Capítulo LXX

Si volvemos ahora a la casa de la calle Plastrière, donde M. de Sartine enviara a su agente, veremos en la mañana del 31 de mayo a Gilberto tendido sobre un colchón en la habitación de Teresa, y a esta y Rousseau acompañados de varios vecinos contemplando aquella triste muestra del gran acontecimiento que había estremecido a todo París.

Pálido y ensangrentado, Gilberto abrió los ojos, y, desde el instante en que pudo recobrar su razón, trató de incorporarse para observar cuanto le rodeaba como si aún se encontrase en la plaza de Luis XV.

Al principio expresó su semblante una profunda inquietud, que pronto se convirtió en indefinible alegría; poco después desaparecía esta bajo una nube de tristeza que nuevamente oscureció su rostro.

—¿Padecéis, hijo mío? —le preguntó Rousseau estrechando su mano con cariñosa solicitud.

—¡Ah! —dijo Gilberto—, ¿quién me ha salvado?, ¿quién ha pensado en mí, en un hombre abandonado y solo en el mundo?

—Amigo mío, ¡no habíais muerto!, y esto es lo que os ha salvado; ha pensado en vos, aquel que se acuerda de todos.

—Pero no dejaba de ser una imprudencia —murmuró Teresa—, el ir a mezclarse en semejantes barullos.

—Es indudable, sí, es una imprudencia —repitieron en coro los vecinos.

—Poco a poco, señores —replicó Rousseau—; no hay imprudencia en hacer aquello que no ofrece un peligro patente, y no hay peligro patente en ir a ver unos fuegos artificiales. Si en efecto ocurre en tal caso una catástrofe, los hombres sobre quienes recae no son imprudentes, sino infortunados. Yo creo, señores, que nosotros mismos que ahora murmuramos de los demás, hubiéramos hecho otro tanto.

Gilberto tendió la vista en su rededor, y conociendo que se encontraba en el aposento de Rousseau, trató de hablar; mas el esfuerzo que hizo agolpó su sangre a la boca y a las narices, y el infeliz perdió nuevamente el sentido.

Juan Jacobo, que había recibido acerca del caso varias instrucciones del cirujano de la plaza de Luis XV, no expresó la menor sorpresa, pues esperaba aquel resultado, por cuyo motivo había dispuesto que se colocara al enfermo en un colchón sin sábanas.

—Ea —dijo a Teresa—, ya puede acostarse definitivamente este infeliz.

—¿En dónde?

—Aquí mismo, en mi cama.

Fueron oídas por Gilberto estas palabras, pero la debilidad no le permitió contestar a ellas tan pronto como deseaba; hizo sin embargo un violento esfuerzo, y volviendo a abrir los ojos dijo:

—No, no; allá arriba… arriba.

—¿Deseáis volver a la buhardilla?

—Con mucho gusto, si os parece bien.

Y concluyó de manifestar más bien con los ojos que con la lengua este deseo, dictado por un recuerdo más poderoso que el dolor, y que en su ánimo era también mucho más vehemente que el raciocinio.

Rousseau, que participaba de los excesos de la sensibilidad, comprendió aquel deseo, pues contestó al punto:

—Hijo mío, está bien, os conduciremos arriba. Ya ves, Teresa —dijo a esta—; no quiere incomodarnos.

Con entusiasmo aprobó Teresa la determinación del joven y lo trasladó enseguida a la buhardilla que acababa de solicitar tan explícitamente.

Rousseau, a eso de mediodía, fue a pasar junto a su discípulo el tiempo que otros días solía invertir en el arreglo por colecciones de sus vegetales favoritos, y el joven algo más tranquilo, le refirió con voz baja y fatigosa los detalles de la pública catástrofe de la noche anterior, ocultando, sin embargo, el motivo que le había únicamente conducido a la plaza de Luis XV.

Tampoco podía Rousseau suponer otra cosa sin ser adivino.

Así, que no manifestó a Gilberto la menor sorpresa, limitándose a las preguntas que ya le había hecho y recomendándole la paciencia. Tampoco le habló del pedazo de tela que había hallado en su mano cuando le encontraron, y del cual se había apoderado Felipe.

A pesar de esto, aquella conversación que para los dos se aproximaba tanto al interés real y a la verdad positiva, no era por eso menos amena, y a ella se entregaban con la mayor efusión, cuando sonaron de repente los pasos de Teresa en la buhardilla.

—¡Jacobo! —gritó—, ¡Jacobo!

—¿Qué ocurre?

—Algún príncipe que viene sin duda a visitarme —dijo Gilberto sonriendo con tristeza.

—¡Jacobo! —repitió Teresa.

—Vamos, ya oigo, ¿qué se ofrece?

—Está abajo M. Jussieu —gritó Teresa—, y habiendo sabido que anoche te vieron en la plaza, viene a enterarse si estás herido o lastimado.

—Es un excelente sujeto este caballero —dijo Juan Jacobo—, como todos los que por afición necesariamente se acercan a la Naturaleza, origen de todos los bienes. Permaneced tranquilo, Gilberto, y no os mováis de aquí, que vuelvo pronto.

—Gracias —murmuró el joven en tanto que Rousseau salía de la buhardilla.

Aún no había atravesado el umbral, cuando incorporándose Gilberto del mejor modo que le fue posible, se arrastró hasta el ventanillo, desde el cual se descubría la ventana del pabellón de Andrea.

Era mucho esfuerzo para un joven casi extenuado y sin ideas expeditas encaramarse a un taburete, separar el bastidor del ventanillo, y subir hasta la arista del techo: nuestro joven pudo al fin conseguirlo; pero llegado al punto que deseaba, se le nubló la vista, tembló su mano, humedeciéronse de sangre sus labios, y cayó desplomado sobre el piso de la buhardilla.

Se abrió en este momento la puerta y Juan Jacobo entró seguido de M. de Jussieu, al cual dirigía mil cumplimientos.

—Cuidado, cuidado, querido sabio —le decía—, inclinad un poco la cabeza, porque esta habitación… en fin, ya veis que no estamos en un palacio.

—Muchas gracias, no ignoráis que tengo buenos ojos y mejores piernas —repuso el distinguido botánico.

—¡Gilberto! —gritó Rousseau—, este caballero viene a cumplimentaros. ¡Ah!, ¡qué es esto, Dios mío! —añadió el filósofo viendo el lecho vacío—, ¿dónde está? ¡El infeliz se ha levantado!

Y al ver abierto el ventanillo se disponía ya a dirigir a su discípulo un sermón paternal, cuando incorporándose Gilberto trabajosamente, le dijo con apagado acento:

—¡Tenía tanta necesidad de aire!

No tuvo valor Rousseau para reprenderle, porque en su rostro se reflejaba lo mucho que interiormente sufría.

—Efectivamente —observó M. de Jussieu—, aquí hace un calor insoportable, veamos, joven, veamos; permitid que os tome el pulso, pues también soy médico.

—Y mejor que otros muchos —agregó Rousseau—, porque lo sois del alma y del cuerpo.

—Me honráis demasiado —murmuró el joven débilmente e intentando ocultarse en su cama a las miradas de sus favorecedores.

—Se ha empeñado M. de Jussieu en visitaros —dijo Rousseau—, y he aceptado su ofrecimiento. Vamos, doctor, ¿qué decías de ese pecho?

Palpó el hábil anatómico los huesos y examinó la cavidad por medio de una observación detenida.

—El interior es bueno —contestó—, ¿pero quién diablos os ha estrechado en sus brazos tan fuertemente?

—¡Ah!, señor —repuso Gilberto—, la muerte.

Juan Jacobo miró al joven con admiración.

—Efectivamente, estáis muy magullado, sí, terriblemente magullado; pero eso desaparecerá con tónicos, con el aire puro y con distracciones.

—Nada de distracciones —replicó Gilberto mirando a Rousseau—, pues no están destinadas para mí.

—¿Qué quiere decir? —interrogó M. de Jussieu.

—Que para el trabajo es incansable este joven —repuso el filósofo.

—Hace bien, pero estos días no se trabaja.

—Es necesario para vivir trabajar siempre —repuso Gilberto.

—¡Bah!, muy poco alimento debéis consumir ahora, y las tisanas que necesitaréis no cuestan mucho.

—Aunque cuesten poco, yo no recibo limosna.

—Estáis loco —replicó Juan Jacobo—, y exageráis todas las cosas, por lo cual os advierto que haréis cuanto el señor ordena, pues ha de ser vuestro médico aunque os pese. ¿Creeréis —añadió dirigiéndose a M. de Jussieu—, que me ha rogado que no llame al facultativo?

—¿Por qué?

—Por evitarme ese gasto: es muy orgulloso nuestro enfermo.

—Sin embargo —repuso M. de Jussieu sin dejar de observar con el más vivo interés aquella cabeza inteligente y expresiva de Gilberto—, por orgulloso que sea un hombre, no puede de manera alguna hacer más de lo posible. ¿Os creéis en disposición de trabajar, después de haber caído desplomado por no poderos sostener en un ventanillo?

—Efectivamente, siento mucha debilidad —murmuró el joven.

—Y por lo mismo precisáis indispensablemente algún descanso moral… Vivís en casa de un hombre con quien todo el mundo cuenta menos su huésped.

Reconocido Juan Jacobo a este delicado cumplimiento que le dirigía tan ilustre personaje, estrechó su mano afectuosamente.

—Además —continuó M. de Jussieu—, en breve seréis objeto de los cuidados paternales del rey y de los príncipes.

—¡Yo! —prorrumpió Gilberto.

—Vos, pobre víctima de tan deplorable acontecimiento. Cuando lo ha sabido el delfín, ha expresado el dolor más profundo y sincero, y la delfina que se preparaba a marchar para Marly, se ha quedado en Trianón con objeto de hallarse más cerca de los desgraciados a quienes ha mandado suministrar eficaces auxilios.

—¿Es verdad lo que decís? —preguntó Rousseau.

—Certísimo mi querido filósofo, y no se habla de otra cosa, sino de la carta que ha dirigido el delfín a M. de Sartine.

—No ha llegado a mi conocimiento.

—Es un acto admirable de caridad. Cada mes recibe el delfín dos mil escudos de pensión, y viendo esta mañana que no se los enviaban, recorría, pensativo y manifestando su disgusto, todas las habitaciones de palacio, hasta que cansado por último de esperar, envió repetidas órdenes al tesorero, quien le llevó la suma mensual que le corresponde. El príncipe, sin perder tiempo, la ha remitido a París con una carta a M. de Sartine, el cual me la ha comunicado enseguida.

—¿Es decir que habéis visto hoy a M. de Sartine? —interrumpió Rousseau.

—Sí, acabo de despedirme de él —repuso M. de Jussieu no sin manifestar alguna turbación—: Necesitaba algunas semillas que él puede facilitarme; de modo que la delfina —continuó vivamente—, permanecerá por ahora en Versalles para cuidar de sus enfermos y heridos.

—¡Sus enfermos y heridos!

—¡Oh!, sí, pues no es el señor Gilberto el único que ha padecido. ¡Oh!, el pueblo sólo ha pagado esta vez una contribución parcial de sangre, y entre los heridos hay muchísimos nobles.

Escuchaba Gilberto con una avidez y una ansiedad inexplicables, pues le parecía a cada momento que el nombre de Andrea de Taverney iba a salir de los labios del famoso naturalista.

M. de Jussieu se levantó.

—¿Es decir, que habéis terminado vuestra visita? —dijo Rousseau.

—Sí, y mi ciencia es por completo inútil para este enfermo, a quien sólo hace falta aire puro, ejercicio moderado, y algunos paseos por el campo. ¡Ah!, puesto que hablo de campo…

—Pienso hacer mañana un reconocimiento botánico en el bosque de Marly. ¿Os atrevéis a acompañarme, mi ilustre y aventajado compañero?

—¡Oh! —repuso Juan Jacobo—, decid mejor vuestro admirador indigno.

—Y de esta manera se ofrece una ocasión propicia para que venga con nosotros esté joven y se pasee.

—¿Tan lejos?

—Si está muy cerca de aquí: mirad. Iremos en mi carruaje hasta Bougival, nos dirigiremos a Luciennes por el camino de la Princesa y llegaremos al bosque de Marly. Como a fuer de botánicos tendremos que detenernos a cada momento, el joven Gilberto llevará una silla de tijera, y mientras nosotros herborizamos, recuperará él las fuerzas y la vida.

—Sois un hombre admirable, mi querido sabio —dijo Juan Jacobo.

—Dejad que yo obre, pues en ello tengo un interés particular: no ignoro que habéis ya empezado un envidiable y concienzudo trabajo acerca de los musgos, tarea que yo también he emprendido; pero en la cual voy caminando a oscuras. Esto quiere decir que confío en vuestras luces para que me sirvan de guía.

—¡Oh! —exclamó Rousseau, cuya satisfacción brilló en sus ojos, aunque procuró ocultarla.

—También allí tendremos preparado un almuerzo ligero a la sombra de los árboles, y tampoco nos faltarán hermosas flores… Conque… ¿Es cosa hecha?

—Sin duda.

—Corriente; queda dispuesta la partida para el domingo.

—¡Deliciosa partida! Ya me figuro que sólo tengo quince años, pues disfruto de antemano todos los placeres de que espero gozar —contestó Rousseau con una satisfacción infantil.

—Y vos, amigo mío, disponed vuestras piernas para el paseo del domingo.

Murmuró Gilberto algunas palabras como dando las gracias, que M. de Jussieu no pudo oír, y los dos botánicos abandonaron la buhardilla, dejando al joven entregado a sus pensamientos, y, especialmente, a sus temores.