Capítulo LV

La calle de San Claudio, donde el conde de Fénix había citado al cardenal de Rohán, no se diferenciaba tanto en aquel tiempo de la que hoy existe, que no podamos hallar todavía los vestigios de las localidades que nos proponemos describir.

Como ahora, desemboca en la calle de San Luis y un bulevar, pasando por la misma calle de San Luis, entre el convento del Sacramento y el palacio de Voysins, mientras que hoy divide en su extremo una iglesia y un almacén. Uníase como hoy al bulevar por una pendiente muy rápida. Tenía quince casas, y siete faroles. Había también en ella dos callejones sin salida, uno a la izquierda, esquina al palacio de Voysins; y otro a la derecha, al que daba el gran jardín del convento del Sacramento.

A este callejón daban sombra por la derecha los árboles del convento, y por la izquierda lo cerraba la gran pared pardusca de una casa que se alzaba en la calle de San Claudio.

Parecido al rostro de un cíclope, esta pared no tenía más que un ojo, o si se quiere una ventana enrejada de espesas barras de hierro, y tapada con una red de alambre presentando un aspecto horriblemente obscuro.

Debajo de esta ventana, que nunca se abría, pues así lo demostraban telarañas que la entapizaban por fuera, había una puerta guarnecida de grandes clavos, la cual indicaba, no que se entraba, sino que se podía entrar en la casa por este lado.

Nada más dos personas habitaban en esta callejuela: un zapatero de viejo dentro de un cajón de madera, y una calcetera en un tonel, ambos cobijándose bajo las acacias del convento, que desde las nueve de la mañana esparcían grata frescura sobre el empolvado suelo.

Al anochecer se marchaba la calcetera a su domicilio, y el zapatero echaba el candado a su palacio, quedando solamente para cuidar el callejón, el ojo sombrío y tétrico de la ventana de que hemos hablado.

Tenía la casa que procuramos describir lo más exactamente posible, además de la puerta que antes dijimos, otra entrada principal por la calle de San Claudio. Era una puerta cochera con un relieve que traía a la memoria la arquitectura del tiempo de Luis XIII, y se hallaba adornada con el aldabón de cabeza de grifo, que el conde de Fénix había indicado como seña positiva al cardenal de Rohán.

Las ventanas que caían al bulevar, estaban abiertas desde por la mañana para recibir los primeros rayos del sol.

Los habitantes de París, y con distinción los de aquel barrio, gozaban de poca seguridad en aquel tiempo; así es que nadie extrañaba ver las ventanas enrejadas y las tapias erizadas de alcachofas de hierro.

Esta casa, por delante de la cual nadie pasaría hoy sin pararse lleno de curiosidad y de inquietud, no tenía, sin embargo, en 1770 un aspecto muy extraño, pues se encontraba, por el contrario, en la más completa armonía con el barrio, y si los buenos habitantes de las calles de San Luis y de San Claudio, huían de ella y de sus alrededores, era a causa del bulevar desierto de la puerta de San Luis, bastante mal afamado, y del puente de Choux, cuyos arcos, construidos sobre un negro albañal, parecían a todo parisiense algo enterado de las tradiciones, las insuperables columnas de Gades.

El bulevar por este lado, sólo conducía a la Bastilla y apenas si se contaban diez casas en el espacio de un cuarto de legua. Así es que la municipalidad no había aún juzgado a propósito alumbrarle; de modo que al dar las ocho de la noche en el verano y las cuatro de la tarde en el invierno, nadie se atrevía a transitar por él, por ser grandemente peligroso, a causa de los muchos ladrones que lo frecuentaban.

No obstante, vióse un coche cuyas portezuelas estaban decoradas con las armas del conde de Fénix, que lo atravesaba velozmente hacia las nueve de la noche y tres cuartos de hora después de la visita de San Dionisio.

Seguíale el conde unos veinte pasos, montado sobre Djerid, que hacía silbar su larga cola, aspirando al mismo tiempo el polvo que formaba con sus cascos.

En el carruaje, con las persianas echadas, reposaba Lorenza sobre mullidos cojines.

La puerta se abrió como por encanto al ruido de las ruedas, y el coche, después de haberse sepultado en las negras profundidades de la calle de San Claudio, desapareció en el zaguán de la casa que terminamos de describir.

Instantáneamente se cerró la puerta.

Diremos ahora algunas palabras acerca del interior de esta casa.

En el patio se hallaban a la derecha las caballerizas, a la izquierda las cocheras, y en el fondo, un pórtico que conducía a una puerta desde donde se subía indistintamente por uno u otro lado, por una doble escalera de doce gradas.

La planta baja de la casa, a lo menos la que era accesible, se componía de una grande antesala, de un comedor notable por los magníficos objetos de plata que contenían sus aparadores, y en fin, de un salón que parecía recién amueblado, y acaso expresamente para recibir a sus nuevos inquilinos.

A la salida de este salón, y al penetrar en la antesala, se encontraba uno frente de una gran escalera que llegaba al primer piso, el cual se componía de tres piezas solamente: pero un geómetra hábil, midiendo con la vista la circunferencia del edificio, y calculando su diámetro, no hubiera podido menos de admirarse de ver tan pocas habitaciones en tal extensión. Sin embargo, su sorpresa cesaría si supiera que en aquella casa aparente existía otra oculta y tan sólo conocida del que la habitaba.

En la antesala, y al lado de una estatua del dios Harpócrates, que con el dedo sobre los labios parecía aconsejar el silencio, de que es emblema, movíase por un resorte una puertecita oculta entre los adornos de la arquitectura. Esta puerta daba acceso a una escalera embutida en un corredor que conducía a un cuartito iluminado por dos ventanas enrejadas, que daban a un patio interior.

Este patio era la caja que ocultaba a la vista de todos la segunda caja.

El cuarto adonde llevaba la escalera secreta, era seguramente una habitación. Los guardapiés de las camas y los sillones y sofás, eran de magníficas pieles de leones, de tigres y de panteras con ojos brillantes, y dientes que parecían todavía amenazadores. Las paredes, cubiertas de cuero de Córdoba con dibujos del mejor gusto, hallábanse adornadas con armas de todas clases: desde el tomahawk del hurón, hasta el cric del malayo; desde la espada en forma de cruz de los antiguos caballeros, hasta el canjiar del árabe: desde el arcabuz incrustado de marfil del siglo XVI, hasta el fusil adamascado de oro del siglo XVIII.

Se hubiera buscado inútilmente en aquella habitación otra salida que la de la escalera; quizás existía otra u otras varias, pero ocultas e invisibles.

Un criado alemán, de veinticinco a treinta años, el único que se había visto hacía muchos días andar por aquella gran casa, echó los cerrojos a la puerta de la calle, y abriendo la portezuela del carruaje, en tanto que el cochero impasible desenganchaba ya los caballos, sacó a Lorenza dormida, y la condujo en sus brazos a la antesala; allí la depositó encima de una mesa cubierta con un tapete rojo, y con cierta discreción le cubrió los pies con el gran velo blanco que traía puesto.

Luego salió a encender a la luz de los faroles del coche un candelabro de siete mecheros.

En este corto tiempo Lorenza había desaparecido.

El conde de Fénix había entrado después del ayuda de cámara, y cogiendo a su vez a Lorenza entre sus brazos, la había conducido por la puerta oculta y la escalera secreta al cuarto de armas, dejando con mucho cuidado cerradas tras sí las dos puertas.

Luego tocó un resorte con el pie. Abrióse de repente otra puerta formada con la plancha misma de aquella, y moviendo sus silenciosos goznes, dio cabida al conde, que pasando por debajo del dintel, desapareció, volviéndose para cerrar con el pie de la misma manera que la había abierto aquella misteriosa puerta.

Junto a la chimenea había otra segunda escalera, y después de subir quince escalones, alfombrados de terciopelo de Utrecht, llegó a una sala elegantemente colgada de raso recamado de flores con colores tan vivos y tan bien dibujadas que parecían naturales.

El mobiliario era de madera dorada: dos grandes armarios de concha incrustados de metal, un clave y un tocador de palo de rosa y una hermosa cama con adornos de porcelana de Sèvres completaban la parte indispensable del ajuar. Varias sillas, sillones y sofás simétricamente colocados en un estrecho de treinta pies en cuadro, adornaban el resto de la habitación, que sólo se componía de un gabinete de tocador y de un retrete inmediato a la sala.

Daban luz al aposento dos ventanas ocultas con grandes cortinas.

Lámparas, en las que ardía un aceite perfumado, alumbraban noche y día, y extraídas por el techo, cuidaban de ellas manos invisibles.

No se percibía ningún ruido en esta habitación que parecía hallarse situada a cien leguas del mundo. Sólo el oro brillaba por todas partes; hermosas pinturas adornaban sus paredes, y grandes cristales de Bohemia, de trasparentes facetas, parecieron iluminarse, cuando después de haber colocado a Lorenza sobre un sofá, el conde, poco satisfecho de la poca luz del retrete, hizo desprender fuego del estuche de plata que tanto había dado que pensar a Gilberto, y encendió sobre la chimenea dos candelabros llenos de bujías color de rosa. Volviéndose al punto hacia la joven e hincando una rodilla delante de ella sobre un almohadón, exclamó:

—¡Lorenza!

Al oír su nombre, la joven se inclinó apoyándose sobre un codo, y sus ojos continuaron cerrados.

—¡Lorenza! —repitió el conde—, ¿dormís con vuestro sueño ordinario, o con el sueño magnético?

—Con sueño magnético —contestó.

—Entonces, ¿podréis contestar si os interrogo?

—Creo que sí.

—Bien está.

Hubo un momento de silencio, y el conde prosiguió:

—Mirad hacia la habitación de madame Luisa que hemos dejado hará tres cuartos de hora, poco más o menos.

—Ya miro —respondió Lorenza.

—¿Veis?

—Sí.

—¿Se encuentra allí el cardenal de Rohán?

—No lo veo.

—¿Qué hace la princesa?

—Reza para acostarse.

—Dirigid la vista por los corredores y patios del convento a ver si veis a Su Eminencia.

—No lo veo.

—Ved si su coche está aún en la puerta.

—Ya no está.

—Recorred el camino que hemos traído.

—Ya lo sigo.

—¿Veis algún coche?

—Sí, sí, varios.

—¿Y al cardenal de Rohán?

—No lo veo.

—Acercaos a París.

—Ya me acerco.

—Acercaos más.

—Bien.

—Más, más.

—¡Ah!, ya lo veo.

—¿En dónde está?

—Próximo a la barrera.

—¿Ha entrado?

—En este momento… un lacayo baja detrás del coche.

—¿Le habla?

—Se dirige a hablarle.

—Escucha, Lorenza. Importa mucho que yo sepa lo que el cardenal dice a ese hombre.

—Me habéis mandado escuchar, cuando ya no era tiempo. Pero aguardad, aguardad, el ayuda de cámara habla al lacayo.

—¿Qué le dice?

—Calle de San Claudio, en el Marais, por el bulevar.

—Bien, Lorenza, gracias.

El conde escribió algunas palabras sobre un papel, lo plegó alrededor de una chapilla de cobre, destinada seguramente a darle más peso, tiró del cordón de una campanilla, apretó un botón bajo el cual apareció una abertura, y dejó caer en ella el billete cerrándose enseguida.

Así se comunicaba el conde con Fritz cuando se hallaba encerrado en las habitaciones interiores. Y dirigiéndose otra vez hacia Lorenza:

—¡Gracias! —repitió de nuevo.

—¿Estás contento de mí? —preguntó la joven.

—Sí, querida Lorenza.

—¡Pues bien!, dame entonces mi recompensa. Balsamo se sonrió y acercó sus labios a los de Lorenza, cuyo cuerpo se agitó con tan voluptuoso contacto.

—¡Oh!, José, José —exclamó con un suspiro de dolor—; José, ¡cuánto te amo!

Y extendió la joven sus brazos para estrechar a Balsamo contra su corazón.