Tan pronto como los dos hermanos se colocaron en el banco, cuando serpentearon en el aire los primeros cohetes, y un grito de sorpresa salió de la multitud ocupada solamente del golpe de vista que iba a ofrecer el centro de la plaza.
Fue magnífico el principio de los fuegos, y digno en todo de la gran reputación de Ruggieri. Sucesivamente se iluminó la decoración del templo y presentó una fachada incendiada. Los aplausos resonaron; pero estos se cambiaron en bravos frenéticos cuando de la boca de los delfines y de las urnas de los ríos se lanzaron surtidores de llamas, que cruzaron sus cascadas de fuegos de infinidad de colores.
Andrea, transportada de admiración, no intentó siquiera ocultar sus impresiones a la vista de aquel espectáculo, que carece de equivalente en el mundo, el de un pueblo de setecientas mil almas rugiendo de alegría al encontrarse enfrente de un palacio de llamas.
Muy cerca de ella, oculto tras las espaldas hercúleas de un mozo de cordel que alzaba en el aire a su hijo, miraba Gilberto a Andrea, y sólo dirigía su vista hacia los fuegos artificiales, porque ella los miraba.
Gilberto veía de perfil a la señorita de Taverney: cada cohete iluminaba su hermoso rostro y hacía estremecer al joven, imaginándose que la admiración general nacía de la contemplación adorable de aquella divina criatura a quien él idolatraba.
Nunca había visto Andrea a París, ni tanta gente reunida, ni los esplendores de una fiesta: aquella multiplicidad de revelaciones que llegaban a asediar su espíritu, la aturdía.
De pronto apareció una luz vivísima, lanzándose en diagonal hacia el lado del río. Era una bomba que estalló con estrépito, y cuyos variados fuegos llenaron de admiración a Andrea.
—Mira, mira, Felipe —exclamó—, ¡qué hermoso es eso!
—¡Dios mío! —exclamó el joven atemorizado, y sin contestar a su hermana—: Ese último cohete ha sido mal dirigido; ha torcido su camino, pues en vez de describir una parábola, se ha escapado casi horizontalmente.
Manifestada por Felipe aquella inquietud que comenzaba a revelar el gentío con sus oscilaciones y gritos, brotó un torbellino de llamas del bastión sobre el cual se hallaba colocada la manga de cohetes voladores y la reserva de los fuegos artificiales. Un espantoso ruido semejante al de cien truenos cruzándose en todas direcciones, retumbó en la plaza, y como si aquel fuego ocultara una metralla devoradora, puso en derrota a los más próximos curiosos, que sintieron por un instante en el rostro el calor de aquella llama inesperada.
—Los cohetes voladores, ¡ya, ya…! —gritaron los espectadores más distantes—. Todavía no: ¡es bastante pronto!
—¡Ya, ya! —repitió Andrea—. ¡Oh!, es demasiado pronto.
—No —repuso Felipe—, no son los cohetes, es una desgraciada ocurrencia, que como las olas del mar, va a poner en desorden en un segundo a todo este gentío que todavía se encuentra tranquilo. Ven, Andrea, vámonos al coche.
—¡Oh!, ¡esto es tan hermoso! Felipe, permíteme ver más.
—No perdamos tiempo, Andrea, sígueme. He ahí la desgracia que yo preveía. Un cohete perdido ha pegado fuego al bastión. Allá abajo se está estrujando la gente. ¿Escuchas los gritos? No son gritos de alegría, sino de dolor. Pronto, pronto al coche. Señores, señores, dejadnos pasar.
Y rodeando con su brazo el talle de Andrea, Felipe la condujo hacia el lado de su padre, que, intranquilo y presintiendo por los clamores que oía, un peligro de que no podía darse cuenta, pero cuya existencia estaba demostrada, sacaba su cabeza fuera de la portezuela y buscaba con la vista a sus hijos.
Era ya demasiado tarde, y se confirmaba la predicción de Felipe. La manga, compuesta de quince mil cohetes, se inflamó escapándose en todas direcciones y persiguiendo a los curiosos, como esas banderillas de fuego que se clavan a los toros para excitarlos a la pelea.
Con admiración primero, y con espanto después, los espectadores retrocedieron con la fuerza de la irreflexión ante aquella retrogresión invencible de cien mil personas; otras tantas ahogadas dieron el mismo movimiento a los que quedaban a su espalda; continuaba ardiendo la armadura; gritaban los niños; las mujeres, sofocadas, alzaban los brazos; los arqueros daban golpes a derecha e izquierda, creyendo callar a los gritadores, y restablecer el orden violentamente. Esta combinación de causas, hicieron que la ola de que hablaba Felipe se desprendiese como una trompa marina sobre el ángulo de la plaza que él ocupaba. Lejos de aproximarse, como esperaba, al coche del barón, fue arrastrado por aquella corriente irresistible, de la que ninguna descripción podría dar una idea, porque las fuerzas individuales, duplicadas ya por el espanto y el dolor, se centuplicaban por la adjunción de las fuerzas generales.
También Gilberto se dejó conducir de la ola que había arrebatado a Felipe y su hermana; pero no había andado veinte pasos cuando volviendo hacia la izquierda, en la calle de la Magdalena, una ola lo empujó rugiendo de desesperación al verse lejos de Andrea.
Esta, agarrada fuertemente del brazo de su hermano, fue envuelta en un grupo que trataba de evitar el encuentro de un coche arrastrado por dos furiosos caballos.
Felipe lo vio venir hacia él rápido y amenazador; los caballos parecían arrojar fuego por los ojos y espuma por las narices. Hizo extraordinarios esfuerzos para desviarse de su paso; pero no lo consiguió: vio abrirse la multitud detrás de él, percibió las cabezas humeantes de los briosos animales, los vio encabritarse como esos caballos de mármol que aguardan la entrada de las Tullerías, y como el esclavo que quiere domarlos, soltando el brazo de Andrea y rechazándola cuanto le fue posible fuera de la vía peligrosa, se lanzó al freno del caballo que se hallaba a su lado, que se alzó de manos. Andrea que vio caer al joven que volvió a levantarse, que cayó de nuevo y desapareció, lanzó un grito, extendió los brazos, fue rechazada, y después de un instante se vio sola y arrebatada como la pluma por el viento sin lograr oponer resistencia alguna a la fuerza que la atraía.
Los furiosos gritos, más terribles todavía que los de guerra, el relincho de los caballos, un espantoso ruido de ruedas que tan pronto pisaban el empedrado como los cadáveres, el lívido fuego de las maderas que ardían, el siniestro brillo de los sables que algunos soldados furiosos habían desenvainado, destacándose de todo este sangriento caos la estatua de bronce iluminada con reflejos rojizos y presidiendo aquella carnicería era más de lo necesario para trabajar la razón de Andrea y quitarle todas sus fuerzas, aun cuando por otra parte hubieran sido impotentes en una lucha semejante: de uno solo contra todos.
Lanzó la joven un grito penetrante: un soldado se hacía paso entre la muchedumbre dando sablazos a roso y belloso.
La espada había brillado sobre su cabeza. Juntó sus manos, como el náufrago cuando cruza la última ola sobre su frente, y gritando ¡Dios mío!, se desplomó en tierra.
Cuando uno caía era muerto.
Pero aquel terrible y supremo grito había llegado a los oídos de una persona: esta persona lo había reconocido. Gilberto, arrastrado lejos de Andrea, a fuerza de luchar, había vuelto a acercarse a ella: encorvado bajo la misma ola que había sepultado a Andrea, se enderezó, se lanzó sobre aquella espada que había amenazado a la joven, oprimió la garganta del soldado que iba a herir, lo tiró al suelo: junto al soldado se hallaba tendida una joven vestida de blanco. Gilberto la levantó con la levantó con la facilidad de un gigante.
Al sentir sobre su corazón aquella forma, aquella hermosura, aquel cadáver quizá, un rayo de orgullo iluminó su rostro, y arrojándose con su carga en una corriente de hombres, capaz de derribar un muro en su huida, se vio sostenido, levantado y llevado en volandas por aquel grupo inmenso, y marchó, o mejor dicho rodó durante algunos minutos. El torrente se detuvo de pronto como parado por algún obstáculo: tocaron la tierra los pies de Gilberto, y entonces tan sólo pudo sentir el peso de Andrea. Al momento alzó la cabeza para darse cuenta del obstáculo y se encontró a tres pasos del Guardamueble. Aquella masa de piedras había deshecho la masa de carne.
Mientras duró aquella parada instantánea y llena de ansiedad, tuvo tiempo de contemplar a Andrea dormida con un sueño tan profundo como el de la muerte: su corazón ya no latía; sus ojos estaban cerrados, y su rostro lívido como una rosa blanca que se marchita.
Gilberto la creyó muerta y lanzó un grito; apoyó sus labios sobre el vestido y la mano; luego, estimulado por la sensibilidad, devoró a fuerza de besos aquel rostro frío, aquellos ojos hinchados bajo sus cerrados párpados. Rugió, lloró, intentó hacer pasar su alma al pecho de Andrea, admirándose de que sus besos, que hubieran dado vida a un mármol, careciesen de fuerza y de virtud para aquel cadáver.
De pronto sintió latir su mano el corazón de la joven.
—¡Te has salvado! —exclamó viendo huir aquella turba negra y sangrienta, y oyendo las imprecaciones, los gritos, los suspiros y la agonía de las víctimas—. Se ha salvado y a mí es a quien debe la vida.
El desventurado Gilberto apoyaba su espalda contra la pared, y clavando la vista en el puente, no había mirado a su derecha: delante de los coches, detenidos largo rato por las masas, pero que menos comprimidas, al fin empezaban a moverse, delante de estos coches, decimos, que salieron de repente al galope como si un vértigo general se hubiese apoderado de los cocheros y caballos, huían veinte mil desgraciados, tullidos, heridos y estrujados los unos por los otros.
Continuaba andando instintivamente a lo largo de las paredes contra las cuales quedaban aplastados los más cercanos.
Arrastraba o ahogaba esta masa a cuantos habiendo llegado cerca del Guardamueble, escaparon del naufragio. Un nuevo diluvio de gentío y cadáveres inundó a Gilberto: este encontró una reja, y se asió fuertemente a sus hierros, y obligado a abandonarla por el ímpetu de los fugitivos, medio ahogado ya, y juntando todas sus fuerzas, rodeó con sus brazos el cuerpo de Andrea, descansando su cabeza sobre el pecho de la joven. Habríase dicho que quería ahogar a la que protegía.
—¡Adiós!, ¡adiós! —dijo mordiendo su vestido y elevando al cielo sus ojos, como para implorarle con su última mirada.
Extraña visión presentóse en aquel instante ante su vista. Estaba sobre un guardacantón un hombre de pie, que agarrado con la mano derecha a una argolla fija en la pared, entretanto que con la izquierda parecía organizar un ejército de fugitivos, veía cruzar todo aquel mar furioso a sus pies, ora dirigiendo una palabra, ora haciendo un gesto. A esta palabra, y a este gesto, se veía entonces entre la muchedumbre algún individuo aislado, detenerse, hacer un esfuerzo, luchar y trepar hasta llegar a aquel hombre.
Gilberto, haciendo el último esfuerzo, consiguió levantarse comprendiendo que allí estaba la salvación, porque allí estaba la serenidad y el poder. Avivándose para morir el último rayo de la llama que despedían los maderos incendiados, iluminó el rostro de aquel hombre. Gilberto lanzó un grito de sorpresa.
—¡Oh!, ¡muera yo, muera yo —dijo en voz baja—, pero que viva ella! ¡Este hombre puede salvarla!
Y en un arranque de abnegación, alzando en sus brazos a la joven, exclamó:
—Señor barón de Balsamo, salvad a la señorita Andrea.
Balsamo vio alzarse por encima de aquella ola devoradora una forma blanca; brincó de su guardacantón a tierra gritando: «¡seguidme!». Su cortejo derribó todo lo que le ponía obstáculo, y cogiendo a Andrea, que sostenían aún los desfallecidos brazos de Gilberto e impedido por un movimiento de aquella muchedumbre que había cesado de contener, se la llevó sin tener tiempo para volver la cabeza.
Gilberto procuró hablar, pero no tuvo fuerzas sino para aplicar sus labios al brazo pendiente de la joven y arrancar con su mano crispada un pedazo de vestido de aquella nueva Eurídice que le robaba el infierno. Sólo quedaba a Gilberto la muerte, después de aquel beso supremo, después de aquel postrimer adiós: así es que ni siquiera trató de luchar más tiempo; cerró los ojos y, medio muerto, vino a caer sobre cadáveres amontonados.