Capítulo LXI

Aquella noche la había empleado madame Du Barry en pensar el medio de atraer y amoldar el ánimo y la voluntad del rey a sus miras de política nueva, insistiendo, sobre todo, en el peligro que habría en permitir a los Choiseul ganar terreno en el ánimo de la delfina.

Había respondido Luis XV, encogiéndose de hombros, que María Antonieta era muy niña, y M. de Choiseul un ministro viejo y que por esta razón no había peligro, supuesto que la una no sabría intrigar, ni el otro divertir.

Dada esta respuesta, dio por concluidas sus explicaciones.

Madame Du Barry no quedó satisfecha, pues había creído advertir en el rey cierta distracción.

Era voluble Luis XV. Su mayor placer consistía en dar celos a sus queridas, evitando, no obstante, que estos se convirtieran en disgustos demasiado prolongados.

Madame Du Barry era celosa, primero por amor propio y después por temor. Le había costado muchos sinsabores adquirir su posición, y esta era demasiado elevada para que se atreviese, como madame de Pompadour, a consentir otras queridas al rey, y aun a buscárselas cuando Su Majestad se encontraba cansado y lleno de tedio, lo que, como es sabido, le sucedía con frecuencia. Celosa, pues, madame Du Barry, quiso conocer a fondo las causas de la distracción del rey, quien contestó estas palabras memorables:

—Mucho me ocupo de la felicidad de mi nuera, y no sé en verdad si el delfín le proporcionará esa felicidad.

—¿Y por qué no?

—Porque he observado que M. Luis ha mirado en Compiègne, en San Dionisio, y en la Muette, mucho más a las otras mujeres que a la suya.

—Si Vuestra Majestad mismo no me dijese semejante cosa, no lo creería: no obstante, madame la delfina es muy hermosa.

—Pero algo flaca.

—¡Es tan joven…!

—¡Bah!, contemplad a la señorita de Taverney: tiene la edad de la archiduquesa.

—¿Y qué?

—Que es una beldad perfecta.

Brilló un rayo en los ojos de la condesa, y el rey, que observó su aturdimiento:

—Pero vos misma, querida condesa —prosiguió vivamente—, vos que habláis estoy seguro de que a los dieciséis años estabais tan gruesa como los pastores de nuestro amigo Boucher.

Esta adulación, aunque ligera, arregló un poco la situación de las cosas; sin embargo, el golpe se había dado.

Y madame Du Barry tomando la ofensiva con interesante desdén:

—¡Hola! —exclamó—: ¿De modo que es tan linda esa señorita de Taverney?

—¿Acaso lo sé yo? —dijo Luis XV.

—¡Cómo! ¿La elogiáis e ignoráis si es bonita?

—Sé que no es falsa, y nada más.

—¿Luego la habéis visto y examinado?

—¡Ah!, querida condesa, tratáis de aturdirme, ¿eh? Bien sabéis que soy corto de vista. Llaman mi atención las cosas en globo, pero no me fijo en los detalles. En madame la delfina he visto huesos, y es lo que puedo deciros.

—En la señorita de Taverney habéis visto cosas en globo, como decís, porque madame la delfina es una beldad distinguida, y la señorita de Taverney es una beldad ordinaria.

—Pues por esa cuenta, Juana, ¿no seréis una beldad distinguida? Creo que os burláis.

—Un cumplimiento —dijo en voz baja la condesa—; pero por desgracia, este cumplimiento sirve de capa a otro que no se dirige a mí.

Y luego en voz alta añadió:

—Celebraría que madame la delfina eligiese damas de honor a quienes se pudiera mirar con agrado la cara, pues es poco halagüeño ver una corte compuesta de viejas.

—Querida amiga, ¿a quién decís eso? Ayer mismo se lo manifesté yo al delfín; pero a ese marido todo le es indiferente.

—Y bueno sería que para empezar, tomase a esa señorita de Taverney. ¿Qué os parece?

Luis XV respondió:

—Me parece que la tomarán.

—¡Ah!, ¿sabéis eso, señor?

—Creo haberlo oído asegurar así.

—Es una joven sin fortuna.

—Sí, pero de buena casa; de esos Taverney Casa-Roja; antiguos y leales servidores.

—¿Quién los protege?

—No sé; pero creo que carecen de fortuna, como vos decís.

—Entonces no será M. de Choiseul, porque disfrutarían de muchas pensiones.

—Condesa, condesa, os ruego que no hablemos de política.

—¿Es hablar de política decir que los Choiseul os arruinan?

—Efectivamente —dijo el rey levantándose.

Una hora más tarde. Su Majestad había vuelto al gran Trianón, alegre y satisfecho de haber inspirado celos, pero diciendo a media voz, como hubiese hecho M. de Richelieu a los treinta años:

—En verdad que importunan las mujeres celosas.

Tan luego como se retiró el rey, se levantó a su vez madame Du Barry, y pasó a su gabinete donde la esperaba Chon, impaciente por adquirir noticias.

—Me parece que has conseguido en estos últimos días un gran triunfo, pues has sido presentada anteayer a la delfina, y admitida ayer a su mesa.

—¡Sí, valiente cosa!

—¡Cómo! ¿Sabes tú que en estos momentos hay cien carruajes, que salen al encuentro de tu sonrisa matutina por el camino de Luciennes?

—Lo siento.

—¿Por qué?

—Porque es tiempo perdido; ni coches, ni gentes, alcanzarán hoy mi sonrisa.

—¡Oh!, ¿el tiempo está tempestuoso, condesa?

—Sí; mi chocolate enseguida.

Chon llamó, y acudió Zamora.

—Mi chocolate —dijo la condesa.

Partió Zamora lentamente, y dándose la importancia de un personaje.

—Este pícaro quiere matarme de hambre —gritó la condesa—: Cien azotes si no corres.

—Yo no correr, porque yo ser gobernador —replicó majestuosamente Zamora.

—¡Ah!, ¡tú gobernador! —dijo la condesa tomando un latiguillo con puño de plata, destinado a mantener la paz entre sus perros y gatos—: ¡Ah!, ¡tú gobernador!, espera, espera, que yo te haré ver lo que eres.

Al ver Zamora el látigo, echó a correr agitando todas las campanillas, y lanzando grandes gritos.

—Hoy estáis intratable, Juana —dijo Chon.

—Razón tengo para estarlo, ¿no es cierto?

—¡Oh!, sí, decías bien, pero os dejo, querida mía.

—¿Por qué causa?

—¿Porque temo que me devoréis?

Sonaron tres golpes en la puerta del gabinete.

—¿Quién llama ahora? —dijo la condesa, impaciente.

—No dejará de ser bien recibido —murmuró Chon.

—Preferible es que yo sea mal recibido —dijo Juan, empujando la puerta con desembarazo regio.

—¿Y qué ocurriría si fueseis mal recibido?, porque al fin, sería posible.

—Que no volvería a poner aquí los pies.

—¿Y qué?

—Que perderíais más que yo, en recibirme mal.

—¡Impertinente!

—Bien, soy impertinente porque no adulo. ¿Qué es lo que tiene hoy, querida Chon?

—No lo sé, pero se niega a hablar; está insociable. ¡Ah!, aquí está el chocolate.

—Pues no le hablemos. Buenos días, chocolate —dijo Juan cogiendo la bandeja, que fue a llevar a un rincón y colocó sobre una mesita, delante de la cual se sentó.

—Ven, Chon —dijo—, ven; los que son extremadamente orgullosos no tomarán chocolate.

—Graciosos estáis hoy —dijo la condesa viendo a Chon que hacía señas a Juan, de que podía desayunarse solo—; os hacéis los susceptibles, y no veis que sufro.

—¿Qué es lo que tienes? —preguntó Chon acercándose.

—No —exclamó la condesa—, no hay uno de ellos que piense en lo que me ocupo.

—¿Pero qué cosa os ocupa, hablad?

Desentendiéndose continuó Juan impávido, untando sus tostadas de manteca.

—¿Necesitas dinero? —preguntó Chon.

—¡Oh!, en cuanto a eso —dijo la condesa—, antes le faltaría al rey.

—Entonces, préstame mil luises —dijo Juan—, los necesito.

—Mil papirotazos en vuestra gorda y colorada nariz.

—¿Conque resueltamente el rey protege a ese maldito Choiseul? —preguntó Chon.

—Buena noticia: ya sabéis que no pueden caer en desgracia.

—¿Conque se ha enamorado de la delfina?

—¡Ah!, os acercáis, ¡magnífico!; pero ved ese que se llena de chocolate, y que no mueve ni el dedo meñique para venir en mi auxilio.

Juan no se cuidaba de la tempestad que rugía a su espalda; abrió otro panecillo, lo untó de manteca, y empezó a tomar otra jícara de chocolate.

—¡Cómo! —exclamó Chon—, ¿el rey está enamorado?

La condesa hizo con la cabeza una seña que significaba: «habéis acertado».

—¡Y de la delfina! —continuó Chon juntando las manos—. Debéis tranquilizaros: más vale que se enamore de esa que de otra cualquiera.

—¿Y si no estuviese enamorado de esa, sino de otra?

—¡Bueno! —exclamó Chon palideciendo—. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío!, ¿qué me decís?

—Ea, ponte mala, pues es lo único que nos falta.

—¡Ah! —murmuró Chon—, estamos perdidos; ¿y tú lo toleras, Juan?, ¿pero de quién está enamorado?

—Tu hermano te lo dirá porque lo sabe, o por lo menos lo sospecha.

Juan levantó la cabeza.

—¿Me hablan? —dijo.

—Sí, señor diligente, sí, señor utilísimo —respondió Juana—; se os pregunta el nombre de la persona que ocupa al rey.

Juan se llenó la boca herméticamente, y haciendo un poderoso esfuerzo, pronunció estas cuatro palabras:

—¡La señorita de Taverney!

—¡La señorita de Taverney! —exclamó Chon—. ¡Ah!, ¡misericordia!

—Lo sabe el verdugo —dijo la condesa recostándose sobre el respaldo de su sillón, y alzando los brazos al cielo—, lo sabe y come.

—¡Oh! —exclamó Chon dejando claramente el partido de su hermano, para trasladarse al campo de su hermana.

—En verdad, no sé —exclamó la condesa—, por qué no le arranco esos ojos, hinchados todavía del sueño perezoso. Ahora se levanta, querida mía, ahora se levanta.

—Os engañáis —dijo Juan—, yo no me he acostado.

—Pues gorrón, ¿qué habéis estado haciendo entonces?

—Diantre, no he cesado de hablar en toda la noche y en toda la mañana.

—Ya lo decía yo… ¡Oh!, ¿quién me servirá mejor de lo que me sirven?, ¿quién me dirá qué ha sido de esa joven?, ¿dónde se encuentra?

—¿Dónde está? —preguntó Juan.

—Sí.

—¡En París!

—¿Pero en qué parte de París?

—En la calle de Coq-Heron.

—¿Quién os lo ha dicho?

—Su cochero, a quien aguardaba yo en las caballerizas y le he preguntado.

—¿Y qué os ha contestado?

—Que ha llevado a todos los Taverney, a una casa de la calle de Coq-Heron, situada en un jardín, y cercana a la casa d’Armenonville.

—¡Ah! ¡Juan! ¡Juan! —exclamó la condesa—: He ahí lo que me reconcilia con vos; pero convendrá saber estos detalles. ¿Cómo vive?, ¿qué hace?, ¿recibe cartas? Conviene averiguar todo esto.

—Pues se sabrá.

—¿Y cómo?

—Cómo, ¿eh? Yo he hecho mis averiguaciones: haced ahora las vuestras.

—¿Calle de Coq-Heron? —dijo vivamente Chon.

—Así es —contestó Juan con la mayor tranquilidad.

—Pues bien, en esa calle debe haber cuartos que se alquilan.

—¡Oh!, magnífica idea —exclamó la condesa—. Ahora mismo es necesario ir a la calle de Coq-Heron, Juan, y alquilar una casa, en la que se ocultará una persona; esta persona verá entrar, verá salir, verá maniobrar: pronto, pronto, al coche, y vamos a la calle de Coq-Heron.

—Pero si es en balde: no hay cuartos desalquilados en ella.

—¿Y cómo sabéis eso?

—¡Toma!, porque me he enterado, pero los hay…

—¿Dónde?, sepamos.

—En la calle Plastrière.

—¿Qué calle es esa?

—Una cuyas accesorias dan a la de Coq-Heron.

—Bien, pronto, pronto —dijo la condesa—, arrendaremos un cuarto en la calle Plastrière.

—Está alquilado —dijo Juan.

—¡Hombre sublime! —exclamó la condesa—. Abrázame, Juan, abrázame.

Limpióse este la boca, abrazó a madame Du Barry, y le hizo una ceremoniosa reverencia, prueba de reconocimiento por el honor que acababa de recibir:

—¡Esto es magnífico! —dijo Juan.

—¿Creo que no os habrán conocido?

—¿Quién demonios queréis que me conozca en la calle Plastrière?

—¿Y habéis alquilado…?

—Una habitación en una casa muy oscura.

—¿Os habrán dicho para quién?

—Es natural.

—¿Y qué habéis contestado?

—Que para una señora viuda.

—¿Eres tú viuda, Chon?

—¡Bah! —dijo Chon.

—Perfectamente —continuó la condesa—; Chon será la que ocupe la habitación; Chon será la que espíe y vigile; pero es preciso no perder tiempo.

—Al momento quiero marchar —dijo Chon—. ¡Los caballos!

—¡Los caballos! —gritó madame Du Barry llamando.

La condesa y Juan sabían a qué atenerse respecto de las relaciones amorosas que creían entre el rey y Andrea.

Esta joven había llamado la atención del rey; luego Andrea era peligrosa.

—Esa muchacha —dijo la condesa mientras enganchaban el coche— no sería verdadera provinciana, si desde su palomar no hubiese traído a París algún amante tímido: averigüemos quién es, y enseguida un casamiento. Nada enfriará al rey como un casamiento entre amantes de provincia.

—¡Diantre!, todo lo contrario —dijo Juan—; para Su Majestad cristianísima (y vos, condesa, lo sabéis mejor que nadie) es un plato sabroso, una muchacha casada; pero una joven que tuviese amante, disgustaría a Su Majestad.

—El coche está a punto —dijo.

Chon salió de la habitación, luego de haber apretado la mano de Juan y abrazado a su hermana.

—¿Por qué no la lleváis vos, Juan? —dijo la condesa.

—Yo iré solo por otro camino, y seré la primera visita que tendrás en tu nueva habitación.

La joven partió, y Juan se sentó nuevamente a la mesa para tomar la tercera jícara de chocolate.

En primer término trató Chon de afectar todo el aire provinciano que pudiese, a cuyo efecto había cambiado de traje y se había cubierto sus espaldas aristocráticas con una manteleta de seda negra. Pasada media hora subía con Silvia una altísima escalera que conducía al cuarto piso, en el cual se encontraba la habitación alquilada por el vizconde.

Al llegar al tramo del segundo piso se volvió Chon para saber quién la seguía.

Era la anciana propietaria que vivía en el piso principal, y que al oír ruido, había salido y se hallaba confusa y sorprendida al ver dos mujeres tan jóvenes y tan lindas penetrar en su casa.

—¡Hola, señoritas!, ¿qué venís a buscar aquí? —preguntó.

—La habitación que mi hermano ha tomado para nosotras, señora —dijo Chon afectando su aire de viuda—: ¿No lo habéis visto o hemos equivocado la casa?

—No hay equivocación, no; es en el cuarto piso —dijo la vieja propietaria—, ¡ah!, ¡pobre joven, viuda a vuestra edad!

—¡Ay! —exclamó Chon elevando los ojos al cielo.

—Os encontraréis muy bien en la calle Plastrière; es una calle muy buena, no sentiréis ruido: vuestra habitación da a los jardines.

—Señora, esto es lo que precisamente deseaba.

—Sin embargo, por el corredor podréis asomaros a la calle cuando pasen las procesiones y cuando trabajen los perros sabios.

—Será una gran distracción, señora —suspiró Chon, y continuó subiendo.

La propietaria la siguió con la vista hasta el cuarto piso, y una vez Chon cerró la puerta, dijo:

—Parece una buena mujer.

Lo primero que hizo fue dirigirse hacia las ventanas que daban al jardín.

Juan estaba seguro; casi debajo de la habitación alquilada estaba el pabellón señalado por el cochero.

Hasta la menor duda desapareció, cuando una joven fue a sentarse junto a la ventana del pabellón, con un bordado en la mano: era Andrea.