Luis Augusto abrió la puerta de la cámara nupcial, o, mejor dicho, de la estancia que la precedía.
La archiduquesa, vestida con un largo peinador blanco, aguardaba en el dorado lecho, hundido apenas por el leve peso de su cuerpo débil y delicado. ¡Pero cosa extraña!, si hubiese sido posible leer al través de la nube de tristeza que cubría su frente, se hubiera reconocido, en vez de la dulce esperanza de la desposada, el terror de la doncella amenazada por uno de esos peligros que las naturalezas nerviosas llegan a prever, y sufren a veces con más valor que los han presentido.
Madame de Noailles ocupaba un asiento junto a la cama.
Esperaban las demás camaristas a un extremo de la real cámara, la menor seña de la dama de honor para marcharse.
Esta, fiel a la etiqueta, esperaba con impaciencia la llegada del delfín.
Pero como si todas las leyes de la etiqueta y del ceremonial tuvieran que ceder en esta ocasión a la malignidad de las circunstancias, resultó que las personas designadas a introducir al joven príncipe en la cámara nupcial, no sabiendo que Su Alteza, según las disposiciones de Luis XV, debía llegar por el corredor nuevo, esperaban en otra antecámara.
La que visitaba el delfín estaba vacía, y la puerta que comunicaba a la cámara, ligeramente entreabierta, resultando que podía ver y oír lo que pasaba en aquella estancia.
Se esperó algunos instantes, mirando a hurtadillas y escuchando furtivamente, oyó pura y armoniosa, aunque algo trémula, la voz de María Antonieta que preguntaba.
—¿Por dónde entrará el delfín?
—Por esta puerta, señora —contestó la duquesa de Noailles, señalando la opuesta a la que ocultaba al príncipe.
—¿Qué se oye por esa ventana? —añadió la delfina—; parece que es ruido del mar.
—Es el rumor de los muchísimos espectadores que están paseando a la luz de la iluminación, aguardando los fuegos artificiales.
—¡La iluminación! —dijo con triste sonrisa María Antonieta—, no estará de más esta noche, ¡el cielo está tan oscuro…!, ¿lo habéis visto, señora?
El príncipe, en este instante, cansado ya de esperar, empujó con suavidad la puerta preguntando si podía entrar.
Dio un grito madame de Noailles por no haber desde luego conocido al delfín.
Y la archiduquesa cogió el brazo de madame de Noailles, sobrecogida por las continuas emociones que había sufrido, mientras se hallaba agitada por ese estado nervioso en que generalmente todo nos sobresalta.
—Soy yo, señora —dijo el delfín—, no os asustéis.
—Pero ¿por qué entráis por esa puerta?
—Porque —repuso Luis XV asomando también su cabeza cínica por la puerta entreabierta—, porque M. de La Vauguyon como verdadero jesuita, sabe latín, matemáticas y geografía; pero no sabe lo demás.
Al oír al rey tan inopinadamente, la delfina, se deslizó de la cama y se puso de pies, envolviéndose en su gran peinador que la ocultaba tan herméticamente como la túnica de una matrona romana.
—¡Cómo se conoce que es flaca! —murmuró Luis XV—. Cargue el diablo con M. de Choiseul, que entre tantas archiduquesas fue a elegir precisamente esta.
—Podrá observar Vuestra Majestad —dijo madame de Noailles— que en la parte que a mí respecta se ha observado estrictamente la etiqueta, a la cual sólo se ha faltado por el señor delfín.
—A mi cargo tomo la infracción —contestó el rey—, es muy justo, pues por mi culpa se ha cometido; mas como las circunstancias eran graves, espero, querida condesa, me perdonaréis.
—No acierto lo que Vuestra Majestad quiere dar a entender.
—Duquesa, nos marcharemos juntos y os lo explicaré. Ahora dejemos a estos jóvenes que se acuesten.
Se alejó un paso de la cama María Antonieta y se apoderó del brazo de madame de Noailles con más terror, tal vez, que la primera vez.
—¡Oh! Por Dios, señora —exclamó—, moriría de vergüenza…
—Señor —dijo la duquesa—, madame, la delfina, os suplica la consintáis acostarse como una simple señora particular.
—¡Cómo! ¿Y vos solicitáis eso? ¿Vos, tan exacta observadora de las leyes de la etiqueta?
—No ignoro, señor, que es contrario al ceremonial de Francia; pero fijaos en la archiduquesa…
Efectivamente, María Antonieta, de pie, pálida y sosteniéndose contra el respaldo de un sillón, hubiera semejado la estatua del Espanto, a no haberse oído el ligero castañeteo de sus dientes, acompañado del sudor frío que inundaba su rostro.
—¡Oh!, hasta ese extremo no pretendo violentar a la delfina —repuso Luis XV, príncipe tan enemigo del ceremonial como decidido sectario había sido Luis XIV—, salgamos, duquesa; además, como hay cerraduras en las puertas, será mucho mejor…
Se ruborizó el delfín al oír estas últimas palabras de su abuelo, mas la princesa no las entendió aunque pudo también oírlas.
Luis XV abrazó a su nuera, y salió acompañado de la duquesa de Noailles, riéndose de aquel modo burlón que le era peculiar, y que produce tanta tristeza a los que no participan de la alegría del que se ríe.
Salieron los demás espectadores por la puerta contraria y los dos jóvenes quedaron solos.
Un profundo silencio reinó durante algunos momentos.
En fin, se aproximó Luis Augusto a la princesa: su agitado corazón latía aceleradamente, y sintió agolpársele al pecho y a las sienes la fogosa sangre de la juventud y del amor.
El joven príncipe, tímido y torpe por temperamento, se estremecía sólo al considerar que su abuelo podría estar oculto tras la puerta, y que su cínica mirada penetraba hasta la alcoba nupcial.
—Señora —dijo, al fin, acercándose a la archiduquesa—, ¿os sentís mala? Estáis tan pálida, y me parece que tembláis.
—No procuraré ocultaros —repuso aquella—, que experimento una agitación extraña: es necesario que haya en el cielo alguna tempestad terrible, y que ejerce sobre mí grande influencia.
—¿Es decir que creéis que nos hallamos amenazados de algún huracán? —preguntó el delfín.
—¡Oh!, sin duda, así os lo aseguro; todo mi cuerpo tiembla, mirad.
En efecto, todo el cuerpo de la pobre archiduquesa parecía estremecerse bajo sacudimientos eléctricos.
Como para justificar sus previsiones, en aquel momento una ráfaga de viento impetuoso, parecido a esos soplos poderosos que arrollan unas olas sobre otras, arrastrando, al parecer, las montañas, y semejante al rugir de la tempestad que avanza, llenó el palacio de tumulto, de ayes y de crujidos horrorosos e intensos.
Las hojas arrancadas de las tronchadas ramas de los árboles, las estatuas arrojadas al pie de sus pedestales, un ensordecedor y prolongado grito de cien mil espectadores esparcidos por los jardines, y el lúgubre clamor que resonaba en las galerías y corredores del castillo, produjeron entonces la más salvaje y tétrica armonía que jamás vibrara en oídos humanos.
Al clamor sucedió un ruido siniestro: eran los vidrios que, rotos en mil pedazos, caían sobre las gradas de mármol y sobre las cornisas, produciendo un sonido seco, y volaban después rechinando por el espacio.
El viento había arrancado además de cuajo una de las persianas mal cerradas que chocó contra la pared, como el ala gigantesca de un pájaro nocturno.
Las luces se apagaron extinguidas por una ráfaga de viento, en todas las habitaciones del castillo donde las ventanas habían quedado abiertas.
El príncipe se acercó a la ventana para cerrar sin duda las persianas; mas se detuvo al oír a la archiduquesa que decía:
—¡Ay!, señor, señor, por piedad; si abrís esa ventana, se apagarán nuestras bujías y moriré de miedo.
Desde la ventana cuya cortina descorrió el delfín, se distinguían las copas de los árboles sombríos del parque, agitadas y torcidas, como si el brazo poderoso de algún gigante invisible sacudiera sus troncos en medio de la oscuridad.
Todas las iluminaciones se apagaron, y entonces se vieron en el cielo legiones de espesos y negros nubarrones que rodaban arremolinados como escuadrones lanzados a la carga.
El príncipe, trémulo, permaneció de pie con la mano apoyada en la falleba de la ventana, en tanto su joven esposa cayó sobre una silla lanzando un doloroso suspiro.
—¿Tenéis mucho miedo, señora? —preguntó Luis Augusto.
—¡Ay!, sí; pero vuestra presencia me tranquiliza, no obstante, algo: ¡Dios mío!, ¡qué tempestad!, ¡qué tempestad! Todas las iluminaciones se han apagado.
—En efecto —repuso el delfín—, el viento sopla de sur-sudoeste y es el que anuncia los más fuertes huracanes. Si dura mucho, no sé de qué modo se dispararán los fuegos artificiales.
—¿Por qué se han de disparar? ¿Quién queréis que esté en los jardines con tan desagradable tiempo?
—No conocéis, señora, a los franceses: los fuegos artificiales son para ellos necesarios, y los de esta noche eran extraordinarios: el ingeniero me ha enseñado el plan. ¡Oh!, mirad, mirad cómo no me engañaba; ya disparan los primeros cohetes.
En efecto, brillantes como largas sierpes de fuego, los cohetes de anuncio se lanzaron hacia el cielo, pero al mismo tiempo, como si la tempestad tomase estos disparos por un desafío, un solo relámpago, pero que parecía cruzar el cielo, serpenteó entre las piezas de artificio, enlazándose su fuego azulado con la llama rojiza de los cohetes.
—Me parece una impiedad —observó la archiduquesa—, que el hombre se ponga a luchar así con Dios.
Sólo algunos segundos precedieron aquellos cohetes de anuncio a la explosión general; pues el ingeniero, conociendo que era necesario abreviar la función, dio fuego a las primeras piezas, que fueron saludadas por la multitud con un inmenso clamor de alegría.
Mas como si el fuego, la tierra y el cielo, luchasen entre sí, y como si el hombre, según dijera la archiduquesa, cometiera una impiedad contra su Dios, la tempestad irritada confundió con su estruendo terrible el clamor popular, y abriéndose a una vez todas las cataratas del cielo, torrentes de lluvia se precipitaron de las nubes.
El agua apagó los fuegos artificiales con la misma prontitud que antes apagó el viento las luminarias.
—¡Ay!, ¡qué desgracia! —exclamó el delfín—, se ha frustrado la función.
—Pero, señor, ¿no se frustra todo desde mi entrada en Francia?
—¿Qué decís, señora?
—¿Visteis a Versalles?
—Sin duda, señora, ¿no os agrada?
—Realmente me agradaría más, si en el día estuviese como lo dejó vuestro ilustre abuelo Luis XIV. ¡Pero en qué estado lo hemos encontrado!, por todas partes luto y ruina. ¡Oh!, sí, sin duda, esta tempestad concuerda perfectamente con la fiesta que en obsequio mío se celebra. ¿No creéis conveniente que venga un huracán a disfrazar a nuestro pueblo las miserias de este palacio? ¿No será propicia y bien venida la noche que oculte esas alamedas llenas de hierbas silvestres, esos grupos de tritones cenagosos, esos estanques secos y esas estatuas mutiladas? ¡Oh!, sí, sí; brama, viento del Sur; ruge, tormenta; amontonaos, nubes espesas, y ocultad a la vista de todos los hombres el extraño recibimiento que hace la Francia a una hija de los Césares, el día que entrega su mano a su rey futuro.
Turbado visiblemente el príncipe por no saber qué responder a aquellas reconvenciones, ni a aquella melancolía exaltada, tan contraria a su carácter, lanzó a su vez un profundo suspiro.
Y María Antonieta continuó:
—No obstante, no creáis que me expreso así por orgullo. ¡Oh!, no, pues ni siquiera me han mostrado todavía ese Trianón tan risueño, majestuoso y floreciente, cuyos bosques destruye sin compasión la tormenta, y cuyas transparentes aguas enturbia. ¡Me hubiera gustado tanto su murmullo encantador! ¡Las ruinas me horrorizan, repugnan a mi juventud, y sin embargo, cuántas va a ocasionar todavía este espantoso huracán!
Otra borrasca, más terrible aún que la primera, conmovió en este momento las paredes del edificio, y la princesa, levantándose aterrada, exclamó:
—¡Oh! ¡Dios mío!, aunque lo haya, manifestadme que no hay peligro… ¡me muero de miedo!
—Señora, sosegaos. Es plana la construcción de Versalles y no puede atraer el rayo. Y si cayese, sería probablemente sobre la capilla que tiene techo agudo, o sobre el castillo que presenta asperezas. No ignoráis que los puntos elevados atraen el fluido eléctrico, y que los cuerpos planos, por el contrario, lo repelen.
—No, no lo sé, no lo sé.
Cogió Luis la mano de la archiduquesa, que encontró trémula y helada.
Al mismo tiempo un relámpago iluminó la estancia con su luz lívida y violada, y María Antonieta rechazó al príncipe exhalando un terrible grito.
—Pero, señora, ¿qué tenéis?
—¡Ay! —contestó—, os he visto al resplandor de ese relámpago, pálido, desencajado, sangriento. Me ha parecido ver un fantasma.
—Es el reflejo del fuego azufrado —observó el príncipe, y puedo explicaros…
Un trueno espantoso, cuyos ecos se prolongaron gimiendo, y que llegado al punto fulminante empezó a extinguirse a lo lejos, interrumpió la explicación científica que el delfín trataba de dar tranquilamente a su regia esposa.
—Ea, señora —continuó después de un instante de silencio—, animaos: dejad al vulgo esos temores: la agitación física es una de las condiciones de la Naturaleza. No extrañemos esta agitación más que la calma, pues una y otra se suceden con naturalidad. Pero, señora, esto no es más que una tormenta, uno de esos fenómenos más naturales y frecuentes de la creación. No comprendo por qué os alarmáis así.
—¡Oh!, acaso aislada no me turbaría; pero una tempestad el día mismo de nuestra boda, ¿no lo consideráis un terrible presagio, unido a los que me persiguen desde mi entrada en Francia?
—¡Cómo, señora! —dijo Luis, sorprendido a pesar suyo de un terror supersticioso—: ¿Presagios dijisteis?
—Sí; sí, ¡terribles, sangrientos!
—Señora, explicaos: todos me atribuyen un carácter frío y prudente: tal vez tenga la dicha de combatir y destruir esos presagios que os espantan.
—La primera noche que pasé en Francia, fue en Estrasburgo, donde me instalaron en una gran alcoba y encendieron candelabros. A la luz de sus bujías, distinguí una pared empapada en sangre. Tuve, sin embargo, valor para acercarme a examinar aquellas tintas rojas con más atención, y vi que estaban estampadas en unas colgaduras que representaban el degüello de los inocentes. Veíanse por todas partes escenas de desesperación, de luto y de muerte; por todas partes veía esgrimir y brillar la espada o el hacha, y creí verdaderamente oír los gritos lastimeros de las madres y los roncos suspiros de agonía, lanzados confusamente de aquella pared profética, que a fuerza de mirarla me parecía viva. ¡Oh!, helada de espanto no pude dormir durante aquella noche… ¿No fue este un triste presagio?
—Tal vez para una mujer de los tiempos pasados, pero no para una princesa de vuestra edad.
—Señor, este siglo está tan preñado de desgracias, como ese cielo que se inflama sobre nuestras cabezas lo está de azufre, de fuego y de destrucción. Así me lo ha asegurado mi madre, y he ahí el motivo por qué tengo tanto miedo, y por qué todo presagio me parece un aviso.
—Señora, ningún peligro puede amenazar el trono a que subimos: nosotros, los reyes, habitamos una región superior a las tempestades. A nuestros pies está el rayo, y cuando cae sobre la tierra, nosotros mismos somos quien lo precipitamos.
—¡Ay!, no me han pronosticado eso.
—¿Pues que es, señora?
—Una cosa horrible, espantosa.
—¿Pero qué cosa es esa?
—O por mejor decir me han hecho ver.
—¡Ver!
—Sí, sabedlo: he visto, y aquella imagen ha quedado grabada en mi alma tan profundamente, que no transcurre un solo día sin que me estremezca al recordarla, ni noche sin que deje de verla en sueños.
—¿Y no podéis decirme lo que habéis visto?… ¿Os han exigido el silencio?
—No, nada me han exigido.
—Pues explicaos, señora.
—No puedo descubrirlo. Era una máquina elevada como un cadalso, a la cual se adaptaban, en apariencia, dos largueros de una escala. Entre estos largueros se deslizaba un cuchillo, un machete y un hacha. Veía yo todo esto, y. ¡Cosa extraña!, veía también mi cabeza debajo del cuchillo, que deslizándose algunos momentos después entre ambos largueros, separó de mi cuerpo la cabeza que rodó al suelo.
—Exacta alucinación —interrumpió el delfín—; conozco todos los instrumentos destinados a quitar la vida, y el que habéis descrito no existe: por lo tanto debéis tranquilizaros.
—¡Ay! —exclamó María Antonieta—, no puedo desechar este odioso pensamiento a pesar de mis esfuerzos por alcanzarlo.
—Lo conseguiréis —repuso Luis Augusto acercándose a su esposa—, tenéis a vuestro lado desde este momento, un amigo afectuoso y un protector decidido.
—¡Ay! —exclamó de nuevo la delfina cerrando los ojos y dejándose caer lánguidamente sobre su sillón.
Volvió el príncipe a acercarse a ella, y pocos instantes después sintió María Antonieta en su mejilla el aliento de su marido.
En este momento se entreabrió la puerta que había dado entrada al delfín, y una mirada curiosa atravesó la penumbra de aquella amplia estadía, apenas iluminada por dos bujías colocadas sobre candeleras de plata.
Esta mirada era la de Luis XV, y ya se disponía a pronunciar sin duda en voz baja algunas palabras que alentasen a su nieto, cuando resonó en el palacio un estruendo imposible de describir, acompañado entonces del relámpago que había siempre precedido las anteriores detonaciones. Enseguida una columna de fuego blanquecino se precipitó delante de la ventana, haciendo estallar todos los vidrios y destrozando una estatua situada debajo del balcón, y después de un horrible estampido volvió a remontarse al cielo desvaneciéndose repentinamente como un meteoro.
Las dos bujías se apagaron a causa de aquella bocanada de aire que se coló en la cámara, y el delfín, asustado, vacilante, deslumbrado, retrocedió hasta una pared contra la cual permaneció recostado.
Medio desmayada la archiduquesa, cayó sobre las gradas de su reclinatorio, quedando allí sepultada en un mortal letargo.
Tembloroso Luis XV, pensó que la tierra iba a abrirse bajo sus plantas, y se volvió, seguido de Lebel, a sus habitaciones desiertas.
En el transcurso de este tiempo corría a lo lejos como bandadas de pájaros espantados el pueblo de París y Versalles, que esparramado por los jardines, calles y bosques, era perseguido en todas direcciones por una fuerte y espesa granizada, que deshojaba las flores del jardín, arrancaba las hojas de los bosques y tronchaba las mieses del campo. Las pizarras y las finas esculturas del edificio, agregaban el estrago a la desolación.
Oraba la delfina con fervor apoyada la frente en sus manos, y lanzando hondos sollozos.
Con aire sombrío contemplaba Luis Augusto el agua que penetraba en la estancia por los vidrios rotos y que reflejaba sobre el pavimento en planos azulados, los relámpagos no interrumpidos durante muchas horas.
Todo este caos se aclaró al rayar el día; los primeros rayos de la aurora pusieron de manifiesto los estragos del huracán nocturno.
Estaba Versalles desconocido.
Había absorbido la tierra aquel diluvio de agua; los árboles habían absorbido aquel diluvio de fuego, y por doquier veíanse árboles arrancados, torcidos o calcinados por esa serpiente abrasadora a que damos el nombre de rayo.
Era tan grande el terror de Luis XV, que no había podido dormir: llamó a Lebel para vestirse apenas rayó el alba. Este, que no le abandonó ni un momento, volvió por la misma galería donde gesticulaban vergonzosamente a los lívidos reflejos de la aurora, las pinturas de que ya hicimos referencia, y que habían sido colocadas entre flores, cristales y candelabros encendidos.
Luis XV empujó por tercera vez la puerta de la cámara nupcial, y estremecióse al hallar sobre el reclinatorio, trastornada, pálida, con los ojos lívidos como los de la sublime Magdalena Rubens, a la futura reina de Francia, a cuyos tormentos había por fin puesto término el sueño, cuya blanca vestidura azulaba el alba con religioso triunfo.
En un extremo de la estancia y sobre un sillón apoyado en la pared, descansaba con los pies calzados de seda extendidos sobra un charco de agua, el delfín de Francia tan pálido como su joven esposa.
Bañaba un sudor frío la frente de ambos príncipes.
Luis XV frunció el ceño al advertir que el lecho nupcial estaba como lo había visto la víspera, y un dolor que no había sufrido hasta entonces, abrasó como un hierro candente aquella frente helada por el egoísmo.
Movió su cabeza exhalando un suspiro y volvió a sus habitaciones más triste y espantado tal vez en aquel momento, de lo que había estado durante la noche.