A los dos días de aquella noche tempestuosa, es decir, el 30 de mayo, tan fecunda en presagios y avisos, París celebró las funciones del casamiento de su rey futuro. La población entera dirigióse en su consecuencia a la plaza de Luis XV donde debían quemarse los fuegos artificiales, como complemento de toda solemnidad pública que el parisiense considera burlándose, pero del cual no puede privarse sin disgusto.
Con notable acierto se designó aquel sitio, pues hasta seiscientos mil espectadores podían circular por él sin temor de molestarse unos a otros. Rodeando a la estatua ecuestre de Luis XV estaban dispuestos varios tablados circulares, que permitían a todos los espectadores presenciar los fuegos, que se elevaban de diez a doce pies desde el nivel del suelo.
Según costumbre se fueron llegando en grupos los parisienses, e invirtieron mucho tiempo en buscar las mejores posiciones, pues este es un privilegio inatacable de los primeros concurrentes.
Subíanse los niños a los árboles, los hombres se colocaban en los pilares, y las mujeres en las barandillas de los fosos y andamios movibles levantados al aire libre por los especuladores bohemios que concurren a todas las fiestas de París, y a quienes una fecunda imaginación permite variar de tráfico cada día.
A las siete llegaron, con los primeros curiosos, algunas partidas de arqueros.
No se hizo el servicio de vigilancia por los guardias franceses, a quienes la municipalidad no quiso otorgar la gratificación de mil escudos, solicitada por el coronel mariscal, duque de Biron.
Este regimiento era temido y amado al mismo tiempo por el pueblo, que creía ver en cada individuo de este cuerpo un César o un Mandrin. Los guardias franceses, terribles en el campo de batalla, inexorables en el cumplimiento de sus deberes, tenían en tiempo de paz o fuera del servicio espantosa reputación de bandidos: en la formación eran arrogantes, valientes e insociables, y sus evoluciones agradaban tanto a las mujeres, como imponían a los maridos. Y cuando libres de consigna se diseminaban como simples particulares entre la muchedumbre, eran el terror de aquellos mismos que los admiraban la víspera, y perseguían a los que al día siguiente necesitaban proteger. La villa halló en sus antiguos resentimientos contra aquellos visitadores nocturnos de garitos, un motivo para negar los mil escudos, con la excusa de que en una fiesta de familia, semejante a la que se organizaba, debía bastar la guardia ordinaria de esta.
Se vio entonces a los guardias franceses mezclarse, fuera del servicio, a los grupos a que hemos hecho referencia, y tan licenciosos como severos habían sido, ocasionar a la multitud, merced a su cualidad de paisanos armados, todos los desórdenes que hubieran reprimido a culatazos y aun con el arresto, si su jefe César Biron hubiese tenido derecho para considerarlos como soldados aquella noche.
La gritería de las mujeres, las amenazas de los paisanos, y las quejas de los bolleros, cuyas tortas se comían gratuitamente, preparaban un falso tumulto antes del verdadero, que ciertamente debía ocurrir, cuando seiscientos mil curiosos se hallaban reunidos en aquel sitio, y animaban la escena de tal modo, que hacia las ocho de la noche semejaba la plaza de Luis XV un verdadero y vasto cuadro de Teniers.
Después que los pillos parisienses, que son a un tiempo los más diligentes y perezosos del mundo conocido, se instalaron o izaron, y el pueblo tomó posición, llegaron los coches de la nobleza y los altos empleados. Mas como no se había marcado de antemano itinerario alguno, desembocaron sin orden por la calle de la Magdalena y San Honorato, conduciendo a las casas nuevas aquellos que habían sido invitados, a las ventanas y balcones del gobernador, desde donde se podían presenciar los fuegos con la mayor comodidad.
Los invitados dejaron sus carruajes en un ángulo de la plaza, y se mezclaron a pie, precedidos de sus lacayos, al numeroso gentío, que, aunque oprimido y molesto, deja siempre sitio al que sabe conquistarlo.
Era digno de contemplar el acierto con que aquellos curiosos dirigían en la oscuridad su ambiciosa marcha, para ocupar algún puesto ventajoso, en aquel desigual terreno. La espaciosa calle, pero todavía sin terminar, que debía llamarse calle Real, estaba interceptada aquí y allí por fosos profundos, en cuyos bordes se habían amontonado escombros y tierra de las excavaciones. Cada eminencia, por pequeña que fuese, estaba ocupada por algún grupo, pareciéndose a una ola más elevada en medio de aquel mar humano.
De intervalo en intervalo, la ola empujada por las demás, se hundía entre las risas de la multitud, todavía no muy apretada, para que pudiera haber peligro en semejante caída, y para que los que cayeran no pudieran levantarse.
Cuando eran las ocho y media, todas las miradas divergentes hasta entonces, empezaron a tomar la misma dirección, y pusieron su atención en el tablado de los fuegos artificiales. Entonces fue cuando los codos, jugando sin descanso, comenzaron a sostener la integridad de la posición del terreno, contra los invasores que sin cesar se reproducían.
Aquellos fuegos artificiales, preparados por Ruggieri, estaban destinados a rivalizar con los que ejecutara la antevíspera en Versalles el ingeniero Torre, que habían tenido tan mal resultado a consecuencia de la tempestad. Se sabía en París que se habían aprovechado poco en Versalles de la liberalidad regia, que había entregado cincuenta mil libras para aquellos ruegos, pues la lluvia había apagado hasta los primeros cohetes, y como la noche del 30 de mayo era espléndida, los parisienses gozaban con anticipación de su triunfo obtenido contra sus vecinos de Versalles.
Por otro lado, París se prometía mucho más de la antigua popularidad de Ruggieri, que de la nueva reputación de Torre.
Menos caprichoso y vago que el de su colega, el plan de aquel revelaba ideas pirotécnicas de un orden muy distinguido, y la alegoría, reina de aquellos tiempos, estaba en combinación con el más elegante gusto arquitectónico. Representaba la armadura ese antiguo templo de Himeneo, que entre los franceses rivalizaba en juventud con el de la gloria. Le sostenía una columna enorme, y le rodeaba de un parapeto, en cuyos ángulos se veían delfines, que con la boca abierta esperaban sólo la señal para arrojar torrentes de llamas. Se elevaban frente a los delfines, majestuosos y erguidos sobre sus urnas, el Loira, el Ródano, el Sena y el Rin, preparados a verter, en vez de sus aguas, fuegos azules, blancos y rosados, tan luego como se encendiese la columnata.
Algunas piezas de artificio, que debían incendiarse al mismo tiempo, formarían gigantescas macetas de flores sobre el terrado del palacio de Himeneo.
Por último, sobre aquel mismo palacio destinado a presentar tantas cosas diferentes, se elevaba una pirámide luminosa, rematada por el globo del mundo, el cual, después de haber fulgurado sordamente, estallaría lo mismo que un trueno entre infinitas girándulas de varios colores. La manga de los cohetes voladores, reserva tan preciosa como importante, pues sin ella jamás juzga bien el parisiense de los mejores fuegos, Ruggieri la había separado del cuerpo de la máquina y colocado al lado del río y delante de la estatua, en un bastidor forrado de lienzo, de manera que el golpe de vista debía ser mucho mejor en aquella elevación de tres o cuatro toesas, que colocaba el pie de la manga sobre un pedestal.
Estos son los pormenores de que se ocupaba París: por espacio de quince días miraron los parisienses con admiración a Ruggieri y sus ayudantes, vagar como fantasmas a las luces fúnebres de sus armaduras, deteniéndose con gestos extraños para colocar las mechas y afirmar los cebos.
Así es que al aparecer las linternas sobre el terrado de la armadura, indicando que se aproximaba el incendio, ocasionó una viva sensación en los espectadores; y algunas filas de los más intrépidos retrocedieron, causando una larga oscilación hasta los extremos de la multitud.
Los carruajes continuaron llegando. Los caballos casi rozaban con sus cabezas las espaldas de los últimos espectadores, que empezaron a inquietarse con tan peligrosos vecinos. Pronto, detrás de los carruajes se agrupó la muchedumbre, cada vez más crecida, de tal manera que, aun cuando aquellos hubiesen intentado retirarse, no lo hubieran podido realizar, ya encajonados como se hallaban por tan compacta y tumultuosa inundación. Viéronse entonces guardias franceses, artesanos y lacayos, con ese atrevimiento del parisiense que arrolla, en razón directa de la longanimidad del que se deja arrollar, que subían sobre los imperiales, como náufragos sobre las rocas.
Desde lejos despedía la iluminación de los bulevares, su rojiza luz sobre la cabeza de millares de curiosos, entre los cuales relucían las bayonetas de los arqueros de la villa, tan raras como las espigas que permanecen en pie en un campo recién segado.
A los lados del edificio, hoy palacio Crillon y Guardamueble de la corona, los coches de los convidados, en medio de los cuales no se había adoptado la previsión de facilitar ningún paso, formaron tres filas que se extendían por un lado desde el bulevar a las Tullerías, y por el otro desde el bulevar hasta la calle de los Campos Elíseos, replegándose como una serpiente tres veces sobre sí misma.
A lo largo de esta triple fila de carruajes, vagaban como espectros por las orillas de la laguna Estigia, aquellos convidados a quienes los coches de sus predecesores impedían que llegasen a la gran puerta, y que aturdidos por el ruido, temiendo pisar (las damas sobre todo) aquel suelo tan lleno de polvo, se hallaban oprimidos entre las oleadas del pueblo que se burlaba de su delicadeza, y procurando abrirse paso entre las ruedas de los coches y los pies de los caballos, se deslizaban como podían hasta su destino, objeto tan codiciado, como lo es el puerto durante una tempestad.
Llegó uno de estos coches a eso de las nueve, es decir, pocos minutos antes de la hora prefijada para disparar los fuegos, tratando como los demás abrirse paso hasta la puerta del gobernador; pero su pretensión, ya tan disputada hacía algún tiempo, llegaba a ser en aquel momento si no imposible, al menos temeraria. Comenzóse a formar una cuarta fila que reforzaba las tres primeras, y los caballos, confundidos e inquietos por la multitud, se habían puesto furiosos, y a la menor irritación, lanzaban a diestro y siniestro tan sendas coces, que ya habían ocasionado algunos accidentes perdidos en medio de aquella tumultuosa multitud.
Un joven, cogido a los muelles de un coche, rechazaba a cuantos intentaban como él utilizarse de aquel locomotor, que al parecer había confiscado en su provecho.
Al detenerse el carruaje, nuestro joven se echó a un lado, sin soltar el muelle protector, y así pudo fácilmente oír por la portezuela abierta, la conversación animada de las personas que venían en él.
Una joven vestida de blanco, y peinada con algunas flores naturales, se asomó a la portezuela. Al momento le gritó una voz:
—Andrea, pareces una aldeana: ¿no comprendes que, asomándote así, te expones a que te abrace el primer palurdo que pase? Es necesario que te cerciores que nuestro coche está entre este pueblo como en medio de un río. Estamos en el agua, querida, y en agua sucia: no nos mojemos.
Ocultóse la joven nuevamente en el interior del coche diciendo:
—Pero, señor, no se ve nada desde aquí: si nuestros caballos pudiesen dar una media vuelta, veríamos por la portezuela, y nos hallaríamos casi tan bien como en la ventana del gobernador.
—Vuelve, cochero —gritó Taverney.
—Señor barón, no puede ser, pues para conseguirlo sería necesario aplastar diez personas.
—Aplástalas, ¡voto a Cribas!
—¡Oh!, señor —dijo Andrea.
—¡Padre mío! —exclamó Felipe.
—¿Qué barón es ese que desea aplastar la gente? —gritaron varias voces en tono amenazador.
—Yo —exclamó Taverney inclinándose y mostrando con descuido la banda encarnada.
Y como todavía en aquel tiempo se respetaba a todos los que llevaban esta distinción, el rumor siguió, pero en un diapasón descendente.
—Aguardad, bajaré —dijo Felipe—, y veré si encuentro manera de pasar.
—Ten cuidado, hermano, no te lastimes: ¿no oyes los relinchos de los caballos que se enfurecen?
—Bien puedes decir los rugidos —repuso el barón—. Vamos a bajar del coche: di que se aparten, Felipe, para que pasemos.
—¡Ah!, padre mío —contestó el joven—, ya no conocéis a París. En otra época podía ser bueno ese tono imperativo, pero acaso tendría en el día un resultado contrario al que esperáis, y presumo que no querréis comprometer vuestra dignidad.
—No obstante, cuando esa canalla sepa quien yo soy…
—Hermano —dijo la joven—, ¿no pudiera apoyarme en tu brazo y situarme contigo en medio de la gente?
—Sí, sí, señorita —contestaron muchas voces de hombres llevados a compasión por la hermosura de Andrea—; sí, venid, como no sois gruesa, podremos con facilidad cederos un sitio.
—Vamos, ¿quieres bajar? —preguntó Felipe.
—¿No he de querer? —replicó Andrea saltando con ligereza sin tocar el estribo del coche.
—Bien —dijo el barón—; pero yo, que me río de estas diversiones, os aguardo aquí.
El pueblo, que cuando ninguna pasión le irrita, mira siempre respetuosamente esa reina suprema que se llama hermosura, se abrió para dejar paso a los dos hermanos, y un buen ciudadano, poseedor con su familia de un banco de piedra, hizo separar a su mujer y a su hija para que Andrea pudiera colocarse entre ellas.
Púsose Felipe a los pies de su hermana, y esta descansó una de sus manos en el hombro del joven.
Gilberto los había seguido, y colocado a cuatro pasos de los dos hermanos, devoraba a Andrea con los ojos.
—¿Estás bien? —preguntó Felipe.
—Muy bien —respondió Andrea.
—Ya ves cuánto vale ser bonita —dijo sonriendo el barón.
—Sí, en verdad, muy bonita —murmuró Gilberto.
Estas palabras las oyó Andrea, pero como si hubiesen salido de la boca de un hombre cualquiera del pueblo, no hizo más caso de ellas que un ídolo de la India del homenaje que deposita a sus pies un pobre paria.