Capítulo LXXII

Después que Gilberto hubo preparado su desembarco en la enemiga playa, pues así calificaba el jardín del barón de Taverney, se entretuvo en explorar el terreno desde su ventana con la atención profunda de un hábil estratégico que se dispone a dar una batalla; mas de repente, y con gran admiración suya, se desarrolló una escena que excitó vivamente su atención.

Hendiendo los aires, una piedra pasó por encima de la tapia del jardín y chocó contra un ángulo de la casa.

Gilberto no ignoraba que no hay efecto sin causa, y por lo mismo se dedicó a averiguar la causa, después de haber visto el efecto.

Pero por más esfuerzos que hizo sacando el cuerpo fuera de la ventana, no pudo distinguir la persona que había lanzado la piedra desde la calle.

Lo único que comprendió fue que esta maniobra coincidía exactamente con otra, pues vio que se abría con precaución una de las contraventanas del piso bajo, y que se asomaba la cabeza de Nicolasa.

Cuando la reconoció ocultóse precipitadamente Gilberto para no ser descubierto, pero sin perder de vista los movimientos de la astuta joven.

Examinadas por esta de hito en hito todas las ventanas, y muy especialmente las de su misma casa, salió de ella dirigiéndose al jardín hacia la parte que ocupaba la espaldera, en la cual había algunos encajes secándose al sol.

Precisamente junto a la espaldera había caído aquella piedra que excitaba la atención de Gilberto y de Nicolasa. El primero observó que la segunda empujaba con el pie aquel objeto de tanta importancia en aquel instante, y que continuaba empujando hasta hacerle llegar al acirate abrigado por la espaldera.

Nicolasa entonces empezó a hacer como que recogía los encajes tendidos, y dejó caer en el suelo uno de ellos que levantó enseguida, cogiendo también al mismo tiempo la piedra codiciada.

Gilberto nada podía comprender aún; mas viendo que la doncella quitaba a la piedra una cubierta de papel, llegó a convencerse de que el asunto merecía la mayor consideración por su parte.

Nada menos era que un billete que Nicolasa recibía pegado a la piedra.

La taimada poco tardó en desplegarlo, leerlo y ocultarlo en el pecho: terminada esta última operación, nada la detenía ya en aquel sitio, porque ya se habían secado por completo los encajes.

Sin embargo Gilberto movía la cabeza con ese ciego egoísmo del hombre cuando llega a despreciar a una mujer, que Nicolasa era en efecto una criatura viciosa, y que él se había portado muy bien, moral y políticamente hablando, al separarse con tanta ligereza como valor de una joven que recibía billetes por las paredes de los jardines.

Así discurriendo, aquel joven filósofo, que tan perfectamente hablaba de las causas y de los efectos, condenaba con toda su vehemencia, con toda su indignación, un efecto del cual él era tal vez la única causa.

Entró Nicolasa en el pabellón, y volvió a salir con una mano oculta en el bolsillo, del cual sacó al punto una llave, que Gilberto vio brillar entre sus dedos, y la colocó debajo de la puerta del jardín situada al extremo de la pared que comunicaba con la calle, y paralela a la otra puerta por donde entraba y salía la familia de la casa.

—Está bien —dijo Gilberto—: Ya lo entiendo todo; tenemos en campaña un billete y una cita: Nicolasa no pierde el tiempo, de lo cual deduzco que ya tiene otro amante.

Y frunció el ceño como un hombre convencido de que la falta de su persona debía causar un vacío irreparable en el corazón de la mujer que había abandonado, y que ve llenarse de repente aquel vacío cuando menos lo espera.

—Esto podría contrariar mis proyectos —continuó el joven que pretendía excusar su mal humor con un motivo cualquiera—. No importa —añadió después de algunos segundos de silencio—: Me agradará conocer personalmente al galán que me sucede en el cariño de la señorita Nicolasa.

Pero como tenía Gilberto para ciertas cosas un gran fondo de justicia, calculó enseguida que el descubrimiento que acababa de hacer, circunstancia que hasta los mismos interesados desconocían, le daba sobre Nicolasa una ventaja, de la cual sabría aprovecharse en tiempo oportuno, supuesto que conocía su secreto con detalles que ella nunca se atrevería a negar, al paso que la joven sólo sospechaba el suyo, y no estaba en el caso de presentar la menor prueba que condenase a nuestro filósofo.

Decidió, pues, Gilberto, no olvidar estas circunstancias cuando llegase ocasión de hacerlas valer.

Por último; entre las idas y venidas de Nicolasa, y las reflexiones de Gilberto, llegó la noche. Pero entonces empezó este a temer una cosa: el imprevisto regreso de Rousseau a su buhardilla; que el filósofo le sorprendiese escalando el tejado o en medio de la escalera, o que, en fin, llegase a conocer que el pájaro había volado. En cualquiera de estos casos, debía estallar violentamente la cólera del ginebrino, y Gilberto trató de evitarla por medio de un billete que escribió y dejó sobre la mesa dirigido al filósofo.

El referido billete estaba redactado en estos términos:

«Mi querido e ilustre protector:

»No forméis de mí mal concepto por haberme tomado la libertad de salir de casa a pesar de vuestros consejos. No puedo tardar en regresar a ella, si es que no me veo expuesto a alguna nueva desgracia, como la que ya he sufrido; pero aun cuando tenga que arrostrar mayores peligros, preciso dejar mi reclusión por dos horas».

—No sé lo que dirá después —pensó Gilberto—; pero al menos estoy seguro de que mi protector estará sin inquietud, y que no se molestará mucho conmigo.

Era la noche sombría y sofocante, como ocurre durante los primeros días de la primavera, y el cielo tan oscuro, que la vista más ejercitada nada podía distinguir en el fondo de aquel negro abismo que tan atentamente registraban las miradas de Gilberto.

Entonces y sólo entonces, fue cuando el joven se hizo cargo por primera vez de que respiraba con fatiga, y de que bañaba su frente y su pecho un copioso sudor frío, señal indudable de debilidad y de atonía. Le aconsejaba la prudencia que no se aventurase en semejante situación a una expedición en que necesitaba de todas sus fuerzas, de toda la seguridad de sus miembros y sentidos, no sólo para la consecución de la empresa, sino para la conservación del individuo; pero Gilberto nada escuchó de cuanto le ofrecía a la imaginación su instinto físico. La voluntad moral había ejercido más poder sobre su corazón y el enamorado filósofo obedeció a ciegas sus inspiraciones.

Entretanto llegó la hora, Gilberto rodeó a su cuerpo con doce vueltas la cuerda que tenía dispuesta, y con el corazón palpitante empezó a escalar el ventanillo; sostúvose con firmeza en el dintel del mismo, y dio su primer paso en la canal del tejado hacia el ventanillo de la derecha, que, como ya dejamos dicho, era el correspondiente a la escalera, y estaba separado del otro por unas doce toesas de distancia.

Introducidos sus pies en un conducto de plomo de unas ocho pulgadas de ancho, que aunque sostenido de trecho en trecho por grapones de hierro cedía sin embargo por su blandura bajo el peso del joven; apoyadas las manos en las tejas que, cuando más, podían servirle de apoyo para mantener el equilibrio, pero en manera alguna de sostén en caso desgraciado, supuesto que las uñas no hacían presa en ellas; tal fue la situación del filósofo Gilberto durante aquella excursión aérea, que duró dos minutos, es decir, dos eternidades.

Gilberto estaba resuelto a no tener miedo, y tal era el poder de su voluntad, que consiguió dominar sus afectos e impresiones. Recordaba haber oído decir a un equilibrista que para andar con acierto por caminos estrechos, es preciso no mirarse los pies, sino dirigir la vista a diez pasos al frente, sin acordarse de que debajo hay un abismo, sino como piensa el águila, esto es, en la convicción de que está en nuestra mano salir con bien de él. Además, Gilberto había ya practicado estos mismos principios en las visitas nocturnas que hiciera en Taverney a Nicolasa, a aquella mujer tan tímida entonces, pues se servía de puertas y llaves, en vez de chimeneas y tejados.

Por fin llegó al puerto de salvación sin temblar una sola vez y no tardó en deslizarse con arrojo y tranquilidad por la escalera. Mas, al llegar a la primera meseta, vióse precisado a pararse, porque llegaron a sus oídos confusas voces. Eran la de Teresa y las de algunas vecinas que hablaban del talento de Rousseau, de sus libros y de la sublimidad de su música.

Habían ya leído la Nueva Eloísa estas buenas mujeres y declaraban francamente que esta obra no dejaba de ser bastante licenciosa: Teresa les hacía observar, respondiendo a su crítica, que ellas no podían comprender la parte filosófica de tan bellísima producción.

No tenían nada que objetar a esto las vecinas, y desde luego se declaraban incompetentes para dar su dictamen en tan delicada materia.

Esta conversación interesante, tenía lugar desde una meseta a otra de la escalera, pero el fuego de la discusión no era tan activo como el de las hornillas, en las cuales se iban poco a poco disponiendo las sabrosas cenas de las interlocutoras.

Oía el joven los argumentos, y el chirrido de las carnes colocadas al fuego, pero su nombre, pronunciado en medio del ruido que los primeros producían, le produjo una impresión desagradable.

—Después de cenar —decía Teresa—, iré a ver si nuestro apreciable joven de la buhardilla necesita alguna cosa.

Las palabras apreciable joven le ocasionaron menos alegría que terror la amenaza de la visita.

Además, todavía no eran las nueve de la noche, siendo también muy probable que después de cenar cambiase el curso de las ideas de Teresa, y que esta no volviese a acordarse del apreciable joven.

Sin embargo, el tiempo volaba con no poco disgusto de Gilberto, cuando de pronto empezó a conocerse por el olor, que uno de los asados se quemaba. Al momento resonó un grito terrible, un grito de cocinera asustada, que interrumpió la tertulia mujeril, haciendo que todas las vecinas corriesen con precipitación hacia el teatro de la desgracia.

Se aprovechó nuestro joven de la ocupación culinaria de las vecinas, y llegó, sin que le sintiesen, al primer piso.

Observando allí que el plomo tenía la resistencia necesaria para sostener la cuerda, la ató por medio de un nudo corredizo, y subiendo a la ventana, empezó su descenso.

Suspendido se hallaba entre el plomo y la tierra, cuando resonó en el jardín, debajo de su cuerpo, el ruido de acelerados pasos.

Por fortuna tuvo el tiempo necesario para trepar hasta la ventana, cogiéndose a los nudos de la cuerda, y quiso ver quién era el improvisado paseante.

Un hombre era, y como traía la dirección de la puertecilla del jardín, se convenció Gilberto de que precisamente era el afortunado mortal que Nicolasa esperaba. Observó, por consiguiente, con la más escrupulosa atención, los movimientos de aquel intruso que llegaba a estorbar su peligroso descenso, y por su porte, por la línea de su rostro, que descubría un tricornio, por la inclinación sobre la oreja que dicho tricornio tenía, Gilberto creyó reconocer en aquel personaje al famoso Beausire, el exento con quien Nicolasa había entrado en relaciones en Taverney.

Casi al mismo instante vio que la doncella vería la puerta del pabellón, que salía al jardín, dejándola abierta, y que con la rapidez de una nevatilla, se dirigía al invernadero, es decir, al mismo sitio donde se dirigía exento Beausire.

Sin duda no era aquella la primera cita que se habían dado, pues ninguno de ellos parecía dudar de que llegarían a reunirse en dicho invernadero.

—Puedo bajar ahora definitivamente —murmuró Gilberto—, porque ya que Nicolasa admite a estas horas a su amante, es prueba de que le sobra tiempo y de que Andrea está sola. ¡Sola, Dios mío!, ¡sola…!

En efecto, no se oía ningún ruido, y sólo una luz esparcía un débil resplandor en el piso bajo.

Después que Gilberto bajó sin el menor contratiempo, no quiso cruzar diagonalmente el jardín; costeó la pared, llegó a un bosquecillo, lo atravesó agachándose, y llegó sin ser visto ni sentido a la puerta que Nicolasa había dejado abierta.

Allí, al amparo de un grande arbusto de hojas medicinales que se extendían sobre la puerta, observó que la primera pieza, antesala bastante espaciosa como él se había imaginado, estaba completamente solitaria.

Se comunicaba dicha antesala con el interior por dos puertas, de las cuales una se encontraba solamente abierta. Gilberto conoció que la abierta era la del aposento de Nicolasa.

Silenciosamente se introdujo en esta habitación, extendiendo las manos por delante para no tropezar con los muebles, pues estaba en medio de la oscuridad más absoluta.

Al extremo de una especie de corredor, veíase una puerta vidrera, que al reflejo de la luz de una pieza contigua, dibujaba los objetos que dentro de esta había: la parte interior de la vidriera estaba cubierta por una cortina.

Al avanzar por el corredor, oyó Gilberto una voz débil que parecía salir de la pieza iluminada.

Era la de Andrea, y toda la sangre de Gilberto se reconcentró en su corazón.

Respondía otra voz a la primera: era Felipe que se informaba con tierna solicitud de la salud de su hermana.

Se adelantó Gilberto algunos pasos con la mayor precaución, y se colocó detrás de una media columna que servía de pedestal a un busto cualquiera, de aquellos que en la época de nuestra historia constituían el adorno principal de las entradas de los salones.

Encontrándose ya en completa seguridad, se puso a escuchar y a mirar, creyéndose tan dichoso, que su corazón se dilataba de contento, y tan conmovido por su misma alegría, que aquel corazón se oprimía hasta el extremo de reducirse a un punto invisible dentro del pecho.

Así escuchaba y veía el enamorado joven.