Capítulo LXXI

En tanto que Juan Jacobo pensaba haber dejado en completa tranquilidad a su enfermo, y su esposa refería a los vecinos que, merced a las prescripciones del sabio facultativo, ya se hallaba Gilberto fuera de peligro inspirando a todos su salud las más halagüeñas esperanzas, el joven se lanzaba en otro peligro mucho mayor que todos los que hasta entonces le habían ocasionado su obstinación y sus incesantes desvaríos.

Sin embargo, Rousseau no abrigaba una confianza tan absoluta, que le cegase hasta el extremo de abandonar todas sus sospechas fundadas en un raciocinio filosófico.

Adivinando que su joven discípulo estaba loco de amor, y habiéndole sorprendido en flagrante delito de rebelión a los mandatos medicinales, creyó desde luego que reincidiría en las mismas faltas, si se le dejaba enteramente libre.

En su consecuencia, y como buen padre de familia, había cerrado cuidadosamente el candado de la buhardilla, permitiéndole, aunque sin decírselo, asomarse al ventanillo, pero sin dejarle el menor recurso para que pudiese franquear la puerta.

Nos parece imposible pintar la rabia y los proyectos que inspiró a Gilberto aquella cariñosa solicitud que convertía en cárcel su buhardilla, pues para ciertas naturalezas la contradicción es fecundísima en recursos.

Desde aquel instante Gilberto no pensó más que en Andrea, en la felicidad de verla y de vigilar, aun cuando fuese desde lejos, los progresos de su convalecencia.

Pero no se asomaba a las ventanas del pabellón la señorita de Taverney. Solamente Nicolasa entraba en él para llevar a la enferma sus tisanas, mientras el barón se paseaba por el jardín tomando tabaco con todas sus fuerzas, como para avivar en su mente pasados recuerdos. Esto es lo que solamente lograba ver Gilberto cuando examinaba con ansia la profundidad de los aposentos y la espesura de las paredes.

Aquellas dos personas, no obstante, le tranquilizaban en parte, porque su presencia indicaba una enfermedad, y no una muerte.

—Allí —murmuraba el infeliz—, tras aquella puerta, o tras aquella mampara, alienta, suspira y sufre la que yo adoro hasta la idolatría, la que con su sola presencia inunda de sudor mi frente y hace temblar todos mis miembros, la que sujeta mi vida a la suya, y la que respira por mí y por ella cuando yo no puedo respirar.

Entonces, inclinado fuera del ventanillo, y en una posición que hubiera hecho creer a la curiosa Chon, que iba a caer veinte veces en una hora, tomaba el joven con su vista perspicaz medida a los tabiques, a los pisos y a todos los ángulos del pabellón, forjando en su cabeza un plan exacto de las piezas que lo componían. M. de Taverney debía dormir allí; al otro lado estaría la despensa, la cocina y el cuarto de Felipe: inmediatos a este, el aposento de Nicolasa y el gabinete de Andrea, santuario a cuya puerta desearía él pasar un cuarto de hora de rodillas aunque le costase la existencia.

Con arreglo a las ideas de Gilberto, el tal santuario era una gran pieza correspondiente a la planta baja, precedida de una antesala con puerta vidriera, en la cual se encontraba la cama de Nicolasa, si hemos de atenernos a los cálculos de nuestro enamorado enfermo.

—¡Oh! —exclamaba aquel loco en sus accesos de furor—. Felices los seres que pisan ese jardín que se divisa desde mi ventanillo y desde los de la escalera; dichosos los indiferentes que estropean con sus plantas esos hermosos cuadros de flores, porque pueden escuchar durante la noche los suspiros y las quejas de la señorita Andrea.

Hay gran trecho del dicho al hecho; pero lo aproximan todo las inteligencias privilegiadas, pues siempre hallan medios que obstinadamente se ocultan a las demás, ven la verdad en medio de los mayores imposibles, echan puentes sobre los ríos y escalan las montañas.

Al principio no hizo Gilberto más que desear con todo ahínco la ejecución de un proyecto que todavía no había formado, pero que se creía capaz de obtener, mas a pesar de su decidido empeño, no podía menos de conocer que tendría que luchar con terribles obstáculos, y esto le desanimaba.

Pero poco a poco reflexionó después, que aquellos seres afortunados que tanta envidia le inspiraban, no eran más que simples mortales dotados como él de piernas para pasear por el jardín, y de brazos para abrir las puertas, imaginando al mismo tiempo la dicha que debía experimentar al introducirse furtivamente en aquella casa vedada y al acercarse su oído a las persianas que daban paso al ruido del interior.

Ya no se contentaba Gilberto con desear, y quería poner prontamente en ejecución sus planes.

Iba además recobrando las fuerzas con rapidez, porque la juventud es rica y abundante en recursos; de modo que al cabo de tres días, y ayudado por la fiebre, nuestro joven se sentía con más vigor que nunca.

Desde luego comprendió que habiéndole encerrado Rousseau, estaba vencida una de las mayores dificultades, la de entrar en casa de la señorita de Taverney por la puerta, pues esta daba a la calle de Coq-Heron, y encontrándose él encerrado en la de Plastrière, era imposible salir y por lo tanto no tenía necesidad de pensar en puertas.

Únicamente le quedaba la ventana de su buhardilla que caía perpendicularmente al jardín; pero tenía cuarenta y ocho pies de altura.

Sólo un borracho o un loco, hubiera tomado la determinación de bajar por ella.

—¡Ah! —exclamaba en su ira—, las puertas son con seguridad una magnífica invención. ¡Y el mismo Rousseau, nada menos que un filósofo me las cierra! Fácilmente conseguiría hacer pedazos el candado; pero tendría entonces que renunciar a volver a esta casa hospitalaria.

»Haber escapado de Luciennes, escaparme de la calle de Plastrière después de haber huido de Taverney, escaparme de todas partes, es ponerme voluntariamente en la situación de no poder mirar a la cara a alma viviente, sin que todos me acusen de ligereza o de ingratitud. No, no, conviene que no se entere mi protector.

Y ya colocado en el ventanillo prosiguió:

—Con las piernas y manos, instrumentos naturales del hombre libre, me sujetaré a las tejas, y siguiendo la canal, muy angosta por cierto, pero recta, y que es por consiguiente el camino más corto de un punto a otro, llegaré, si puedo, a la ventana paralela a la mía que cae a nuestra escalera. Si no consigo llegar a ella caeré al menos al jardín, todo el mundo se alarmará, saldrán del pabellón, correrán en mi auxilio, me reconocerán y moriré noble y poéticamente, porque excitaré la compasión; este medio es excelente.

»Pero si por el contrario llego, como es de suponer, me deslizo por el ventanillo de la escalera, bajo sin zapatos hasta el piso principal, que también tiene una ventana que da al jardín y que se encuentra a quince pies de altura, desde allí salto, y asunto concluido.

»Pero es lo cierto que se agotarán mis fuerzas y mi agilidad, no le hace, hay una espaldera que me servirá de apoyo… pero podrá fácilmente romperse con el peso de mi cuerpo, porque está carcomida, en cuyo caso me desplomaré, y sin perecer noble y poéticamente, tendré que levantarme cubierto de yeso y de barro, con el vestido desgarrado y lleno de vergüenza como le ocurre al ladrón de fruta cuando cae de un árbol… ¡Oh!, esto es terrible. M. de Taverney ordenará que el conserje me solfee la espalda y que La-Brie me estire las orejas.

»¡Oh, no!; aquí tengo veinte pedazos de bramante, o mejor dicho, pediré a la señora Teresa todos sus bramantes por una sola noche, los anudaré, y cuando llegue sano y salvo a la ventana del primer piso, amarraré a ella mi cuerda y descenderé al jardín.

Se afirmó Gilberto cada vez más en su resolución, y después de haber inspeccionado la canal del tejado, medido la cuerda de que hasta entonces podía disponer, y examinado la altura que le separaba del blanco de sus deseos, se puso a trenzar los bramantes a fin de dar consistencia a la cuerda: después ensayó sus fuerzas colgándose de una viga del desván, y viendo que a pesar de los esfuerzos que hiciera, sólo una vez había arrojado sangre, quedó resueltamente decidida en su mente la expedición nocturna.

Con objeto de engañar mejor a Rousseau y a Teresa, fingió que aún se encontraba muy débil y no se levantó hasta las dos, hora en que, después de haber comido, solía salir el filósofo a paseo, del cual no regresaba hasta la noche.

Manifestó Gilberto que tenía tanto sueño, que probablemente no despertaría hasta el día siguiente, a lo cual respondió Juan Jacobo, que debiendo ir a comer fuera de casa, se alegraba mucho de que su joven discípulo se recogiese tan temprano para recuperar sus perdidas fuerzas.

Ambos se separaron muy satisfechos el uno del otro; mas apenas salió Rousseau cuando Gilberto continuó trenzando sus bramantes, tarea que por fin dejó del todo terminada.

Tanteó de nuevo la canal y las tejas, y enseguida se puso a examinar el jardín aguardando que llegase la noche.