Cerca de las dos de la mañana, una inmensa capa de nubes blancas que se extendía sobre París dibujaba, bajo enérgicas formas y la mezquina luz de la luna que se deslizaba con lentitud, todas las desigualdades de aquel terreno, en cuyos fosos habían encontrado las turbas fugitivas, primero un tropiezo, y la muerte después.
Por doquiera, al resplandor de la luna, encapotada de vez en cuando entre las nubes amontonadas a que nos hemos referido, veíanse en las sinuosidades de los derribos y entre los escombros, infinidad de cadáveres con sus trajes en completo desorden, los miembros estirados y las manos crispadas en señal de terror o de súplica. En medio de aquel espacio, los escombros despedían un humo amarillento e infecto, ocasionado por las maderas incendiadas, que contribuían a dar a la plaza de Luis XV todas las apariencias de un campo de batalla.
En esta plaza, sangrienta y desolada, se veían también vagar sombras misteriosas, que se detenían mirando espantadas en todas direcciones, se encorvaban y huían. Eran ladrones atraídos por la muerte como aves de rapiña, que no pudiendo despojar a los vivos, acudían a profanar los cadáveres, admirándose de que otros camaradas suyos hubiesen sido más madrugadores, y huían con precipitación descontentos y temerosos al asomar las tardías bayonetas que les amenazaban. Pero entre aquellas largas filas de víctimas, no eran los ladrones ni los individuos de la ronda los que sólo se movían.
Había otros a quienes podría tomarse por curiosos, que recorrían aquel espacio, protegidos por el débil resplandor de sus linternas.
¡Curiosos tristes en verdad! Eran parientes y amigos inquietos que advirtiendo la falta de sus hermanos, compañeros o queridas, llegaban de los barrios más apartados, porque la terrible noticia, desoladora como el huracán, había ya circulado en todo París, y la ansiedad pública se había convertido en amargas pesquisas.
Aquel espectáculo era más terrible, mil veces más desastroso que el de la catástrofe.
Reflejábanse todas las dolorosas impresiones en aquellos rostros pálidos y desencajados, desde la desesperación de los que hallaban el cadáver de una persona amada, hasta el sombrío temor del que, infortunado en sus pesquisas, lanzaba desolado ávidas miradas hacia el Sena, que arrastraba sus aguas murmurando tristemente.
Circulaba la voz de que el prebostazgo de París había ya ordenado arrojar al río gran porción de cadáveres, pues culpable de la imprudencia que le atribuían, trataba de ocultar el inmenso número de víctimas que sus desaciertos habían causado.
Y los desgraciados que se habían empapado inútilmente en la contemplación de aquel espectáculo, después de agotar en balde sus esfuerzos; después de haber metido en el Sena hasta sus rodillas, con el alma desgarrada por la angustia que les ofrecía el rápido curso de aquel río que arrastraba sus más dulces esperanzas, se retiraban con la linterna en la mano a registrar las calles contiguas a la plaza, en las cuales se aseguraba que muchos heridos habían buscado asilo, a fin de proporcionarse algunos recursos y huir del abominable teatro de sus torturas.
Y para calmar su desgracia, al hallar entre los cadáveres el objeto ansiado, mil gritos de dolor sucedían a la fatal sorpresa, y los sollozos de un punto respondían envueltos en tristísimos ayes a los sollozos de otros veinte.
Inesperados ruidos resuenan de vez en cuando en la plaza; una linterna cae al suelo y se destroza; el que la llevaba se precipita desesperado sobre un muerto, para abrazarle por la vez postrera.
Pero en aquel vasto cementerio escuchábanse otros clamores que desgarraban el alma.
Magullados algunos infelices por la turba inmensa que había pasado sobre sus mutilados miembros, o heridos sin piedad por el acero, exhalaban gemidos de súplica, o gritos de imprecación. Corren presurosos hacia aquel sitio los que confían encontrar a sus amigos; mas no tardan en alejarse al reconocer su equivocación.
Mientras tanto, hacia un extremo de la plaza, en las inmediaciones del jardín, se organiza con todo el entusiasmo de la caridad popular un hospital militar ambulante. Un joven cirujano, pues así lo revelan los instrumentos que le rodean, ordena que se lleven todos los heridos de ambos sexos, les hace la primera cura, y al vendarles las heridas, les dirige palabras que más bien indican odio a la causa de su infortunio, que compasión por los efectos que ha producido.
Vocifera a sus ayudantes sin cesar, robustos pregoneros de folletos que se han encargado de tan cruenta revista.
—¡Las mujeres del pueblo! ¡Los hombres del pueblo! A estos debéis preferir: fácilmente podéis conocerlos, pues siempre salen más heridos que los demás, y están bastante peor vestidos.
Al oír estas palabras, repetidas a cada cura con estridente monotonía, un joven pálido, que examinaba los cadáveres con la ayuda de un farol, levanta la cabeza por segunda vez.
De una ancha herida que divide su frente, brotan todavía algunas gotas de sangre: en la levita lleva enrollada una de sus manos, y su rostro cubierto de un frío sudor, revela una emoción profunda.
Levantó, pues, nuevamente la cabeza al llegar a sus oídos la cruel recomendación del facultativo, y mirando con tristeza sus miembros mutilados, que aquel parecía contemplar con delicia, preguntó:
—¿Por qué escogéis entre las víctimas?
—¡Por qué! —repitió el cirujano irguiendo la frente al oír esta interpelación—, porque nadie se cuidaría de los pobres si yo no me condoliese de ellos, y porque los ricos tienen muchas personas que los busquen. Bajad esa luz, examinad el suelo, y estoy seguro de que en él hallaréis un rico o un noble por cada cien pobres. En esta catástrofe, también por una felicidad que acabará por cansar a Dios mismo, los nobles y los ricos han satisfecho el tributo que ordinariamente se les exige: uno por mil.
Levantó el joven el farol a la altura de su ensangrentada frente, y respondió sin irritarse:
—De manera que yo, extraviado como otros muchos entre la multitud, herido en la frente por la coz de un caballo, y con el brazo izquierdo fracturado por haber caído al foso, soy el único que aquí es rico y noble, según aseguráis. No obstante, ya veis que nadie viene a socorrerme, ya veis que ni siquiera estoy vendado.
—Tendréis algún palacio, sin duda, donde no faltarán médicos que os visiten; buscadlo, ya que podéis andar.
—Vuestro auxilio no ha sido solicitado por mí: busco a mi hermana, hermosa joven de dieciséis años, que habrá seguramente sucumbido, aunque no es hija del pueblo. Llevaba vestido blanco y una gargantilla con su cruz al cuello, y así, aunque mi pobre hermana tenga un palacio y médicos, decidme por caridad: ¿habéis visto esa joven que ando buscando?
—Caballero —replicó el facultativo con vehemencia nerviosa, prueba que las ideas que en aquel instante manifestaba, germinaban mucho tiempo hacía en su corazón—: La humanidad es mi guía, por ella me sacrifico, y al abandonar en el lecho de muerte a la aristocracia para acudir al socorro del pueblo que sufre, obedezco, cumplo la ley verdadera de esa humanidad, que es mi diosa. Las desgracias que lamentamos hoy, provienen de vosotros, de vuestros abusos, de vuestra altanería; sufrid resignadamente sus funestas consecuencias. No, caballero, no he visto a vuestra hermana.
Después de tan terrible apostrofe, el cirujano continuó su tarea, pues acababan de llevarle una pobre mujer a la que una carroza había roto ambas piernas.
—Oídme —dijo persiguiendo a Felipe que se alejaba—: ¿Son por ventura los pobres quienes lanzan en medio de los festejos públicos esos carruajes que privan de los miembros a los ricos?
Felipe, cuya nobleza pertenecía a la que produjeron los La Fayette y los Lameth, había muchas veces profesado las mismas máximas, que le horrorizaban en boca de aquel facultativo, y su explicación cayó sobre su alma como una expiación.
Se alejó, con el corazón traspasado, del hospital militar improvisado, con propósito de proseguir su melancólica exploración, y poco después, cediendo al impulso de su dolor, exclamó, llorando y con desesperado acento:
—¡Andrea! ¡Andrea!
En aquel momento pasaba inmediato a él con precipitados pasos un hombre ya anciano, vestido con levita gris y medias negras, apoyando su mano derecha en un bastón, y sujetando en la izquierda una linterna formada de una mecha de algodón envuelta en un cucurucho de papel untado de aceite.
Al escuchar los sollozos de Felipe, conoció aquel hombre cuan grande debía ser su angustia, y murmuró sin poder reprimirse:
—¡Pobre joven!
Y creyendo que un motivo igual al suyo debía únicamente haberle conducido a aquel lugar, pasó adelante; mas, arrepentido de haber presenciado tan intenso dolor sin haber intentado prestarle el menor consuelo, se detuvo y dijo al joven:
—Me permitiréis que una vuestra pena a la mía, pues los que se ven heridos por un mismo golpe, deben auxiliarse mutuamente para no caer. Además… podéis serme útil. Observo que hace tiempo estáis aquí buscando, porque vuestra luz está ya próxima a extinguirse, y por tanto deberéis conocer los sitios más funestos de esta plaza.
—¡Ah!, es desgraciadamente muy cierto, los conozco.
—Yo también busco a una persona.
—Dirigíos entonces al foso grande desde luego, porque en él hallaréis más de cincuenta cadáveres.
—¡Santo cielo! ¡Cincuenta! ¡Tantas víctimas inmoladas en medio de una fiesta!
—¡Ay!, ¡señor! ¡Tantas víctimas decís! Ya he alumbrado mil rostros con esta linterna, sin haber podido encontrar a mi hermana.
—¡Vuestra hermana!
—Sí, allá abajo estaba, en aquella dirección, donde la perdí al lado de un banco, y aun cuando he vuelto a él y lo he reconocido, no he podido hallar la menor huella de lo que busco. Voy a comenzar de nuevo mis investigaciones, partiendo del primer bastión.
—¿Hacia qué lado se dirigía la multitud?
—Hacia los nuevos edificios inmediatos a la calle de la Magdalena.
—Es decir, hacia esa parte.
—Sí; pero, aunque la he buscado por ahí, los remolinos y oleadas de la gente han hecho inútiles mis esfuerzos. También me he hecho cargo de que si bien el tumulto ha debido arrebatarla, no es menos cierto que una joven se turba al verse extraviada, desconoce dónde va, y sólo procura huir en todas direcciones.
—No es posible, sin embargo, que haya podido contrarrestar a la muchedumbre: yo voy a recorrer las calles, seguidme, y tal vez unidos logremos hallar…
—¿Y vos, a quién buscáis?… ¿A vuestro hijo por desgracia? —preguntó Felipe tímidamente.
—No señor, a un joven que casi había prohijado.
—¿Cómo le habéis dejado venir solo?
—¡Oh! Cuenta ya de dieciocho a diecinueve años: se empeñó en asistir a la función, y como es dueño de sus acciones, no he podido impedirlo. Por otra parte: ¿quién había de presumir tan horrible catástrofe?… Pero vuestra luz se extingue.
—Es verdad.
—Vamos, seguidme y os alumbraré.
—Gracias sentiría molestaros…
—¡Oh!, no, pues yo también necesito hacer pesquisas. Se retiraba el pobre joven con una exactitud escrupulosa —prosiguió el anciano, mientras que se internaba en las calles—; pero esta noche me asaltó una especie de presentimiento: le estaba aguardando, cuando, serían las once, mi mujer se enteró por una vecina de los desastres de la fiesta. Creyendo que volvería a casa, he tenido paciencia hasta las dos, pero desengañado al fin, he considerado que sería indigno de mi carácter acostarme sin saber su paradero.
—¿Conque sois de opinión que nos encaminemos hacia las casas? —interrogó el joven.
—Sí, supuesto que, según habéis dicho, la multitud ha cargado hacia aquel punto; allá habrá también corrido ese desgraciado joven, porque es forastero, y desconoce no sólo las costumbres, sino hasta las calles de París; de modo que se me figura que esta ha sido quizá la vez primera que ha estado en la gran plaza de Luis XV.
—¡Ah!, mi hermana también es de provincia.
—¡Espectáculo horrible! —exclamó el anciano apartando sus ojos de un grupo de cadáveres amontonados.
—Debemos rebuscar entre ellos —observó el joven aproximando con resolución la linterna hacia los muertos.
—Al observar esos horrores tiemblo, porque la destrucción me ha causado siempre una repugnancia que jamás he podido vencer.
—Esta mañana me ocurría lo mismo, pero he concluido por acostumbrarme ya. Ahí tenéis un joven de dieciséis a dieciocho años, que sin duda ha muerto de sofocación, pues no se le ve herida alguna. ¿Es acaso el que buscáis?
—No, no es él: el que busco es más joven, con cabellos negros y el rostro pálido.
—¡Oh!, todos son lo mismo esta noche —replicó Felipe.
—Próximo estamos ya al Guardamueble, que ciertamente no ofrece pocos vestigios de la pasada lucha: sangre en los muros, despojos entre los barrotes de hierro, pedazos desgarrados de trajes pendientes de las lanzas del enverjado… Ya no sabe uno dónde encaminarse.
—Por aquí, por aquí estaba el mayor peligro —murmuró Felipe.
—¡Cuánta desgracia!
—¡Ah! ¡Dios mío!
—¿Qué hay?
—Un trozo de tela blanca debajo de estos cadáveres… mi hermana llevaba un traje blanco… Por piedad, dejadme vuestra luz.
En efecto, Felipe se había ya apoderado de una tira de seda blanca, pero tuvo que abandonarlo, pues sólo podía servirse de una mano, y la necesitaba para sostener la linterna.
—Pertenece esto a un vestido de mujer, y está entre las manos de un joven… es muy parecido al traje de Andrea… ¡Dios mío…! ¡Andrea…!, ¡hermana mía…!
Y el joven lanzó un grito desgarrador.
Se aproximó entonces el anciano, y exclamó triste y dolorosamente:
—¡Él es!
Estas palabras despertaron la atención del joven.
—¡Gilberto! —gritó Felipe.
—¡Cómo!, ¿le conocéis?
—¿Es Gilberto a quien buscáis?
Estas dos palabras se cruzaron a un tiempo en el espacio.
El anciano cogió la mano de Gilberto, pero la halló helada.
Entretanto, Felipe le desabrochaba el chaleco, y poniéndole la mano sobre el corazón:
—¡Pobre Gilberto! —exclamó.
—¡Hijo mío! —exclamó el anciano sollozando.
—¡Oh!, aguardad… respira… vive… os digo que vive —interrumpió Felipe.
—¿Estáis seguro?
—Segurísimo: su corazón palpita.
—Es verdad… ¡socorro!, ¡socorro! —gritó Rousseau—; allá abajo hay un cirujano.
—Sin perder tiempo auxiliémosle nosotros mismos: ya he acudido a ese hombre, y ha sido en vano.
—Pues os juro que tendrá que curar a mi hijo —gritó el anciano exasperado—. Ayudadme a conducirlo.
—Puedo servirme de un brazo sólo, pero está a vuestra disposición.
—¡Oh!, aunque soy muy viejo, confío que el cielo me prestará fuerzas. Vamos.
Juan Jacobo cogió a Gilberto por los hombros, el joven le abarcó con su brazo izquierdo las piernas, y de este modo lo transportaron hasta el grupo que presidía el médico.
—¡Socorro!, ¡socorro! —gritó el anciano.
—¡Primero los hombres del pueblo! —contestó el cirujano, fiel a su propósito, y convencido de que al expresarse así, excitaba la admiración de los que le rodeaban.
—Traigo un hombre del pueblo —repuso Juan Jacobo con energía, aunque contagiado hasta cierto punto de la admiración que producía en su rededor el absolutismo del cirujano.
Este contestó:
—Pues bien, las mujeres primero, porque los hombres tienen más fuerza para resistir el dolor.
—Me parece que bastará una sangría —observó el anciano.
—¡Cómo!, ¿todavía estáis aquí, caballero? —preguntó el facultativo, viendo a Felipe antes de fijarse en su compañero.
Guardó silencio el hijo del barón, y el anciano, creyendo que aquellas palabras se dirigían a él, replicó:
—Yo no soy caballero, sino un hombre del pueblo: me llamo Juan Jacobo Rousseau.
El facultativo exhaló un grito de sorpresa, y haciendo una señal imperativa agregó:
—Paso, paso al observador de la Naturaleza, paso al emancipador de la humanidad, paso al ciudadano ginebrino.
—Gracias, gracias —contestó Rousseau.
—¿Os ha sucedido alguna desgracia?
—A mí no, pero examinad a este joven.
—¡Ah!, vos también, lo mismo que yo, representáis la causa de la humanidad.
El anciano se conmovió por aquel inesperado triunfo, y únicamente pudo articular algunas palabras casi ininteligibles, y Felipe, lleno de respeto al verse en compañía del filósofo a quien tanto admiraba, se apartó a un lado.
Gilberto, que seguía privado de la razón, fue colocado sobre una mesa entre Rousseau y otras personas, y el primero empezó entonces a examinar el sujeto cuyos auxilios facultativos había solicitado. Era un joven poco más o menos de la edad de Gilberto, pero sin el menor rasgo que revelase su juventud: su rostro cadavérico estaba tan ajado como el de un viejo; sus párpados sin vigor, encubrían unos ojos de serpiente, y tenía la boca torcida como los epilépticos cuando se encuentran acometidos de su mal.
Con las mangas remangadas hasta los codos y con los brazos llenos de sangre y revueltos en trozos de carne humana, más parecía un verdugo en el ejercicio de sus bárbaras funciones, entusiasmado con su oficio, que un facultativo realizando su triste y santa misión.
Sin embargo, el nombre de Rousseau había ejercido en su ánimo tan poderoso influjo, que por algunos instantes pareció que renunciaba a su brutalidad ordinaria; levantó con suavidad la manga de Gilberto, oprimió su brazo con una venda, y picó la vena. Comenzó a salir la sangre gota a gota, pero al cabo de tres o cuatro segundos brotó ampliamente aquel licor puro y generoso de la juventud.
—Vamos, vamos, se salvará —exclamó el cirujano—, pero es preciso mucho cuidado, porque el pecho ha padecido mucho.
—Ahora únicamente me resta daros las gracias —contestó Rousseau—, y enalteceros, no precisamente por la exclusión que hacéis en favor de los pobres, sino por los cuidados que les prestáis. Todos los hombres son nuestros hermanos.
—¿También los nobles, los aristócratas y los ricos? —respondió el facultativo con una mirada que hizo brillar sus encendidos ojos a pesar de los pesados párpados que los velaban.
—También los nobles, los aristócratas y los ricos cuando sufren —contestó Rousseau.
—Me dispensaréis, pero he nacido en Baudry, cerca de Neuchâtel soy suizo como vos, y por lo tanto algo demócrata.
—¡Un compatriota!, ¡un suizo! —exclamó Rousseau—, ¿cómo os llamáis?, decid vuestro nombre.
—Aunque oscuro, pertenece a un hombre modesto dedicado siempre al estudio, aunque espera dedicarse algún día como vos a la dicha de la humanidad: me llamo Juan Pablo Marat.
—Señor Marat, gracias —repuso el anciano—; pero mientras que ilustráis al pueblo acerca de sus derechos, no le excitéis a la venganza, porque si algún día la ejecuta, vos mismo os conmoveréis a la vista de las represalias. Una diabólica sonrisa se dibujó en los labios de Marat, y dijo:
—¡Ay!, si llegase ese día viviendo yo… si tuviese la suerte de presenciarlo…
Oyó estas palabras Rousseau, y aterrado del tono con que fueron dichas, como el viajero de los primeros truenos que preceden a la tempestad, cogió a Gilberto entre sus brazos, tratando de llevárselo.
—¡Dos hombres para que ayuden voluntariamente a M. Rousseau! —gritó el cirujano—: ¡Dos hombres del pueblo!
—Aquí estamos… aquí… —respondieron diez voces. Rousseau señaló dos mozos robustos que levantaron enseguida a Gilberto.
Luego pasó cerca de Felipe, y dijo:
—Tomad esa linterna, caballero, pues ya no la necesito. Felipe le dio las gracias, aceptándola y alejándose con rapidez, mientras el anciano se dirigía a la calle Plastrière.
—¡Pobre joven! —exclamó este al verle desaparecer en el laberinto confuso de las calles.
Y continuó su marcha lleno de sobresalto, pues aún resonaba vibrante en medio de aquel campo de muerte y desolación la áspera voz del cirujano que gritaba:
—¡Aproximen solamente a los hombres y mujeres del pueblo! Maldición a los nobles, a los aristócratas y a los ricos todos.