aunque soy demasiado viejo para enmendarme soy capaz de hacer los mayores esfuerzos por agradaros.
—Mariscal, lo que me disgusta es que no sabéis una palabra de la cuestión que me ocupa.
—¡Oh! Sí.
—¿Con que sabéis lo que me tiene desesperada?
—¿Cómo he de ignorarlo? Zamora ha roto la fuente chinesca…
Una imperceptible sonrisa vagó durante un momento por los labios de la joven; pero Zamora que se reconocía en efecto culpable, bajó con humildad la cabeza, pareciéndole que las nubes del cielo iban a descargar sobre él una horrorosa tormenta de soufflets[26] y papirotazos[27].
—Sí —repuso la condesa suspirando—; sí, duque, tenéis razón; eso es, y no hay duda de que merecéis la calificación de hombre fino en política.
—Señora, siempre he oído asegurar eso mismo —replicó Richelieu con la más hipócrita modestia.
—Pues yo no he tenido necesidad de oírlo para conocerlo, y por vuestra parte habéis adivinado el motivo de mi profundo disgusto sin rodeos ni ambigüedades. ¡Es cosa asombrosa!
—Condesa, no hay duda, pero no lo he dicho todo.
—¡Hola!, ¿conque sabéis todavía más?
—Sí, he adivinado otra cosa.
—¿De veras?
—Como lo habéis oído.
—¿Y cuál es?
—Que aguardabais anoche a Su Majestad.
—¿En dónde?
—En este sitio.
—¿Y qué más?
—Que Su Majestad no se dignó venir.
Apareció un vivo carmín en las mejillas de la favorita que se incorporó apoyándose en el codo y exclamando levemente:
—Y…
—Y… ya lo sabéis —continuó el duque—; hace poco que ha llegado de París.
—¿Qué demuestra eso?
—Que podía ignorar lo que ha pasado en Versalles; y que sin embargo…
—Duque, mi querido duque, hoy sois el hombre de las reticencias… ¡Qué diablos! Cuando se empieza a decir una cosa se termina.
—Condesa, os despacháis a vuestro gusto, pero yo necesito que me dejéis respirar. ¿En qué quedamos?
—En aquel… y sin embargo.
—Efectivamente: pues bien, y sin embargo, no sólo sé que Su Majestad no ha venido aquí, sino que sé la causa.
—Siempre os he tenido por brujo, amigo duque, y sólo necesitaba una prueba.
—¿Sí? Pues voy a dárosla.
La condesa, que daba a aquella conversación más importancia de lo que quería demostrar, abandonó la cabeza de Zamora, cuyos ásperos rizos manoseaba con sus blancos y delicados dedos.
—¡La prueba!, la prueba, duque —prorrumpió.
—¿En presencia del señor gobernador?
—Vete, Zamora —dijo madame du Barry al negrillo.
Este dio un brinco y se plantó en la antesala loco de alegría.
—Está muy bien —murmuró Richelieu—, pero, condesa, es necesario que lo sepáis todo.
—¿Conque os estorba ese mico de Zamora?
—Para decir la verdad, siempre me estorba alguno.
—Alguno… ya se supone; ¿pero es Zamora alguno por ventura?
—No es ciego Zamora, ni mudo, ni sordo luego es alguno; porque yo conceptúo así al que es igual a mí en ojos, lengua y oídos, es decir, al que puede ver lo que hago, y oír y contar lo que digo en una palabra, al que puede, si se le antoja traicionarme. Una vez sentada esta teoría, continúo:
—Sí, sí, duque; me daréis en ello mucho gusto.
—Condesa no lo creo, mas no es obstáculo; debo hablar claro. Sabed, pues, que el rey estuvo en Trianón.
—¿En el grande o en el pequeño?
—En el pequeño, y se paseó del brazo con la delfina.
—¡Ah!
—Y la señora delfina, que, como no ignoráis, es muy hermosa, y que, según creo, conoce muy bien sus intereses…
—¡Dios mío…!
—Se mostraba con él tan amable y zalamera, llamándole abuelito por aquí y abuelito por allá, que Su Majestad, cuyo corazón es de oro, no pudo resistir por más tiempo; de modo que al paseo sucedió la cena, y por último los juegos inocentes de costumbre. En fin…
—En fin —repitió la favorita pálida e intranquila—; la verdad es que el rey no ha venido a Luciennes. ¿No es esto lo que queréis decir?
—Eso mismo.
—La cosa es bien clara: Su Majestad tenía allí todo cuanto ama.
—¡Oh! Nada de eso, y estoy seguro de que vos misma no creéis lo que habéis dicho: allí tiene, cuanto más, todo lo que le agrada.
—Duque, peor todavía, y es necesario estar alerta; brincar, conversar, perder el tiempo jugando, he aquí todo cuanto el rey necesita. ¿Y con quién jugaba?
—Con M. de Choiseul.
Hizo la condesa un movimiento que manifestó toda su irritación.
—¿Queréis que no hablemos de estas cosas? —gritó el mariscal.
—Muy al contrario, duque, deseo que nos ocupemos seriamente de ellas.
—Veo que sois tan animosa como inteligente: cojamos, pues, al toro por las astas como dicen los españoles.
—He ahí una frase que M. de Choiseul no os perdonaría.
—Y sin embargo no se le puede aplicar. Decía, pues, condesa, que M. de Choiseul, ya que es forzoso nombrarle, manejaba la baraja con tanta facilidad y destreza…
—Qué ganó.
—Nada de eso; perdió, y Su Majestad ganó mil luises a los ciento, en cuyo juego tiene mucho amor propio, por lo mismo que no lo juega bien.
—¡Oh! ¡Choiseul, Choiseul! —exclamó la favorita—. ¿Y madame de Grammont? Supongo que también estaría…
—Puede asegurarse que estaba, pero como de paso.
—¿La duquesa?
—Sí, y creo que comete una necedad.
—¿Cómo?
—Huye al ver que no la persiguen; y como no la destierran se destierra por sí misma.
—¿Adónde?
—A provincia.
—¿Irá por ventura a intrigar?
—¿Y qué diablos queréis que haga? Antes de su marcha ha querido naturalmente saludar a la delfina, que según parece la estima mucho, y esta es la causa de haberse presentado en Trianón.
—¿El grande?
—Justamente, porque aún no se ha amueblado el pequeño.
—Pues al rodearse de todos los Choiseul, la delfina revela claramente el partido que pretende abrazar.
—Condesa, no: no exageremos las cosas, porque al fin mañana marchará la duquesa.
—¡Y se ha divertido el rey donde no me hallaba yo! —exclamó la favorita con una indignación que no aparecía exenta de cierto terror.
—¡Dios mío! Es hasta un punto inverosímil, pero por desgracia muy cierto. Vamos, condesa, ¿qué consecuencia sacáis de todo?
—Que estáis bien enterado, duque.
—¿Hay además alguna otra cosa?
—Sí.
—Terminad, pues.
—Deduzco también las consecuencias de que, bien sea por agrado o por fuerza, es necesario librar al rey de las garras de esos Choiseul, pues de lo contrario somos perdidos.
—¡Pobre de mí!
—Dispensad si he hablado en plural, pues ya habréis podido fácilmente comprender que ha sido con aplicación a mi familia.
—Y a vuestros amigos, condesa; por cuya razón me toca alguna parte como poseedor de ese título; de manera que…
—De manera que… ¿Sois amigo mío, duque?
—Condesa, creía habéroslo manifestado ya.
—Pero no basta eso.
—También creo habéroslo demostrado.
—Eso ya vale más. ¿Y me ayudaréis?
—Condesa, con todas mis fuerzas, pero…
—¿Pero qué?
—No debo ocultaros que la empresa es difícil.
—¿Luego los Choiseul han echado raíces que es imposible destruir?…
—Al menos están muy plantados.
—¿Lo creéis así?
—Con toda seguridad.
—De manera que a pesar de cuanto dice La-Fontaine, contra esa encina resultan vanos los esfuerzos del viento y de las tempestades…
—Ese ministro es un hombre grande.
—Perfectamente; ya os estáis expresando como los enciclopedistas.
—¿No pertenezco a la academia?
—¡Pertenecéis tan poco, duque!
—Veo que decís la verdad, pues mi secretario es quien pertenece a ella, y no yo. No obstante, persisto en mi opinión a pesar de todo.
—¿Y opináis que M. de Choiseul sea un genio?
—Sí.
—¿En qué lo revela? Vamos… hablad.
—En que ha embrollado de tal modo a los parlamentos y a los ingleses, que el rey nada puede resolver sin su auxilio.
—¡A los parlamentos! ¿Pues no los alienta contra las prerrogativas reales?
—Sin duda, he ahí su grande habilidad.
—Y al propio tiempo pretende la guerra con los ingleses.
—Es claro: la paz le perdería.
—Duque, eso no es tener genio.
—¿Qué es entonces?
—Ser altamente traidor.
—Y cuando prevalece la alta traición, condesa, se convierte en genio y en genio de primer orden.
—Ya, pero en ese caso conozco a alguno que es tan hábil como M. de Choiseul.
—¡Bah!
—Al menos en el negocio que se relaciona con los parlamentos.
—Ese es el principal de todos.
—Y lo digo porque el hombre a quien me refiero tiene la culpa de la resistencia de los parlamentos.
—Condesa, me volvéis loco.
—¡Qué! ¿Lo desconocéis?
—No por cierto.
—Pues es de vuestra familia.
—¿De veras? ¿En mi familia un genio? ¿Os referís por ventura a mi tío el cardenal?
—No, sino a vuestro sobrino el duque d’Aiguillon.
—¡Ah!, efectivamente: él ha dado un verdadero impulso al asunto de la Chalotais[28]. Por Dios vivo que es un excelente muchacho, y ha sabido enredar perfectísimamente el asunto. Vamos, reconoced, condesa, que es hombre digno de que se entienda con él una mujer de talento.
—¿Y suponéis, duque, que no conozco a vuestro sobrino?
—Condesa, ¿habláis formalmente?
—Nunca le he visto.
—¡Pobre joven! Lo cierto es que desde vuestro advenimiento ha vivido constantemente en el fondo de la Bretaña. Señora, cuidado con él, porque no está habituado a mirar al sol.
—¿Y cómo se conduce entre tantas togas? Porque al fin es hombre de talento y noble por su origen.
—Las indispone, no pudiendo hacer otra cosa mejor, porque cada cual se aprovecha de los placeres que le vienen a mano, y como sabéis, no son estos muy abundantes en Bretaña. ¡Y qué activo y desenvuelto es! ¡Qué bien serviría al rey si se encontrase a su lado! ¡Oh!, yo os aseguro que en tal caso, no serían tan insolentes los parlamentarios. Es un verdadero Richelieu, condesa, y por lo mismo me perdonaréis…
—¿Qué?
—Que cuando llegue os lo presente.
—¿Tiene que venir a París?
—¿Quién es capaz de saberlo, condesa? Quizá permanezca en su Bretaña por espacio de un lustro, como dice ese bribón de Voltaire, o que se encuentre ya de camino; puede estar a doscientas leguas de aquí o en la barrera, de París.
Así hablando el mariscal observó en el rostro de madame du Barry el efecto de sus últimas palabras. La condesa le dijo después de un instante de silencio:
—Volvamos a la cuestión que nos ocupaba.
—Como gustéis, condesa.
—¿En qué quedamos?
—En que Su Majestad se distrae mucho en Trianón acompañado de M. de Choiseul.
—Y en que es necesario derribar a este.
—Es decir, condesa, que os habéis empeñado en derribarle.
—¡Cómo! ¿Conque ese deseo me obliga a comprometer mi propia existencia, pues moriré si no lo satisfago, y no sois capaz de ayudarme un poco, mi querido duque?
—¡Oh!, ¡oh! —exclamó este arrellanándose—, he ahí lo que en política llamamos una declaración.
—Opinad lo que gustéis, llamad a eso lo que queráis, pero responded categóricamente.
—¡Oh! ¿Quién había de esperar que tan lindos y frescos labios pronunciasen un adverbio tan feo?
—Duque, ¿y pensáis que eso es responder?
—En rigor, no, pues sólo se reduce a meditar mi respuesta.
—¿Está ya meditada?
—Esperad un momento.
—¿Dudáis?
—De ningún modo.
—Pues ya os escucho.
—Condesa, ¿y qué opináis de los apólogos?
—Que son muy antiguos.
—¡Bah!, más antiguo es el sol, y sin embargo, no hemos encontrado todavía otra cosa que alumbre más.
—Oigamos, pues, el apólogo; pero supongo que será transparente.
—Lo mismo que el cristal.
—Vamos, pronto.
—Bella condesa, ¿me escucháis ya?
—Ya hace rato que espero que habléis.
—Supongamos, pues… no ignoráis que en los apólogos siempre se supone.
—¡Dios mío!, ¡qué pesadez, duque!
—Vos misma no creéis lo que decís condesa, pues jamás habéis prestado mayor atención a las palabras de otro.
—Ya que me he equivocado, callaré.
—Pues supongamos que os encontráis paseando por vuestro hermoso jardín de Luciennes, y que alcanzáis a ver una magnífica ciruela, una de esas preciosas reinas-Claudias que tanto os agradan, porque sus colores rosados y purpurinos se asemejan a los vuestros…
—Siempre adulador.
—Encontráis, repito, una de esas ciruelas en la punta de una rama, de la rama más alta del árbol. Entonces, ¿qué haréis?
—Sacudo el árbol; eso es cosa fácil:
—Sí, pero inútilmente, porque el tal árbol es muy grueso, y ha echado hondas raíces que no pueden arrancarse, como no ha mucho decíais: además observáis también que sin conseguir que se mueva os lastimáis esas hermosas manitas contra su corteza. En este caso decís: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuánto daría por encontrar en el suelo esa ciruela!». Y sin embargo, nada adelantáis.
—Es muy natural, duque.
—No afirmaré yo lo contrario.
—Continuad; vuestro apólogo me interesa infinito.
—Supongamos también que al volveros de pronto, como ahora lo hacéis, encontráis a vuestro amigo el duque de Richelieu que se pasea pensativo.
—¿Y en qué piensa?
—¡Excelente pregunta a fe mía! En vos… Y le decís con ese acento tan halagüeño que tanto hechiza: «¡Eh!, ¡duque!, ¡duque!».
—Perfectamente.
—Vos que sois hombre… vos que sois fuerte… vos que habéis conquistado a Mahón: vamos, sacudid un poco ese rebelde ciruelo para que yo pueda apoderarme de esa ciruela condenada. ¿Me parece que podemos suponer todo esto?
—En efecto, duque; como que lo estaba yo repitiendo en voz baja mientras me lo estabais diciendo: pero ¿qué me responderíais?
—Respondería…
—Sepámoslo.
—Respondería… Reflexionad un poco, condesa, pues aunque yo también lo deseo, ¿no veis qué sólido es este árbol y cuan fuertes son sus ramas? Yo también pretendo no lastimar mis manos, aun cuando tienen cincuenta años más que las vuestras.
—¡Ah! —exclamó la favorita—, bien, bien entendido.
—Continuad, pues, el apólogo. ¿Qué me decís?
—Os digo…
—Por supuesto con vuestro acento encantador…
—Como queráis.
—Hablad, hablad.
—Os digo así: mi querido mariscal, no contempléis con indiferencia esa ciruela ya que obráis así, porque no es para vos. Amigo mío, deseadla conmigo, apetecedla de veras como yo, y si sacudís el árbol como es conveniente, si la ciruela cae…
—¿Qué sucederá?
—Entre los dos la saborearemos.
—¡Bravo! —exclamó le duque batiendo las palmas.
—¿Os parece bien?
—Ciertamente, condesa, que sois inimitable para dar fin a un apólogo. ¡Por vida de mi abuelo!, como decía mi difunto padre, que habéis dado en el hito.
—¿Pues deseáis sacudir el árbol?
—A dos manos y con todo mi corazón.
—¿Y era efectivamente una ciruela Claudia la de la rama?
—No lo juraré.
—¿Pues qué es?
—Me figuro que en el árbol sólo había una cartera.
—Bueno; pero la cartera para los dos.
—¡Oh!, no, para mí solo. Y no me la envidiéis, condesa, porque caerán del árbol tantas cosas buenas, que tendréis no poco trabajo en elegir.
—De modo, mariscal, que es negocio concluido.
—¿Obtendré el empleo de M. de Choiseul?
—Si el rey lo dispone…
—¿El rey no dispone todo cuánto vos deseáis?
—Bien veis que no, pues se empeña en conservar a su Choiseul.
—¡Oh!, confío en que el rey se acordará al fin de su antiguo compañero.
—¿De armas?
—Sí, de armas, condesa; no se hallan en la guerra los mayores peligros.
—¿Y nada me pedís para el duque d’Aiguillon?
—No, no, ya solicitará por sí mismo el bribonzuelo.
—Y además, vos le serviréis de padrino. Ahora me toca a mí.
—¿A vos?, ¿qué os toca?
—Ambicionar.
—Es muy justo.
—¿Y qué me daréis?
—Lo que os agrade.
—Es que yo lo quiero todo.
—Muy razonable sois.
—¿Y lo conseguiré?
—¡Vaya una pregunta! Me parece que quedaréis satisfecho y que nada más me pediréis.
—Nada más que eso y alguna otra cosa.
—Exponedla.
—¿Conocéis a M. de Taverney?
—Cuarenta años hace que somos amigos.
—Pues tiene un hijo.
—Y una hija.
—Efectivamente.
—¿Y qué más?
—Ya lo he dicho todo.
—¡Pues cómo!
—Lo que aún me falta que pediros, no lo sabréis hasta que se presente una ocasión oportuna.
—Muy bien.
—Supongo, duque, que nos hemos entendido.
—Sí, condesa.
—Qué firmamos un pacto.
—Algo más; lo juramos.
—Pues derribad el árbol.
—Tengo medios.
—¿Qué medios son esos?
—Mi sobrino.
—¿Y luego?
—La compañía de Jesús.
—¡Ah!, ¡ah!
—Es un plan extraordinariamente divertido que he formado para todo evento.
—¿Lo puedo conocer?
—¡Ah, condesa!
—En efecto, tenéis razón.
—Ya sabéis que el secreto…
—Es la mitad del éxito: me parece que he adivinado vuestra idea.
—Vamos, condesa, sois una mujer adorable.
—Pero yo también deseo sacudir el árbol.
—Perfectamente; sacudid, sacudid, condesa, pues el éxito no puede perjudicar en este caso.
—También tengo un medio.
—¿Y lo creéis bueno?
—No puede ser mejor.
—¿Cuál es?
—Ya lo conoceréis, duque, o por mejor decir…
—¿Qué?
—No, no, no lo veréis.
Y al decir estas palabras con toda la gracia y atractivo de su encantadora boca, la joven condesa, como si volviese en sí de una larga distracción, bajó con precipitación el vestido que durante el pasado acceso diplomático había practicado un movimiento de flujo semejante al del Océano.
El duque, que era algo marino, por cuya razón se había familiarizado con los caprichos del mar, se rio a carcajadas, besó las manos de la condesa, y adivinó (porque para esto era excelente) que la audiencia se había terminado.
—¿Cuándo comenzaréis a derribar, duque? —interrogó la favorita.
—Mañana. ¿Y vos, cuándo empezaréis a sacudir?
En este momento llegó hasta los interlocutores gran estrépito de carruajes en el patio y oyéronse voces que gritaban:
—¡Viva el rey!
—Yo —dijo la condesa mirando por la ventana—, voy a empezar ahora mismo.
—¡Bravo!
—Duque, alejaos por la escalerilla secreta, y esperad en el patio. Antes de una hora os daré la contestación.