Capítulo LVIII

No se engañaba Lorenza. Después de cruzar la barrera de San Dionisio, y seguir en toda su longitud el arrabal del mismo nombre, un coche, dando la vuelta entre la puerta y el ángulo formado por la última casa, continuaba rodando a lo largo del bulevar.

Iba en el coche, como había dicho Lorenza, M. Luis de Rohán, obispo de Estrasburgo, que impulsado por su impaciencia, venía a ver antes del tiempo fijado, al hechicero en su misterioso domicilio.

El cochero, a quien las muchas y galantes aventuras del buen prelado habían hecho aguerrido contra la oscuridad, los barrancos y los peligros de ciertas calles tenebrosas, no se acobardó en lo más mínimo cuando después de haber seguido los bulevares de San Dionisio y San Martín, todavía poblados e iluminados, le fue preciso entrar en el bulevar desierto y sombrío de la Bastilla.

Detúvose el carruaje en el ángulo de la calle de San Claudio, y según la orden del amo fue a ocultarse bajo los árboles, a veinte pasos de distancia.

M. de Rohán, en traje de seglar, se deslizó entonces en la calle y llamó tres veces a la puerta de la casa que pudo sin dificultad reconocer por la descripción que le había hecho de ella el conde de Fénix.

Se escucharon pasos en el patio, y se abrió la puerta.

—¿No habita aquí el señor conde de Fénix? —preguntó el príncipe.

—Sí, señor —contestó el lacayo.

—¿Se encuentra en casa?

—Sí, señor.

—Bien, anunciad…

—¿A Su Eminencia el cardenal de Rohán?

Sorprendióse este, y se miró de pies a cabeza, por si algún indicio revelaba su calidad, bien en su traje, o en su comitiva: pero estaba solo, y vestido de seglar.

—¿Cómo sabéis mi nombre? —preguntó.

—Me ha indicado el amo ahora mismo que esperaba a Vuestra Eminencia.

—Sí, pero mañana, pasado mañana…

—No, señor, esta noche.

—¿Vuestro amo ha dicho que me esperaba esta noche?

—Sí, señor.

—Bien, pues anunciadme —dijo el cardenal colocando dos luises en la mano de Fritz.

—Tened la bondad de seguirme —repuso este.

Un movimiento de cabeza del prelado indicó que consentía en ello, y el lacayo se dirigió con paso acelerado hacia la puerta de la antesala, alumbrada por un candelabro de bronce.

Admirado y pensativo le seguía el cardenal.

—Amigo mío —dijo parándose en la puerta del salón—, aquí hay sin duda equivocación, y en ese caso no quisiera molestar al señor conde: es imposible que me espere, no sabiendo que debía venir.

—¿No es monseñor, Su Eminencia el cardenal príncipe de Rohán, obispo de Estrasburgo? —preguntó Fritz.

—Sí, amigo mío.

—Pues sois el mismo a quien espera mi amo.

Encendió las bujías de otros dos candelabros, hizo una reverencia y salió.

Transcurridos cinco minutos, durante los cuales sufrió el cardenal una singular emoción, se puso a examinar los muebles elegantes que decoraban aquel salón. Se abrió la puerta, y el conde de Fénix apareció en el umbral.

—Buenas noches, monseñor —dijo sencillamente.

—Me han dicho que me aguardabais esta noche —exclamó el cardenal sin responder al saludo—: Esto me parece imposible.

—Efectivamente, os estaba esperando —contestó el conde—. Acaso dudéis de mis palabras, al comprender el indigno recibimiento que os hago: pero como hace muy pocos días que he llegado a París, no he tenido tiempo de disponer nada. Ruego, pues, a Su Eminencia se sirva disimularme.

—¡Qué me esperabais!, ¿y quién os ha participado mi visita?

—Monseñor, vos mismo.

—¿Cómo?

—¿No habéis hecho detener vuestro coche en la barrera de San Dionisio?

—Sí.

—¿Es verdad que llamasteis a vuestro lacayo, y que bajó del coche para recibir vuestras órdenes?

—Es cierto.

—¿No le indicasteis calle de San Claudio, por el arrabal de San Dionisio y el bulevar, cuyas palabras repitió al cochero?

—Sí. ¿Pero me habéis visto?, ¿me habéis oído?

—Os he visto, monseñor, os he oído.

—¿Estabais allí?

—No me hallaba allí, monseñor.

—¿Pues dónde os encontrabais?

—Aquí.

—¿Y desde aquí, pudisteis verme y oírme?

—Sí, monseñor.

—Bah, no lo creo.

—¿Ignoráis que soy hechicero?

—¡Ah!, lo olvidaba, es verdad. ¿Cómo debo deciros, el barón de Balsamo o el conde de Fénix?

—En mi casa me llamo el MAESTRO.

—Sí, ese es el título hermético. Pues bien, señor maestro, ¿conque me esperabais?

—Os esperaba.

—¿Y habíais templado vuestro laboratorio?

—Lo está siempre, monseñor.

—¿Me consentiréis entrar en él?

—Tendré el honor de conducir a Vuestra Eminencia.

—Yo os seguiré, pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que me ofrezcáis no ponerme personalmente en relaciones con el diablo. Mucho miedo tengo a Lucifer.

—¡Ah!, ¡ah!, monseñor.

—Sí, es muy corriente tomar para que hagan las veces de diablos, grandes bribones de guardias franceses reformados, o maestros de esgrima que para representar al natural el papel de Satanás, apagan las luces y martirizan a las gentes con pellizcos y alfilerazos.

—Nunca —repuso Balsamo— olvidan mis diablos que tienen el honor de habérselas con príncipes, y olvidan las palabras de M. de Conde, que ofreció a uno de ellos, si no se estaba quieto, sacudirle tan bien la piel, que tendría que abandonarla o portarse más cortésmente.

—Muy bien —dijo el cardenal—; ya me habéis tranquilizado: entremos al laboratorio.

—¡Si Vuestra Eminencia tiene la bondad de seguirme!

—Vamos.