Capítulo LXXIV

Andrea, sola ya en su aposento, abandonó el sillón que hasta entonces había ocupado, y todos los miembros del pobre Gilberto se conmovieron.

En pie la joven, empezó a desprender con sus manos, blancas como el alabastro, todos los alfileres y cintas de su tocado, mientras que cayendo de sus hombros la ligera bata que la cubría, ponía al descubierto su torneado y gracioso cuello, su pecho palpitante y sus mórbidos brazos, que formando un arco sobre la cabeza, agregaban nuevos encantos a aquella preciosa garganta que ya no temblaba bajo la exquisita batista.

Arrodillado Gilberto y sin respiración, sentía afluir toda su sangre al corazón y a las sienes; un fuego inextinguible circulaba por sus venas, sus ojos se iban nublando poco a poco, y un murmullo febril, desconocido, resonaba en sus oídos; se encontraba efectivamente próximo al furioso delirio que precipita a los hombres en el horrible abismo de la locura, y ya se disponía a penetrar en el aposento de Andrea gritando:

—¡Oh!, ¡qué hermosa eres! Pero no envidies tu propia belleza, no la contemples orgullosa, porque me la debes a mí, porque yo soy quien te ha salvado la vida…

Observó al propio tiempo que un nudo del cordón de la bata empezaba a impacientar a Andrea; se irritó esta, dio una patada en el suelo, sentóse casi desnuda en un sofá, como si el leve obstáculo que acababa de encontrar hubiese agotado sus fuerzas, y extendiendo el brazo tiró de la campanilla con indecible despecho.

Este ruido hizo que Gilberto volviese en su acuerdo, pues Nicolasa, que había dejado la puerta abierta, podría regresar de un momento a otro.

Adiós, sueños de felicidad; sólo restaban ya de tantos delirios una imagen y un recuerdo eternamente abrasadores para la imaginación e inolvidables y profundos para el alma.

Pretendió lanzarse Gilberto precipitadamente fuera del pabellón, pero el barón había cerrado al retirarse la puerta del corredor, circunstancia que nuestro joven desconocía y que le hizo perder algunos segundos en inútiles esfuerzos.

Al propio tiempo que entraba en el cuarto de Nicolasa, volvía esta al jardín, y Gilberto, que acababa de oír el ruido de sus pasos sobre la arena, sólo tuvo el tiempo necesario de colocarse en la oscuridad para dejar paso a la joven, que cruzó la antesala después de cerrar la puerta, entrando enseguida en el corredor con la ligereza de un ave.

Entonces Gilberto deslizóse hasta la antesala, procurando salir a todo trance.

Pero Nicolasa, al tiempo que entraba, iba diciendo:

—Señorita, aquí estoy, pues únicamente me he detenido para cerrar la puerta.

Y la cerraba, en efecto, con dos vueltas de llave, quitaba esta de la cerradura en medio de la distracción, y la metía en su bolsillo.

Fueron estériles todos los esfuerzos de Gilberto para abrir aquella puerta, por lo cual no tuvo más remedio que recurrir a las ventanas; estas, no obstante, tenían fuertes rejas, y todas las investigaciones que practicó le convencieron de que era imposible la salida.

En vista de esto, el joven se acurrucó en un rincón del aposento, resuelto a hacer que la misma Nicolasa le abriese la puerta.

Tocante a la doncella, después de dar a su ausencia el plausible pretexto de haber ido a cerrar el invernadero, para que el aire de la noche no perjudicase a las plantas y flores de la señorita, terminó de desnudar a Andrea y la ayudó a acostarse.

En la voz y en las manos de Nicolasa advertíase un temblor y una agitación que no le eran habituales; hasta en la manera y la prisa con que servía a su ama, había un aturdimiento que revelaba una extraña inquietud y desasosiego; pero arrobada Andrea en sus propios pensamientos, que la hacían remontarse al cielo, pocas veces miraba a tierra, y cuando esto ocurría, aparecían a su vista como átomos los seres inferiores.

Esto quiere decir que no advirtió la turbación de su doncella.

Sufría grandemente Gilberto y se impacientaba al reflexionar que no le quedaba el menor recurso para asegurar su retirada, pues ya sólo aspiraba a volver a su buhardilla con el mayor sigilo.

Por fin despidió Andrea a Nicolasa después de breve conversación, en la cual desplegó esta todos los medios de adormecer las sospechas, que emplea una mujer coqueta acosada de remordimientos.

Arregló cuidadosamente la colcha de la cama de su señorita, colocó el velón de modo que su luz no le molestase la vista, endulzó la tibia bebida que contenía el cubilete de plata, y después de dar las buenas noches con acento extremadamente cariñoso y tierno a su ama, salió del aposento de puntillas, cerrando la puerta vidriera.

Enseguida se puso a tararear en voz baja una canción para convencerse a sí misma de que tenía el espíritu tranquilo, atravesó su aposento y se dirigió a la puerta del jardín.

Gilberto, que adivinaba la intención de la doncella, se preguntó si en lugar de darse a conocer no le sería posible salir por sorpresa, aprovechando para escapar el momento en que la puerta se entreabriese; pero enseguida quedó convencido de que en tal caso sería visto, aunque no lo reconociesen, y podrían confundirle con un ladrón; Nicolasa daría voces, él no tendría el tiempo necesario para encaramarse por la cuerda, y aun cuando lo consiguiese, se pondría al descubierto en su fuga aérea, lo cual descubriría su vivienda, consiguiendo un escándalo de no poca importancia tratándose de los Taverney, a quienes tan escasas pruebas de cariño tenía que agradecer el pobre Gilberto.

Verdad es que al llegar las cosas a mayores, denunciaría a Nicolasa y quedaría despedida del servicio de Andrea; pero ¿de qué podía servirle semejante determinación? Gilberto perjudicaría a la doncella por un acto de venganza, pero sin el menor provecho propio, y no era tan débil, ni tan pobre de espíritu, que se conformase con una venganza estéril. En efecto, vengarse sin utilidad era en su concepto más censurable que otra mala acción cualquiera: era una solemne tontería.

No bien llegó junto a la puerta la doncella, salió Gilberto repentinamente de la sombra que lo envolvía y se presentó a la joven en un rayo de luz producido por la claridad de la luna que daba de lleno en los cristales de la estancia.

Iba a gritar Nicolasa, mas confundiendo a Gilberto con otro, le dijo después de hacer un movimiento de sorpresa:

—¡Ah!, ¡sois vos!, ¡qué imprudencia!

—Sí, yo soy —repuso en voz baja Gilberto—, pero no grites ahora, y trata de portarte como si yo fuese otro.

—¡Dios mío! ¡Gilberto! —exclamó entonces la doncella asustada al reconocer a su interlocutor.

—Te he suplicado ya que no grites —repuso el joven.

—¿Pero qué hacéis aquí? —preguntó Nicolasa ciega de furor.

—Vamos, vamos —interrumpió Gilberto con el mismo sosiego—; hace poco me llamaste imprudente, y acabo de comprender que lo eres mucho más que yo.

—Tienes razón ciertamente: es una tontería preguntarte lo que haces en este sitio.

—¿Pues qué hago?

—Has venido a ver a la señorita Andrea.

—¿A la señorita Andrea? —repitió Gilberto sosegadamente.

—Sí, porque estás enamorado de ella, aunque, por fortuna, ella no te corresponde.

—¿Es cierto?

—Pero señor mío, cuidado —agregó Nicolasa en tono de amenaza.

—¿Yo cuidado?

—Sí.

—¿De qué he de tenerlo?

—De que yo te denuncie.

—¡Tú!

—Yo misma, yo, pues con una voz puedo ocasionarte un mal rato, haciendo que te arrojen de aquí.

—Pues hazlo.

—¡Cómo! ¿Me desafías?

—Seguramente.

—¿Y qué sucederá si digo a la señorita, a M. Felipe y al barón que te he encontrado aquí?

—Sucederá como has dicho, no que seré arrojado, porque gracias a Dios ya hace tiempo que dejé de servir a tus amos, sino que seré perseguido como una fiera. A quien sí despedirán, será a Nicolasa.

—¡Cómo a Nicolasa!

—Claro es, a Nicolasa, que espera con tranquilidad las piedras que le arrojan por encima de las paredes del jardín.

—Habéis de saber, señor Gilberto, que en la plaza de Luis XV se encontró en vuestras manos un pedazo de vestido de la señorita.

—¿Lo crees así?

—El señorito Felipe se lo ha manifestado a su padre, y aunque este nada sospecha hasta ahora, si se le ayuda un poco sospechará.

—¿Y quién le puede ayudar?

—Yo.

—Sabed, señora Nicolasa, que también puede inspirar sospechas la circunstancia de que cuando vais al jardín a ver si están secos los encajes, recogéis cuidadosamente las piedras que os llegan por encima de las paredes.

—No es verdad, no es verdad —interrumpió la doncella—, y además, el recibir billetes no es delito, al paso que lo es y muy grande el introducirse aquí mientras se desnuda la señorita. ¡Ah!, ¿qué respondéis a esto, señor Gilberto?

—Responderé, que también comete un gran crimen la joven prudente, como vos, que entrega llaves por debajo de las puertas de los jardines.

Se estremeció la doncella.

Y el joven prosiguió:

—Diré que si yo, a quien ya conocen el barón de Taverney, M. Felipe y la señorita Andrea, he cometido el delito de introducirme en su casa, movido por la inquietud que me inspira la salud de mis antiguos amos, y sobre todo la de la señorita, a quien he intentado hace días salvar de la muerte, como lo prueba el hecho de haber quedado entre mis manos un pedazo de su vestido según refieres tú misma; diré, repito, que si efectivamente se me echa esto en cara como una falta, tú eres culpable del imperdonable crimen de introducir un hombre en casa de tus amos, y de haberle dado cita en el invernadero, donde has estado con él durante una hora.

—¡Gilberto! ¡Gilberto!

—Ahí tienes lo que significa la virtud… es decir, la virtud de Nicolasa. ¡Ah!, ¿de modo que te parece mal que yo esté en tu cuarto, mientras que tú estás…?

—¡Señor Gilberto!

—Puedes decir ahora a la señorita que estoy enamorado de ella, pues yo manifestaré que estoy enamorado de ti y me creerá, porque ya en Taverney, tuviste la necedad de confesárselo tú misma.

—¡Gilberto! ¡Amigo mío…!

—Sí, Nicolasa, y os despedirán, y en vez de ir a Trianón acompañando a la señorita, en vez de coquetear con grandes señores y apuestos caballeros, como pudieras hacerlo si continuases en la casa, irás a reunirte con tu amante, con ese señor Beausire, que no es más que un exento, un soldado. ¡Oh!, ¡qué caída!, no cabe duda de que la ambición habrá influido mucho en la señorita Nicolasa para que se convierta en querida de un guardián francés.

Y al mismo tiempo Gilberto se puso a cantar riéndose a carcajadas:

En guardias fiel servía,

Un novio que yo tenía.

—Gilberto, por piedad —repuso la doncella—, no me mires así, porque tus ojos me amenazan y brillan en medio de la oscuridad que nos rodea. ¡Oh!, tampoco te marcharás así, porque tu risa me destroza el alma.

—Bien —dijo Gilberto con imperio—, ábreme la puerta, y quédese todo entre nosotros.

Obedeció Nicolasa, pero el temblor que la agitaba era tan violento, que sus hombros se movían fuertemente y se inclinaba su cabeza a derecha e izquierda, como la de una mujer de ochenta años.

Salió el joven con la mayor tranquilidad, y viendo que la doncella pretendía guiarle hacia la puerta del jardín, la dijo:

—Nada de eso; tú tienes tus medios para introducir aquí a quien te acomoda, y yo los míos para salir cuando mejor me convenga. Vete, pues, al invernadero, puesto que tu amante Beausire te espera con impaciencia, y quédate con él diez minutos más de lo que tenías pensado: concedo esta recompensa a tu discreción.

—¡Diez minutos! ¿Y por qué? —interrogó la joven temblando.

—Porque me hacen falta para desaparecer del jardín. Vete, vete, Nicolasa, que no hagas como la mujer de Loth, cuya historia te refería yo en Taverney cuando me dabas titas en el granero: no vuelvas la cabeza, porque puede ocurrirte alguna cosa peor que quedar convertida en estatua de sal. Adiós, hermosa coqueta, adiós: nada más tengo que encargarte.

La doncella, subyugada por la serenidad de Gilberto que tenía entre sus manos todo su porvenir, encaminóse con la cabeza baja hacia el invernadero, donde efectivamente le esperaba con indecible ansiedad el exento Beausire.

Gilberto, por su parte, adoptando las mayores precauciones por no ser visto, llegó a la pared donde estaba la cuerda, y apoyándose en la cepa de una parra, subió por ella hasta la ventana del primer piso, y pocos momentos después llegó a su escondite.

También quiso su buena estrella que a nadie hallase cuando subía las escaleras hasta el último piso, porque todas las vecinas se habían ya retirado y Teresa permanecía todavía sentada a la mesa.

Estaba Gilberto sumamente exaltado por la victoria que acababa de alcanzar contra Nicolasa para que tuviese miedo de tropezar en la canal del tejado. Al contrario, se sentía muy fuerte, y hubiera andado sobre aquel precipicio aun cuando hubiese tenido media legua de extensión, sin manifestar el más leve indicio de debilidad.

Entró, pues, como hemos dicho en su buhardilla, cerró el ventanillo y rasgó el billete que escribiera para Rousseau.

Hecho esto se acostó blandamente en su cama.

Pasada media hora, Teresa, cumpliendo su palabra, se acercó a la puerta para enterarse de la salud de nuestro joven.

Este le dio las gracias entre unos cuantos fingidos bostezos para que la buena mujer creyese en su sueño. Deseaba permanecer solo, completamente solo, a oscuras y en silencio, para entregarse con delicia a sus sufrimientos, para analizar con el corazón, con el alma, y con todas sus facultades, las inefables ideas de aquel día memorable.

No tardó mucho en desaparecer todo ante sus ojos: el barón, Felipe, Nicolasa y Beausire huyeron de su mente, y sólo vio en sus recuerdos a Andrea medio desnuda, con los torneados brazos alrededor de su cabeza, desprendiéndose los alfileres que sujetaban su tocado gracioso.