En la meseta de la colina que llegaron a alcanzar no sin trabajo nuestros tres botánicos, se alzaba un pequeño edificio de madera, cercado de nudosas columnas, cuyas paredes terminaban en punta, y cuyas ventanas aparecían tapizadas de enredaderas y de clemátides, verdaderas importaciones de la arquitectura inglesa, o más bien de los jardineros ingleses, los cuales intentan imitar a la Naturaleza, o por mejor decir, inventan una Naturaleza a su capricho, circunstancia que proporciona cierta originalidad a sus caprichos vegetales.
Bastante espacioso aquel pabellón para contener una mesa y seis sillas, se hallaba enlosado de ladrillos cuadrados cubiertos de finísima estera. Las paredes eran de mosaicos de piedras que había suministrado el ribazo del próximo río y de conchas marinas, porque las playas de Bougival y de Port-Marly no ofrecían a la vista del que contemplaba sus bellezas las conchas de Saint-Jaques, ni las nacaradas que únicamente se encuentran en Harfleur, en Dieppe o en los arrecifes de Sainte-Adresse.
Era de relieve el techo. Pinas, cepas de forma particular que imitaban los más repugnantes rasgos de varios faunos o de diversos animales silvestres, aparecían como suspendidos sobre las cabezas de los que entraban en aquel recinto: veíanse también, al través de los vidrios de colores, ya se contemplase por uno color de violeta, o encarnado, o azul, a un lado la llanura y el bosque de Vesinet envueltos entre tempestuosas nubes, al otro resplandecientes con el aliento caliginoso del sol de agosto, y en distinta dirección fríos y mustios, como si se hallasen bajo la terrible influencia de una helada del mes de diciembre. Se trataba sólo de escoger el vidrio conveniente, es decir, de contentar el deseo y de examinar el horizonte.
Entretuvo mucho a Gilberto aquel espectáculo, que contempló por todas partes el rico panorama que se descubre desde la cumbre de la colina de Luciennes en cuyo centro serpentea el Sena.
Otro espectáculo sumamente interesante, al menos así lo juzgaba M. de Jussieu, era el precioso almuerzo que presentaba la mesa de madera imitando la piedra que se veía colocada en el centro del pabellón.
Crema finísima de Marly, sazonados albaricoques, ciruelas de Luciennes, salchichas aplastadas y empanadas de Nanterre humeantes, en fuentes de porcelana, sin que hubiesen sido servidas por doméstico alguno; sabrosísimas fresas colocadas en un elegante canastillo adornado con hojas verdes de vid, manteca blanca como la nieve, fresca y apetitosa, pan moreno del que come el aldeano, pero dorado y tierno como el que satisface el sibarítico gusto del vecino de la ciudad… He aquí los preparativos que hicieron lanzar un grito de asombro a Rousseau, filósofo, como el que más, pero gastrónomo franco, porque tenía el apetito tan vivo como modestas las inclinaciones.
—¡Qué disparate! —dijo a M. de Jussieu—: El pan y las frutas pase, pues es cuanto precisamos, y aun si me apuráis mucho, debíamos, a fuer de verdaderos botánicos y laboriosos exploradores comer el pan y las ciruelas, sin cesar de escarbar en el bosque y de poner a contribución los ribazos. Gilberto, ¿os acordáis de mi almuerzo de Plessis-Piquet, que también fue el vuestro?
—¡Oh! Sí, en efecto: recuerdo aquel pan y aquellas cerezas que tanto me agradaron.
—De este modo almuerzan los verdaderos amantes de la Naturaleza.
—Querido maestro —repuso M. de Jussieu—, si pretendéis censurar mi prodigalidad, hacéis mal, pues este es, en verdad, un obsequio tan modesto…
—¡Señor Lúculo! ¡Cómo así! —prorrumpió el filósofo—. ¿Despreciáis vuestra mesa?
—¡La mía!, no por cierto —respondió Jussieu.
—¿Dónde nos encontramos entonces? —añadió Rousseau con una sonrisa que a la vez expresaba empacho y buen humor—, ¿en alguna residencia de encantadores?
—O de hechiceras —murmuró M. de Jussieu levantándose y dirigiendo una mirada hacia la puerta del pabellón.
—¡Hechiceras! —exclamó Rousseau con jovialidad—. ¡Oh! Dios las bendiga ya que son tan hospitalarias. Por Dios, que tengo mucho apetito: ea, Gilberto, almorcemos.
Al decir esto cortó un respetable trozo de pan moreno, y pasó este y el cuchillo a su discípulo.
Y al mismo tiempo que hincaba el diente en la miga compacta, escogió un par de ciruelas de las más maduras.
Gilberto dudaba aún.
—Vamos, ¿qué hacéis? —le dijo Rousseau—; nuestras hechiceras se ofenderían de vuestra cortedad si la advirtiesen, y tal vez creerían que no os parece completo el desayuno que os ofrecen.
—O que es indigno de vuestro mérito, caballeros —articuló una voz argentina desde la puerta del pabellón, en la que se presentaron del brazo dos jóvenes hermosas haciendo rápidas señas a M. de Jussieu para que moderase sus prolongados saludos.
Volvió Rousseau la cabeza sin soltar de las manos el pedazo de pan y una de las dos ciruelas que había cogido: vio aquellas dos diosas, o al menos tales las creyó por su juventud y belleza, y se quedó asombrado, aunque también las saludó sobrecogido.
—¡Ah, señora condesa! —exclamó M. de Jussieu—. ¡Vos por aquí! ¡Qué sorpresa tan inopinada y agradable!
—Buenos días, querido botánico —dijo una de las damas con gracia y familiaridad verdaderamente reales.
—Me consentiréis que os presente a M. Rousseau —contestó M. de Jussieu apoderándose de la mano del filósofo que todavía no había soltado el pan moreno.
Gilberto también había visto y reconocido a las dos señoras: lo único que hacía era abrir los ojos extraordinariamente; estaba pálido como un muerto y examinaba la ventana del pabellón con la intención de precipitarse por ella.
—Joven filósofo, buenos días —le dijo la otra dama acariciándole la mejilla con sus rosados dedos.
Advirtiólo Rousseau y comprendió todo el misterio; pero faltó poco para que le ahogase la cólera. Su discípulo conocía a las diosas y era conocido de ellas.
Respecto a Gilberto, también estuvo a punto de caer privado de sentido.
—¿No habéis conocido a la señora condesa? —preguntó M. de Jussieu a Rousseau.
—No —contestó este descompuesto—, me parece que esta es la primera vez que…
—Es la señora condesa Du Barry —agregó Jussieu.
Hizo el filósofo un movimiento como si pisase carbones encendidos.
—¡La señora condesa Du Barry! —exclamó.
—Caballero, yo misma —dijo la dama con una gracia encantadora—; y me doy el parabién por haber recibido en una posesión mía y estar tan cerca de uno de los ilustres pensadores de esta época.
—¡La señora condesa Du Barry! —repitió Rousseau sin comprender que su prolongada admiración se convertía ya en una ofensa grave—. ¡Ella! ¡Y seguramente este pabellón es suyo! ¡Y sin duda es ella la que me da hoy de almorzar!
—Mi querido filósofo, lo habéis adivinado; estas dos señoras, esto es, la señora condesa y su hermana os obsequian —replicó M. de Jussieu que no las tenía todas consigo al observar aquel asomo de tempestad.
—¡Su hermana que conoce a Gilberto!
—Caballero, muy íntimamente —contestó la señorita Chon con aquella audacia que ni respetaba el mal humor de los reyes ni los arranques de los filósofos.
Púsose Gilberto a descubrir por todos lados un agujero bastante grande para ocultarse enteramente, porque los ojos de Rousseau brillaban de rabia y de despecho.
—¡Muy íntimamente! —repitió este último—, ¡Gilberto conocía a esa señorita muy íntimamente y yo nada sabía! ¡Conque se me estaba haciendo traición! ¡Conque se burlaban de mí!
Chon y su hermana se miraron sonriéndose con malicia, y M. de Jussieu hizo añicos una pieza de china que valía lo menos cuarenta luises.
Juntó Gilberto las manos ya para rogar a Chon que callase, ya para pedir a Rousseau que le hablase con más benignidad.
Pero precisamente ocurrió lo contrario, pues Rousseau guardó silencio y Chon soltó la tarabilla.
—Sí, ciertamente —dijo—, Gilberto y yo somos conocidos antiguos, pues ha sido huésped mío. ¿No es cierto, joven? ¿No recuerdas los dulces de Luciennes y los de Versalles?
Rebasó la medida este golpe: los dos brazos de Rousseau se extendieron como impulsados por un resorte, retirándose enseguida violentamente.
—¡Ah!, ¡ah! —exclamó mirando al joven de soslayo—, ¿conque todo eso es cierto, desgraciado?
—¡Señor Rousseau, por Dios! —exclamó Gilberto.
—¡Toma! Cualquiera diría que lloras porque mis manos te han acariciado —dijo Chon—. Vamos, ya me parecía que eras un ingrato.
—¡Señorita! —gritó Gilberto con voz suplicante.
—Joven —añadió la condesa Du Barry—, regresa a Luciennes en donde tendrás dulces y te espera Zamora, pues te recibiremos, aunque saliste de allí de un modo bastante singular.
—Señora, gracias —contestó con sequedad Gilberto—, cuando salgo de algún sitio es porque no me agrada.
—¿Y por qué habéis de rehusar los beneficios que se os ofrecen? —replicó Rousseau con amargura—, habéis saboreado el placer de las riquezas, mi querido Gilberto, y debéis volver a ellas.
—Pero cuando os declaro…
—Vamos, vamos, yo no soy amigo de los que se acercan al sol que más calienta.
—Señor Rousseau, veo que no me habéis entendido.
—Sí tal.
—He huido de Luciennes en donde me tenían encerrado.
—¡Falsedad! Y comprendo la malicia de los hombres.
—Pero si os he preferido, si os he aceptado por protector y por maestro…
—¡Hipocresía!
—Tened presente, a pesar de todo, que si me tentase la codicia, aceptaría los ofrecimientos de estas señoras.
—Se me puede engañar una vez, Gilberto, pero dos… nunca, sois libre y podéis ir adonde os plazca.
—¡Gran Dios!, ¡adónde! —exclamó Gilberto abismado en su dolor, porque veía para siempre perdidas su ventana y su proximidad a Andrea, porque sufría horriblemente al ver que se le tenía por traidor, y se desconocía su abnegación y la larga lucha que mantenía contra la pureza y los deseos de su edad, a los cuales había dominado hasta allí con tanto denuedo.
—¡Oh! —repuso Rousseau—, por lo pronto os acoge esta señora, que es muy amante y bella.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuraba Gilberto mesándose los cabellos.
—Joven, sosegaos —le dijo Jussieu profundamente herido como un hombre de mundo por el epigrama que Rousseau acababa de lanzar contra la condesa—, se os cuidará bien, y se procurará indemnizaros lo que hoy perdéis.
—Ya lo veis —añadió el filósofo con ironía—, M. de Jussieu, un sabio, un admirador de la Naturaleza, uno de vuestros cómplices —continuó haciendo una horrible mueca para reírse—, os asegura bienandanza y fortuna: podéis contar con ambas cosas porque M. de Jussieu es hombre de grande influencia.
Y diciendo estas palabras no pudo contenerse por más tiempo: saludó a las damas y a M. de Jussieu al estilo de Orosma, y sin mirar a Gilberto salió majestuosamente del pabellón.
—¡Jesús! ¡Qué animal tan feo es un filósofo! —dijo Chon con la mayor tranquilidad contemplando al ginebrino que bajaba o más bien huía por el sendero.
—Podéis pedir lo que os acomode —dijo M. de Jussieu a Gilberto que continuaba aún con el rostro entre las manos.
—Sí, sí señor Gilberto —agregó la condesa sonriendo con la mayor amabilidad al discípulo abandonado.
Este irguió su pálida frente, apartó los cabellos que el sudor y las lágrimas habían pegado a su cara, y respondió algo más sosegado:
—Ya que un empleo se me ofrece deseo entrar en Trianón de ayudante jardinero.
Se contemplaron Chon y la condesa y la primera posó su pequeñísimo pie sobre el de su hermana, haciéndole al mismo tiempo un guiño: la condesa indicó con un movimiento de cabeza que entendía perfectamente lo que aquellas señas significaban.
—M. de Jussieu, ¿puede hacerse eso? —preguntó a este—, ya veis que deseo dar gusto a este joven.
—Señora, es cosa resuelta, pues basta conocer vuestra voluntad —contestó el interpelado.
Se inclinó Gilberto respetuosamente y puso la mano en su pecho para reprimir los latidos de su corazón que no podía ocultar la alegría después de la gran tristeza en que había estado sumido.