Capítulo LVI

Retrocedió el conde vivamente: los brazos de Lorenza no cogieron más que el aire, y tornaron a caer cruzados sobre su pecho.

—Lorenza —dijo Balsamo—, ¿deseas hablar con tu amigo?

—¡Ay!, sí —replicó la joven—; pero háblame tú frecuentemente: ¡me agrada tanto tu voz!

—Lorenza, me has dicho muchas veces que serías muy feliz si pudieras vivir conmigo, apartada de todo el mundo.

—¡Oh!, ¡sería mi suprema felicidad!

—Pues bien: cumplo tus deseos; en esta estancia nadie puede perseguirnos, nadie puede molestarnos; estamos solos, completamente solos.

—¡Ah!, ¡cuánto me alegro!

—Dime si te gusta esta habitación.

—Oblígame a que vea.

—¡Ve!

—¡Oh!, ¡qué hermosa es! —exclamó.

—¿Conque te agrada? —preguntó el conde con dulzura.

—Sí, sí, veo mis flores favoritas, mis heliotropos de vainilla, mis rosas purpurinas, mis jazmines de China. Gracias, querido José mío: ¡qué bueno eres!

—Hago lo que me es posible para complacerte, Lorenza.

—¡Oh!, haces cien veces más de lo que merezco.

—¿Lo confiesas?

—Sí.

—¿También confiesas que has sido muy ingrata?

—¡Ah!, sí, ¡demasiado ingrata!, pero tú me perdonas, ¿es verdad?

—Serás perdonada una vez que me hayas explicado ese extraño misterio contra el cual lucho desde que te conozco.

—Balsamo, escucha: hay en mí dos Lorenzas muy distintas, una que te ama, y otra que te odia, así como hay también dos existencias completamente opuestas, la una, durante la cual absorbo todas las alegrías del Paraíso, y la otra, durante la cual experimento todos los tormentos del infierno.

—Esas dos existencias, son la vigilia y el sueño, ¿es verdad?

—Sí.

—Y cuando duermes me amas, y me detestas cuando velas.

—Sí.

—¿Por qué?

—Lo ignoro.

—Debes saberlo.

—No.

—Reúne bien tus recuerdos, consulta tus ideas, profundiza tu propio corazón…

—¡Ah, sí…! Ahora comprendo.

—Habla.

—Cuando Lorenza vela, es la romana, es la mujer supersticiosa de Italia: cree que la ciencia es un crimen y el amor un pecado. Entonces mira con miedo al sabio Balsamo, al hermoso José. Su confesor le dijo que amándote condenaría su alma, y huirá de ti sin cesar hasta el cabo del mundo.

—¿Y cuando Lorenza duerme?

—¡Oh!, entonces es diferente, ya no es romana, ya no es supersticiosa, es mujer: lee en el corazón y en el espíritu de Balsamo, ve que este corazón la ama, comprende que esa inteligencia proyecta cosas sublimes, y conoce, en resumen, cuan superior es a ella. Entonces desea con ardor vivir y morir a su lado, a fin de que la posteridad pronuncie en voz baja el nombre de Lorenza a la vez que pronunciará en voz alta el de… ¡Cagliostro!

—¿Luego bajo ese nombre llegaré a ser célebre?

—Sí, sí, bajo ese nombre.

—¡Querida Lorenza! ¿Conque estarás gustosa en este nuevo aposento?

—Sí, es inmensamente más rico que todos los que hasta ahora me has destinado; pero esa no es la causa de mi alegría.

—¿Cuál es?

—Que me has ofrecido habitarlo conmigo.

—¡Ah!, ¿cuando duermes comprendes que te amo con pasión?

Abrazó la joven convulsivamente sus rodillas, en tanto una pálida sonrisa asomaba a sus labios, y exclamó:

—Sí, sí, lo conozco, y sin embargo —añadió exhalando un suspiro—, hay una cosa que amas aún más que a Lorenza.

—¿Qué cosa? —preguntó Balsamo agitado.

—Tu sueño.

—Di mi empresa.

—Tu ambición.

—Di mi gloria.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Oprimióse el corazón de la joven, y lágrimas silenciosas corrieron al través de sus párpados cerrados.

—¿Qué ves? —preguntó Balsamo asombrado de aquella lucidez que a veces también a él mismo le espantaba.

—¡Oh!, veo tinieblas entre las cuales se deslizan fantasmas: algunas llevan en la mano sus cabezas coronadas, y tú, tú te encuentras en medio de todos como un general en medio de una batalla. Parece que tienes los poderes de Dios; mandas, y te obedecen.

—Bueno —dijo Balsamo con satisfacción—, ¿eso que ves, no te envanece?

—¡Oh!, eres muy bueno para elevarte tanto. Además, yo me busco entre toda esa multitud que te rodea, no me hallo. ¡Oh!, no podré verte… no podré verte —murmuró tristemente.

—¿Pues dónde estarás?

—Muerta.

—¡Muerta tú, Lorenza mía! —prorrumpió Balsamo estremeciéndose—: No, no, viviremos juntos para amarnos.

—Tú no me amas.

—Sí, sí te amo.

—Pero no mucho —contestó cogiendo con ambas manos la cabeza de José…— no mucho, —agregó apoyando en su frente sus labios enardecidos que multiplicaban sus caricias.

—¿Qué puedes reprocharme?

—Tu frialdad. ¿Lo ves?… te apartas. Mis labios quizá te abrasan puesto que esquiváis mis besos. ¡Oh…!, devuélveme mi sosiego inocente, mi convento de Subiaco y las noches de mi celda solitaria. Devuélveme los besos que me enviabas en las alas de las brisas misteriosas y que en mi sueño veía llegar a mí como sílfides con alas de oro, que anegaban mi alma en un mar de delicias.

—¡Lorenza! ¡Lorenza!

—¡Oh! Balsamo, no huyas de mí, te lo ruego; dame tu mano para que la estreche entre las mías; dame a besar tus ojos; ¿no soy tuya?

—Sí, sí, mi Lorenza querida, eres mía, eres mi mujer muy amada.

—Y consientes que viva así a tu lado, inútil, abandonada: ¡tienes una flor casta y solitaria, que te invita con su fragancia, y la rechazas! ¡Ah!, nada soy para ti.

—No, en verdad, lo eres todo, Lorenza mía, puesto que sin ti nada podría, tú eres la que me das las fuerzas, el poder, el genio. Deja, pues, de amarme con esa fiebre insensata que perturba la tranquilidad de las mujeres de tu país. Ámame como yo te amo.

—¡Oh!, no es amor, no es amor lo que sientes por mí.

—Pero es a lo menos todo cuanto de ti exijo, porque tú me das cuanto yo deseo, y con esa posesión del alma tengo bastante para ser feliz.

—¡Feliz! —exclamó Lorenza con aire desdeñoso—. ¿Llamas a eso ser feliz?

—Sí, porque para mí, ser feliz, es ser grande.

Un suspiro amargo salió del pecho de la joven.

—¡Oh! ¡Lorenza mía!, ¡si supieras lo que vale leer en el corazón de los hombres para vencerlos con sus propias pasiones!

—Sí, ya sé que sólo te sirvo para eso.

—Todavía hay más: tus ojos leen para mí en el libro cerrado del porvenir, y lo que no he aprendido en veinte años de trabajos y miserias, tú, mi dulce paloma, inocente y pura, cuando quieres me lo enseñas. Mis pasos, a los que tantos enemigos preparan emboscadas, tú los guías; mi inteligencia, de la que dependen mi vida, mi fortuna y mi libertad, tú la dilatas como el ojo de lince que ve durante la noche. Tus hermosos ojos, al cerrarse a la luz de esta vida, se abren a una claridad sobrehumana, y velan por mí. Tú eres la que me haces libre, rico y poderoso.

—¡Y en cambio tú, me haces desgraciada! —exclamó Lorenza, loca de amor.

Y más apasionada que nunca, rodeó con sus brazos a Balsamo, que dominado también por la llama eléctrica, sólo oponía ya una débil resistencia.

No obstante, hizo un esfuerzo, y logrando desunir aquel lazo vivo que lo encadenaba:

—¡Ay, Lorenza, Lorenza! —exclamó—: Apiádate de mí.

—Soy tu esposa —repuso la joven—, ¡y no tu hija! Ámame, pues, como un esposo ama a su esposa, y no como me amaba mi padre.

—Lorenza —repuso Balsamo trémulo y no pudiendo dominar sus deseos—, te suplico que no exijas de mí otro amor que el que puedo darte.

—¡Pero eso no es amor!, ¡no es amor! —repitió la joven levantando con desesperación sus brazos al cielo.

—¡Oh!, sí es amor… pero amor santo y puro, como el que se debe tributar a una virgen.

La joven, con un brusco movimiento, desató las largas trenzas de su negra cabellera: su brazo tan blanco y nervioso al mismo tiempo se dirigió amenazador hacia el conde.

—¿Qué has dicho? —exclamó con voz breve y desolada—. ¿Por qué me has obligado a abandonar mi patria, mi nombre, mí familia, y hasta mi culto? Porque mi Dios no es el tuyo. ¿Por qué me has acercado a ti y has tomado sobre mí ese imperio absoluto, que me hace tu esclava? ¿Por qué has ligado mi vida a la tuya? ¿Para llamarme después la virgen Lorenza?

No pudo contener Balsamo un doloroso suspiro, que le arrancó el intenso dolor de aquella mujer desesperada.

—¡Ay! —dijo—, cúlpate a ti misma o más bien culpa a la Naturaleza que hizo de ti un ángel cuya mirada infalible somete al Universo. Dotada de extraordinaria lucidez, tú lees en los corazones con tanta facilidad como un libro: eres el ángel de pureza, el diamante sin mancha, y nada puede nublar tu espíritu, porque viendo Dios esta forma tan pura y radiante, se digna dejar descender hasta ella, cuando yo le invoco en nombre de los elementos que ha creado, su santo espíritu, que de ordinario se mece sobre seres vulgares y sórdidos, por no hallar en ellos un sitio sin mancha donde poder posarse. Lorenza: tú, virgen, eres la inspirada de Dios; mujer, no serías más que materia.

—¿Y no prefieres mi amor —preguntó la joven torciendo convulsivamente sus hermosas manos—, y no prefieres mi amor a esos ensueños que ambicionas, y a esas quimeras que crea tu imaginación? ¿Y me condenas a la castidad de las religiosas, con la tentación del ardor inevitable de tu presencia? ¡Ah! José, José, cometes un crimen.

—No blasfemes, Lorenza mía —replicó Balsamo—, yo sufro como tú. Lee en mi corazón, te lo ordeno y después di que no te amo.

—¿Pues por qué te resistes a ti mismo?

—Porque deseo elevarte conmigo sobre el trono del mundo.

—¡Oh Balsamo! —murmuró la joven—, ¿podrá jamás proporcionarte tu ambición lo que te ofrece mi amor?

Impulsado irresistiblemente por su pasión el conde, y arrastrado por ella, reclinó su cabeza sobre el pecho de Lorenza.

—¡Ah!, sí, sí —exclamó esta—; veo que me prefieres a tu ambición, a tu poder, y a tus esperanzas. ¡Oh!, ¡al fin me amas como yo te amo!

Intentó Balsamo sacudir la nube embriagadora que comenzaba a ofuscar su razón, pero su esfuerzo fue inútil.

—¡Un!, puesto que me amas tanto —exclamó—, apiádate de mí.

Ya no le oía Lorenza: acababa de formar con sus brazos una de esas cadenas irresistibles, más tenaces que grapas de hierro, y más sólidas que el diamante.

—Como hermana, como virgen, como esposa, como pretendas te amaré, pero dame un beso, uno solo.

Balsamo quedó subyugado. Vencido y enajenado por tanto amor, y sin fuerzas para dominarse más tiempo, con la vista fija, el pecho agitado, y la cabeza trastornada, se acercó a Lorenza tan invenciblemente atraído como el acero por el imán.

Iban ya sus labios a tocar los de la joven, cuando recobró de pronto la razón, y azotando con sus manos el aire impregnado de voluptuosos vapores, exclamó:

—¡Despertad, Lorenza, yo lo mando!

Al momento se soltó aquella cadena que no había podido romper, los brazos que le enlazaban se extendieron, la sonrisa ardiente que entreabría los labios secos de Lorenza desapareció, languideciendo como un resto de vida al postrimer suspiro: abriéronse sus ojos, volvieron a contraerse sus pupilas dilatadas, agitó los brazos con esfuerzo, y haciendo un movimiento de cansancio, cayó de nuevo, pero despierta, sobre el sofá.

Sentado Balsamo a tres pasos de ella, exhaló un profundo suspiro.

—Adiós, sueños dorados —murmuró—, ¡adiós felicidad!