En tanto que se producían constantemente mil escenas semejantes a las que acabamos de bosquejar, M. de Taverney escapaba casi milagrosamente de todos los peligros de aquella noche.
Pero tranquilo y experto, aunque incapaz de oponer la menor resistencia física a la fuerza que destruía todo, logró sostenerse en el centro de un grupo que iba arremolinándose en la calle de la Magdalena.
Al tropezar en los parapetos de la plaza, al romperse contra los ángulos del guardamuebles este grupo, dejaba por sus flancos numerosos rastros de heridos y muertos, mas al fin pudo lograr aunque diezmado a cada momento, librarse del peligro conservando el impulso de su centro.
En el instante la multitud que lo componía se esparció por el bulevar, deseosa de respirar un aire puro, y lanzando mil gritos de contento.
M. de Taverney, como cuantos habían llegado sanos hasta aquel punto, se vio por completo fuera de peligro.
Increíble parecía lo que vamos a referir, si no hubiésemos ya dado a conocer con claridad a nuestros lectores el carácter del barón; pero es muy cierto que en medio de los tormentos de tan terrible noche, M. de Taverney (Dios se lo perdone) no pensó más que en sí mismo.
El barón agregaba a su complexión poco sensible el ser hombre de acción, y sabido es que en las grandes crisis de la vida, esta clase de temperamentos se rigen siempre por la máxima de César: Age quod agis[25].
No diremos, pues, que M. de Taverney se acababa de portar como egoísta, limitándonos, sin embargo, a asegurar que había estado distraído.
Pero cuando ya se vio sobre la tierra firme del bulevar, dueño de sus movimientos, al ver que afortunadamente se había salvado de la muerte para entrar de nuevo en la vida, y que era uno de aquellos a quienes la Providencia había extendido su mano protectora y misericordiosa, el barón lanzó un grito de satisfacción, al cual contestó con otro grito; pero mucho más débil que el primero, era, a no dudarlo, ocasionado por el dolor.
—¡Hija mía…! —exclamó—, ¡hija mía…! Y quedó inmóvil, con los brazos caídos, cabizbajo, fija la vista en el suelo, reuniendo sus recuerdos y pensando en todos los pormenores de tan cruel separación.
—¡Pobre caballero! —exclamaron a su lado algunas compasivas mujeres; y poco después formóse en torno suyo un círculo de desgraciados o venturosos, cuya única ocupación, cuyo más vehemente deseo consistía en quejarse y preguntar.
Como ya sabemos, M. de Taverney no abrigaba instintos populares, y, hallándose mal en medio de aquella muchedumbre quejumbrosa, hizo un esfuerzo para alejarse, y se alejó al fin, aunque no podemos menos de confesar en honor suyo, que dio algunos pasos hacia la plaza.
Pero iban conducidos aquellos pasos por el amor paternal, que nunca se amortigua enteramente en el corazón del hombre, de manera que pocos momentos después, se detuvo aconsejado por la prudencia.
He aquí la marcha progresiva de su dialéctica en el momento de tomar la última determinación.
En primer lugar, la imposibilidad de poner los pies en la plaza de Luis XV, llena de escombros y de cadáveres; por otra parte, la muchedumbre que salía en todas direcciones, y tan absurdo era romper sus oleadas amenazadoras, como insensato para el nadador pretender lanzarse en la presa que baja estrepitosamente desde el Rin a Schaffhouse.
Y aun cuando la mano del Omnipotente le condujese por aquel mar inmenso de cuerpos humanos, ¿cómo encontrar a una mujer entre cien mil mujeres? ¿Para qué exponerse nuevamente y sin esperanza de conseguir cosa alguna a una muerte que milagrosamente acababa de evitar?
A su pecho llegaba después la esperanza, ese divino resplandor que dora siempre a los ojos de los mortales las negras nubes de la más lóbrega noche.
¿Andrea tal vez no se encontraba en compañía de su hermano Felipe, protegida por su brazo y lejos de aquel vasto cementerio, que sólo repetía sollozos y plegarias de los vivos, sirviendo de amplia y funeraria sabana a los muertos?
Que él, hombre débil, vacilante anciano, hubiese cedido al torrente de la multitud, nada tenía de particular; pero Felipe, aquella naturaleza ardiente y vigorosa; Felipe, cuyos músculos eran de acero, que podía conceptuarse como responsable de la vida y la seguridad de su hermana… ¡Oh!, era imposible: Felipe había seguramente luchado y vencido.
A fuer de buen egoísta, el barón creía dotado a su hijo de todas las cualidades de que el egoísmo carece, y que excluye con gusto de la naturaleza de sus propios individuos, conceptuando fuertes, generosos y valientes a los demás: para el egoísta no dejan de serlo también otros, sus adversarios, sus enemigos, todos los hombres que no poseen las mencionadas cualidades, porque se le figura que le arrebatan las ventajas que cree tener él solo derecho a sacar de la sociedad.
Ya tranquilo M. de Taverney por la fuerza de sus propios e interesados raciocinios, dedujo enseguida, naturalmente, que Felipe había salvado a su hermana, que tal vez perdería también algún tiempo buscando a su padre para evitarle aquel infierno; pero que, según todas las probabilidades, habría vuelto a tomar el camino de la calle Coq-Heron acompañando a su hermana, que estaría muy asustada por las ocurrencias de la noche.
Bajando por la calle del Convento de Capuchinos, llegó a la plaza de la Conquista o de Luis el Grande, llamada hoy de las Victorias; mas no bien llegó a veinte pasos de su morada, cuando Nicolasa, que estaba como de centinela en el umbral de la puerta hablando con algunas comadres, exclamó:
—¿Y el señor Felipe? ¿Y la señorita Andrea? ¿Qué les ha sucedido?
Ya todo París sabía, por los primeros fugitivos, la catástrofe de aquella noche, aumentada por el terror.
—¡Dios mío! —exclamó el barón algún tanto conmovido—, ¡pues qué!, ¿no han vuelto?
—No, señor, no han vuelto por aquí.
—Habránse visto precisados a rodear por otras calles —repuso el barón cada vez más trémulo, según iban desapareciendo los cálculos de su lógica.
No pudo, por consiguiente, hacer otra cosa que agitarse acompañado de Nicolasa que sollozaba, y de La-Brie que levantaba las manos al cielo.
—¡Ah!, ya llega el señorito Felipe —gritó Nicolasa con un acento de terror imposible de describir, observando que el hijo del barón se adelantaba solo, desesperado, muerto de cansancio entre las tinieblas de la noche.
—Mi hermana, ¿ha venido? —preguntó tan pronto como hubo divisado el grupo que obstruía el umbral de la puerta.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó con acento lleno de angustia el barón que no acertaba a dar un paso.
—¡Andrea! ¡Mi pobre Andrea! —exclamaba el joven acercándose con lentitud—, ¿dónde está?
—No la hemos visto, no está con nosotros —contestó Nicolasa llorando con desconsuelo—, ¡querida señorita! ¡Ay qué desgracia!
—¡Y te atreves a presentarte sin ella! —gritó el barón con una cólera tanto más injusta, cuanto que ya conocemos los resultados de su inflexible lógica secreta.
Por única respuesta Felipe se acercó a él y le mostró su rostro ensangrentado y su brazo roto y pendiente de su cuerpo como una rama inútil y muerta.
—¡Cielo santo! —exclamó Taverney—, ¡Andrea! ¡Infeliz Andrea!
Y apenas pudiendo sostenerse, se dejó caer sobre el banco de piedra contiguo a la puerta.
—La encontraré viva o muerta —gritó Felipe con doloroso acento.
Y emprendió nueva marcha con desesperada actividad, intentando ocultar su mano izquierda, ayudándose con la derecha, entre los botones de su levita, pues aquel brazo roto le estorbaba para penetrar de nuevo entre la multitud.
Encontró de nuevo en el funesto campo de los muertos, que ya hemos recorrido, a Rousseau, a Gilberto y al terrible cirujano empapado en sangre, que más se asemejaba a un ser infernal, mensajero de los horrores de aquella noche, que al genio benéfico que acudía al socorro de las víctimas.
El hijo del barón anduvo errante mucho tiempo en la plaza de Luis XV, pues no le era posible separarse de las paredes del guardamueble, en cuyas proximidades había sido hallado Gilberto, ni dejar de contemplar aquel pedazo de vestido blanco que el joven había conservado, y estrechaba angustiosamente contra su pecho.
Últimamente, cuando los primeros resplandores del día comenzaban ya a iluminar el Oriente, extenuado, viéndose expuesto a caer entre los cadáveres que le estorbaban el paso; más pálido que los mismos muertos, sobrecogido de un vértigo extraño y esperando también como había esperado su padre hallar a Andrea en su casa, dirigióse maquinalmente a la calle de Coq-Heron.
Desde lejos divisó en el umbral de la puerta el mismo grupo que allí había dejado, y pronto conoció que Andrea no formaba parte de él.
—¿Qué noticias traes? —preguntó el barón temblando al reconocerle.
—¡Ah!, ¡conque es verdad que no ha vuelto! —repuso Felipe.
—No, no, no —contestaron a una voz el barón, Nicolasa y La-Brie.
—Pero ninguna noticia, ninguna información, ninguna esperanza…
—Nada, nada…
Extenuado de dolor y cansancio cayó el joven en el banco de piedra, en tanto que su padre exhalaba una exclamación salvaje.
En este instante un fiacre apareció en la calle, se fue acercando poco a poco, y se detuvo al fin en la puerta de M. de Taverney.
A través de los cristales se divisaba la cabeza de una mujer que parecía desmayada: Felipe, excitado con aquella aparición, se incorporó, abrióse la portezuela del fiacre, y un hombre descendió de él, llevando en sus brazos a Andrea, aparentemente inanimada.
—¡Nos la traen al fin, pero muerta!, ¡muerta! —exclamó Felipe cayendo de rodillas.
—¡Muerta! —repitió débilmente su padre—. ¡Ah!, caballero, decidme si es verdad que…
—Señores, no lo creo —repuso tranquilamente el hombre que sostenía a Andrea—, antes bien me parece que esta señorita sólo está desmayada.
—¡Dios mío!, ¡el hechicero! —gritó Taverney.
—¡El señor barón de Balsamo! —exclamó Felipe.
—El mismo, caballeros, y me doy el parabién por haber reconocido a la señorita de Taverney en medio de tan espantoso conflicto.
—¿Dónde la habéis encontrado? —preguntó Felipe.
—Cerca del guardamueble.
—Efectivamente —continuó aquel.
Y, pasando al punto de la alegría a la desconfianza, agregó:
—Muy tarde la devolvéis, señor barón.
—Caballero —repuso este con tranquilidad—, ya podéis fácilmente suponer el apuro en que he debido encontrarme: ignoraba dónde vivía la señorita vuestra hermana, y la mandé conducir a casa de la señora marquesa de Savigny, que es amiga mía, y habita junto a las caballerizas reales. Allí este mozo que estáis viendo, me ayudaba a sostener a la señorita… aproximaos, Comtois.
Balsamo acompañó sus últimas palabras con una seña, y al punto salió del fiacre un hombre con librea de la casa real.
—Como os decía, allí —prosiguió Balsamo—, este honrado mozo, que pertenece a la real servidumbre, reconoció a vuestra hermana por haberla conducido una noche desde la Muette a vuestro domicilio. A su prodigiosa hermosura debe la señorita este feliz encuentro: la hice colocar a mi lado en el fiacre, y ahora tengo el honor de devolveros con todo el respeto debido a la señorita de Taverney.
Cuando concluyó de decir estas palabras, depositó a la joven entre los brazos de su padre y de su doncella.
Taverney sintió brotar por primera vez una lágrima de sus ojos, y aun cuando se asombró interiormente de aquel exceso de sensibilidad, la dejó correr con libertad por sus mejillas. Felipe ofreció a Balsamo la única mano de que disponía, diciendo:
—Caballero: ya conocéis mi nombre y no ignoráis dónde vivo: mi mayor deseo es que se presenten ocasiones en que pueda expresaros mi reconocimiento por el singular favor que acabáis de hacer a mi familia.
—He cumplido un deber —contestó Balsamo—, y no olvido que os debía la hospitalidad que me otorgó vuestro padre en Taverney.
Después, saludando a todos, dio algunos pasos para retirarse, sin responder a la oferta que el barón le hacía para que entrase en su casa; pero volviéndose de pronto, añadió:
—Señores, perdonadme si he olvidado dejaros las señas del domicilio de la señora marquesa de Savigny. Vive en la calle de San Honorato, muy cerca de los Fuldenses: digo esto por si la señorita de Taverney considera deber visitarla.
En estas explicaciones, en esta precisión de detalles, en esta infinidad de pruebas, había tanta delicadeza, que Felipe y aun el mismo barón no pudieron menos de advertirla.
—Caballero —contestó el segundo—: Mi hija os debe la vida.
—Señor barón, lo sé —repuso Balsamo—, y me considero muy afortunado.
Acompañado de Comtois, que rehusó un bolsillo que le alargó Felipe, montó Balsamo en el fiacre y desapareció.
En aquel momento mismo, como si la partida de su libertador hubiera hecho cesar el desmayo que la sobrecogía, abrió Andrea los ojos, pero continuó por algunos instantes muda, inmóvil, aturdida y sin fuerzas.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró Felipe—; ¿es posible que el cielo no nos la devuelva sino para que la lloremos? ¿Se habrá vuelto loca?
Manifestó Andrea comprender estas palabras con un movimiento de cabeza: no obstante, continuó silenciosa, como si la dominase el imperio de un éxtasis extraño.
Entonces estaba en pie, y con un brazo extendido en la dirección de la calle por donde se había alejado Balsamo.
—Vamos, vamos —dijo el barón—, ya es tiempo de que esto termine. Felipe, sostén a tu hermana y entremos.
El joven ofreció a Andrea el brazo que le quedaba útil; esta se apoyó en Nicolasa, y como si durmiese, se dirigió a su pabellón.
Allí fue donde recobró el uso de la palabra, murmurando:
—¡Felipe! ¡Padre mío!
—¡Ah!, ¡ya nos reconoce! —exclamó el primero loco de alegría.
—Sí, sí, os reconozco muy bien: ¡pero Dios mío!, ¿qué ha ocurrido esta noche?
Pronunciando estas palabras, cerró de nuevo los ojos, no a causa de un segundo desmayo, sino a impulsos de un sueño apacible y tranquilo.
Nicolasa quedóse con ella en el pabellón, la desnudó, y la acostó en su lecho.
Cuando Felipe entró en su cuarto, halló un médico que el previsor de La-Brie había ido a buscar desde el momento en que desapareció toda especie de inquietud acerca de Andrea.
El doctor examinó el brazo de Felipe, que no estaba precisamente roto, sino desconcertado, de manera que una presión hábilmente dirigida, aunque muy dolorosa, hizo que el eje entrase en la articulación de que había salido.
Concluida esta operación, Felipe, que no se hallaba todavía bastante tranquilo con respecto a su hermana, condujo al facultativo hasta el pabellón en que aquella descansaba.
El médico tomó el pulso a la joven, y después de observar la respiración, sonrióse diciendo:
—El sueño de vuestra hermana es tan tranquilo y tan puro como él de un niño. Dejad que duerma, caballero, pues es el único remedio que necesita.
En cuanto al barón, bastante satisfecho con la vuelta de sus hijos, hacía mucho rato que dormía tranquilamente.