Capítulo LIII

Dijimos ya, que, al separarse de Felipe, Gilberto volvió a confundirse entre la multitud.

Pero ahora no se lanzaba entre aquellas oleadas bulliciosas con el corazón palpitante de esperanza y alegría, sino con el alma ulcerada por un dolor que no habían podido calmar la buena acogida y los generosos ofrecimientos de Felipe.

Ni siquiera suponía Andrea que hubiese sido cruel con Gilberto. La hermosa e impasible joven no sabía completamente que pudiese existir entre ella y el hijo de su nodriza punto alguno de contacto, ni para el dolor, ni para la alegría. Elevábase ella sobre las esferas inferiores, destellando sobre ellas su oscuridad o su luz, según la disposición en que su ánimo se hallaba. Esta vez, la sombra de su desdén había helado a Gilberto, mas como hubiese seguido el impulso de su naturaleza, ignoraba que había sido injusta.

Gilberto, como un atleta desarmado, había sentido en medio del corazón todas sus miradas de desprecio y sus palabras soberbias, porque no contaba aún con bastante filosofía para entregarse al consuelo de la desesperación.

Y se confundió en medio de aquel gentío inmenso, reunió sus fuerzas sin cuidarse de caballos ni hombres, y a riesgo de perderse o ser lastimado, se lanzó como un jabalí herido, consiguiendo abrirse paso al través de la multitud. Después de pasar los grupos más espesos del pueblo, empezó a respirar con más libertad, y dirigiendo la vista en torno suyo, vio el campo, la hierba, la soledad y el agua.

No sabiendo dónde iba, corrió hasta el Sena, y se encontró casi enfrente a la iglesia de San Dionisio. Entonces, cansado no tanto por la fatiga del cuerpo, como por las angustias del alma, dejóse caer sobre la hierba, y escondiendo el rostro entre sus manos, se puso a rugir frenéticamente, como si aquel lenguaje, propio del león, manifestase mejor sus dolores que la palabra y los gritos del hombre.

¿Efectivamente, estaba extinguido todo aquel espíritu vago e indeciso, aquella halagüeña esperanza que hasta entonces había despedido algunos rayos de luz pasajera sobre deseos insensatos de que quería darse cuenta? A cualquier grado de la escala social a que ascendiera nuestro joven a fuerza de ingenio, de ciencia o de estudio, siempre sería Gilberto para Andrea el mismo, es decir, una cosa o un hombre (estas fueron sus propias palabras), del cual no podía hacer caso su padre, pues no le consideraba digno de que descendiese su vista hasta él.

Tuvo por un momento la esperanza de que, al encontrarle en París, al saber que había llegado a pie, y al conocer su resolución de luchar con su suerte hasta vencerla, Andrea ensalzaría sus generosos esfuerzos. Y he aquí que no sólo había faltado el macte ánimo al generoso joven, sino que en premio de tantas fatigas y de tan heroica resolución, sólo había alcanzado la desdeñosa indiferencia que siempre había mostrado Andrea hacia el Gilberto del Castillo de Taverney.

Y además, ¿no había estado a punto de enfadarse cuando llegó a saber que había tenido la osadía de dirigir la vista a su cuaderno de solfeo? Si el pobre joven toca sólo con un dedo aquel cuaderno, no hubiera ya sido bueno sino para quemado.

Las decepciones y los engaños, para los corazones pequeños, no son más que golpes, bajo los cuales sucumbe el amor para resucitar después más firme y perseverante. Manifiestan sus dolores con lamentos y lágrimas, y tienen la resignación del cordero a la vista del cuchillo. Hay más: el amor de estos mártires crece frecuentemente con los dolores que debieran matarlos, pues se dicen y esperan que su dulzura conseguirá su recompensa, y esta recompensa es el objeto hacia que se dirigen, sea bueno o malo el camino, sin más diferencia, que si es malo tardarán más en llegar, pero llegarán.

Seguramente no sucede lo mismo con los corazones altivos, con los temperamentos fuertes y con las organizaciones poderosas, que se irritan al ver su sangre que corre, y su energía aumenta de un modo tan salvaje, que desde entonces pueden conceptuarse más bien como rencorosos que como amantes. Es preciso, no obstante, disculparlos, porque en ellos el amor y el odio van tan unidos, que casi no sienten la transición del uno al otro.

¿Sabía Gilberto al arrastrarse de aquella manera por el suelo, vencido del dolor, si amaba u odiaba a Andrea? No, sufría sin acertar a explicarse a sí mismo las sensaciones que le agitaban. Mas como no estaba dotado de gran paciencia, trató a poco de distraer su dolor, resuelto a adoptar una decisión enérgica.

—¡Ah!, ¡no, me ama! —exclamó—. Hice mal en pensar otra cosa. Sólo debía exigir de ella ese tierno interés que merecen los desgraciados que luchan enérgicamente con su desgracia. Ella no ha podido conocer lo que su hermano, que me dijo: «¡quién sabe si llegarás un día a ser un Colbert o un Vauban…!». Si consigo ser uno u otro, me hará justicia, dándome a su hermana en premio de mi gloria conquistada, como me la habría dado en cambio de mi aristocracia nativa, si mi cuna hubiese sido igual a la suya. Pero para ella, lo sé… Colbert y Vauban serían siempre Gilberto, porque desprecia en mí lo que nada podrá borrar, cubrir, ni dorar… la humildad de mi origen. ¿Y no sabe que para que yo alcance lo que ambiciono, habré de crecer mucho más que si hubiese nacido en su esfera? ¡Oh criatura loca! ¡Oh ser insensato! ¡Oh mujer… mujer!, o lo que es igual, ¡oh imperfección!

»Fiaos de esa mirada angelical, de esa frente despejada, de esa sonrisa inteligente, de ese aspecto de reina. Estas son las cualidades de la señorita de Taverney, de esa mujer que por su hermosura parece digna de reinar en todo el globo, pero que no es más que una aldeana poseída de orgullo, remilgada y llena de preocupaciones aristocráticas. ¡Pero si se le acercan esos jóvenes de moda, con su petulancia, calaveras e ignorantes, a pesar de haber tenido en su mano todos los recursos necesarios para instruirse, Andrea los recibirá como iguales y en ellos fijará enseguida toda su atención…! ¡Pero Gilberto…! Gilberto es un perro, menos que un perro, pues se ha acordado de Mahón, y no hubiera pensado, seguramente, en preguntar por él.

»¡Ah!, no comprende que soy tan fuerte como ellos: que, cuando mis vestidos sean tan elegantes como los suyos, pareceré tan distinguido como ellos: que poseo además una voluntad inflexible que ellos no tienen, y que si quiero…

Una sarcástica sonrisa que se dibujó en los labios de Gilberto interrumpió la frase.

Luego, con lentitud, y frunciendo el ceño, inclinó su cabeza sobre el pecho.

¿Qué sucedió en este momento en aquella alma oscura? Ante qué terrible idea se inclinó aquella frente pálida por las vigilias, y contraída por la meditación ¡Quien lo dirá! ¿Es el marinero que atravesaba el río en su canoa entonando la canción de Enrique IV? ¿Es la alegre lavandera que regresaba de San Dionisio, después de haber presenciado la entrada de la princesa, y se separaba de su camino tomando tal vez por un ladrón a aquel joven ocioso tendido sobre la hierba en medio de las estacas cargadas de ropa?

Después de media hora de meditación, Gilberto se incorporó resuelto y sereno: bajó al Sena, bebió agua, dirigió la vista en torno suyo y divisó a su izquierda los grupos del pueblo que se alejaban de San Dionisio.

Entre aquella multitud distinguíanse los primeros coches caminando al paso por el camino de Saint-Ouen, obstruido casi enteramente por la concurrencia.

Había querido la princesa que su entrada fuese una fiesta de familia; así es que esta usó del privilegio, y vino a situarse tan cerca del espectáculo regio, que muchos parisienses subieron a los asientos de la servidumbre, y se colgaron, sin que intentasen impedírselo, de las pesadas sopandas de los carruajes.

Gilberto no tardó en distinguir el coche de Andrea. Felipe galopaba o más bien piafaba junto a la portezuela.

—Bueno —dijo—: Es necesario que averigüe dónde va, seguiré a cierta distancia.

Debía la princesa ir a cenar a la Muette en compañía del rey, del delfín, del príncipe de Provence, del de Artois; y necesario es decirlo, Luis XV llevó el olvido de su decoro hasta el punto de entregar a María Antonieta en San Dionisio una lista de los convidados y un lápiz para que borrase los que no le agradaran.

Al llegar la princesa al nombre de madame Du Barry, colocado el último, palidecieron sus labios y comenzaron a temblar convulsivamente; pero, resuelta a seguir las instrucciones de la emperatriz su madre, pidió auxilio a todas sus fuerzas, devolvió la lista al rey diciéndole con sonrisa encantadora, que se consideraba muy dichosa de ser admitida desde luego en la intimidad de su familia.

Ignoraba esto Gilberto, y hasta llegar a la Muette no pudo conocer los coches de la favorita, ni al negro Zamora que iba majestuosamente encaramado sobre su gran caballo blanco.

Afortunadamente había ya anochecido; Gilberto ocultóse tras un árbol y esperó.

Quiso Luis XV que cenaran juntas su nuera y su querida, y se mostró extremadamente alegre cuando vio que la princesa acogía a madame Du Barry con más agrado aún que en Compiègne.

Pero taciturno y pensativo Luis Augusto, retiróse antes de sentarse a la mesa, pretextando un fuerte dolor de cabeza.

Duró la cena hasta las once.

Durante este tiempo, las personas de la comitiva (y forzoso era a la altiva Andrea declarar que era de este número) cenaron entre pabellones, al son de una orquesta que les enviara el rey; mas, como aquellos eran sumamente pequeños, cincuenta caballeros hubieron de cenar en mesas colocadas sobre el césped, servidas por cincuenta criados de palacio.

Gilberto, que continuaba oculto y que nada perdía de aquel espectáculo, sacando de su bolsillo un pedazo de pan que compró en Clichy la Garenne, cenó también sin dejar de vigilar a los que marchaban.

Terminada la cena, la princesa se asomó al balcón para despedirse de sus huéspedes. Colocóse Luis XV a su lado, y madame Du Barry, cuyo tacto admiraban hasta su más encarnizados enemigos, permaneció en el interior de la habitación para no ser vista.

Los individuos todos de la regia comitiva, y multitud de personas deseosas de conocer a María Antonieta, desfilaron por debajo del balcón para saludar al rey y a la princesa que conocía ya a muchos de los que la habían acompañado. Luis XV le nombraba a aquellos que aún no conocía. De vez en cuando salía de sus labios una palabra graciosa, una feliz ocurrencia que llenaba de alegría y orgullo a las personas a quienes se dirigía.

Indignado Gilberto al observar tanta bajeza, dijo para sí:

—Más noble soy yo que todos esos, porque no haría lo que hacen por todo el oro del mundo.

Al tocarle el turno a M. de Taverney y a su familia, Gilberto se incorporó apoyándose sobre una rodilla.

—Os autorizo, caballero Felipe —dijo la princesa—, para acompañar a vuestro padre y a vuestra hermana a París. Oyó Gilberto estas palabras.

—Señor de Taverney —agregó María Antonieta—, no puedo hospedaros todavía: partid, pues, con vuestra hija a París, hasta que haya instalado mi casa en Versalles, y vos, amiga mía, acordaos un poco de mí.

Pasó con sus hijos el barón, y siguiéronles otros muchos a quienes la delfina tenía que decir cosas parecidas a las que había dicho a la familia de Taverney; pero esto importaba muy poco a Gilberto.

Se deslizó fuera de las matas, y siguió al barón en medio de los gritos confusos de doscientos lacayos que corrían detrás de sus amos, de cincuenta cocheros que respondían a los lacayos y de sesenta coches que rodaban por el empedrado como otros tantos truenos.

Acompañado de sus hijos, M. de Taverney montó en su carruaje.

—Mi amigo —dijo Felipe al lacayo que se precipitaba a cerrar la portezuela—, sube al pescante con el cochero.

—¿Por qué? —preguntó el barón.

—No ha descansado en todo el día, y debe hallarse rendido.

Murmuró el barón algunas palabras que Gilberto no pudo oír. El lacayo tomó asiento al lado del cochero; mas en el momento de emprender el camino, se advirtió que uno de los tirantes se había desatado.

Bajó entonces el cochero, y el carruaje permaneció todavía un instante parado.

Gilberto se aproximó.

—Muy tarde es —dijo el barón.

—Estoy tan rendida… —murmuró Andrea—. Quiera Dios que al menos encontremos donde descansar esta noche.

—Así lo espero —contestó Felipe—: He enviado directamente a La-Brie y Nicolasa desde Soissons a París con una carta para un amigo, en la que le recomiendo nos disponga un pabellón que su madre y su hermana habitaron el año pasado. No es lujoso, pero al menos podremos vivir cómodamente.

—Pardiez —observó el barón—, siempre será mejor que Taverney.

—Así es por desgracia, padre mío —contestó Felipe sonriendo con melancolía.

—¿Hay árboles? —preguntó Andrea.

—Muy hermosos, sólo que no disfrutarás de ellos probablemente mucho tiempo, pues serás presentada tan luego como se efectúe el casamiento.

—Nos abandonamos mucho a las ilusiones. Dime, Felipe, ¿diste las señas al cochero?

Al oír Gilberto esta pregunta, escuchó con ansiedad.

—Sí, señor —contestó el joven.

Viendo Gilberto frustrada su esperanza, dijo para sí:

—Y qué importa, los seguiré. Desde aquí a París no hay más que una legua.

Cuando se ató el tirante, volvió el cochero a ocupar su asiento, y el carruaje empezó a rodar.

Pero los caballos del rey corren mucho cuando no necesitan ir en hilera: el pobre Gilberto se acordó más de una vez del camino de La-Chaussée, de su desmayo y de la inutilidad de sus esfuerzos.

Notando que el carruaje se adelantaba, y que le sería absolutamente imposible seguirle hasta París, nuestro joven precipitó cuanto pudo su carrera, y consiguió alcanzar el estribo que había dejado vacante el lacayo fatigado, se agarró a él y se sentó. Mas le ocurrió la idea de que aquel sitio era la trasera del coche de Andrea, y que había ocupado el sitio de un lacayo.

—¡Oh!, no, no —murmuró el inflexible joven—: No se dirá que no he combatido hasta el último instante. Mis piernas están ya cansadas, pero mis brazos no lo están.

Y agarrando con ambas manos el estribo sobre el cual había puesto la punta de sus zapatos, se dejó arrastrar debajo del asiento, y a pesar de los vaivenes y sacudidas se sostuvo por el vigor de sus brazos en aquella posición difícil, antes que capitular con su conciencia.

—Yo averiguaré donde vive —murmuró—; pasaré otra mala noche, pero mañana descansaré en mi silla, copiando música. Además, tengo todavía dinero, y si quiero podré dormir dos horas.

En esto pensó, que como París era tan grande, podría fácilmente perderse, pues no le conocía, cuando el barón y sus hijos llegasen a la casa que les había preparado Felipe.

Mientras hacía estas reflexiones, Gilberto observó que cruzaba una gran plaza, en medio de la cual se elevaba una estatua ecuestre.

—¿No es esta la plaza de la Victoria? —exclamó alegre y asombrado a la vez.

Dio una vuelta el coche, y Andrea se asomó a la portezuela.

—Ya hemos llegado —dijo Felipe—: Esa es la estatua del difunto rey.

Bajaron una pendiente muy rápida, donde Gilberto corrió riesgo de caer bajo la rueda.

—Acabamos de llegar —dijo Felipe.

Gilberto se dejó caer al suelo, y se lanzó al otro lado de la calle, escondiéndose detrás de un pilar.

El primero que saltó del coche fue Felipe y recibió a Andrea en sus brazos.

Bajó el último el barón.

—¡Hola! —dijo—: ¿Si pretenderán tal vez esos belitres que pasemos aquí la noche?

Enseguida se oyó la voz de La-Brie y Nicolasa, y se abrió una puerta.

Penetraron los tres viajeros en un zaguán oscuro, cuya puerta se cerró al punto tras ellos.

Partieron el coche y los lacayos en dirección de las caballerizas del rey.

La casa en que acababan de entrar los tres viajeros no tenía nada de notable; pero al pasar el coche, alumbró la casa contigua, y Gilberto pudo leer:

Hotel d’Armenonville.

Como ignoraba el nombre de la calle, se dirigió hacia el extremo más próximo, y quedó no poco asombrado al hallarse junto a la fuente en donde acostumbraba beber. Anduvo diez pasos por una calle paralela a la que dejaba, y reconoció la casa del tahonera donde compraba el pan.

Todavía vacilaba, y retrocedió hasta el ángulo de la calle. A la luz de un reverbero leyó en una piedra blanca las tres palabras que pocos días antes había leído cuando regresaba de herborizar con Rousseau en los bosques de Meudon:

Calle de Plastrière.

Se hallaba Andrea a cien pasos de él, menos lejos que había estado en Taverney del humilde aposento que ocupaba cerca de la reja del castillo.

Encaminóse hacía la casa de su protector, y pronto llegó a su puerta, aguardando que habrían tirado del cordón que levantaba el picaporte interior; mas como la suerte se había propuesto protegerle aquel día, halló el cordón, tiró de él, y enseguida cedió la puerta.

A tientas subió la escalera y sin hacer ruido hasta tocar el candado de su aposento, en el cual Rousseau había dejado por complacencia la llave.

Diez minutos después, el cansancio había vencido sus meditaciones, y se quedó dormido aguardando con impaciencia que el día siguiente llegara.