Capítulo LXII

Unos minutos hacía que Chon miraba a la joven, cuando el vizconde Juan, que había subido las escaleras de cuatro en cuatro escalones como escribiente de procurador, se presento en el umbral de la habitación de la fingida viuda.

—¿Qué hay? —preguntó.

—¡Ah!, ¿eres tú, Juan?, me has asustado.

—¿Qué dices de esto?

—Que estaré muy bien aquí para verlo todo; pero por desgracia no podré también oír.

—Demasiado exigente eres. A propósito: otra noticia.

—¿Cuál?

—Maravillosa.

—¡Bah!

—Incomparable.

—Este hombre es capaz de matar con sus exclamaciones.

—El filósofo…

—Y bien, ¡qué!, ¿el filósofo?

—Aun cuando digan…

—El sabio está preparado a todo evento.

—Yo soy muy sabio; pues bien, no estaba preparado a esto.

—Os ruego que terminéis. ¿Os estorba esta muchacha? En ese caso entrad al cuarto inmediato, Silvia.

—¡Oh!, de ninguna manera, Silvia, quédate.

El vizconde acarició a la muchacha, cuyo ceño se fruncía ya, al pensar que se iba a decir una cosa que ella no oiría.

—Bueno, que se quede; pero hablad.

—No hago otra cosa desde que estoy aquí.

—Para no decir nada, callaos entonces y dejadme mirar: mejor será esto.

—Tranquilizaos. Cruzaba, pues, por delante de la fuente.

—Precisamente no hablabais de esto.

—Bueno: ¿me interrumpís?

—No.

—Pues pasaba por delante de la fuente y compraba muebles viejos para esta fea habitación, cuando de repente percibo que el agua salpica mis medias.

—¡Todo esto es interesante!

—Tened paciencia, sois en exceso ejecutiva, amiga mía: miro… y veo… ¿acertáis qué?

—No, proseguid.

—A un caballero tapando con un pedazo de pan el caño de la fuente, y produciendo, gracias al obstáculo que oponía al agua, aquella extravasación y aquel surtidor.

—Interesante es lo que me decís —dijo Chon encogiéndose de hombros.

—Escuchad: al sentirme salpicado eché mil maldiciones; el hombre del pan mojado se vuelve y veo… —¿A quién veis?

—A mi filósofo, o mejor dicho a nuestro filósofo.

—¿Quién? ¿Gilberto?

—El mismo, con la cabeza descubierta, la casaca desabrochada y los zapatos sin hebillas: en resumen, en un elegante negligé.

—¡Gilberto…!, ¿y qué te dijo?

—Nos reconocemos; me adelanto, retrocede; estiro el brazo, abre las piernas, y corre como una liebre entre los coches y los aguadores.

—¿Y lo habéis perdido de vista?

—No iba yo a correr también.

—No era natural: comprendo; pero lo habéis perdido de vista.

—¡Qué fatalidad! —exclamó Silvia.

—Le debo buena ración de zurras, y si le hubiera echado la mano al cuello, os prometo que no hubiera perdido nada por esperar, pero sin duda acertó mi buena intención, y puso pies en polvorosa. Sin embargo, él está en París, que es lo principal; y en París, por poco amigo que sea uno del subdelegado de policía, se encuentra todo lo que se busca.

—Será necesario…

—Y una vez lo tengamos en nuestro poder le haremos ayunar.

—Será encerrado —dijo Silvia—, sólo que esta vez será preciso elegir un sitio seguro.

—Y Silvia le llevará a ese sitio seguro su pan y su agua, ¿no es cierto, Silvia? —dijo el vizconde.

—No nos riamos, hermano mío —dijo Chon—, ese muchacho vio el lance de los caballos de posta, y si tuviese motivos para odiarnos, podría hacernos daño.

—Por lo mismo, al subir tu escalera —replicó Juan—, he pensado en ir a visitar a M. de Sartine y contarle mi encuentro. Él me contestará que un hombre sin sombrero, con las medias casi caídas, los zapatos en chanclas, y que moja su pan en la fuente, debe vivir muy cerca del sitio donde se le encuentra de este modo pergeñado, y entonces se comprometerá a buscárnoslo.

—Sin dinero, ¿qué puede hacer aquí Gilberto?

—Desempeñar algunas comisiones.

—¡Él!, ¡un filósofo de una especie tan salvaje! ¡Bah!, ¡bah!

—Puede ser que haya encontrado —dijo Silvia— alguna beata vieja, parienta suya, que le dará los mendrugos de pan, en exceso duros para su perro.

—Ea, basta, poned la ropa blanca en ese armario viejo, Silvia, y vos, hermano mío, a nuestro observatorio.

Aproximáronse a la ventana con grandes precauciones.

Dejó Andrea su bordado, tendió negligentemente sus piernas sobre un sillón, cogió un libro colocado sobre una silla que estaba a su lado, lo abrió y empezó una lectura que los espectadores juzgaron ser de las más interesantes, porque la joven continuó inmóvil desde el momento que principió.

—¡Oh!, ¡qué estudiosa es! —dijo Chon—, ¿qué leerá?

—Aquí de mi indispensable —continuó el vizconde sacando de su bolsillo un anteojo que alargó y flechó a Andrea, descansándolo para tomar bien la puntería en el ángulo de la ventana.

Chon le miraba con natural impaciencia.

—Y bien, sepamos: ¿es efectivamente linda esa criatura? —interrogó al vizconde.

—¡Es admirable! ¡Oh! Es una joven perfecta: ¡qué brazos!, ¡qué manos!, ¡qué ojos!, ¡qué labios, capaces de tentar al mismo San Antonio!; los pies, ¡oh!, ¡los pies divinos!; el tobillo… ¡qué tobillo debajo de aquella media de seda!

—¿A que te vas a enamorar de ella? —dijo Chon—: No nos faltaba otra cosa.

—¿Y qué mal habría en ello, si esa joven me quería? Esto tranquilizaría bastante a nuestra pobre condesa.

—Miremos: dame ese anteojo, y deja por un momento tu charla… Sí, verdaderamente es hermosa esa joven, y es imposible que no tenga amante…; no lee, mirad… el libro se le va a caer de las manos… miradle, miradle cómo se le cae…; cuando yo os decía… Juan, no lee, medita.

—O duerme.

—¿Con los ojos abiertos? ¡Hermosos ojos a fe mía!

—De todos modos —dijo Juan—, si tiene amante, le veremos bien desde aquí.

—Si viene de día, porque si es de noche…

—¡Diablo!, no he pensado en eso, y, sin embargo, es la primera cosa en que debía haber pensado… esto prueba hasta dónde llega mi inocencia.

—Sí, inocente como un procurador.

—¡Bueno!, prevenido estoy e inventaré cualquier cosa.

—¡Buen anteojo es este! —dijo Chon—: Leeré casi en el libro.

—Leed, y decidme el título: acaso pueda adivinar algo de esta manera.

Se adelantó Chon curiosamente; pero retrocedió con más ligereza que había avanzado.

—¿Qué es eso? —preguntó el vizconde.

—Hermano mío, mirad con precaución —contestó Chon agarrándole del brazo—, ved quién se asoma a aquella ventana de la izquierda. Cuidado no os vea.

—¡Oh! —exclamó en voz baja Du Barry—, el que me ha mojado las medias. ¡Dios me perdone!

—Se va a tirar abajo.

—No, se coge al alero del tejado.

—¿Pero qué mira con aquellos ojos ardientes y aquella embriaguez salvaje?

—Acecha.

—¡Ah!, ¡ah!, ya comprendo —exclamó el vizconde dándose una palmada en la frente.

—¿Qué?

—Está acechando a nuestra hermosa dama.

—¿La señorita de Taverney?

—La misma. Ahí tenéis el amante del palomar; ella viene a París y él vuela tras ella. Ella se hospeda en la calle de Coq-Heron, y él huye de nuestro poder para venir a habitar en la calle Plastrière; él la mira y ella medita.

—Es cierto —dijo Chon—: Mirad aquellos ojos, aquella fijeza, aquel fuego lívido: está locamente enamorado.

—Hermana mía —dijo Juan—, no cesemos de acechar a la enamorada; el amante hará el gasto. Ahora permitidme pasar e iré a ver a M. Sartine. Pero cuidado no os vea el filósofo, pues ya sabréis si levanta pronto el campo.