Capítulo LXXIII

Contemplaba a Andrea recostada en su ancha poltrona, con la cara vuelta hacia la puerta vidriera, esto es, hacia él. Aquella puerta estaba ligeramente entornada.

Un velón de ancho platillo, colocado en una mesa próxima cargada de libros, que revelaban la única distracción a que podía entregarse la hermosa enferma, iluminaba la parte inferior del rostro de la señorita de Taverney.

Pero cuando se recostaba algunas veces con el propósito de que su cabeza reposase sobre la cómoda poltrona, la claridad de la luz llegaba hasta su frente, que aparecía blanca y pura bajo su cofia de encaje.

Felipe, sentado junto a la poltrona, daba la espalda a Gilberto: tenía el brazo vendado, y se le había expresamente prohibido que lo moviese.

Era aquella la primera vez que Andrea se levantaba, y la primera también que Felipe salía de su aposento, de modo que estos jóvenes no se habían visto desde la noche de la espantosa catástrofe, pero mutuamente habían recibido noticias diarias acerca de su salud, y sabían ambos que se adelantaba por grados su convalecencia.

Pocos momentos hacía que reunidos conversaban con fraternal franqueza, pues sabían que estaban solos, y que si alguno osaba interrumpirles, les avisaría la campanilla de aquella puerta que sin su conocimiento había dejado abierta Nicolasa.

Por lo mismo que desconocían esta circunstancia, contaban con la campanilla, al paso que, como se deja dicho, Gilberto veía a los dos jóvenes y escuchaba cuanto hablaban, gracias a la indiscreción o descuido de la doncella de la señorita de Taverney.

—Es decir —observaba Felipe a tiempo que Gilberto se ocultaba tras una cortina—, que respiras con más facilidad, querida hermana mía…

—Sí, con más libertad, aunque no dejo de padecer.

—¿Y las fuerzas?

—Estoy todavía muy débil, aunque ya he podido acercarme hoy dos o tres veces a la ventana. El aire y las flores me hacen mucho provecho, y creo que aspirándolas nadie debe morir.

A pesar de esto, Andrea, veo que en efecto estás muy débil.

—Sí, sí, porque la impresión que recibí fue terrible y dolorosa. Te repito, por lo mismo —agregó la joven sonriéndose y moviendo la cabeza—, que ando con mucha dificultad apoyándome en los muebles, pues se me doblan las piernas, y a cada paso me parece que voy a caer.

—Vamos, Andrea, vamos, un poco de valor: el aire y esas hermosas flores de que me has hablado, te animarán y dentro de ocho días estarás en disposición de visitar a la delfina, que, según he sabido, se informa de tu salud con la mayor solicitud.

—Felipe, así lo espero, porque efectivamente, Su Alteza me da mil pruebas de estimación.

Y la joven, al decir esto, recostó la cabeza, apoyó una de sus manos sobre el pecho y cerró los ojos.

Avanzó Gilberto un paso y abrió maquinalmente los brazos.

—Hermana mía, ¿qué tienes? —preguntó Felipe estrechando entre las suyas las manos de Andrea.

—Algunas veces me acometen congojas, y la sangre se me agolpa a las sienes. También suele faltarme la respiración, y se me oprime el pecho.

—¡Oh! —exclamó Felipe algún tanto pensativo—: Eso no es extraño, porque has sufrido una gran prueba y te has salvado casi milagrosamente.

—Hermano mío, tienes razón, como por milagro.

—Ahora que hablamos de eso, Andrea —añadió Felipe aproximándose a su hermana con el objeto de dar mayor importancia a sus palabras—: Ya sabes que hasta ahora no he podido hablar contigo acerca de la catástrofe.

Se ruborizó Andrea sufriendo cierto malestar inexplicable; pero su hermano no reparó en él, o cuando menos simuló no haberlo notado.

—Yo creía —repuso la joven—, que mi vuelta había sido explicada de una manera capaz de satisfacerte: nuestro padre me ha declarado que no le había quedado recelo alguno.

—Querida Andrea, sin duda, y a juzgar por las apariencias, aquel hombre se ha conducido con la más exquisita delicadeza; pero no obstante, me han parecido sospechosos… sospechosos no, confusos, algunos puntos de su relación.

—¿Con eso qué quieres decir? —interrogó la joven con un candor virginal.

—Ya me has oído.

—Explícate con más claridad.

—Sobre todo hay un punto que no me había llamado la atención al principio, pero que al fin me ha parecido muy extraño.

—¿Cuál? —preguntó Andrea.

—Al modo con que te salvaste se refiere: refiéreme eso.

—¡Ah! Felipe —repuso la joven, haciendo un esfuerzo sobre sí misma—. Ya casi lo he olvidado todo. ¡He sufrido tanto!

—Querida hermana, no importa: refiéreme todo lo que puedas recordar.

«—Pero Felipe, ya sabes que la muchedumbre nos separó a veinte pasos del Guardamueble; vi que el torbellino te arrastraba hacia el jardín de las Tullerías, al paso que a mí me empujaba hacia la calle Real. Volví poco después a divisarte haciendo inútiles esfuerzos para reunirte a mí, y extendí los brazos gritando: ¡Felipe! ¡Felipe!».

»Pero en el momento mismo, quedé envuelta entre el gentío, y arrojada poco después hacia las verjas del edificio; sentía el choque de las oleadas que me arrastraban, al estrellarse contra las paredes, oía los gritos de los que contra ellas se destrozaban y presagiaba que pronto sufriría yo la misma suerte. Casi me encontraba en el caso de calcular los segundos que me quedaban de vida, cuando medio muerta ya y poco menos que loca, levanté los brazos al cielo para dirigirle mi última oración, y vi la mirada de un hombre que dominaba toda aquella inmensa muchedumbre, como si fuese obedecido de ella».

—¿Y era el barón José Balsamo ese hombre?

—Sí, el mismo a quien ya había visto en Taverney, el mismo que me inspiró tanto terror, y el mismo, en fin, que parece encerrar en su persona alguna cosa extraordinaria, que ha fascinado mis ojos con los suyos, haciendo temblar todo mi cuerpo con el simple contacto de su dedo sobre mi hombro.

—Prosigue, Andrea, prosigue —dijo Felipe con acento sombrío.

—Pues se me apareció ese hombre en medio de la catástrofe como si el dolor le respetase, y al momento leí en sus ojos que quería salvarme. En mí se obró entonces una revolución extraordinaria, pues a pesar de mi impotencia, a pesar de mi excesiva debilidad, me sentí arrebatar hacia mi salvador, como si una fuerza desconocida, misteriosa e invencible me arrastrara a su encuentro. Parecíame que unos brazos, sacándome de aquel abismo de cadáveres y de cuerpos destrozados, me devolvían el aire y la vida. ¡Ah! Felipe —agregó la joven con exaltación—: Estoy segura de que todo era obra de la mirada de aquel hombre que me atraía. Al fin pude estrechar su mano, y me salvé.

—¡Dios mío! —murmuró Gilberto—: No vio más que a él. Y no pudo verme a mí, aunque estaba muriendo a sus pies.

Esto diciendo, enjugó su frente bañada en sudor.

—¿Todo eso es lo que ocurrió? —preguntó Felipe.

—Sí, hasta que estuve fuera de peligro: entonces, sea que toda mi vida se concentrase en el último esfuerzo que había realizado, sea que efectivamente el terror que había sufrido fuese superior a mis fuerzas, me desmayé.

—¿A qué hora crees que perdiste el sentido?

—Diez minutos después de haberme apartado de ti.

—Así debió ser —prosiguió Felipe—, porque no faltaría mucho para las doce de la noche. ¿Pero cómo no viniste a casa hasta las tres de la mañana? Dispensa, querida Andrea, un interrogatorio que puede parecerte ridículo, pero que se funda en algunos motivos.

—Gracias, Felipe, gracias —repuso Andrea estrechando las manos del joven—: No hubiera podido contestarte hace tres días, pero hoy debo decir, aunque te parezca sobrenatural, que mi vista interior es más fuerte, que una voluntad superior a la mía me está ordenando que lo recuerde todo, y en efecto, lo recuerdo.

—Pues habla, Andrea; te escucho impaciente. ¿Ese hombre te sacó en sus brazos del peligro?

—¡En sus brazos…! —contestó la joven ruborizándose—: No me acuerdo bien, y tan sólo sé que me separó del gentío; pero el contacto de su mano me causó el mismo efecto que en Taverney, y apenas lo sentí me desmayé nuevamente, o mejor dicho, volví a quedar dormida, porque el desmayo tiene preludios dolorosos, y yo sólo experimenté las beneficiosas impresiones del sueño.

—Andrea, te aseguro que me parece tan extraordinario cuanto me cuentas, que si lo escuchase de cualquiera otra persona, no podría creerlo. Prosigue, prosigue, hermana mía —añadió con voz más alterada de lo que él hubiese deseado.

Gilberto, entretanto, devoraba todas las palabras de la relación de Andrea, pues sabía que hasta entonces, sólo decía la verdad.

—Recobré los sentidos, y me desperté en un salón ricamente amueblado. Una señora y su doncella estaban a mi lado, sin que al parecer los ocasionase inquietud mi situación, porque cuando abrí los ojos me acogieron con cariñosas sonrisas.

—¿Puedes indicarme qué hora era?

—Las doce de la noche.

—¡Ah! —exclamó el joven respirando libremente—, bien, bien, Andrea, prosigue tu relación.

—Por los cuidados que me prodigaban, di las gracias a aquellas señoras, pero, suponiendo tu inquietud, las supliqué me permitiesen retirarme sin demora al seno de mi familia: entonces me manifestaron que el barón había vuelto al teatro de la catástrofe para prestar nuevos auxilios a los heridos, pero que no tardaría en presentarse en su coche, y que él mismo quería entregarme a mi padre después que descansase un rato. Efectivamente, a eso de las dos se oyó el ruido de un carruaje, y un estremecimiento análogo a los que ya había experimentado a la proximidad de ese hombre, me sobrecogió nuevamente; caí casi sin fuerzas en un sofá, abrióse la puerta, y a pesar de mi aturdimiento reconocí al que me había salvado, volviendo en aquel mismo momento a perder los sentidos. Entonces fue cuando probablemente me bajaron al fiacre para trasladarme aquí. Es todo cuanto puedo decirte, hermano mío.

Calculó Felipe el tiempo y pudo convenir en que su hermana había sido trasladada directamente desde la calle de Caballerizas del Louvre hasta la de Coq-Heron, del mismo modo que desde la plaza de Luis XV hasta la de Caballerizas, por lo cual, estrechando su mano con paternal cariño, le dijo:

—Querida mía, gracias, gracias; todos esos cálculos corresponden exactamente al mío: me presentaré, pues, en casa de la señora marquesa de Savigny, y le haré presente nuestro agradecimiento. Ahora voy a hacerte otra pregunta de interés secundario.

—Habla.

—¿Recuerdas haber distinguido en medio de la confusión y desorden de la muchedumbre algún rostro conocido?

—No.

—Tal como, por ejemplo, el de Gilberto.

—Sí —contestó Andrea esforzándose por combinar sus recuerdos—, sí, justamente cuando el gentío te separó de mí, se hallaba a unos diez pasos.

—¡Me había visto! —murmuró Gilberto.

—Andrea, te hago esta pregunta, porque cuando te buscaba por la plaza, encontré a ese pobre muchacho.

—¿Entre los muertos? —preguntó la joven con ese acento de interés que los grandes revelan respecto a sus inferiores.

—No, sólo estaba herido: ayudé a sacarle de un hoyo en que había varios cadáveres, y confío en que se habrá salvado.

—¡Oh!, me alegro infinito —repuso Andrea—, ¿y qué tenía?

—Le magullaron el pecho.

—Sí, sí, quedó aplastado contra el tuyo, Andrea —exclamó Gilberto entre dientes.

—Pero lo extraño —prosiguió Felipe—, lo que me obliga a hablarte de Gilberto, es que hallé entre sus manos, crispadas por el dolor, un pedazo de tu vestido.

—¡Qué dices! Efectivamente, es muy raro.

—¿No le viste en el último trance poco antes de salvarte?

—En el último trance vi tantos rostros desfigurados por el tormento y el espanto, por el egoísmo, por el amor, por la piedad, por el cinismo y por el crimen, que muchas veces me parece que he pasado un año en el infierno. Entre aquellos rostros que me produjeron el efecto de una revista de condenados por la mano del Eterno, tal vez se presentaría a mis ojos el de ese desgraciado Gilberto; pero puedo asegurarte con toda certeza que no recuerdo haberle visto después que te separaste de mí.

—Sin embargo, no sé lo que deba pensar de ese pedazo de tu vestido hallado en sus manos, y…, no te quede la menor duda, era de tu vestido, pues yo mismo, en compañía de Nicolasa, he comprobado que falta en él.

—¿Y has dicho a Nicolasa el motivo que te inducía a ello? —preguntó Andrea recordando la extraña explicación que tuvo en Taverney con su doncella relativa al mismo Gilberto.

—No por cierto, hermana mía, pero el hecho es que hallé en poder de ese pobre joven el pedazo de tu vestido y no sé cómo explicar esto.

—Muy fácil es —repuso Andrea con una tranquilidad que contrastaba con las angustias que estaba padeciendo Gilberto—: Si se encontraba a mi lado cuando me sentí atraída por las miradas del hombre extraordinario, tal vez se cogería a mi vestido para aprovecharse al mismo tiempo del socorro que me enviaba el cielo, semejante al que se ahoga y oprime con sus brazos el primer objeto que se encuentra.

—¡Ah! —exclamó Gilberto con un acento reconcentrado de desprecio al conocer las ideas de Andrea—, ¡qué desfavorable y orgullosa explicación de mis sentimientos!, ¡cómo juzgan esos nobles de los valientes hijos del pueblo! Por fin comprendo que el filósofo Rousseau tiene razón: valemos mucho más que ellos, porque nuestros corazones son más puros y más fuertes.

Dicho esto, hizo un movimiento para continuar escuchando la conversación de Andrea y de su hermano, perdida para él por este incidente, cuando imaginó oír ruido a su espalda.

—¡Dios mío! —murmuró—: Alguno hay en la antesala.

Y comprendiendo que se aproximaban los pasos al corredor, se ocultó en la pieza del tocador empujando enseguida la mampara.

—¿Qué es esto? ¿Dónde está esa loca Nicolasa? —preguntó el barón de Taverney que pasó casi rozando a Gilberto, y entró en la habitación de su hija.

—En el jardín seguramente —contestó Andrea con una tranquilidad que demostraba evidentemente que la presencia de una tercera persona no le inspiraba la menor sospecha—. Buenas noches, padre mío.

Levantóse Felipe respetuosamente, pero el barón le indicó que no se molestase, y cogiendo un sillón se sentó entre sus dos hijos.

—Vamos, hijos míos —les dijo—, os aseguro que es larga la distancia desde la calle de Coq-Heron hasta Versalles, cuando en vez de recorrerla en un buen coche de corte, sólo dispone uno de una especie de patache arrastrado por un mal caballo; pero sea de esto lo que quiera, he visto por fin a la delfina.

—¡Ah! —prorrumpió Andrea—, ¿conque llegáis ahora de Versalles?

—Sí, pues la princesa ha tenido a bien llamarme por haber sabido los sobresaltos que hemos pasado.

—Andrea está mucho mejor, padre mío —observó Felipe.

—Lo sé ya, y así lo he manifestado a Su Alteza Real, que me ha prometido llevarla a su compañía tan pronto como se restablezca: de modo que irás a Trianón, residencia que decididamente ha elegido, y que se propone embellecer a su gusto.

—¡Yo a la corte!, ¡yo…! —dijo Andrea con timidez.

—Hija mía, pero aquello no es precisamente la corte, porque la delfina tiene gustos sedentarios, y el delfín aborrece también la sujeción, el esplendor y el ruido. Se vivirá en Trianón muy familiarmente aunque, según el carácter que manifiesta la delfina, podrán convertirse esas reuniones amistosas en algo más que tribunales de justicia o estados generales. La princesa es mujer de mucho carácter y el delfín hombre muy inteligente, según se afirma, en muchas materias.

—Sin embargo, hermana mía —observó Felipe con sentimiento—, no por eso dejarás de encontrarte en la corte.

—En la corte —murmuró Gilberto con rabia y desesperación concentradas—, ¡la corte!, es decir, una altura a la cual no puedo llegar; un abismo en el cual no puedo precipitarme… ¡Andrea perdida para mí, perdida por completo…!

—No tenemos —repuso Andrea a su padre—, ni la fortuna que permite habitar en tan distinguidos lugares, ni la educación necesaria para alternar con la grandeza que en ellos respira. ¿Qué haré, yo, por ejemplo, sencilla joven, en medio de esas brillantes damas, cuyo mágico esplendor sólo una vez he contemplado, cuyo talento sutil, pero expresivo y picante, he podido ya apreciar? ¡Ah!, padre mío, somos muy oscuros para meternos de pronto en el foco de tantas luces…

—¡Abrigas aún semejantes ideas! —exclamó el barón con irritado acento—. No comprendo bien ese empeño que tienen todos los míos en rebajar todo lo que pertenece a mi familia. ¡Oscuros! Por Cristo que parecéis loca, señorita. ¡Oscura una Taverney Casa-Roja! ¡Oscura! ¿Pues quién brillará en la corte si no brillas tú? Has hablado de fortuna como si ignorásemos aquí lo que son fortunas en la corte: el sol de la corona las eclipsa y el mismo sol las hace florecer nuevamente: son el pro y el contra de la Naturaleza. Arruinado estoy, ya lo sabemos: pues bien, volveré a la opulencia y a todos nos convendrá muchísimo.

»Por ventura, ¿el rey no tiene ya dinero para sus fieles servidores? ¿O te figuras que no soy capaz de aceptar para mi hijo único, para el verdadero representante de mi raza, el mando de un regimiento, y una dote para ti? Imaginemos que se me ofrezca también una pensión vitalicia, o que en un almuerzo de Trianón encuentre debajo de la servilleta un contrato de rentas, ¿te supones que despreciaré estas ventajas? Creed, hijos míos, que únicamente los necios y estúpidos tienen lo que ellos llaman miramientos, y no son otra cosa que preocupaciones hijas de la ignorancia: yo no conozco semejantes vicios, y además, debo hacerme el cargo de que al aprovecharme del viento de la fortuna, no hago más que recuperar lo perdido. Desecha, pues, esos escrúpulos de comedia, porque son altamente perjudiciales en este mundo.

»Ahora nos resta hablar del segundo punto, de tu educación, que también acabas de sacar a plaza, y aquí debo recordarte que tal vez no haya en la corte una señorita que esté educada con el esmero que tú; hay más, supuesto que a la brillante educación de una joven de la primera nobleza, reúnes la instrucción sólida de la clase media, conoces el arte encantador de la música, sabes dibujar paisajes con rebaños de corderos y con vacas, que el mismo Berghem adoptaría por suyos, y no te ocultaré que la delfina es aficionadísima a corderos, a vacas y a las pinturas de Berghem. Además, eres hermosa, circunstancia que no escapa a la observación del rey, y posees el don de la palabra, lo cual encantará al conde de Artois y a M. de Provence; de suerte que no sólo serás bien recibida, sino adorada. Sí, sí —agregó el barón riéndose y frotándose las manos de tan extraña manera, que Felipe contempló a su padre dudando de que aquella risa pudiese salir de una boca humana—, adorada, sí, adorada… he hallado la palabra verdadera».

Andrea bajó los ojos y Felipe le cogió la mano diciendo:

—No se equivoca el señor barón: eres efectivamente todo lo que ha dicho, un modelo de hermosura y de habilidades, y por consiguiente digna como la que más de figurar en la corte de Versalles.

—Pero viviré de ese modo separada de vosotros.

—Nada de eso —replicó el barón—, porque Versalles, a Dios gracias, es bastante grande querida mía.

—Sí, pero Trianón es pequeño —repuso Andrea, que era poco condescendiente cuando alguno discutía con ella.

—Es siempre Trianón suficientemente grande para que en él no falte una habitación destinada al barón de Taverney: un hombre como yo es siempre admitido en todas partes —agregó con una modestia que significaba: sabe siempre hacerse admitir en todas partes.

Andrea, poco tranquila por lo inmediata que iba a estar a su padre, miró intencionadamente a Felipe.

—Hermana mía —dijo este—: Creo que no formarás parte de lo que, hablando propiamente, se llama corte. En lugar de encerrarte en un convento y pagar en él tu dote, quiere la delfina colocarte a su lado en prueba del aprecio que la inspiras. Hoy no es tan rigurosa e implacable la etiqueta como en tiempo de Luis XIV, supuesto que hay profusión y largueza en los cargos; servirás, por ejemplo, a la delfina, de lectora o de dama de compañía; ella dibujará contigo, y acaso no te verán los que sean admitidos a su presencia, sin que por eso sea menor que la suya tu influencia inmediata, y sin que dejes de inspirar envidia a los cortesanos. Esto último es lo que temes, ¿eh?

—Sí, hermano mío.

—¡Bah! —exclamó el barón—; no creo que debemos afligirnos por unos cuantos envidiosos más o menos. Restablece pronto tu salud, Andrea, y tendré el placer de presentarte en Trianón como antes, pues tal es la orden que me ha dado la delfina.

—Perfectamente, padre mío: iré.

—A propósito —prosiguió el barón—; ¿cómo estás de dinero, Felipe?

—Si lo necesitáis —repuso este—, me parece que no tengo el que quisiera para ofrecéroslo; pero si vuestras palabras expresan el deseo de poner fondos a mi disposición, debo manifestaros que todavía tengo para mí lo suficiente.

—No me acordaba de que, en efecto, eres filósofo —dijo el barón sonriéndose maliciosamente—. ¿Y tú, Andrea? ¿Eres también filósofa y nada me pides? ¿Nada necesitas?

—Padre mío, temo desagradaros.

—¡Oh!, no lo creas, pues no es lo mismo estar aquí que en Taverney; el rey me ha enviado mil escudos… a cuenta, según ha manifestado Su Majestad. Por lo tanto, piensa en componerte, querida Andrea.

—Gracias, gracias —contestó la joven con alegría.

—¡Hola!, ¡hola! —agregó el barón—; he aquí lo que son los extremos; hace poco que nada deseabas y al presente eres capaz de arruinar al emperador de la China. Pero no importa; pide cuanto quieras: el lujo debe sentarte a las mil maravillas.

Esto diciendo, se levantó M. de Taverney, y después de besar a Andrea tiernamente, abrió la puerta de un aposento contiguo al de su hijo, y desapareció murmurando:

—¡Nicolasa maldita! ¿En dónde andará que no viene a alumbrarme?

—¿Queréis que tire de la campanilla, padre mío?

—No, no; por ahí estará La-Brie dormido en algún sillón: buenas noches, hijos míos.

Felipe también estaba ya en pie, y Andrea le dijo:

—Buenas noches, hermano mío: no te ofendas si te despido, pues me siento extremadamente fatigada, como que esta es la primera vez que he hablado tanto desde esa terrible noche.

Al mismo tiempo presentó su mano al joven, quien la besó con fraternal cariño, mezclado de aquel respeto que siempre había profesado a su hermana, retirándose al punto por el corredor y pasando junto a la mampara, detrás de la cual se encontraba Gilberto.

—¿Quieres que llame a Nicolasa? —preguntó a Andrea mientras que se alejaba.

—Yo sola me desnudaré. Felipe, adiós.