A las tres y media de la madrugada volvió a su casa M. de Sartine, rendido, pero muy satisfecho de la fiesta que improvisó al rey y a madame Du Barry.
Por la llegada de madame la delfina, el entusiasmo popular había saludando a Su Majestad con muchos gritos de: ¡viva el rey!, pero con alguna templanza desde aquella famosa enfermedad de Metz, durante la cual se había visto toda la Francia en las iglesias o en peregrinación para rogar por la salud del joven monarca, llamado en aquel tiempo Luis XV el muy amado.
Por otro lado, madame Du Barry, que solía ser insultada en público por algunas aclamaciones de género particular, consiguió una favorable acogida contra lo que ella misma esperaba, por parte de muchas filas de espectadores; de manera que satisfecho el rey dirigió una leve sonrisa a M. de Sartine, y este estaba cierto de un buen agradecimiento.
Así, pues, creyó poder levantarse a las doce del día, cosa que no le había pasado hacía ya mucho tiempo, y había aprovechado al levantarse aquella especie de vacación que él mismo se otorgaba, para probarse una o dos docenas de pelucas nuevas, escuchando a la vez los partes de aquella noche, cuando al encasquetarse la decimasexta peluca, y al llegar a la tercera parte de la lectura, anunciaron al vizconde Juan Du Barry.
—Magnífico —dijo para sí M. de Sartine—, he aquí mi premio. ¿Quién sabe?, ¡las mujeres son tan caprichosas! Haced entrar al señor vizconde en el salón.
Cansado de su madrugada se sentó Juan en un sillón, y el subdelegado de policía, que no tardó en presentársele, pudo convencerse de que la conferencia había de ser agradable.
En efecto, Juan parecía hallarse muy contento. Se apretaron la mano los dos hombres.
—Vizconde, ¿qué os conduce tan temprano a mi casa?
—Primero —contestó Juan, acostumbrado ante todas las cosas a lisonjear el amor propio de las personas de quienes necesitaba recibir algún servicio—, vengo a cumplimentaros por la acertada dirección de nuestra fiesta de ayer.
—¡Ah!, ¡gracias! ¿Pero es oficialmente?
—Oficialmente, en cuanto a Luciennes.
—Es cuanto necesito. ¿No es allí dónde sale el sol?
—Y donde también se esconde algunas veces. Y soltó Du Barry esa carcajada grosera y estrepitosa que daba a su persona la natural honradez que con frecuencia necesitaba.
—Además de los merecidos elogios que debo tributaros, vengo a pediros un servicio.
—Dos, si puedo hacerlos.
—¡Oh!, ante todo, decidme: ¿cuando se pierde una cosa en París, hay confianza de hallarla?
—Si no vale nada o vale mucho, sí.
—No vale gran cosa lo que busco —dijo Juan moviendo la cabeza.
—¿Qué buscáis?
—Un joven de dieciocho años poco más o menos. M. de Sartine alargó la mano hacia un papel, tomó un lápiz y escribió:
—Dieciocho años. ¿Cómo se llama?
—Gilberto.
—¿Qué hace?
—Me figuro que lo menos que puede.
—¿De dónde viene?
—De la Lorena.
—¿Dónde estaba?
—Estaba al servicio de los Taverney.
—¿Lo han traído consigo?
—No; mi hermana Chon lo recogió en el camino desfallecido de hambre, hizo que subiera a su coche, lo llevó a Luciennes, y allí…
—Y bien, ¿qué hizo allí?
—Temo que el bribón abusó de la hospitalidad.
—¿Ha robado?
—No digo eso.
—Pero, en fin…
—Digo que huyó de una manera rara.
—¿Y ahora deseáis verle?
—Sí.
—¿Tenéis idea de dónde puede estar?
—Hoy le he visto en la fuente que forma el ángulo de la calle Plastrière, y me creo que vive en la misma calle; me parece que podría señalar la casa.
—Pues conociendo la casa, nada es más fácil que cogerlo. ¿Qué queréis hacer de él una vez se halle en vuestro poder? ¿Se le encerrará en Charenton o en Bicètre?
—No, de ninguna manera. Ese muchacho agrada a mi hermana, y quisiera tenerlo a su lado, porque es muy vivo. Ahora bien; si con dulzura consiguiéramos atraerlo, sería mejor.
—Intentaremos ese medio. ¿No habéis preguntado nada en la calle Plastrière, para averiguar en qué casa se halla?
—Nada: ya comprenderéis que no he querido hacerme notable ni averiguar su posición, pues si me hubiera visto, habría escapado, como si el diablo lo llevara: y si hubiera sabido que yo no ignoraba su retiro, tal vez lo hubiera abandonado.
—Es verdad. ¿Habéis dicho que en la calle Plastrière? ¿Al fin, al medio, o al principio de la calle?
—Sobre poco más o menos a la tercera parte de ella.
—Bien, confiad; voy a enviar un hombre diestro.
—¡Ah, querido subdelegado!, un hombre diestro, por mucho que lo sea, hablará siempre algo.
—No; entre nosotros nadie habla.
—El muchacho es fino como el ámbar.
—¡Ah!, comprendo: perdonad si no he caído antes en la cuenta; quisierais que yo mismo… porque hay en esto dificultades que no imagináis.
Aunque Juan estaba seguro de que el magistrado trataba de dar mérito a sus servicios, no quiso quitar nada a la importancia de su papel, y añadió:
—Justamente a causa de esas dificultades que presentáis, deseo que vayáis en persona.
M. de Sartine gritó a su ayuda de cámara.
—Que pongan el coche —dijo.
—Yo traigo uno —dijo Juan.
—Gracias; deseo el mío porque no tiene armas y participa de un justo medio entre el fiacre[23] y la carretela. Es un carruaje que se pinta todos los meses, y que por esta razón con dificultad es conocido. Ahora, mientras enganchan permitid que me cerciore si mis pelucas nuevas me caen bien.
—Haced lo que gustéis —dijo Juan.
M. de Sartine llamó a su peluquero, que trajo una verdadera colección de pelucas: se contaban de todas formas, de todos colores y de todas dimensiones: pelucas de golillas, pelucas de abogado, pelucas de asentista, y pelucas de cortesano. M. de Sartine, para hacer sus indagaciones, cambiaba de traje tres o cuatro veces al día, y tenía mucho cuidado en la exactitud del vestido.
Cuando el magistrado se probaba su vigésima cuarta peluca, vinieron a decirle que estaba preparado el coche.
—¿Conoceréis bien la casa? —preguntó.
—¡Pardiez!, la veo desde aquí.
—¿Habéis mirado la entrada?
—Es lo primero en que he pensado.
—¿Y de qué forma es esa entrada?
—Hay una alameda.
—¿Decís que hay una alameda, y que la casa estará hacia la tercera parte de la calle?
—Sí, con puerta de secreto.
—¡Con puerta de secreto! ¡Diablo! ¿Sabéis el piso que habita vuestro fugitivo?
—En las buhardillas. Pero ya nos encontramos cerca; veo la fuente.
—Al paso, cochero —dijo el subdelegado.
Obedeció el cochero, y M. de Sartine echó los cristales.
—Es esa casa sucia —dijo Juan.
—¡Ah!, precisamente —exclamó M. de Sartine dando una palmada—; he ahí lo que yo temía.
—¡Cómo!, ¿teméis algo?
—Sin duda.
—¿Pues qué teméis?
—¡Qué desgracia!
—Explicaos.
—Esa casa sucia que habita vuestro fugitivo, es justamente la de M. Rousseau, de Ginebra.
—¿Rousseau el escritor?
—El mismo.
—¿Y qué os importa?
—¡Cómo!, ¿qué me importa? Se conoce que no sois subdelegado de policía, y que no precisáis habéroslas con filósofos.
—¡Bah! ¡Gilberto en casa de M. de Rousseau! ¿Qué probabilidad hay para que así sea?
—¿No afirmáis que vuestro joven era filósofo?
—Sí.
—Pues bien: Dios los cría y ellos se juntan.
—En fin, supongamos que se encuentra en casa de M. Rousseau.
—Y bien.
—¿Qué sucedería?
—Que no lo cogeréis, pardiez.
—¿Por qué causa?
—Porque M. Rousseau es muy temible.
—¿Por qué no lo encerráis en la Bastilla?
—El otro día lo propuse al Rey, pero no se atrevió.
—¡Cómo!, ¿no se atrevió?
—No: ha querido dejarme la responsabilidad de esta prisión, y en realidad, yo no he sido más valiente.
—¿De veras?
—Como os lo digo, se mira uno mucho antes de molestar a esos señores filósofos; ¡diablo!, ¡un rapto en casa de M. Rousseau!, no a fe mía, amigo mío.
—Querido magistrado, os hallo extrañamente tímido; ¿el rey no es rey, y vos el subdelegado de policía?
—Discurrís de un modo muy particular los que no vivís en medio del laberinto de los negocios. Cuando decís «¿el rey no es rey?», creéis haberlo dicho todo. Os declaro, querido vizconde, que mejor quisiera apoderarme de vos en casa de madame Du Barry que sacar a vuestro Gilberto de la de M. Rousseau.
—¡De veras! Os agradezco la preferencia.
—Sí, por cierto; se gritaría menos, pues no sabéis hasta qué punto es sensible la epidermis de esos letrados; a la menor desolladura, gritan como si los enrodaran.
—Pero no nos forjemos fantasmas. ¿Se sabe de positivo que M. Rousseau haya recogido a nuestro fugitivo? ¿Esta casa de cuatro pisos es suya y la habita solo?
—No tiene nada M. Rousseau, y por lo tanto no posee casa en París; tal vez vivan con él quince o más inquilinos en esta barraca. Pero tomad esto por norma de conducta: siempre que se presenta una desgracia con alguna probabilidad, contad con ella, si es una felicidad no la esperéis, debiendo tener presente que hay noventa y nueve probabilidades para el mal, y una para el bien. Pero esperad: como sospechaba lo que nos ocurre, tomé notas.
—¿Qué notas?
—Mis notas sobre M. Rousseau. ¿Creéis que da un paso sin que se conozca dónde va?
—¿Pero de veras es peligroso?
—No, pero es revoltoso; semejante loco puede romperse a cada instante un brazo o una pierna, y se diría que nosotros éramos los causantes de aquellos accidentes.
—¿Por qué no mandáis que de una vez le aprieten el pescuezo?
—¡Dios nos libre de tamaño atentado!
—Me permitiréis os diga que no comprendo vuestra repugnancia.
—Me explicaré: frecuentemente es apedreado por el pueblo; pero se reserva ese derecho como propio suyo, y si el buen ginebrino recibiese la menor ofensa de nuestra parte, a nosotros dirigiría entonces sus tiros.
—¡Ah…!, perdonad; yo ignoraba esas ceremonias.
—Nos valdremos, pues, de minuciosas precauciones. Por ahora nos limitaremos a usar de la única probabilidad que nos queda: la de que no esté en la casa de M. Rousseau. Ocultaos en el interior del carruaje.
Obedeció Juan, y M. de Sartine ordenó al cochero que se internase algunos pasos más en Ja calle. Sacó su cartera y de ella algunos papeles.
—Adelante —dijo—; si vuestro joven vive en compañía de M. de Rousseau, ¿desde qué día está aquí?
—Desde el dieciséis.
—Día diecisiete. Han visto a M. Rousseau herborizar en los bosques de Meudon: estaba solo.
—¡Estaba solo!
—Prosigamos. A las dos de la tarde del mismo día, herborizaba también acompañado de un joven.
—¡Ah! —exclamó Juan.
—De un joven —repitió M. de Sartine—, ¿lo oís?
—Sí, por Cristo, ese es.
—De miserable aspecto.
—Cierto.
—Los dos arrancan plantas que guardan en una caja de hoja de lata.
—¡Cáspita! —exclamó Du Barry.
—Hay más. Oíd: por la tarde se lleva al joven; a media noche este no ha salido de su casa.
—Bien.
—Día dieciocho. El joven no ha salido, y parece haberse instalado en la casa de M. Rousseau.
—Me queda todavía alguna esperanza.
—Decididamente sois optimista, no importa, comunicádmela.
—Que tenga algún pariente en la casa.
—Está visto, es necesario satisfaceros, o más bien, quitaros toda esperanza.
—Alto, cochero.
Se apeó el subdelegado, y no había dado diez pasos, cuando halló a un hombre vestido de color oscuro, y de apariencia bastante equívoca, quien al ver al ilustre magistrado se quitó el sombrero volviéndoselo a poner enseguida, sin dar más importancia al saludo, aunque el respeto y la fidelidad brillasen en su mirada.
Hizo una seña M. de Sartine, el desconocido se aproximó, y después de recibir algunas instrucciones, desapareció.
Subió al carruaje el subdelegado, y cinco minutos después volvió a presentarse el desconocido y se acercó a la portezuela.
—Para que no me vean —dijo el vizconde—, volveré la cabeza a la derecha.
Sonrióse el subdelegado, y despidió a su agente tan pronto como recibió la confidencia.
—¿Qué hay? —preguntó Du Barry.
—¡Qué hay! Ya sospechaba yo que teníamos malas probabilidades: vuestro filósofo está instalado en casa de Rousseau. Creedme, desistid de vuestro empeño.
—¡Que desista!
—Y qué hacer. Por un capricho no creo que queráis sublevar contra nosotros todos los filósofos de París. ¿Es cierto?
—¡Qué dirá mi hermana Juana!
—¿Pero tanto quiere a Gilberto? —exclamó el subdelegado.
—Sí, mucho.
—Entonces pensad en medios más suaves: usad de política, halagad a M. Rousseau, y en vez de arrebatar a Gilberto por la fuerza, él lo entregará voluntariamente.
—¡Bah!, tanto vale ocuparnos en amansar un oso.
—Tal vez sea menos difícil de lo que suponéis. Ea, no hay que desesperar: a él le agradan las caras bonitas; la de la condesa es de las más lindas, y la de la señorita Chon no es desagradable tampoco. Decidme: ¿será capaz la condesa de hacer algún sacrificio por ese capricho?
—Hará muchos.
—¿Consentirá en enamorarse de Rousseau?
—Si fuese absolutamente preciso…
—Puede ser utilísimo; pero necesitamos un agente intermedio que acerque estos dos personajes. ¿Sabéis de alguno que conozca a Rousseau?
—M. Conti.
—No me agrada: desconfía de los príncipes: conviene servirse de un hombre de poca nota, de un sabio, un poeta.
—No conozco a ninguno.
—En casa de la condesa, ¿no he visto a M. de Jussieu?
—¿El botánico?
—Seguramente.
—¡Ah!, creo que sí. Viene a Trianón, y mi hermana le consiente que destroce las plantas del jardín.
—Esto es lo que necesitamos: Jussieu es además amigo mío.
—Pues somos felices.
—O poco menos.
—¿Y lograré apoderarme de Gilberto?
Después de reflexionar algunos momentos contestó el subdelegado:
—Empiezo a creer que sí, y sin violencia y sin gritos. El filósofo ginebrino os lo entregará sujeto de pies y manos.
—¿Lo esperáis así?
—Estoy convencido.
—Por mi parte, ¿qué debo hacer?
—Muy poca cosa. ¿No poseéis hacia la parte de Meudon o de Marly algún terreno?
—¡Oh! Eso no faltará.
—Pues bien, construid allí, ¿cómo diré yo?, una trampa para filósofos.
—¡Oh! ¿Y cómo se construye eso?
—Descuidad, yo os daré el plan: ahora marchemos, marchemos pronto porque nos observan. Arrima a esta casa, cochero.