Capítulo LXIV

Los grandes acontecimientos de la historia son para el novelista lo que para el viajero las gigantescas montañas. Las contempla, da vueltas alrededor de ellas, las saluda al paso, pero no las cruza.

Contemplaremos, pues, dando vuelta a su derredor y saludando, esa ceremonia majestuosa e imponente de la princesa en Versalles. En semejante ocasión conviene consultar el ceremonial de Francia, como única crónica.

No es efectivamente en los esplendores de Luis XV en Versalles, ni en la descripción de los suntuosos trajes de corte, de las libreas y ornamentos pontificales, donde nuestra historia, que modestamente avanza costeando el ancho camino que traza la historia de Francia, puede encontrar su interés y engrandecimiento.

Esperemos que termine la ceremonia a los rayos del ardiente sol de un hermoso día de mayo, y que se retiren alegres los ilustres convidados comentando las maravillas del suceso que acaban de presenciar, y volvamos a nuestros acontecimientos y a nuestros personajes, que no carecen ciertamente de valor histórico.

El banquete, calcado sobre el ceremonial de la comida de boda del gran delfín, hijo de Luis XIV, duró mucho, así es que, cansado el monarca, se retiró a su cámara a las nueve, despidiendo a todo el mundo, excepto a M. de La Vauguyon, preceptor de los príncipes de Francia.

Este duque, gran amigo de los jesuitas, que confiaba en atraerse, gracias al crédito de madame Du Barry, veía terminada parte de su tarea por el casamiento del duque de Berry.

No obstante, no era esta la parte más laboriosa, pues quedábale todavía la de perfeccionar la educación de los condes de Provence y Artois, que contaban a la sazón quince años el primero, y trece el segundo. Aquel era taciturno e indómito; este, muy revoltoso y atronado: por otra parte, además de las buenas condiciones que le hacían un discípulo muy apreciable, Luis Augusto era delfín, es decir, el primer personaje de Francia después del rey. M. de La Vauguyon podía, por consiguiente, perder mucho, perdiendo sobre aquel espíritu la influencia que una mujer iba tal vez a conquistar.

Oída la invitación del rey, M. de La Vauguyon pudo abrigar la esperanza de que Su Majestad, comprendiendo aquella pérdida, trataba de indemnizarle por medio de alguna recompensa. Terminada una educación es costumbre gratificar al preceptor, lo cual debió contribuir a redoblar la sensibilidad de M. de La Vauguyon, en extremo exquisita por naturaleza; de suerte que mientras duró la comida llevaba el pañuelo a los ojos, como para manifestar el sentimiento que la pérdida de su alumno le produjera. Prorrumpió en sollozos después de los postres; pero, al quedarse solo, comenzó a sentirse más tranquilo.

Al llamarle Luis XV sacó el pañuelo, afluyendo a sus ojos nuevas lágrimas.

—Mi pobre La Vauguyon, aproximaos —dijo el rey, instalándose cómodamente en un sillón—, y hablaremos un rato.

—Siempre a las órdenes de Vuestra Majestad —repuso el duque.

—Querido mío, sentaos; os encontraréis muy cansado.

—¡Sentarme yo, señor!

—Sí, sin ceremonia.

Y Luis XV le indicó un taburete colocado de tal modo, que las luces daban de lleno en el rostro del preceptor, dejando el suyo a la sombra.

—¿Conque ya está terminada la educación? —preguntó el rey.

—Sí, señor —repuso el duque.

—¡Una buena educación en verdad! —dijo Luis XV.

—Vuestra Majestad es sumamente bondadoso.

—Y que os honra mucho, duque.

—Me favorecéis demasiado, Majestad.

—Me parece que Luis es uno de los príncipes sabios de Europa.

—Así lo creo yo también, señor.

—¿Buen historiador?

—Excelente.

—¿Geógrafo perfecto?

—El delfín hace él solo planos que con dificultad haría un ingeniero.

—¿Tornea con perfección?

—¡Ah!, señor, ese honor no me pertenece, pues otro ha sido quien le enseñó.

—¿Qué importa?, el resultado es que sabe tornear.

—Maravillosamente.

—¿Y en relojería?… ¡eh…!, ¡qué destreza…!

—Extraordinaria, señor.

—Hace seis meses que mis relojes andan uniformes como las ruedas de un coche, siendo él sólo quien se cuida de arreglarlos.

—Señor, eso pertenece a la mecánica, y debo también declarar que tampoco he tenido parte en esa enseñanza.

—Sí: ¿pero matemáticas, náutica?

—¡Ah!, señor, he ahí las ciencias que he pretendido enseñarle.

—Y habéis conseguido vuestro propósito: noches pasadas le oí hablar con M. de Peyrouse, de obenques, palo mesana y bergantines.

—Términos propios de marina… sí, señor.

—Y se expresa como un Juan Bart[24].

—Como es profundo en esa ciencia…

—Ya, pero a nadie, sino a vos, debe esos conocimientos.

—Vuestra Majestad me favorece más de lo que merecen mis méritos, atribuyéndome una parte, por corta que sea, en las provechosas ventajas que el delfín ha sacado del estudio.

—Duque, la verdad: espero que Luis ha de ser, sin duda alguna, buen rey, buen administrador, y buen padre de familia… ¿qué creéis?, ¿será buen padre de familia?…

—¡Oh!, señor —repuso con candidez—, opino que hallándose en germen todas las virtudes en el corazón del delfín, esta debe estar todavía oculta como las demás.

—No me comprendéis, duque, os pregunto si será buen padre de familia.

—Declaro, señor, que no comprendo a Vuestra Majestad. ¿En qué sentido me hace esa pregunta?

—¿En qué sentido?, ¿en qué sentido?… ¿No conocéis la Biblia?

—Sí, señor, la he leído.

—Pues bien, ¿conocéis a los patriarcas?

—Justamente.

—¿Será buen patriarca?

M. de La Vauguyon miró con tanto asombro al rey, como si le hubiese hablado en hebreo, y dando vueltas al sombrero entre sus manos:

—Señor —respondió—, un gran rey lo es todo.

—Perdonad, señor duque —insistió Luis XV—: Veo que no nos entendemos.

—Procuro, no obstante, explicarme lo mejor que puedo, señor.

—En fin —continuó el rey—, hablaré más claramente.

Veamos, conocéis el delfín como si fuese hijo vuestro, ¿es verdad?

—¡Oh!, seguramente, señor.

—¿Sus inclinaciones?

—También, señor.

—¿Y sus pasiones?

—En cuanto a sus pasiones, ¡oh!, es muy diferente, pues yo las habría radicalmente extinguido, tan pronto como monseñor las hubiese tenido; mas por fortuna no me he visto precisado a tomarme ese trabajo, porque no tienen imperio alguno en el ánimo de monseñor.

—¿Por fortuna dijisteis?

—¿Y no es una felicidad?

—¿Conque no las tiene?

—No, señor.

—¿Ni una?

—Ni una, puedo asegurarlo.

—Eso es justamente lo que yo temía. El delfín será buen rey, buen administrador; pero buen patriarca, jamás.

—Vuestra Majestad no me ha encargado que educase al delfín para el patriarcado.

—Ciertamente, y reconozco que he obrado mal, pero debía haber tenido presente que habría de casarse algún día. Pero aun cuando no tenga ahora pasiones, ¿no le condenaréis por completo?

—¿Cómo?

—Quiero decir que no le juzguéis incapaz de tenerlas algún día.

—Presumo, señor…

—¡Cómo!, ¿qué presumís?

—La verdad, señor —prosiguió el pobre duque con tono lastimero—. Vuestra Majestad me pone en un suplicio.

—Señor de La Vauguyon —prorrumpió el rey, que comenzaba a impacientarse—; os pregunto si, con pasión o sin ella, el duque de Berry será buen esposo. Dejo aparte la calificación de padre de familia, y olvido la de patriarca.

—¡Oh, señor! A eso precisamente es a lo que no puedo responder a Vuestra Majestad.

—¡Cómo!, ¿que no podéis responder?

—No, señor, pues lo ignoro.

—¡Lo ignoráis! —exclamó Luis XV con un asombro que hizo oscilar la peluca sobre la cabeza de M. de La Vauguyon.

—Señor, el duque de Berry vivía bajo el techo de Vuestra Majestad con la inocencia propia de un niño que estudia.

—¡Eh!, señor duque, ese niño no estudia ya, contrae matrimonio.

—Yo era el preceptor de monseñor…

—He ahí la razón por la que debisteis haberle enseñado todo cuanto era preciso que supiese —contestó el monarca recostándose en su sillón y encogiéndose de hombros—. Lo sospechaba —añadió después de algunos instantes lanzando un suspiro.

—¡Por Dios, señor!

—¿Sabéis la historia de Francia, señor de La Vauguyon?

—Así lo he creído siempre, y continuaré creyéndolo, a menos que Vuestra Majestad me asegure lo contrario.

—Pues entonces no ignoraréis lo que me ocurrió la víspera de mi boda.

—Lo ignoro, señor.

—¡Oh, Dios mío! ¿Es decir que nada sabéis?

—Si Vuestra Majestad se dignase manifestarme ese punto que desconozco…

—Atended, duque, y que os sirva de lección para los otros dos condes.

—Os atiendo, señor.

—Yo también fui educado según el sistema que habéis practicado con el delfín, y bajo el techo de mi abuelo. Mi preceptor, M. de Villeroy, era un hombre de bien como vos. ¡Ojalá me hubiese permitido más frecuentemente la sociedad de mi tío el regente! Pero no, la inocencia del estudio, como vos mismo habéis dicho, me hizo descuidar el estudio de la inocencia. Me casé, no obstante, señor duque, y el matrimonio de un rey es cosa muy formal en el mundo.

—¡Oh, señor!, ya empiezo a entender.

—Me alegro, y continúo mi relato. Examinó el cardenal mis disposiciones para el patriarcado: estas eran completamente nulas, y mi candor hacía temer que el trono de Francia recayese en la línea femenina. Pero por suerte el cardenal consultó a M. de Richelieu sobre este asunto tan delicado, y como este último se hallaba muy instruido en semejante materia, tuvo una idea luminosa. Conocía a una señorita llamada Lemaure o Lemoure (no recuerdo bien el nombre), que hacía cuadros admirables; le encargó una serie de escenas… ¿adivináis?

—No, señor.

—¿Cómo me explicaría yo?… escenas campestres…

—¿Semejantes a las de los cuadros de Teniers?

—No, mejores: primitivas.

—¡Primitivas…!

—Naturales. Creo haber por fin encontrado el término: ¿entendéis ahora?

—¡Cómo! —exclamó M. de La Vauguyon ruborizado—: ¡Se atrevieron a presentar a Vuestra Majestad…!

—¿Quién dice que me presentaron, duque?

—Pero para que Vuestra Majestad viese…

—Bastaba con que mi majestad mirara.

—¡Y bien!

—Miré.

—¿Y?…

—Y como el hombre es naturalmente imitador… imité.

—Señor, en verdad que el medio es ingenioso, excelente, aunque peligroso para un joven.

El monarca contempló al duque de La Vauguyon sonriéndose con sonrisa que pudiera llamarse cínica, a no haberse deslizado en los labios de Luis XV.

—Por hoy dejemos el peligro, y volvamos a lo que os falta que hacer.

—¡Oh!

—¿Lo sabéis?

—No, señor, y Vuestra Majestad me haría señalada merced en decírmelo.

—Bueno, pues oídme: iréis a buscar al delfín que está recibiendo los últimos cumplimientos de los caballeros invitados, en tanto la princesa se despide de las damas. —Sí, señor.

—Luego tomaréis una palmatoria, y conduciendo aparte al delfín…

—Bien, señor.

—Indicaréis a vuestro discípulo —y el rey pronunció con afectación estas dos palabras—, indicaréis a vuestro discípulo que su cámara está situada al fin del corredor nuevo.

—Del cual nadie guarda la llave.

—Porque yo la guardaba, previendo lo que hoy ocurre: aquí la tenéis.

El preceptor la tomó temblando.

—Señor duque, quiero manifestaros —continuó el monarca—, que esa galería contiene unos veinte cuadros que he ordenado que coloquen en ella…

—¡Ah!, señor, sí, sí.

—Pues abrazaréis a vuestro discípulo, le abriréis la puerta del corredor, le pondréis la palmatoria en la mano, y cuando le hayáis dado las buenas noches, le diréis que debe emplear veinte minutos en llegar a la puerta de su cámara; minuto por cuadro.

—¡Ah!, señor, comprendo.

—Lo celebro mucho: buenas noches, señor de La Vauguyon.

Y cerró la puerta detrás del ayo.

Entonces tiró Luis XV de su campanilla particular, a cuyo llamamiento acudió Lebel.

—Mi café —dijo el rey—. ¡A propósito, Lebel!

—Señor.

—Cuando me traigas el café, seguirás a M. de La Vauguyon, que ha salido para cumplir ciertos deberes cerca del delfín.

—Voy, señor.

—Pero aguarda que te entere de lo que has de hacer.

—Es cierto, señor; mi celo en obedecer a Vuestra Majestad es tal…

—Bien: seguirás, pues, a M. de La Vauguyon.

—Sí, señor.

—Está tan turbado y triste, que temo se aflija demasiado delante del delfín.

—Y si así sucede, ¿qué debo hacer, señor?

—Venir a comunicármelo.

Salió el ayuda de cámara después de haber dejado el café junto al rey, que comenzó a saborearlo poco a poco.

Transcurrido un cuarto de hora, Lebel volvió a presentarse.

—¿Qué hay? —preguntó Luis XV.

—M. de La Vauguyon ha ido hasta el corredor nuevo, conduciendo a monseñor del brazo.

—Bien, ¿y qué más?

—Lejos de estar tan triste como Vuestra Majestad esperaba, lo hallé, por el contrario, con los ojos muy avispados.

—Bien, prosigue.

—Sacó del bolsillo una llave, que entregó a monseñor, el cual abrió la puerta, y entró en el corredor.

—¿Y después?

—La palmatoria que llevaba el duque la entregó a monseñor, diciéndole en voz baja, pero no bastante que no pudiese yo dejar de oírle:

«—Monseñor, la cámara nupcial se encuentra al fin de esta galería, cuya llave acabo de entregaros. Su Majestad quiere que tardéis veinte minutos en llegar a ella».

«—¡Cómo! —exclamó el príncipe—, ¡veinte minutos cuando apenas necesito veinte segundos!».

«—Monseñor —replicó M. de La Vauguyon—; aquí termina mi autoridad, y sólo me resta daros un consejo: mirad con detención las paredes a derecha e izquierda de esta galería, y afirmo a Vuestra Alteza que encontrará en qué entretener esos veinte minutos.».

«—Y no mal».

«—Hizo entonces M. de La Vauguyon un gran saludo, acompañado de miradas tan ardientes, que parecían querer penetrar en el corredor, y se marchó dejando a monseñor en la puerta».

—¿Me figuro que el príncipe entraría?

—Mirad, señor, mirad la luz en la galería. Un cuarto de hora hace ya por lo menos que pasea.

—Ea, ea, ya desaparece —dijo Luis XV después de estar un momento asomado a las vidrieras—. Veinte minutos me dieron a mí también; pero recuerdo que antes de cinco ya me encontraba en la alcoba de mi mujer. ¡Ay! También dirán del delfín, lo que se dijo del segundo Racine:

«—¡Digno nieto de su abuelo!».