Capítulo LXXV

Los referidos sucesos se desarrollaron el viernes por la noche, de modo que sólo faltaba que transcurriese un día para que se efectuase el proyectado paseo al bosque de Luciennes, paseo a que tanta importancia concedía el filósofo Rousseau.

El joven Gilberto, indiferente desde que había sabido la próxima partida de Andrea para Trianón, pasó todo el día reclinado sobre el ventanillo de su pobre buhardilla; también la ventana de Andrea había permanecido constantemente abierta y dos o tres veces se había asomado a ella la hija del barón pálida y débil, como para respirar, pareciendo a Gilberto al verla que se tendría por feliz si el cielo le otorgase la dicha de que Andrea habitase eternamente aquel pabellón, la de no salir él de su aposento y la de contemplar dos veces al día la hermosura de su adorada.

Por fin llegó aquel domingo tan deseado, para el cual había adoptado ya Rousseau sus disposiciones desde el sábado, sacando del armario sus zapatos charolados y la casaca color gris, tan ligera como propia para el abrigo, aunque con gran disgusto de Teresa, que sostenía que una blusa de tela era más que suficiente para la tarea que iba a emprender el filósofo paseante; pero este, sin replicar palabra, se había despachado a su sabor, y no sólo había arreglado su traje, sino también el de Gilberto con el mayor afán, agregando al de este medias y zapatos nuevos que le regalaba, proponiéndose sorprenderle.

Rousseau tampoco había olvidado su colección de hierbas y los musgos que en su opinión debían representar aquel día un papel muy importante. Últimamente, impaciente como un niño, se acercó más de veinte veces a la ventana para observar si alguna de las carrozas que rodaban por la calle era la de M. de Jussieu, hasta que al fin vio una completamente barnizada con caballos enjaezados con lujo, y a un enorme cochero parado delante de la puerta de su casa. Enseguida corrió a buscar a Teresa, y le dijo:

—Ahí está, ahí está. ¡Bravo! Ya lo tenemos seguro. Después gritó a Gilberto: —¡Daos prisa, que el coche nos espera!

—¡Y qué! —replicó Teresa—, ya que tanto os agrada andar en carruaje, ¿por qué no habéis trabajado para comprar uno, como lo ha hecho M. Voltaire?

—Vamos, vamos —replicó Rousseau.

—Estáis diciendo siempre que tenéis tanto talento como él…

—Yo no he dicho eso —repuso el filósofo amostazado—, lo que digo es… en fin, nada… nada.

Y de pronto toda su alegría desapareció, como le sucedía cuando resonaba en sus oídos el nombre de su rival. Entró por fortuna en aquel instante M. de Jussieu. Presentóse con el pelo rizado y empolvado, tan fresco y amable como la primavera: una casaca habilísimamente trabajada de satén doble de la India con cenefas de color gris, calzón de tafetán, color de lila claro, y medias de seda blanca, extremadamente finas, con lazos de oro, componían su elegante atavío.

Al penetrar en el cuarto de Rousseau, lo llenó de un exquisito y variado perfume que Teresa empezó a aspirar con avidez y delicia, sin ocultar su admiración.

—Estáis, a fe mía, muy hermoso —le dijo Rousseau mirando oblicuamente a Teresa, y comparando con la vista su humilde traje y sus voluminosos preparativos de botánico, con el soberbio porte de monsieur de Jussieu.

—¡Oh!, no —contestó este con cierta negligencia—, he temido mucho el calor.

—¿Y la humedad del bosque? Si herborizamos en los pantanos veo que vuestras magníficas medias de seda…

—¡Bah!, ya elegiremos el terreno a nuestro gusto.

—¿Y abandonaremos hoy los musgos acuáticos?

—En cuanto a eso, tranquilizaos, mi querido amigo.

—Diría cualquiera que os encamináis a un baile o a una Visita de damas.

—¿Y por qué no hemos de presentarnos con medias de seda a la Naturaleza? —repuso M. de Jussieu con algún empacho—, ¿no es una dama que merece se haga algún gasto en obsequio suyo?

No insistió más Rousseau, pues al oír que M. de Jussieu invocaba a la Naturaleza, convino en su interior en que esta merecía cuantos honores se la tributasen.

En cuanto a Gilberto, a pesar de su estoicismo, contemplaba a M. de Jussieu con envidia. Desde que había visto realzadas por los adornos las gracias naturales de tantos jóvenes elegantes, había comprendido la frívola utilidad de la elegancia, y se decía entre dientes que aquella seda, aquella batista y aquellos encajes, sumarían nuevos encantos a los que ya poseía, y que si en lugar de ir vestido como estaba se presentase como M. de Jussieu delante de Andrea, esta le miraría con toda seguridad.

Los tres partieron al trote de dos buenos caballos daneses, y una hora después se apearon en Bougival, encaminándose al punto al campo hacia la izquierda por el camino de los castaños. Este paseo, bellísimo en el día, era entonces poco más o menos lo mismo, porque la parte del coto que deseaban recorrer nuestros paseantes, convertido ya en bosque en tiempo de Luis XIV, había sido objeto constante de muchas mejoras desde que el soberano prefería a todo la residencia de Marly.

Los castaños de rugosa corteza, de gigantescas ramas y caprichosas formas, que imitan unas veces en sus nudosas vueltas los movimientos de las serpientes enroscándose alrededor del tronco, y otras al toro bravo herido por la cuchilla del matarife y revolcándose en su negra sangre; los manzanos cubiertos de húmedo musgo y los inmensos nogales, cuyas hojas tórnanse durante el mes de junio de verde-amarillas en verde-azules; aquella soledad, aquella pintoresca aspereza del terreno que desde la sombra de los árboles seculares se reflejaba viva y resplandeciente sobre el azul mate del cielo; toda aquella naturaleza exuberante, encantadora y melancólica, abismó a Rousseau en un inexplicable delirio.

Gilberto, sosegado y sombrío, toda su vida reducíase a este pensamiento:

—Andrea va a abandonar el pabellón del jardín para trasladarse a Trianón.

Desde el sitio más prominente del coto, por cuya cuesta caminaban nuestros tres botánicos, se veía el cuadrado edificio de Luciennes.

En presencia de aquel castillo, de donde había huido, cambió el curso de las ideas de Gilberto, recordándole ideas más agradables, exentas de toda clase de temor. En efecto, iba el último de todos, contaba con los dos protectores que le precedían, y se consideraba muy seguro en vista de su apoyo: contempló, pues, a Luciennes como un náufrago contempla desde el puerto el banco de arena contra el cual se ha estrellado el buque que le conducía.

Provisto Rousseau de un azadón de pequeñas dimensiones, empezaba a examinar el terreno, y lo mismo hizo M. de Jussieu, con la diferencia de que el primero buscaba plantas y el segundo ponía especial cuidado en que no se le mojasen las medias.

—¡Admirable lepopodium! —dijo Rousseau.

—No cabe duda —repuso M. de Jussieu—, continuemos.

—¡Ah! Aquí tenemos la Lyrimachia Fenella, y está en buena sazón para cogerla.

—Pues cogedla, si os complacéis en ello.

—¿Pero qué es eso? ¿No herborizamos?

—Sí por cierto… ¡Pues no faltaba más!, sólo que se me figura que allá, en la meseta de esa loma, hallaremos cosas mejores.

—Compañero, decís bien, vamos, vamos.

—¿Qué hora es? —interrogó M. de Jussieu—: No he traído el reloj, pues con la prisa de vestirse se me ha olvidado.

Sacó Rousseau del inmenso bolsillo de su calzón un abultado reloj de plata, y contestó:

—Las nueve.

—Podríamos descansar un poco si no os desagrada.

—Amigo mío, sois poco andador: he ahí las consecuencias de herborizar con zapatos finos y medias de seda.

—No, no, lo que sucede es que tengo ganas de almorzar.

—Almorzaremos, pues; la aldea más próxima está a un cuarto de legua.

—Nada de eso. ¿Para qué nos hemos de fatigar tanto?

—¡Toma! ¿Trajiste por ventura almuerzo en el coche?

—Mirad allá abajo, al centro de ese ameno bosquecillo —dijo M. de Jussieu indicando con la mano el punto del horizonte que designaba.

Rousseau se levantó de puntillas y colocó su mano delante de los ojos para que le sirviese de pantalla; enseguida contestó:

—Nada veo.

—¡Cómo! ¿No distinguís una casita rústica?

—No la veo.

—¿Qué tiene una veletilla que le sirve de cataviento y paredes de paja blanca y encarnada? En suma, una especie de choza…

—Sí, sí, me parece… efectivamente una casita nueva.

—Eso es, un quiosco.

—¿Y qué tenemos?

—Que en él encontraremos el modesto refrigerio que os prometí el otro día.

—Perfectamente —dijo Rousseau—. ¿Tenéis deseos de almorzar, Gilberto?

Este, que permanecía indiferente al anterior diálogo, distrayéndose maquinalmente en arrancar florecillas de los matorrales, contestó de pronto:

—Como gustéis.

—Pues adelante, señores, ya que al propio tiempo podemos herborizar andando.

—¡Oh! Vuestro sobrino —observó Rousseau—, es un naturalista más apasionado que vos; he herborizado con él en el bosque de Montmorency, y las horas pasaban tanto para él como para mí agradablemente; observa bien, coge con acierto, y explica con mucho tino y exactitud metódica.

—Consiste eso en que es joven y necesita adquirir reputación.

—¿Por fortuna no cuenta con la de vuestro nombre? ¡Ah, compañero, compañero! Herborizáis hoy como un simple aficionado.

—Ea, señor filósofo, no nos molestemos; ahí tenéis casi a vuestros pies el hermosísimo Plántago Monanthos. ¿Contáis con otro semejante en el bosque de Montmorency?

—No, a fe mía —exclamó Rousseau lleno de júbilo—, pues le he buscado mil veces infructuosamente bajo la garantía de Tournefort. ¡Oh, este es magnífico!

—¡Hermoso pabellón! —dijo al mismo tiempo Gilberto que había pasado de la retaguardia a la vanguardia.

—Tiene hambre Gilberto —repuso M. de Jussieu.

—Caballero, perdonad, puedo esperarme hasta que terminéis vuestra tarea.

—Y haréis bien, pues el herborizar después de comer algo, no es muy saludable para la digestión, prescindiendo de que la vista se fatiga mucho en la elección de las plantas y cuesta más trabajo el bajarse para cogerlas.

—Pues herboricemos un rato —dijo Rousseau—, pero ¿cómo se llama ese pabellón?

La Ratonera —respondió M. de Jussieu acordándose del nombre inventado por M. de Sartine.

—Es un nombre bastante extraño.

—En el campo ya sabéis que todo son caprichos.

—¿A quién pertenecen estas tierras y estos bosques?

—No lo sé.

—Sin embargo, conocéis al propietario, supuesto que disponéis en su casa —observó Rousseau manifestando alguna sospecha.

—No, por cierto, o mejor dicho, conozco en estos contornos a todo el mundo: los guardabosques que me ven continuamente recorriendo los cotos y que saben o al menos creen que agradan a sus amos cuando me ofrecen una liebre guisada o un salmorejo de chochas, me permiten lo que se me antoja. No sé con seguridad si este pabellón pertenece a madame de Mirepoix o a madame de Egmont, o a otra señora cualquiera, porque lo esencial, mi querido filósofo, y creo que pronto opinaréis como yo, es que en él encontraremos pan, frutas y empanadas.

El sencillo y natural acento con que M. de Jussieu pronunció estas palabras, disipó las nubes que principiaban a amontonarse en la frente de Rousseau. El filósofo sacudió el polvo de sus zapatos, se frotó las manos con el pañuelo, y M. de Jussieu entró sin titubear en el musgoso sendero que a la sombra de los castaños conducía al pintoresco quiosco.

Rousseau le siguió poco a poco sin dejar de examinar el terreno que a sus pies descubría, y por último, Gilberto que había ocupado nuevamente su puesto, cerraba la marcha, pensando en Andrea y en los medios de verla cuando fuese a vivir a Trianón.