Capítulo LIV

Como se retiró tarde se acostó al momento y enseguida quedó profundamente dormido Gilberto: olvidó poner sobre el ventanillo de su bohardilla el trapo de lienzo, por cuyo medio interceptaba la luz del sol naciente.

Como el sol hería sus ojos, despertó a las cinco de la mañana y se levantó enseguida temeroso de haber dormido demasiado.

Corrió, pues, a consultar su reloj, que era el sol.

Lo opaco de la luz que apenas permitía distinguir las copas de los más elevados árboles le tranquilizó, pues conoció que lejos de haberse levantado tarde, había madrugado demasiado. Comenzó entonces a vestirse junto al ventanillo, meditando en los acontecimientos de la víspera y exponiendo con cierto placer su frente abrasada al fresco ambiente de la brisa matutina, cuando recordó que Andrea vivía en una calle inmediata situada cerca de Armenonville, y procuró ver desde su ventana la casa donde se hospedaba. El follaje que dominaba con la vista le trajo a la memoria las palabras de la víspera.

—¿Hay árboles? —había preguntado Andrea a Felipe.

Gilberto decía para sí:

—¡Oh! ¿Quién sabe si habrá quizás escogido el pabellón inhabitado del jardín?

Por una extraña coincidencia con su pensamiento, un ruido y un inusitado movimiento excitó su atención hacia aquel lado. Una de las ventanas del pabellón, que según todas las apariencias no se había abierto desde mucho tiempo antes, se movió empujada por una mano torpe o débil. Cedían los tableros en la parte superior, pero tal vez detenidos por la humedad sin duda en el borde del antepecho, se resistían a abrirse hacia afuera.

Otro empuje más poderoso hizo en fin rechinar el marco, y estremeciéndose bruscamente ambas hojas dejaron ver a una joven encendida todavía por los esfuerzos que acababa de realizar, y sacudiendo e] polvo de sus manos. Gilberto exhaló un grito y se retiró hacia atrás. Aquella joven soñolienta aún, y que se esperezaba al aire libre, era Nicolasa.

No debía dudar un momento. Felipe había anunciado la víspera a su padre y a su hermana que La-Brie y Nicolasa estaban disponiendo su alojamiento. Luego aquel pabellón era el alojamiento preparado: aquella casa de la calle de Coq-Heron, donde habían entrado los viajeros, tenía sus jardines inmediatos a la calle Plastrière.

Fue tan brusco el movimiento del joven, que si Nicolasa, situada a bastante distancia, no hubiera estado tan distraída en aquella indolente contemplación, propia del momento de despertarse, hubiera visto a nuestro filósofo al tiempo de retirarse de su ventana.

Pero este se había ocultado tan precipitadamente, porque temía que Nicolasa le viese en el ventanillo de un tejado. Si hubiese habitado en un primer piso, y si por su ventana se hubiesen dejado ver ricas colgaduras y suntuosos muebles, acaso no hubiera tenido inconveniente en que le viesen, pero la bohardilla de un quinto piso lo clasificaba demasiado bajo en las inferioridades sociales para que no pusiera el mayor cuidado en esconderse.

Y si Andrea sabía que él se encontraba allí, ¿no bastaría para que variase de casa, o no se pasease por el jardín?

Tal era el orgullo de Gilberto que le hacía excederse a sí mismo. ¿Qué importaba Gilberto a Andrea, y por qué había esta de dar un paso para acercarse o separarse de él? ¿No pertenecía a esa clase de mujeres que salen del baño delante de un lacayo o de un patán porque no conceptúan a estos hombres como los demás?

No pertenecía Nicolasa a esta clase, y era preciso no dejarse ver de ella. Por esta razón se retiró con tanta precipitación Gilberto. Sin embargo, como no podía resistir su curiosidad, se volvió a aproximar poco a poco, y aventuró su mirada desde un ángulo del ventanillo.

Situada en el primer piso otra ventana, y precisamente debajo de la primera, acababa de abrirse apareciendo en ella una forma blanca. Era Andrea, que recién despertada, con peinador de mañana, buscaba una chinela que deslizándose de su pie, había desaparecido debajo de una silla.

Aunque siempre que Gilberto veía a Andrea se proponía atrincherarse detrás de su odio, en vez de entregarse a su amor, como la misma causa producía siempre los mismos efectos, tuvo que apoyarse contra la pared, latiéndole tan fuertemente el corazón, como si fuera a escaparse de su pecho. Poco a poco fue calmándose aquella agitación, principió a meditar, y, como deseaba ver sin ser visto, tomó uno de los vestidos de Teresa, lo fijó con un alfiler en una cuerda que atravesaba el ventanillo en toda su extensión, y oculto tras esta cortina, pudo ver a Andrea sin temor de ser visto.

Imitando a la doncella, la joven estiró sus hermosos brazos, los cuales, al extenderse, dejaron entreabrir el peinador, y se inclinó sobre la barandilla de la ventana, para examinar más a su gusto los jardines contiguos.

Entonces expresó su fisonomía la más completa satisfacción, y la que tan rara vez se sonreía en presencia de los hombres, se sonrió inocentemente a la vista del maravilloso espectáculo de la Naturaleza.

Un instante fijó su vista en las casas que rodeaban al jardín, llamando especialmente su atención la que habitaba Gilberto: mas, como desde el sitio que ocupaba, sólo podían verse las bohardillas, así como sólo desde estas podía descubrirse su habitación, no detuvo su mirada más que algunos momentos hacia aquel sitio, porque siendo tan orgullosa, ¿qué la importaba la raza que habitaba allá arriba?

Persuadida después de aquel examen de que no podía ser vista, y que en los límites de su apacible morada no aparecía ninguna fisonomía curiosa y alegre de esos parisienses burlones tan temidos de las mujeres de provincia, abrió de par en par su ventana para que el aire matinal refrescase hasta el último rincón de su cuarto; se dirigió hacia la chimenea, tiró del cordón de una campanilla y empezó a vestirse o más bien a desnudarse en la penumbra de la habitación.

Se presentó Nicolasa, desató las correas de una maleta de piel de zapa que databa de la reina Ana, tomó un peine de concha, y soltó los cabellos de Andrea.

En un momento las largas trenzas de sus espesos bucles se esparcieron ondeantes sobre la espalda de la joven.

Prorrumpió Gilberto en un suspiro reprimido: apenas si reconocía aquellos hermosos cabellos de Andrea que la moda y la etiqueta habían empolvado; pero lo que sí reconocía perfectamente, era a Andrea, medio desnuda, cien veces más bella en el traje de mañana que vestía, que con los más lujosos atavíos. Secáronse sus labios, ardieron sus dedos, y su vista se debilitó a fuerza de tenerla fija en un mismo objeto.

Hizo la casualidad que mientras la peinaban, levantase Andrea la cabeza, y se fijasen sus ojos en la bohardilla de Gilberto.

—Sí, sí, mira, mira —exclamó Gilberto—; por más que mires no verás nada, y yo lo veo todo.

Se engañaba Gilberto, pues Andrea veía una cosa, y esta cosa era el vestido flotante envuelto alrededor de la cabeza del joven a guisa de turbante.

Con el dedo indicó aquel extraño objeto a Nicolasa, quien interrumpió la obra complicada que había empezado, y, señalando con el peine el ventanillo, parecía que preguntaba a su ama si era aquel objeto el que designaba.

Esta telegrafía que seguía Gilberto ávidamente, causándole un placer indecible, tenía, sin que él lo sospechase, un tercer espectador.

De pronto sintió una mano que arrancaba con violencia de su frente el traje de Teresa, y cayó como herido de un rayo al ver a su lado a Rousseau.

—¿Qué diablos hacéis aquí? —preguntó el filósofo frunciendo el ceño y haciendo un gesto desagradable mientras que examinaba con atención el vestido de su esposa.

—Nada absolutamente, señor, nada —repuso el joven esforzándose por apartar del ventanillo la atención de su protector.

—¡Nada!, ¿entonces, por qué os ocultabais detrás de este vestido?

—Me molestaba el sol.

—Estamos al poniente, ¿y creéis que el sol os ofenda al tiempo de salir? ¿Tan delicada es vuestra vista?

Balbuceó el joven algunas palabras; pero conociendo que cuanto más hablaba más se condenaba a sí mismo, ocultó la cabeza entre sus manos.

—Mentís y teméis —continuó Rousseau—, luego obrabais mal.

Y después de esta terrible lógica que acabó de trastornar al joven, Rousseau vino a colocarse delante de la ventana.

Por un sentimiento demasiado natural para que sea preciso explicarle, Gilberto, que poco antes temía ser visto en aquella ventana, se lanzó a ella al acercarse Rousseau.

—¡Hola! —exclamó este con tono que heló la sangre en las venas de Gilberto—, ¡el pabellón está ya ocupado!

El joven no desplegó sus labios.

—Y por personas que conocen mi casa, porque veo que se la enseñan unos a otros.

Conociendo que se había adelantado mucho, hizo Gilberto un movimiento hacia atrás.

Ni este movimiento, ni la causa que lo había producido, escaparon a Rousseau, quien comprendió enseguida que Gilberto temía ser visto.

—No, no —dijo cogiendo al joven por el brazo—, no os separéis, amigo: esta ha de ser seguramente alguna trama, pues señalan vuestra bohardilla: colocaos aquí si os place.

Y lo condujo delante de la ventana, descubierto y trémulo.

—¡Oh!, ¡no, señor, no!, ¡por piedad! —exclamó Gilberto, realizando los mayores esfuerzos para escaparse.

Pero para escapar, lo que era fácil a un joven fuerte y tan ágil, era necesario que trabase una lucha, y una lucha con Rousseau, una lucha con su Dios; el respeto se lo prohibía.

—¿Conocéis a esas mujeres —preguntó Juan Jacobo—, y ellas también os conocen?

—No, no, no, señor.

—¿Pues si no las conocéis ni ellas tampoco os conocen, por qué no queréis asomaros?

—M. Rousseau, algunas veces habréis tenido secretos en vuestra vida, ¿es cierto? Pues bien, respetad un secreto.

—¡Ah, traidor! —exclamó Juan Jacobo—; sí, conozco los secretos de esta naturaleza: eras partidario de los Grimm, de los Holbah: te han hecho aprender un papel para captar mi benevolencia: te has introducido en mi casa y me vendes. ¡Oh necio de mí! ¡Oh estúpido amante de la Naturaleza!, ¡creo proteger a uno de mis semejantes, y traigo a mi casa un espía!

—¡Un espía! —repitió Gilberto indignado.

—Sepamos; ¿cuándo piensas venderme, Judas? —dijo Rousseau cubriéndose con el vestido de Teresa, que había conservado maquinalmente en la mano, y creyendo representar el más sublime dolor, cuando por desgracia sólo estaba ridículo y risible.

—Es una calumnia —interrumpió Gilberto.

—Te calumnio, ¡eh!, víbora —exclamó Juan Jacobo—, cuando te sorprendo con la ocupación de entenderte por señas con nuestros enemigos, y acaso descubriéndoles el asunto de mi última obra.

—Sí a vuestra casa hubiese llegado para vender el secreto de vuestro trabajo, hubiera más bien copiado vuestros manuscritos que están encima del bufete, que contar por señas el asunto de que tratan.

—Perdonadme lo que voy a deciros, caballero: la experiencia me ha hecho muy severo; en mi vida no he visto más que engaños; todos me han sorprendido, todos han maldecido de mí, todos me han vendido y martirizado. Yo soy, bien lo sabéis, uno de esos ilustres desgraciados que los gobiernos pregonan como malhechores. En semejante situación, lícito me será ser desconfiado y sospechoso. Así que, tengo sospechas de vos, y es necesario que salgáis de mi casa.

El joven no aguardaba esta peroración.

Él, ¡Gilberto, ser echado a la calle!

Cerró sus crispados puños, y una mirada centelleante hizo palidecer a Rousseau.

Mas el rayo que sus ojos fulminaron, pasó instantáneamente y se extinguió sin ruido, pues reflexionó en aquel instante que al partir iba a perder la amistad de Rousseau y la felicidad, tan dulce, de ver a Andrea a cada hora del día; esto era al mismo tiempo una desgracia y una afrenta.

Desde lo alto de su orgullo salvaje cayó, y juntando sus manos, dijo:

—¡Oh!, atendedme una palabra, una sola…

—¡Yo soy implacable! —replicó Juan Jacobo—: Los hombres me han enseñado con sus injusticias a ser más feroz que un tigre. Estáis en correspondencia con mis enemigos: id a reuniros con ellos, no os lo privo; ligaos con ellos, no me opongo; pero marchad de mi casa.

—Pero esas dos jóvenes no son enemigas vuestras; son la señorita Andrea y Nicolasa.

—Andrea, ¿quién es esa señorita? —preguntó el filósofo, a quien no era del todo desconocido aquel nombre, pronunciado ya dos o tres veces por Gilberto: ¿quién es esa señorita Andrea? Contestad:

—La hija del barón de Taverney: es, ¡ay!, perdonadme que os cuente tales cosas, pero me obligáis a ello, es la que amo más que habéis amado a la señorita Galley, madame de Warens u otra persona: es la que he seguido a pie, sin dinero, sin pan, hasta que caí en el camino, muerto de cansancio y dolor, es la que ayer he ido a ver en San Dionisio, tras la que he recorrido hasta la Muette, la que volví a seguir sin que me viese desde la Muette hasta la callé vecina a la vuestra, la que he visto por casualidad esta mañana en ese pabellón, y en fin, la misma por quien yo desearía ser un Turena, un Richelieu o un Rousseau.

Comprendía Juan Jacobo el corazón humano y el diapasón de sus voces: sabía que el mejor cómico no podía tener el acento lastimero con que hablaba Gilberto, ni el gesto febril con que acompañaba sus palabras.

—¿De manera que esa joven es la señorita Andrea?

—Sí, señor.

—¿Conque la conocéis?

—Soy el hijo de su nodriza.

—Mentíais, pues, ahora mismo cuando asegurabais no conocerla; luego, si no sois traidor, sois embustero.

—Señor —exclamó Gilberto—, me destrozáis el corazón, y en verdad que me haríais padecer menos matándome.

—¡Bah!, fraseología, estilo de Diderot y de Marmontel: sois un embustero.

—Y bien, sí, señor —interrumpió tristemente el joven—, soy un embustero y deploro en el alma que no podáis entender la nobleza que encierra semejante mentira.

—¡Embustero!, ¡embustero…! ¡Ah!, parto… ¡quedad con Dios! Parto desesperado, pero mi desesperación recaerá sobre vuestra conciencia.

Se acariciaba la barba Rousseau, contemplando a aquel joven que tenía con él mismo tan admirables analogías.

—He ahí un gran corazón, o un gran pícaro —dijo para sí—; pero si conspiran contra mí, ¿por qué no he de tener en mis manos los hilos de la conspiración?

Anduvo Gilberto cuatro pasos hacia la puerta, y puesta la mano sobre el picaporte, sólo aguardaba la última palabra que lo despidiera terminantemente, o lo llamase.

—Hijo mío —dijo Juan Jacobo—, olvidemos todo esto. ¡Ay!, ¡cuánto os queda que padecer si amáis tanto como habéis demostrado! Vamos, ya es tarde; habéis perdido el día de ayer, y hemos de copiar treinta páginas entre los dos. ¡Alerta, Gilberto, alerta!

Cogió el joven la mano del filósofo, y la llevó a sus labios: seguramente no hubiera hecho aquella demostración de humildad con la mano de un rey.

Mas antes de salir, y mientras Gilberto continuaba junto a la puerta, volvió a aproximarse Rousseau a la ventana, y dirigió su mirada hacia el pabellón.

En aquel momento acababa Andrea de dejar caer su bata, y cogía un vestido de manos de Nicolasa. Mas al ver aquel rostro pálido, aquel cuerpo inmóvil, hizo un movimiento brusco hacia atrás, y ordenó a Nicolasa que cerrara la ventana.

Obedeció la doncella.

—Se han asustado al ver un viejo —dijo Juan Jacobo—, este joven no les habría ciertamente causado tanto temor. ¡Oh hermosa juventud! —añadió suspirando:

O gioventù primavera del etá

O primavera gioventù del anno.

Y prendiendo nuevamente del clavo el vestido de Teresa, bajó melancólicamente la escalera detrás de Gilberto, por cuya juventud hubiera tal vez cambiado en aquel instante su reputación que equilibraba la de Voltaire y partía con ella la admiración de todo el mundo.