Cuando Lorenza recobró su poder, dirigió una rápida mirada a su alrededor, y después de examinar cada cosa sin que ninguna de esas mil coqueterías que alegran a las mujeres desarrugarse al parecer la gravedad de su fisonomía, fijó los ojos en Balsamo con un temblor doloroso.
Estaba sentado el conde a poca distancia de ella, y la observaba con suma atención.
—¡Siempre vos! —exclamó retrocediendo la joven.
Y las señales todas de temor, aparecieron de nuevo en su semblante; sus labios palidecieron, y el sudor brotó a la raíz de su cabello.
Balsamo permaneció silencioso.
—¿Dónde estoy? —prosiguió Lorenza.
—No habréis olvidado de dónde venís, señora —continuó el conde—, y esto debe conduciros naturalmente a comprender donde estáis.
—Sí, tenéis razón en excitar mis recuerdos: ya hago memoria, en efecto. Sé que me habéis perseguido y arrebatado de los brazos de la augusta intercesora que había elegido.
—Pues entonces, sabréis también que esa princesa, a pesar de su poder, no ha podido defenderos.
—Sí, la habéis dominado por medio de alguna violencia mágica —exclamo Lorenza juntando sus manos—. ¡Uh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!, libradme de este demonio.
—¿Conque veis en mí un demonio, señora? —dijo Balsamo encogiéndose de hombros—. Os suplico que dejéis esas creencias pueriles y esa infinidad de supersticiones ridículas y absurdas que os han acompañado desde vuestra salida del convento.
—¡Oh!, ¡mi convento! ¡Quién volviera a él! —exclamó Lorenza deshecha en lágrimas.
—Es cierto —dijo Balsamo con ironía—: Un convento es una cosa digna de echarse de menos.
Se dirigió Lorenza precipitadamente hacia una de las ventanas, descorrió las cortinas, alzó la falleba, y extendiendo su mano, se cogió a uno de los hierros de la reja cubierta con una red de alambre oculta con flores que la hacían perder mucho de su significación sin quitarle nada de su eficacia.
—Prisión por prisión —exclamó Lorenza—, prefiero la que conduce al cielo, a la que conduce al infierno.
Apoyó con fuerza los puños delicados sobre una de las barras que atravesaban la reja.
—Lorenza, si fuerais más razonable, sólo encontraríais flores en vuestra ventana.
—¿Y no lo era cuando me encerrabais en la otra cárcel ambulante, en compañía de ese vampiro a quien llamáis Althotas? No obstante, no me perdíais de vista; era vuestra prisionera, y cuando os separabais de mí, siempre me dejabais dominada por ese espíritu que me posee y que no puedo combatir. ¿Dónde está ese pavoroso viejo que me hace morir de terror? En algún rincón sin duda, ¿es verdad? Callemos un momento, y oiremos su voz de fantasma salir de las entrañas de la tierra.
—Señora, atormentáis vuestra imaginación —replicó el conde—. Althotas, mi preceptor, mi amigo, mi segundo padre, es un anciano inofensivo que nunca os ha visto, que jamás se ha acercado a vos, y que si se ha acercado, u os ha visto, no ha fijado siquiera la atención, entretenido como se halla en la prosecución de su obra.
—¡Su obra! —murmuró Lorenza—; ¿y qué obra es esa?, decidlo.
—Busca el elixir de vida, que todos los filósofos han buscado desde hace seis mil años.
—Y vos, ¿qué buscáis?
—La perfección humana.
—¡Oh!, ¡qué infierno!, ¡qué infierno! —exclamó Lorenza alzando las manos al cielo.
—¿Lo veis? —dijo el conde incorporándose—: Vuestro acceso os acomete de nuevo.
—¿Mi acceso?
—Sí, vuestro acceso. Ignoráis una cosa, Lorenza, y es que vuestra vida está dividida en dos períodos iguales: durante el uno, sois buena, dulce, razonable, durante el otro, perdéis el juicio.
—¿Y ese vano pretexto de locura es el que alegáis para encerrarme?
—¡Ay!, es necesario.
—¡Oh!, sed cruel, bárbaro, inhumano, encarceladme, matadme, pero no seáis hipócrita, no finjáis compasión cuando me martirizáis.
—¡Vaya! —dijo Balsamo sin ofenderse, antes bien con dulce sonrisa—: ¿Es un martirio vivir en esta estancia elegante y cómoda?
—Rejas, rejas por todas partes, barras de hierro, ningún aire libre.
—Están ahí esas rejas para proteger vuestra vida.
—¡Oh! —dijo—: ¡Me condena a morir en fuego lento, y afirma que piensa en mi vida, que se interesa por ella!
Se acercó Balsamo y con un gesto amistoso, quiso tomarle la mano; pero la joven retrocedió como si le hubiese picado una víbora, exclamando:
—¡Oh!, no me toquéis.
—¿Conque es decir que me odiáis?
—Preguntad a la víctima si aborrece al verdugo.
—Lorenza, Lorenza, porque no quiero llegar a serlo, os privo en parte de vuestra libertad. ¿Si pudieseis salir y entrar cuando quisieseis, quién sabe lo que haríais en uno de vuestros momentos de locura?
—¡Lo que haría! ¡Oh!, que me vea algún día libre y veréis.
—¡Ah! Lorenza, muy mal tratáis al esposo que habéis elegido ante Dios.
—¡Que yo os he elegido!, jamás.
—No obstante sois mi esposa.
—Eso es una maquinación infernal.
—¡Pobre loca! —dijo Balsamo con una mirada de compasión.
—¡Ah…!, soy romana —murmuró la joven—, y día llegará en que consiga vengarme.
—¿Es verdad que decís eso para asustarme? —preguntó el conde moviendo dulcemente la cabeza.
—No, no, lo haré como lo digo.
—Mujer cristiana, ¿qué decís? —exclamó Balsamo con tono de imperiosa autoridad—. Conque, según eso, vuestra religión, que manda se vuelva el bien por el mal, no es más que una hipocresía, puesto que al mismo tiempo que afectáis cumplirla, volvéis el mal por el bien.
Estuvo Lorenza durante algunos instantes como sorprendida de la fuerza de estas palabras.
—¡Oh! —dijo al fin—, no es una venganza, sino una obligación, denunciar a la sociedad sus enemigos.
—Si me delatáis por nigromántico, por hechicero, no es a la sociedad a quien ofendo, sino a Dios a quien desafío; y entonces, Dios, que puede con una sola señal confundirme, ¿por qué no se toma el trabajo de castigarme, y deja este cuidado a los hombres débiles, y sujetos al error como yo?
—Porque olvida y tolera —murmuró la joven—, aguardando que os convirtáis.
—Y, sin embargo —añadió Balsamo sonriéndose—, os aconseja que vendáis a vuestro amigo, a vuestro bienhechor, a vuestro esposo.
—¡Mi esposo! A Dios gracias nunca vuestra mano ha tocado la mía sin avergonzarme o estremecerme.
—Y ya sabéis que siempre he procurado generosamente evitaros ese contacto.
—Es cierto: sois casto, y esta es la única compensación concedida a mis desgracias. ¡Oh!, ¡si me viera obligada a soportar vuestro amor!
—¡Oh!, ¡misterio, misterio impenetrable! —exclamó el conde, que parecía seguir su pensamiento más bien que responder a Lorenza.
Concluyamos —interrumpió esta—: ¿Por qué me priváis de libertad?
—¿Por qué, después de habérmela sacrificado espontáneamente, pretendéis recobrarla?, ¿por qué huís del que os protege?, ¿por qué vais a pedir auxilio a una extranjera contra el que os ama?, ¿por qué amenazáis constantemente al que nunca os amenaza, con descubrir secretos que no son vuestros, y cuyas consecuencias ignoráis?
—¡Oh! —dijo Lorenza no respondiendo a estas preguntas—, el prisionero que desea firmemente recobrar su libertad, la recobra tarde o temprano, y vuestras barras de hierro no podrán sujetarme más que me sujetó vuestra jaula ambulante.
—Por fortuna para vos, son bastante fuertes —observó el conde con amenazadora serenidad.
—Dios me enviará alguna tempestad como la de Lorena, o algún rayo que las rompa.
—Creedme, Lorenza, pedidle más bien que no suceda así; desconfiad de esas exaltaciones romancescas; os hablo como amigo, oídme.
Tanta cólera había concentrada en la voz de Balsamo, tanto fuego sombrío en sus miradas, y su musculosa mano se crispaba de tan extraño modo a cada una de las palabras que pronunciaba lenta y casi solemnemente, que, aturdida Lorenza, en lo más fuerte de su rebelión, no pudo menos de escuchar a pesar suyo.
—Hija mía, ya veis —prosiguió el conde sin que su voz hubiese perdido nada de su amenazadora dulzura—, que he procurado hacer esta prisión habitable para una reina, y aunque lo fueseis, nada os faltaría aquí. Calmad, pues, esa exaltación absurda; vivid aquí como hubierais vivido en vuestro convento; habituaos a verme; amadme como a un hermano. Yo tengo grandes pesares, os los confiaré; una sonrisa de vuestros labios me consolará de mis crueles desilusiones. Cuanto más buena, sufrida y resignada os vea, más adelgazaré los hierros de vuestra celda. ¡Quién sabe! Dentro de un año, de seis meses, os veréis tan libre como yo, en términos que ya no trataréis de robarme vuestra libertad.
—¡No, no! —exclamó Lorenza—, basta ya de promesas, basta ya de engaños; me habéis raptado violentamente: yo soy dueña de mi libertad, y ya que no queréis devolvérmela, tolerad al menos que me consagre a Dios. Si he sufrido hasta ahora vuestro despotismo, ha sido porque no olvidaba que me arrancasteis del poder de unos bandidos que iban a deshonrarme; pero ya se debilitó esa gratitud, y si os empeñáis en tenerme algunos días más encerrada en esta prisión, perderé hasta el último vestigio de agradecimiento, y tarde o temprano creeré que teníais relaciones misteriosas con ellos.
—¿Conque seríais capaz de creerme jefe de bandidos?
—¡Quién sabe!, sorprendí ciertas señas, ciertas palabras…
—¡Cómo! —interrumpió el conde palideciendo.
—Sí, sí —prosiguió Lorenza—, las sorprendí, las sé, no las desconozco.
—Pero nunca las repetiréis a nadie: las guardaréis para siempre en vuestra memoria.
—¡No; todo lo contrario! —exclamó Lorenza gozosa de encontrar en su cólera el sitio vulnerable de su antagonista—. Conservaré religiosamente en mi memoria esas palabras; me las repetiré a mí misma en voz baja cuando me halle sola, y las pronunciaré en voz alta cuando se presente una ocasión: ya las he dicho.
—¿A quién? —preguntó Balsamo.
—A la princesa Luisa.
—Pues bien, Lorenza, acordaos de lo que vais a oír —dijo el conde cerrando convulsivamente los puños para reprimir su enojo—: Si las habéis dicho, no las volveréis a decir; no, porque esas puertas no se abrirán jamás, porque aguzaré las puntas de esos hierros, porque levantaré, si es necesario, las paredes de ese patio tan altas como las de Babel.
—Os he dicho ya —replicó Lorenza—, que se rompen fácilmente las cadenas, cuando el amor a la libertad se refuerza con el odio que inspira el tirano.
—Está bien, romped las vuestras cuando os acomode, Lorenza; pero escuchad antes lo que os espera: únicamente podréis escapar dos veces de este encierro: la primera, os castigaré tan cruelmente, que derramaréis hasta la última lágrima de vuestro cuerpo; la segunda os castigaré tan inhumanamente, que derramaréis hasta la última gota de sangre de vuestras venas.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!, será capaz de matarme —exclamó la joven en el último extremo de la cólera, mesándose los cabellos, mientras se arrastraba por la alfombra.
Miróla el conde un momento con cierta mezcla de cólera y compasión; mas la compasión pudo más que la cólera, y dijo:
—Vamos, Lorenza, volved en vos, tranquilizaos, llegará día en que seáis recompensada con usura de lo mucho que habéis sufrido o creído sufrir.
—¡Encerrada!, ¡encerrada! —gritó la joven sin escuchar a Balsamo.
—Paciencia.
—¡Castigada!
—Es un plazo de prueba.
—¡Loca!, ¡loca!
—Sanaréis.
—¡Oh!, ¡dejadme desde luego en un hospital de locos!, ¡recluidme de una vez en una verdadera cárcel!
—No lo haré: vos misma me habéis prevenido de lo que haríais contra mí.
—Entonces —exclamó Lorenza—, asesinadme, asesinadme ahora mismo.
Levantóse con la agilidad y la rapidez de una fiera, y se precipitó con ánimo de romperse la cabeza contra la pared.
Balsamo, extendiendo hacia ella su mano, pronunció con la voluntad más que con los labios una sola palabra, que fue suficiente para contenerla. La joven se detuvo súbitamente, vaciló, y cayó dormida en sus brazos.
El misterioso encantador, que dominaba al parecer toda la parte material de aquella mujer, pero que luchaba inútilmente contra la parle moral, la alzó en sus brazos, la llevó a la cama, y estampó un beso en sus labios, corrió las cortinas y salió.
Un sueño dulce y tranquilo envolvió a la joven como el manto de una tierna madre envuelve al hijo mimado después de haber sufrido mucho y llorado con el mayor desconsuelo.