Subieron el cardenal y el conde por una escalera pequeña que conducía paralelamente desde la principal, a las habitaciones del primer piso. Balsamo abrió una puerta que se hallaba bajo una bóveda, y un corredor sombrío se presentó a los ojos del cardenal, que penetró en él resueltamente.
El conde cerró la puerta.
Al ruido producido, el cardenal se volvió con cierto temor.
—Monseñor, ya hemos llegado —dijo Balsamo—, sólo falta abrir y cerrar esta última puerta, y os prevengo que no os sorprendáis del sonido extraño que haga, porque es de hierro.
El cardenal, a quien el ruido de la primera puerta había hecho estremecer, celebró que le avisaran oportunamente, porque el rechinamiento metálico de los goznes y de la cerradura, hubieran puesto de mal humor a cualquiera, cuyos nervios hubieran sido menos susceptibles que los suyos.
Bajó tres escalones, y entró.
Un grande gabinete con vigas desnudas en el techo, una lámpara, infinidad de libros y de instrumentos de física y química: tal era el aspecto que a primera vista presentaba este nuevo aposento.
Pasados algunos minutos, el cardenal sintió que respiraba con dificultad.
—¿Qué demuestra esto? Aquí se ahoga uno; estoy bañado en sudor. ¿Qué ruido es ese?
—He aquí la causa, monseñor, como dice Shakespeare —contestó Balsamo, descorriendo una gran cortina de amianto, y poniendo al descubierto un horno de ladrillo, en cuyo centro brillaban dos agujeros como los ojos del león en la oscuridad.
Ocupaba este horno el centro de una segunda pieza de doble tamaño que la primera, y que el príncipe no había podido ver, por estar oculta con la cortina de amianto.
—¡Oh!, ¡oh! —exclamó el príncipe retrocediendo—: Este es espantoso.
—Monseñor, es un horno.
—Cierto; pero habéis citado a Shakespeare, y yo citaré a Moliere; hay hornos de hornos; este tiene un aspecto diabólico, y su olor me repugna. ¿Qué se cuece ahí dentro?
—Lo que Vuestra Eminencia me ha pedido.
—¡Cómo!
—No tengo duda de que Vuestra Eminencia me ha hecho el favor de aceptar una prueba de mi ciencia.
Hasta mañana por la noche no debía haberme puesto a trabajar, una vez que la cita que me hicisteis era para pasado mañana: pero como Vuestra Eminencia cambió de parecer, tan pronto le vi en camino para la calle de San Claudio, encendí el horno e hice la mixtión, de modo que de aquí a diez minutos, tendréis oro. Consentidme que abra el ventanillo para establecer una corriente de aire.
—¡Cómo!, ¿estos crisoles?…
—En diez minutos nos proporcionarán oro tan puro como los cequies de Venecia y los florines de Toscana.
—Si es que puede verse, veamos.
—Indudablemente, sólo que es necesario tomar algunas precauciones indispensables.
—¿Cuáles?
—Colocad sobre vuestro rostro esta máscara de amianto con ojos de vidrio, sin lo cual, podría suceder, que el fuego, que es demasiado activo, os abrasara la vista.
—Cuidado con eso. ¡Cáspita!, estimo mucho mis ojos, y no los daría por los cien mil escudos que me habéis ofrecido.
—Yo lo creía así, porque los ojos de Vuestra Eminencia son buenos y hermosos.
La galantería no desagradó al príncipe, en exceso celoso de sus ventajas personales.
—Y bien —dijo colocándose la máscara—: ¿Decís que vamos a ver oro?
—Monseñor, así lo espero.
—¿En cantidad de cien mil escudos?
—Sí, señor, y algo más puede ser, porque he hecho una mixtión abundante.
—Cierto que sois un hechicero generoso —dijo el príncipe palpitándose el corazón de contento.
—Os ruego que os separéis un poco, porque voy a abrir el crisol.
Se puso Balsamo una camisa corta de amianto, agarró con brazo fuerte una palanca de hierro, y levantó una cobertura enrojecida por el calor del fuego, quedando descubiertos cuatro crisoles de igual forma. Los unos contenían una mixtura rojiza como bermellón, y los otros, una materia blanquecina ya, pero con un resto de transparencia purpurina.
—¿Ese es el oro? —preguntó el prelado en voz baja, como si tuviera miedo de turbar con una palabra demasiado alta el misterio que se efectuaba a su vista.
—¡Oh!, sí, señor; estos cuatro crisoles están colocados por su orden: los unos tienen doce horas de cocción, y los otros once. La mixtión (y este es un secreto que revelo a un amigo de la ciencia), no se arroja en la materia sino en el mismo momento de la ebullición. Pero, como Vuestra Eminencia puede ver, el primer crisol blanquea ya, y podría con facilidad trasegarse la materia que se encuentra en su punto. Haceos atrás, monseñor.
El príncipe obedeció con la misma puntualidad que un soldado la orden de su jefe, y Balsamo, dejando la palanca de hierro ya caliente por el contacto de los crisoles enrojecidos, aproximó al horno una especie de yunque con ruedas, sobre el cual estaban engastados en formas de hierro ocho moldes cilíndricos de igual capacidad.
—Querido hechicero, ¿qué es esto? —preguntó el príncipe.
—Este es el molde común y uniforme en que voy a colar vuestros rieles.
—¡Ah!, ¡ah! —exclamó el príncipe poniendo toda su atención.
Encima de las losas extendió Balsamo una capa de estopa blanca, como por vía de defensa, y poniéndose entre el yunque y el horno, abrió un gran libro, recitó varilla en mano un encanto, y cogiendo luego unas tenazas enormes, destinadas a encerrar el crisol en sus retorcidos brazos exclamó:
—Monseñor, este oro será de primera calidad.
—¡Cómo! —preguntó el príncipe—: ¿Intentáis levantar esa olla de fuego?
—Sí, señor; y pesa cincuenta libras. ¡Oh!, no temáis; pocos fundidores tienen mis fuerzas y mi destreza.
—Ya, pero si el crisol reventase…
—¡Ah!, monseñor, así me sucedió una vez en el año de 1399, verificando un experimento con Nicolás Flamel, en su casa de la calle de los Escribanos, junto a la capilla de Santiago. El pobre Flamel estuvo a punto de perder la vida, y yo perdí veintisiete marcos de una substancia más preciosa que el oro.
—¿Pero qué diablos me contáis, señor maestro?
—La verdad.
—¿En 1399 os dedicabais a la gran obra?
—Sí, señor.
—¿Con Nicolás Flamel?
—Justo, con Nicolás Flamel: descubrimos juntos el secreto cincuenta o sesenta años antes trabajando con Pedro el Bueno en la ciudad de Pola. No cerró el crisol con la necesaria ligereza, y tuvo el ojo derecho perdido por espacio de diez o doce años por la evaporación.
—¿Pedro el Bueno?
—El autor de la famosa obra de la Margarita pretiosa, que no dudo conocéis.
—Sí, y que lleva la fecha de 1330.
—La misma, monseñor.
—¿Conque conocisteis a Flamel y a Pedro el Bueno?
—He sido discípulo del uno, y maestro del otro.
En tanto que el cardenal espantado se preguntaba si sería aquel hombre Lucifer en persona, y no uno de sus secuaces, Balsamo introdujo en el horno su tenaza de largos brazos.
Fue eficaz y rápida la operación. El alquimista, una vez seguro que tenía bien agarrado el crisol, levantándolo solamente algunas pulgadas, hizo un esfuerzo vigoroso y levantó la espantosa marmita del ardiente hornillo. Las manos de las tenazas se enrojecieron al momento; después se vieron correr sobre la arcilla incandescentes surcos blancos como relámpagos en una nube sulfurosa; los bordes del crisol tomaron un color rojo oscuro, a la vez que el fondo cónico aparecía aún sonrosado y argentino sobre la penumbra del horno. Por último, el líquido metal sobre el cual se había formado una capa color de violeta, con visos de oro, silbó por la gotera del crisol, cayendo en chorros de fuego en el molde negro, en cuyo orificio apareció furioso y espumante el oro, insultando con su brillo al vil metal que lo contenía.
Pasando a otro molde, dijo Balsamo:
—¡Al segundo!
Y este se llenó con igual fuerza y destreza.
Bañaba el sudor la frente del alquimista, en tanto el espectador, oculto en la oscuridad, se persignaba de asombro. Ciertamente aquel cuadro inspiraba un horror salvaje y majestuoso. El rostro de Balsamo, alumbrado por los rojizos reflejos de la llama metálica, parecía al de los condenados que Miguel Ángel y Dante sepultan en el fondo de sus calderas.
Balsamo no respiró durante las dos operaciones: el tiempo urgía.
—Alguna merma habrá —dijo una vez llenado el segundo molde—: He dejado hervir la mixtura una centésima parte de minuto más.
—¡Una centésima parte de minuto más! —exclamó el cardenal no pudiendo ya reprimir su asombro.
—Demasiado es esto en alquimia, monseñor —replicó ingenuamente Balsamo—: Pero entretanto ahí tiene Vuestra Eminencia dos crisoles vacíos y dos moldes que contienen cien libras de oro fino.
Y cogiendo el primer molde con el auxilio de sus poderosas tenazas, lo introdujo en el agua que humeó e hirvió largo tiempo; después lo abrió y sacó de él un pedazo intachable de la forma de un pan de azúcar aplastado por ambos polos.
—Hemos de aguardar cerca de una hora para los otros dos crisoles —dijo Balsamo—; ¿desea Vuestra Eminencia sentarse a tomar el fresco?
—¿Y esto es oro? —preguntó el cardenal sin contestar a la pregunta del alquimista.
—¿Quizá lo dudáis, monseñor? —repuso Balsamo sonriéndose.
—Como se ha engañado la ciencia tantas veces…
—Ocultáis algo de vuestro pensamiento, príncipe —interrumpió Balsamo—. Presumís que os engaño y que os engaño a sabiendas. Si así fuese valdría muy poco a mis propios ojos, porque mi ambición no pasaría de las paredes de mi gabinete, que os vería salir maravillado, perdiéndose toda vuestra admiración en casa del primer batidor de oro. Vamos, vamos, no forméis tal juicio de mí, príncipe, y creed que si yo tratara de engañar lo haría con más habilidad y con una idea más elevada. Además, ¿sabe Vuestra Eminencia de qué modo se prueba el oro?
—Sí: con la piedra de toque.
—No habrá dejado Vuestra Eminencia de hacer alguna vez la experiencia aun cuando no sea más que en las onzas de España, tan deseadas en el juego por ser del oro más fino que se conoce, pero entre las cuales suelen encontrarse muchas falsas.
—Me ha sucedido ciertamente.
—Pues bien, monseñor, aquí tenéis una piedra y ácido.
—No: estoy convencido.
—Sin embargo, hacedme el favor de aseguraos de que estas barras no son tan sólo de oro, sino de oro sin liga.
No quería el cardenal dar esta prueba de incredulidad; sin embargo, era evidente que no se hallaba convencido.
El conde tocó con su propia mano las barras, y sometió el resultado a la experiencia de su huésped.
—Veintiocho quilates —dijo—: Voy a vaciar los otros dos.
Pasados diez minutos se veían las doscientas libras de oro sobre la estopa caliente por el contacto.
—¿Es verdad que Vuestra Eminencia ha venido en coche?
—Sí.
—Podéis mandar que lo acerquen, y mi lacayo colocará en él las barras.
—¡Cien mil escudos! —dijo el cardenal quitándose su máscara como para examinar con sus propios ojos el oro que yacía a sus pies.
—Y conocéis su origen, pues hasta le habéis visto fabricar.
—¡Oh!, sí, podré dar fe.
—No, no digáis eso —exclamó vivamente el conde—, porque en Francia se estima poco a los sabios.
—Pues entonces, ¿qué puedo hacer por vos? —dijo el príncipe alzando con trabajo la barra de cincuenta libras en sus manos delicadas.
Le contempló Balsamo atentamente y se echó a reír sin respeto alguno.
—¿Qué encontráis de risible en lo que he dicho? —preguntó el cardenal.
—Presumo que Vuestra Eminencia me ofrece sus servicios.
—Así es.
—¿Y no sería más lógico que le ofreciese los míos?
Ofendido el cardenal, contestó:
—Caballero, confieso que os portáis generosamente conmigo, y que debo estaros agradecido; pero si este agradecimiento debe humillarme, no consiento aceptar el servicio que me ofrecéis. Hay todavía en París, a Dios gracias, bastantes usureros que querrán prestarme hasta pasado mañana, mitad por empeño, mitad por mi firma, cien mil escudos; solamente mi anillo episcopal vale cuarenta mil libras.
Y el prelado enseñó su mano tan blanca como la de una mujer, en cuyo dedo anular brillaba un diamante del tamaño de una avellana.
—Príncipe —dijo Balsamo inclinándose—, es imposible que hayáis presumido ni por un instante que mi intención haya sido ofenderos.
Y luego, como si hablara consigo mismo:
—Es raro —continuó—, que la verdad cause tanto efecto a cualquiera que se llame príncipe.
—¿Cómo?
—Sin duda, Vuestra Eminencia me ofrece sus servicios, y yo pregunto, qué género de servicios son los que Vuestra Eminencia puede prestarme.
—Primero, mi crédito en la corte.
—Bien sabéis, monseñor, que ese crédito está ya muy vacilante, y casi me daría igual el de M. de Choiseul, que acaso cesará de ser ministro antes de quince días. En fin, príncipe, respecto a crédito atengámonos al mío y acertaremos. Ved qué hermoso brillante es ese oro. Siempre que a Vuestra Eminencia le sea necesario, se servirá avisarme desde la víspera o en la mañana del mismo día, y le proporcionaré todo el que quiera: con el oro todo se consigue, ¿no es verdad, monseñor?
—En parte —murmuró el cardenal, colocado en el rango de protegido y no pensando siquiera en recobrar su posición de protector.
—¡Ah!, seguramente —añadió Balsamo— olvidaba que monseñor deseaba otra cosa que no es oro: un bien más precioso que todas las riquezas del mundo; pero esto no pertenece a la ciencia: es el resorte de la magia. Decid una palabra y el mágico reemplazará al alquimista.
—Gracias, nada más necesito, nada más quiero —repuso con tristeza el cardenal.
—Monseñor —dijo Balsamo aproximándose a él—, un príncipe joven, de imaginación fogosa, rico, y que se llama Rohán, no puede dar semejante contestación a un mágico.
—¿Y por qué?
—Porque el mágico lee en el fondo del corazón, y comprende lo contrario.
—Nada deseo, nada quiero —repitió el príncipe sobresaltado.
—Por el contrario, yo creía que los deseos de Su Eminencia eran tales, que no se atrevía a confesárselos a sí mismo, comprendiendo que eran deseos de rey.
—Señor —dijo el cardenal temblando—, creo que os referís a ciertas palabras que dijisteis en las carmelitas de San Dionisio.
—Monseñor, es cierto.
—Luego os equivocasteis como ahora.
—¿No recordáis, monseñor, que veo tan claramente lo que sucede en vuestro corazón, como vi salir vuestro coche del convento, pasar la barrera, seguir el bulevar y pararse bajo los árboles a cincuenta pasos de esta casa?
—Explicaos, pues, y reveladme alguna cosa extraordinaria.
—Monseñor, los príncipes de vuestra casa han tenido siempre necesidad de un amor grande y peligroso, y no seréis vos verdaderamente quien degenere.
—No os comprendo, conde.
—Por el contrario, me comprendéis muy bien. Hubiera podido tocar con facilidad muchas cuerdas que vibran en vuestro corazón; pero lo creo inútil, y he preferido atacar desde luego la que estoy seguro que vibra más profundamente.
El cardenal alzó la cabeza, y haciendo el último esfuerzo de desconfianza, consultó las miradas fijas y tranquilas del conde.
Este se sonreía con tal expresión de superioridad, que el cardenal bajó los ojos con timidez.
—¡Oh!, tenéis razón, monseñor, tenéis razón: no me miréis, porque leo con excesiva claridad lo que sucede en vuestro corazón, porque vuestro corazón es como un espejo que conservase la forma de los objetos que reflejara.
—Silencio, conde de Fénix, silencio —dijo el cardenal dominado.
—Silencio, es verdad, porque no ha llegado aún la hora de declarar semejante amor.
—¿Todavía no habéis dicho?
—Todavía no.
—¿De modo que ese amor tendrá un porvenir?
—¿Por qué no?
—¿Me diríais si es tan insensato como yo mismo he creído, como creo todavía, y creeré hasta el momento en que me den una prueba de lo contrario?
—Monseñor, mucho pretendéis y nada puedo deciros sin ponerme antes en contacto con la persona que os lo ha inspirado, o con cualquier otro objeto de su pertenencia.
—¿Qué necesitáis para eso?
—Por pequeña que sea, una trenza de su cabello.
—¡Oh!, sí, sois un hombre profundo: sí, lo habéis dicho: leéis en los corazones, como yo lo haría en un libro.
—Lo mismo me decía vuestro pobre tío, el caballero Luis de Rohán, al despedirme de él en la plataforma de la Bastilla, al pie del cadalso, al que subió con tanto valor.
—¿Y os dijo… que erais un hombre profundo?
—Y que leía en los corazones. Sí, porque yo le había pronosticado que el caballero de Préault le vendería. No me dio crédito, y así sucedió.
—¿Qué singular relación halláis entre mi antepasado y yo? —preguntó el cardenal palideciendo a pesar suyo.
—Sirve sólo para recordaros que debéis ser prudente al proporcionaros esos cabellos que será necesario cortar debajo de una corona.
—Eso importa poco; prometo traéroslos.
—Está bien, monseñor: aceptad ahora ese oro; espero que no dudaréis que lo es.
—Dadme una pluma y papel.
—¿Para qué, monseñor?
—Para haceros un recibo de cien mil escudos que con tanta generosidad me prestáis.
—¿En eso pensáis, monseñor? ¡Un recibo!, ¿para qué?
—Tomo prestado frecuentemente, querido conde —contestó el cardenal—, pero os advierto que jamás recibo nada regalado.
—Pues como gustéis, querido príncipe.
Este tomó una pluma y escribió en letras enormes y poco legibles, un recibo cuya ortografía asustaría al alma de un sacristán del día.
—¿Está bien? —preguntó presentándolo a Balsamo.
—Perfectamente —replicó este guardándolo en el bolsillo sin mirarlo siquiera.
—¿No lo leéis, conde?
—Poseo vuestra palabra, y la palabra de los Rohán es la mejor garantía.
—Señor conde de Fénix —dijo el cardenal haciendo un medio saludo muy expresivo por parte de un hombre de su carácter—, sois un hombre muy galante, y ya que no puedo hacer nada por vos, contad con mi eterna gratitud.
Contestó Balsamo inclinándose, y agitó una campanilla a cuyo llamamiento se presentó Fritz.
Pronunció el conde algunas palabras en alemán.
Se bajó el lacayo, y como un chiquillo que cogiera ocho naranjas, algo embarazado, pero no encorvado ni perezoso, alzó las ocho barras de oro, con sus cubiertas de estopa.
—Es un hércules este mozo —dijo el cardenal.
—Es muy fuerte —respondió Balsamo—, verdad es que desde que está a mi servicio le doy cada mañana tres gotas de un elixir preparado por mi sabio amigo el doctor Althotas: así es que ya empieza a manifestar su aprovechamiento: dentro de un año podrá llevar los cien marcos en una sola mano.
—¡Maravilloso, incomprensible! —prorrumpió el cardenal—, ¡oh!, no podré resistir el deseo de hablar de todo esto.
—Monseñor, hacedlo enhorabuena —replicó Balsamo sonriendo—; pero no olvidéis que descubrir lo que habéis visto, es comprometeros de venir a apagar vos mismo la llama de mi hoguera, si acaso cediera el parlamento a la tentación de hacerme quemar en la plaza de Grève.
Y después de acompañar a su ilustre visitador hasta la puerta cochera, se despidió de él saludándolo muy respetuosamente.
—No veo a vuestro criado —dijo el cardenal.
—Ha ido a llevar el oro al coche de Vuestra Eminencia.
—¡Cómo!, ¿sabe dónde lo he dejado?
—Debajo del cuarto árbol, a la derecha, volviendo el bulevar: eso es lo que le dije en alemán.
Levantó las manos al cielo el cardenal, y desapareció en la oscuridad.
Después que Balsamo esperó el regreso de Fritz, subió a su habitación, cerrando las puertas detrás de él.