Capítulo LX

Al quedarse solo, Balsamo acercóse a escuchar a la puerta de Lorenza que dormía con un sueño igual y tranquilo.

Entreabrió un postiguillo, y la contempló durante algunos momentos con dulce y tierna meditación. Cerrando después el postigo, y cruzando la estancia que hemos descrito, y que separaba la habitación de la joven del gabinete de física, apresuróse a apagar los hornillos abriendo un inmenso conducto, que dio salida al calor por la chimenea, y entrada a un caño de agua de un depósito que había en la azotea.

Enseguida guardó cuidadosamente en una cartera de tafilete negro el recibo del cardenal, diciendo:

—Buena es la palabra de los Rohán, pero para mí únicamente, y me conviene que allá se conozca el empleo que da al oro de los hermanos.

Cuando terminó estas palabras, le hicieron levantar la cabeza tres fuertes golpes dados en el techo.

—¡Hola!, ¡hola! Althotas me llama.

Pero como se entretuvo en ventilar el laboratorio y arreglar simétricamente todos los objetos que contenía, se repitieron los golpes.

—¡Ah!, se impacienta, buena señal.

Entonces cogió una larga vara de hierro y contestó a su maestro. Desprendió luego de la pared un anillo de hierro, y por medio de un resorte que dio de sí, una trampa se desprendió del techo, descendiendo lentamente hasta el suelo del laboratorio. Situóse Balsamo en el centro de la máquina, la cual, por medio de otro resorte, volvió a subir poco a poco, levantando su carga con la misma facilidad que las glorias de la Ópera se llevan a los dioses y diosas, llegando de esta suerte el discípulo a presencia de su maestro.

Esta nueva habitación del viejo sabio tendría de ocho a nueve pies de altura, por dieciséis de diámetro: recibía luz por la parte superior como los pozos, y estaba herméticamente cerrada por los cuatro costados.

Se conocerá fácilmente que esta habitación era un palacio, comparada con la que ocupaba en el carruaje.

Hallábase el anciano sentado en un sillón, en el centro de una mesa de mármol, cortada en forma de herradura, y obstruida por todo un mundo, o más bien por todo un caos de plantas, redomas, herramientas, libros, aparatos y papeles llenos de caracteres cabalísticos.

Tan absorto estaba, que no se movió siquiera cuando se presentó Balsamo.

La luz de una lámpara, fija en el punto culminante de la techumbre de cristales, reflejaba en su cráneo desnudo y reluciente.

Examinaba entre sus dedos una botella de cristal blanco, cuya transparencia consultaba poco más o menos lo mismo que un ama de gobierno económica que hace la compra por sí misma, examina a la luz los huevos que ha comprado.

Primero lo miró Balsamo en silencio, y pasado un instante dijo:

—Y bien, ¿qué sucede de nuevo?

—Sí, sí, acércate Acharat: estoy encantado, enajenado; ya lo hallé, ya lo hallé…

—¿El qué?

—¡Pardiez!, lo que buscaba.

—¿El oro?

—¡Qué oro ni qué calabazas!

—¿El diamante?

—¡Qué insensatez!, no son malas gangas el oro y el diamante, ¡y por mi ánima habría de qué alegrarse si hubiese encontrado eso!

—Entonces —preguntó Balsamo—, ¿lo que habéis encontrado es vuestro elixir?

—Sí, es mi elixir, esto es, la vida, ¿qué digo la vida?, la eternidad de la vida.

—¡Oh!, ¡oh! —exclamó Balsamo entristecido, porque consideraba aquella investigación como una obra insensata; ¿todavía os ocupáis de ese sueño?

Pero sin escucharle Althotas, continuaba examinando amorosamente su redoma.

—En fin —dijo—, la proporción se ha encontrado: elixir dansteo, veinte gramos; bálsamo de mercurio, quince; precipitado de oro, quince; esencia de los cedros del Líbano, veinticinco.

—Creo, maestro, que esa era vuestra última combinación, pues solamente habéis añadido el elixir dansteo.

—Es cierto, pero me faltaba además el ingrediente principal, el que liga todos los demás y sin el cual carecen de virtud.

—¿Y lo habéis encontrado?

—Seguramente.

—¿Pero podéis proporcionároslo?

—Con mucha facilidad.

—¿Cuál es?

—Hay precisión de agregar a las materias ya combinadas en esta redoma, las tres últimas gotas de sangre arterial de un niño.

—¿Pero dónde hallaréis ese niño? —dijo Balsamo asustado.

—Tú me lo proporcionarás.

—¿Yo?

—Sí, tú.

—Maestro, ¿estáis loco?

—¿Qué? —preguntó el impasible sabio lamiendo con fruición el exterior del frasco, donde por el tapón mal cerrado, rezumaba una gota de agua—: ¿Qué?…

—¿Queréis un niño para coger las tres últimas gotas de su sangre arterial?

—Sí.

—Y para eso será necesario matarlo.

—Claro está, y cuanto más lindo sea mejor.

—No puede ser —dijo Balsamo cada vez más aterrado—, no se cogen así los niños para matarlos.

—¡Bah! —prorrumpió el viejo con una calma atroz—: ¿Pues para qué los quieren?

—Para educarlos.

—¿Pues qué, el mundo ha cambiado? Hace tres años que nos ofrecían tantos cuantos queríamos, por un puñado de pólvora, o por media botella de aguardiente.

—Sí pero acordaos que eso ocurrió en el Congo.

—En el Congo. Me es indiferente que sea negro: recuerdo que los que nos ofrecían eran muy lindos, muy rizaditos y muy juguetones.

—Efectivamente —repuso Balsamo—; pero por desgracia ya no estamos en aquel país.

—¡Ah!, ¡ya no estamos en el Congo! —exclamó Althotas— ¿pues dónde nos encontramos?

—En París.

—¡En París! Bien, nos embarcaremos en Marsella, y podremos llegar allá dentro de tres semanas.

—En efecto; pero necesito quedarme en Francia.

—¡Quedarte en Francia!, ¿y por qué razón?

—Porque tengo que evacuar, algunos asuntos.

—¿Tú?

—Sí, y de mucho interés.

El anciano prorrumpió en una larga y lúgubre carcajada.

—¿Conque tienes que hacer en Francia? —prosiguió—. ¡Ah!, sí, es cierto; tienes que organizar ciertos clubs…

—Querido maestro, así es.

—Que urdir conspiraciones.

—Es verdad.

—Y por fin, que evacuar asuntos de mucho interés, como tú dices.

Y el sabio volvió a soltar su carcajada falsa y burlona.

Balsamo se calló, reconcentrando todas sus fuerzas para hacer frente a la tempestad que se aproximaba y que ya oía rugir sobre su cabeza.

—¿Esos negocios en qué estado se hallan? Sepamos —dijo el anciano volviéndose con trabajo en su sillón, y fijando sus grandes ojos pardos en su discípulo.

Balsamo sintió que aquella mirada le penetraba como un rayo luminoso.

—¿En qué estado se hallan?

—Sí.

—He lanzado la primera piedra; el agua se ha enturbiado.

—¿Y qué sedimento has removido?

—El bueno, el sedimento filosófico.

—¿Y vas a poner en juego tus utopías exageradas, tus visiones? ¡Necio!, ¡pierdes el tiempo en discutir sobre la existencia o no existencia de Dios, en lugar de ocuparte como yo en hacerte inmortal! Vamos, cuéntame quiénes son esos famosos filósofos con los cuales te has unido.

—Ya tengo al primer poeta y primer ateo de la época: uno de estos días regresará a Francia, de donde está poco menos que desterrado por haberse hecho masón en la logia que organicé en la antigua casa de los jesuitas, calle de Pot-de-Fer.

—¿Y se llama?

—Voltaire.

—No le conozco; ¿y quién más?

—Dentro de poco me pondrán en relaciones con el principal reformador de las ideas del siglo; con el que ha escrito el Pacto social.

—¿Y cómo se llama?

—Rousseau.

—Tampoco sé quién es.

—Lo creo, porque no conocéis más que a Alfonso, a Raimundo Lulio, a Pedro Lulio, a Pedro de Toledo y al gran Alberto.

—Sí, porque esos son los únicos que han vivido realmente, porque ellos únicamente han agitado durante toda su vida esa gran cuestión de ser o no ser.

—Querido maestro, hay dos maneras de vivir.

—No conozco más que una; la de existir. Pero volviendo a tus dos filósofos: ¿cómo has dicho que se llaman?…

—Voltaire y Rousseau.

—Bien, me acordaré de esos nombres. ¿Y supones tú que con el auxilio de esos dos filósofos…?

—Podré apoderarme del presente, y minar el porvenir.

—¡Oh!, ¡oh!, ¡qué imbéciles son en este país que se dejan manejar con ideas!

—Al contrario: por lo mismo que tienen mucho talento, ejercen las ideas sobre ellos más influencia que los hechos. Además, cuento con un auxiliar más poderoso que todos los de la tierra.

—¿Cuál?

—El tedio. Hay mil seiscientos años que la monarquía dura en Francia, y los franceses están ya hastiados de ella.

—¿Y pretenden derribarla?

—Sí.

—¿Eso crees?

—Seguramente.

—¡Imbécil!

—¿Cómo?

—¿Qué provecho piensas obtener con la caída de la monarquía?

—Yo, nada; pero todos, la felicidad.

—Ea, hoy estoy alegre y quiero perder mi tiempo en oírte. Explícame primero cómo llegarás a la felicidad, y después lo que es esa felicidad.

—¿Cómo llegaré?

—Sí, a la felicidad de todos, o a la caída de la monarquía, lo que es para ti el equivalente de la felicidad general. Ya te escucho.

—El ministerio que hoy existe, es el último baluarte que defiende la monarquía gastada y vacilante, pero ellos me ayudarán a exterminarla.

—¿Quiénes, tus filósofos?

—No, ciertamente, pues ellos lo sostienen.

—¡Cómo!, ¿tus filósofos sostienen un ministerio que apoya la monarquía cuando deben ser enemigos de ella? ¡Oh!, ¡qué estúpidos son!

—También el ministerio es filósofo.

—¡Ah!, comprendo, y ellos gobiernan en las personas de los ministros. Me he equivocado; no son estúpidos, son egoístas.

—No discuto sobre lo que son —repuso Balsamo que empezaba a impacientarse—, porque yo mismo lo ignoro; lo que sé es, que derribado el ministerio, todos clamarán contra el que le substituya.

—Tendrá contra sí este ministerio, en primer término, a los filósofos: después al parlamento. Los filósofos gritarán, gritará el parlamento y el ministerio perseguirá a los filósofos y disolverá el parlamento. Entonces, en la inteligencia y en la materia se organizará una liga sorda, una oposición tenaz y constante, que atacará todo y que minará sin cesar hasta conmover el edificio. A los parlamentos reemplazarán jueces designados por el rey, que se sacrificarán por la monarquía. Se les acusará y con fundamento, de venales y de injustos. En fin, el pueblo se levantará, y la monarquía tendrá en contra suya a la filosofía, que es la inteligencia; a los parlamentos, que son la clase media, y al pueblo, que es el pueblo; esto es esa palanca que buscaba Arquímedes, y con la cual se mueve el mundo.

—Sí, pero cuando hayas levantado el mundo, será necesario que lo dejes caer.

—Ya, pero al caer, se hará mil pedazos el trono.

—Y cuando esté hecho pedazos (veamos, deseo seguir tus imágenes falsas y expresarme en tu lenguaje enfático), cuando esté hecho pedazos ese trono carcomido, ¿qué surgirá de entre sus ruinas?

—La libertad.

—¡Ah!, ¿conque los franceses serán libres?

—No puede menos de ocurrir un día.

—¿Libres todos?

—Todos.

—¿Y habrá entonces en Francia treinta millones de hombres libres?

—Sí.

—¿E imaginas que entre esos treinta millones de nombres, no se encontrará uno menos insensato que los demás, y que confisque el día menos pensado la libertad de sus veintinueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve ciudadanos, para gozar él solo un poco más de libertad? ¿Has olvidado el perro que teníamos en Medina, que se comía solo la parte de todos los demás?

—Sí, pero llegó una ocasión en que todos se unieron contra él y lo devoraron.

—Porque eran perros; pero los hombres no hubieran hecho nada.

—¿De suerte que suponéis que la inteligencia del hombre es inferior a la del perro, maestro?

—Ahí tienes mil ejemplos.

—¿Cuáles?

—Paréceme que hubo entre los antiguos un tal César Augusto, y entre los modernos un tal Oliverio Cromwell, que mordieron con ansia la torta romana y la torta inglesa, sin que los mismos a quienes se la arrebataron dijeran ni hicieran la menor cosa contra ellos.

—Muy enhorabuena: suponiendo que surja ese hombre, será mortal, y antes de morir, habrá sido útil a esos mismos a quienes haya oprimido, porque habrá variado la naturaleza de la aristocracia; obligado a sostenerse en alguna cosa, habrá elegido la más fuerte, es decir, el pueblo. A la igualdad que humilla, habrá substituido la igualdad que eleva. La igualdad no tiene barrera fija; es un nivel que sufre la altura del que la hace. Elevando, pues, al pueblo, consagrará un principio desconocido hasta él. La revolución habrá dado la libertad a los franceses, y el protectorado de otro César Augusto o de otro Oliverio Cromwell los habrá igualado.

—¡Qué hombre tan estúpido! —exclamó Althotas haciendo un brusco movimiento desde su sillón—, emplead veinte años de vuestra vida en educar un niño, en procurar enseñarle lo que sabéis, para que luego venga a los treinta a deciros: «los hombres serán iguales…».

—Seguramente, los hombres serán iguales ante la ley.

—Y ante la muerte, imbécil, ante la muerte, esa ley de las leyes, ¿serán iguales cuando uno perece a los tres días y otro a los cien años? ¡Iguales, iguales los hombres mientras no venzan a la muerte! ¡Oh!, ¡bruto y más que bruto!

Y se recostó el anciano en su sillón para reír más libremente, en tanto que Balsamo, serio y taciturno, se sentaba con la cabeza baja.

Althotas le miraba con aire de compasión.

—¿Es decir que yo soy igual —añadió— al peón de albañil que roe su mendrugo de pan negro, al niño que mama, al viejo alelado que bebe suero y llora su vista perdida?… ¡oh!, pobre sofista, piensa en una cosa, y es que los hombres no serán iguales, sino cuando sean inmortales, porque siendo inmortales serán dioses, y únicamente los dioses son iguales.

—¡Inmortales! —murmuró Balsamo—, es una quimera.

—¡Una quimera! —repuso Althotas—, ¡quimera!, sí, quimera como el vapor, quimera como el fluido, quimera como todo lo que se busca, que no se ha descubierto, y que se descubrirá. Remueve conmigo la ceniza de los mundos, descubre una tras otra esas capas sobrepuestas, cada una de las cuales representa una civilización; y en esas capas humanas, en esos despojos de reinos, en esas vetas de siglos, que corta como rebanadas la cuchilla de la civilización moderna, ¿qué hallas? Que en todas las épocas han buscado los hombres lo que busco bajo los diferentes títulos de lo mejor, del bien y de la perfección. ¿Y cuándo buscaban eso? En tiempo de Homero, cuando los hombres vivían doscientos años, en tiempo de los patriarcas, cuando vivían ocho siglos, y no han encontrado esa mejoría, ese bien, esa perfección, porque si lo hubiesen hallado, este mundo decrépito estaría fresco, virgen y rozagante como el alba matinal, cuando en lugar de todo esto solamente hay lágrimas, cadáveres y cieno. ¿Son dulces las lágrimas? ¿Es hermoso un cadáver? ¿Es apetecible el cieno?

—¡Pues bien! —dijo Balsamo respondiendo al anciano, a quien una tosecita seca acababa de interrumpir—, ¡pues bien!, decís que nadie ha encontrado aún ese elixir de vida, y yo digo que nadie lo encontrará.

—¡Qué necio eres! Nadie ha dado con tal secreto, luego nadie dará; siguiendo esa lógica, jamás se hubieran hecho descubrimientos. ¿Crees tú que los descubrimientos sean cosas nuevas que se han inventado? No, son cosas olvidadas que se encuentran de nuevo. Y porque se olvidan, ¿se olvidan las cosas una vez halladas? Porque la vida es sumamente corta para que el inventor pueda sacar de su invención todas las deducciones que encierra. Veinte veces ha estado a punto de ser descubierto ese elixir de la vida. ¿Tú crees que la laguna estigia sea una invención de Homero? ¿Supones que ese Aquiles, casi inmortal, puesto que no era vulnerable sino por el talón, es una fábula? No, Aquiles era discípulo de Quirón, como tú lo eres mío. Quirón quiere decir superior o peor: Quirón era un sabio representado bajo la forma de centauro, porque su ciencia había provisto al hombre de la fuerza y de la ligereza del caballo. ¿Y por qué? Porque también él había hallado el elixir de la inmortalidad; acaso como a mí, no le faltaban más que esas tres gotas de sangre que tú me niegas. La falta de esas tres gotas de sangre dejó a Aquiles vulnerable por el talón; la muerte halló camino y entró. Sí, lo repito: Quirón, el hombre universal, el hombre superior, el hombre peor, no fue más que otro Althotas impedido por otro Acharat, de terminar la obra que hubiera salvado a toda la humanidad arrancándola del efecto de la maldición divina. Y ahora, ¿qué me dirás?

—Digo —repuso Balsamo manifiestamente turbado—, digo que yo tengo mi obra y vos la vuestra. Procure cada uno de nosotros realizar la tarea que se ha impuesto a cuenta y riesgo de su propia persona; pero no pretendáis de mí que os ayude cometiendo un crimen.

—¡Un crimen!

—Sí: ¡y qué crimen! Uno de esos que lanza sobre vos toda una población ofendida; un crimen que os lleva a esa horca infame, de la que vuestra ciencia no ha conseguido todavía librar ni a los hombres superiores ni a los inferiores.

El anciano dio dos fuertes palmadas sobre el mármol.

—Vamos, vamos —dijo—, no seas un imbécil humanitario, la peor raza de imbéciles que existe en el mundo. Ven y hablemos un poco de la ley, de la brutal y absurda ley escrita por animales de tu especie, a quienes irrita una gota de sangre derramada inteligentemente, pero que se recrean con los torrentes de licor vital vertidos en las plazas públicas, al pie de las murallas de las ciudades, en esos llanos que se denominan campos de batalla; de tu ley siempre inepta y egoísta, que sacrifica al hombre del porvenir, al hombre presente, y que ha escogido por divisa: «Vive hoy y muere mañana». Hablemos de esta ley, ¿quieres?

—Hablad lo que gustéis, ya os escucho —contestó Balsamo cada vez más pensativo.

—¿Tienes un lápiz, una pluma? ¿Vamos a hacer un cálculo?

—Cálculo sin pluma y sin lápiz. Decid lo que necesitéis decir.

—Veamos tu proyecto. ¡Ah!, ya me acuerdo… Derribas un ministerio, disuelves los parlamentos, estableces jueces inicuos, produces una bancarrota, fomentas rebeliones, enciendes una revolución, derrocas una monarquía, permites que se levante un protectorado, y precipitas al protector.

»La revolución te habrá dado la libertad.

»La igualdad, el protectorado.

»Y, cuando sean libres e iguales los franceses, habrás realizado tu obra, ¿es verdad?

—Sí; ¿suponéis que no es posible?

—No creo en la imposibilidad. Ya ves que comienzo haciéndote concesiones.

—¡Y bien!

—Calma: en primer término, la Francia no es como la Inglaterra, donde se hace todo lo que se desea; miserable plagiario, la Francia no es un país aislado, donde se pueden derribar ministerios, disolver parlamentos, establecer jueces inicuos, ocasionar bancarrotas, fomentar rebeliones, encender revoluciones, derrocar monarquías, levantar protectorados y precipitar a los protectores, sin que las demás naciones intervengan en estos movimientos; la Francia está unida a la Europa, como el hígado a las entrañas del hombre. En todas las naciones tiene raíces, fibras en todos los pueblos: si intentas arrancar el hígado a esa gran máquina que se llama continente europeo, durante veinte, treinta, cuarenta años tal vez todo el cuerpo se agitará; pero quiero contar por lo más bajo y tomo veinte años, ¿es esto excesivo?, responde, sabio filósofo.

—No es excesivo —contestó Balsamo—, pues ni siquiera es bastante.

—Pues yo me conformo con este tiempo. Supongamos veinte años de guerra, de lucha encarnizada, mortal, incesante. Supongamos doscientos mil muertos por año, lo cual no es mucho, cuando se lucha a la vez en Alemania, en Italia, en España, etcétera. A doscientos mil hombres por año, durante veinte años, resultan cuatro millones: concediendo a cada uno diecisiete libras de sangre, que es con escasa diferencia la cuenta de la Naturaleza, y multiplicando diecisiete por cuatro: Veamos… suma sesenta y ocho millones de libras de sangre derramada para conseguir tu objeto, y yo te pido sólo tres gotas. Di: ¿quién es ahora el loco, el salvaje, el caníbal, de nosotros dos? ¿No respondes?

—Sí, por cierto, os contesto que poco importarían esas tres gotas de sangre, si estuviese seguro del éxito.

—Y tú, tú que derramas sesenta y ocho millones de libras, ¿estás seguro, di? Entonces levántate, y puesta la mano sobre tu corazón, contesta: «Maestro, mediante esos cuatro millones de cadáveres garantizo la dicha de la humanidad».

Balsamo repuso eludiendo la respuesta:

—Maestro, en nombre del cielo, hablad de otra cosa.

—¡Ah!, ¡no contestas!, ¡no contestas! —exclamó Althotas con aire de triunfo.

—Maestro, os equivocáis, sobre la eficacia del medio; es imposible.

—Parece que me aconsejas, creo que me niegas, creo que me desautorizas —gritó el sabio moviendo con fría cólera sus ojos pardos bajo sus cejas blancas.

—Maestro, de ninguna manera, pero reflexiono, porque paso cada uno de mis días en contacto con las cosas de este mundo, en contradicción con los hombres, en lucha con los príncipes, y no como vos, escondido en un rincón, indiferente a todo lo que ocurre, a todo lo que se prohíbe y autoriza, pura abstracción del sabio y del dictador; en fin, yo que conozco las dificultades, las indico y nada más.

—Si te lo propusieras, pronto vencería esas dificultades.

—Decid si tuviese fe.

—¿Conque no la tienes?

—No.

—¡Tú me tientas!, ¡me tientas! —exclamó Althotas.

—No; yo dudo.

—Vamos a ver: ¿crees en la muerte?

—Creo en lo que es, y como la muerte es…

—¿Y cómo es la muerte? —repitió Althotas—; ¿esta es una cosa sobre la que no disputas?

—Es una cosa infinita, invencible, ¿no es cierto? —añadió el sabio con una sonrisa que estremeció a su adepto.

—¡Oh!, sí, maestro, invencible, infinita sobre todo.

—¿Y en presencia de un cadáver, el sudor baña tu frente, y el terror se apodera de tu corazón?

—El sudor no baña mi frente, porque estoy familiarizado con todas las miserias humanas; tampoco se apodera el terror de mi corazón, porque desprecio la vida; pero digo en presencia del cadáver: «¡Muerte, muerte!, ¡eres omnipotente como Dios!, ¡reinas soberanamente, y nada prevalece contra ti!».

Escuchó en silencio Althotas a Balsamo, y sin dar otra señal de impaciencia que la de atormentar un escalpelo entre sus dedos. Cuando su discípulo terminó su exclamación dolorosa y solemne, dirigió en torno suyo una mirada, y sus ojos tan ardientes que para ellos no debía guardar secretos la Naturaleza, se fijaron en un ángulo de la sala, donde, acostado sobre un montón de paja, temblaba un pobre perro negro, único que vivía de tres animales de la misma especie, que el sabio había pedido para sus experimentos, y que Balsamo le había proporcionado.

—Coge ese perro —dijo Althotas—, y ponle sobre esta mesa.

Balsamo obedeció.

El animal, que al parecer tenía el presentimiento de su destino, y que sin duda se había visto ya bajo la mano del experimentista, se puso a temblar, a forcejear y ladrar, tan pronto como sintió el contacto del mármol.

—¡Eh!, ¡eh! —dijo Althotas—, debes creer en la vida puesto que crees en la muerte, ¿es verdad?

—Así es, en efecto.

—He aquí un perro que parece estar vivo, ¿eh?

—Sí, puesto que grita, y se resiste.

—¡Qué feos son los perros negros! Otra vez procura buscármelos blancos.

—Así lo haré.

—Vemos, pues, que este está vivo. Ladra, chiquito, ladra para que el señor Acharat se convenza.

Y le tocó con el dedo ciertos músculos, con cuyo contacto el animal ladró, o más bien exhaló un gemido.

—¡Bravo! Ahora acerca la campana, así… mete debajo al perro… ¡Ah…!, se me olvidaba preguntarte en qué muerte crees más.

—No entiendo lo que queréis decir; no hay más que una muerte.

—Esa es mi opinión en efecto. Puesto que no hay más que una muerte, haz el vacío, Acharat.

Balsamo hizo girar una rueda para que por su tubo saliera el aire encerrado dentro de la campana con el perro, y poco a poco escapóse el aire con agudo silbido. Se agitó el animal al punto, olfateó, levantó la cabeza con esfuerzo, hasta caer sofocado, hinchado, exánime.

—Este perro ha muerto de apoplejía, ¿no es así? —dijo Althotas—: Una muerte excelente, porque no ocasiona mucho padecimiento.

—Sí.

—¿Estás convencido?

—Lo estoy.

—Me parece que no, Acharat.

—Todo lo contrario, sí, lo estoy.

—¡Oh!, porque conoces mis recursos, ¿no es verdad? Supones que he encontrado la insuflación, ¿eh?; ese otro problema, que consiste en hacer circular la vida con el aire en un cuerpo intacto, como pudiera hacerse en cualquier odre no agujereado.

—No, no supongo nada; creo que el perro está muerto, y nada más.

—No importa, para mayor seguridad, vamos a darle muerte dos veces. Levanta la campana, Acharat.

Levantó el discípulo el aparato de cristal: el perro no se movió: sus párpados estaban cerrados: su corazón no latía.

—Toma este escalpelo, y dejándole la laringe intacta, córtale la columna vertebral.

—Lo haré por complaceros.

—Y también para rematar al pobre animal, en el caso de que no esté enteramente muerto —añadió Althotas con esa sonrisa de obstinación característica de los viejos.

Una sola incisión hizo Balsamo con el instrumento cortante, y separando la columna vertebral a dos pulgadas próximamente del cerebelo, abrió una herida sangrienta. El animal, o más bien el cadáver del animal, permaneció inmóvil.

—Está bien muerto, no cabe duda —dijo Althotas—, ni una fibra se estremece, ni un músculo se agita, ni un átomo de carne se subleva contra este nuevo atentado. ¿No es verdad que está muerto, muy muerto?

—Lo reconozco tantas veces como deseéis que lo reconozca —repuso Balsamo con impaciencia.

—He aquí un animal inerte, helado, para siempre inmóvil. Nadie prevalece contra la muerte, has afirmado: ¿nadie tiene poder para volver la vida ni aun aparentemente a ese pobre animal?

—Nadie sino Dios.

—Pero Dios no será tan inconsecuente que lo haga. Cuando Dios mata, como es la suprema sabiduría, es porque tiene una razón para matar. Un asesino, no recuerdo su nombre, decía esto, y estaba muy bien dicho. La Naturaleza tiene un interés en la muerte. Así es que tenemos aquí un perro tan muerto como puede estarlo, y la Naturaleza ha tenido una razón para su muerte.

Y fijó Althotas su penetrante mirada sobre Balsamo; pero este, cansado ya de sufrir tanto tiempo las chocheces de su viejo maestro, inclinó la cabeza sin responder.

—¿Y qué dirías —continuó Althotas—, si este perro abriese un ojo y te mirase?

—Me sorprendería mucho —respondió Balsamo sonriendo.

—Te sorprendería, ¿eh?

Al terminar estas palabras con su risa falsa y lúgubre, el viejo acercó al perro un aparato compuesto de piezas de metal, separadas por tapones de paño; el centro de este aparato estaba dentro de una mezcla de agua acidulada, y sus dos extremos o polos, salían de la cubeta.

—¿Qué ojo deseas que abra, Acharat? —preguntó el anciano.

—El derecho.

Las dos extremidades, separadas una de otra por un pedazo de seda, se fijaron sobre un músculo del cuello.

En el momento se abrió el ojo derecho del perro, y miró fijamente a Balsamo que retrocedió espantado.

—¿Quieres que pasemos ahora a la boca?

Balsamo no contestó, dominado por el más profundo asombro.

El sabio tocó otro músculo, y en vez del ojo que se había cerrado otra vez, se abrió la boca, mostrando los dientes blancos y agudos, en cuya raíz temblaban las encías como durante la vida.

—¡Esto es asombroso! —exclamó Balsamo sin poder ocultar su emoción.

—Ya veis cómo la muerte es poca cosa —continuó Althotas con aire de triunfo por la admiración de su discípulo—, puesto que un pobre viejo como yo, que va pronto a pertenecerle, la hace desviar de su inexorable camino.

Y añadió de pronto con risa estridente y nerviosa:

—Cuidado, Acharat, este perro muerto que ahora mismo quiso morderte, va a arrojarse sobre ti, cuidado.

En efecto, el animal, con el cuello cortado, la boca abierta y el ojo tembloroso, se levantó de repente sobre las cuatro patas, con la cabeza horriblemente colgando.

Sintió Balsamo erizarse sus cabellos; su frente se bañó en sudor, y retrocedió hasta la puerta de entrada sin saber si debía huir o quedarse.

—Vamos, vamos, no pretendo hacerte morir de miedo tratando de instruirte —dijo Althotas, rechazando el cadáver y la máquina—, basta ya de experimentos como este. El cadáver, cesando de estar en relación con la pila, cayó nuevamente pesado e inmóvil como antes.

—¿Pensabas esto de la muerte, Acharat? ¿La creías tan accesible?

—Es extraño, en efecto, muy extraño —contestó Balsamo aproximándose.

—Hijo mío, ya comprendes que es fácil lograr lo que yo te decía, y que se ha dado el primer paso, que consiste en prolongar la vida cuando se ha conseguido anular la muerte.

—Pero todavía se ignora, porque esa vida que le habéis dado es ficticia.

—Encontraremos la verdadera con algún tiempo más. ¿No has leído en los poetas romancescos que Casidea devolvía la vida a los cadáveres?

—En los poetas, sí.

—Amigo mío, recuerda que los romanos los llamaban Vates.

—Vamos, decidme no obstante…

—¿Otra objeción?

—Sí. Si vuestro elixir de la vida estuviese compuesto, y lo hicierais tomar a ese perro, ¿viviría siempre?

—Sin duda.

—Decidme, ¿y si cayese en manos de un experimentista como vos que lo degollase?

—¡Bien, bien! —exclamó el anciano alegre y batiendo sus palmas—, he ahí donde te esperaba.

—Pues respondedme.

—Con el mayor gusto.

—¿Ese elixir puede impedir que una chimenea se desplome sobre una cabeza, que una bala atraviese a un hombre de parte a parte, o que un caballo abra de una coz el vientre de su jinete?

Contemplaba el anciano a su discípulo del mismo modo que un espadachín mira a su adversario cuando piensa darle una estocada.

—No, no, no —contestó—: Eres verdadero lógico, Acharat. Ni la chimenea, ni la bala, ni la coz podrían evitarse en tanto que haya casas, fusiles y caballos.

—¿Y es verdad que resucitaréis los muertos?

—Por momentos, sí; indefinidamente, no; porque sería indispensable en primer lugar que encontrase el sitio del cuerpo donde se aloja el alma, y podría tardar mucho ese descubrimiento; pero impediré al alma salir del cuerpo por la herida que se haya hecho.

—Cerrándola nuevamente.

—¿Aunque esta herida corte una arteria?

—Sin duda.

—Desearía verlo.

—Pues mira —dijo el anciano.

Y antes que Balsamo hubiera podido impedirlo, se picó la vena del brazo izquierdo con una lanceta.

Tan poca sangre había en el cuerpo del anciano, y circulaba con tanta lentitud, que tardó algún tiempo en llegar a los labios de la herida; pero al fin apareció, y abierto este paso, salió abundantemente.

—¡Gran Dios! —exclamó Balsamo.

—¿De qué te asombras? —dijo Althotas.

—Estáis herido gravemente.

—Puesto que eres como Santo Tomás, y no crees sino viendo y tocando, es necesario hacerte ver y tocar.

Cogió entonces un frasquito que había colocado al alcance de su mano, y derramando algunas gotas sobre la herida:

—Mira ahora —dijo.

Retiróse la sangre al contacto de aquella agua casi mágica, unióse la carne cerrando la vena, y la herida se redujo a una picadura demasiado estrecha para que esa carne líquida, que llamamos sangre, pudiera escaparse por ella.

Balsamo miraba al viejo, asombrado.

—Acabas de ver otra cosa que he descubierto: ¿qué dices ahora, Acharat?

—¡Oh!, digo, maestro, que sois el más sabio de los hombres.

—Y que si no he vencido por completo a la muerte, la he dado a lo menos un golpe que será difícil reparar. Oye, hijo mío: el cuerpo humano tiene huesos frágiles y que pueden fracturarse; yo los haré duros como el acero: el cuerpo humano contiene sangre, que al escaparse se lleva consigo la vida; yo impediré que la sangre salga del cuerpo: la carne es delicada y con facilidad se lastima y se hiere; yo la haré invulnerable como la de los paladines de la Edad Media, sobre la cual se embotaba el filo de las espadas y la acerada cuchilla de las hachas. Esto se conseguirá si Althotas vive trescientos años; pues bien, si me das lo que te pido, viviré mil. ¡Oh!, ¡mi querido Acharat!, de ti sólo depende. Devuélveme mi juventud, el vigor de mi cuerpo, la frescura de mis ideas, y verás si temo a la espada, a la bala, a la pared que se desploma. En mi cuarta juventud, Acharat, es decir, antes que haya vivido la edad de cuatro hombres, habré renovado la faz de la tierra, y te lo aseguro, habré organizado para mí y para la humanidad regenerada, un mundo a mi estilo, sin chimeneas, sin espadas, sin balas de mosquete, sin caballos que coceen, porque entonces conocerán los hombres, que vale más vivir, ayudarse mutuamente y amarse, que aborrecerse y destruirse.

—Es cierto, o al menos muy posible, maestro.

—Pues tráeme el niño.

—Permitidme aún meditar, y reflexionad vos mismo.

—¡Bah!, ¡bah! —dijo Althotas lanzando a su adepto una mirada de desprecio—, yo te convenceré más adelante; y además, la sangre del hombre no es un ingrediente tan prodigioso que no pueda substituirse acaso con otra materia. Buscaré y encontraré: no te necesito; vete.

Apoyó Balsamo el pie sobre la trampa, y descendió al aposento inferior, mudo, inmóvil y humillado en vista de la inteligencia de aquel hombre, que obligaba a creer en lo imposible.