Capítulo LII

Lo que ante la princesa sucedía era tan extraordinario que se veía obligada a preguntarse a sí misma si el hombre que tenía delante, no era realmente un mago que disponía de los corazones y de los ánimos a su voluntad.

Quiso llevar más adelante su admiración el conde de Fénix.

—Señora, no es esto todo, Vuestra Alteza no ha oído de los labios de Lorenza más que una parte de nuestra historia, y podría dudar todavía, si de su boca misma no oyese el resto.

Y añadió, volviéndose hacia la joven:

—Querida Lorenza, ¿te acuerdas de todo nuestro viaje, y de que visitamos a Milán, el Lago Mayor, el Oberland, Righi y el Rin caudaloso, que es el Tíber del Norte?

—Recuerdo, sí —dijo la joven con su mismo acento monótono—, sí, Lorenza ha visto todo eso.

—Por este hombre arrastrada, cediendo a una fuerza irresistible de que vos misma no podíais daros cuenta, ¿es cierto, hija mía? —preguntó madame Luisa.

—¿Por qué habéis de creer tal cosa, cuando todo lo que Vuestra Alteza ha oído manifiesta lo contrario? Además, si deseáis una prueba más palpable, un testigo material, he aquí una carta que la misma Lorenza me escribió durante una ausencia que me vi obligado a hacer, dejándola sola en Maguncia. Pues bien, señora, no pudo soportar esta separación, me echaba de menos, deseaba verme cuanto antes, y me escribió este billete que Vuestra Alteza puede leer.

Y esta leyó lo que sigue:

Vuelve, Acharat; todo me falta cuando no estás a mi lado. ¡Dios mío!, ¡cuándo seré tuya por toda una eternidad!

Lorenza.

Se levantó madame Luisa con el rostro encendido de cólera y se aproximó con el billete en la mano a Lorenza, quien permaneció sin hacer movimiento alguno, pues parecía no ver ni oír más que al conde.

—Bien, entiendo —observó vivamente este, decidido sin duda a ser hasta el fin el intérprete de la joven—; que Vuestra Alteza duda, y desea cerciorarse que el billete es suyo, sea. Ella misma instruirá a Vuestra Alteza. Lorenza, responded: ¿quién ha escrito esta carta?

Y cogió el conde la carta, la colocó en la mano de su mujer, la cual aplicó seguidamente aquella mano sobre su corazón diciendo:

—Lorenza.

—¿Lo que contiene, lo sabe Lorenza?

—No cabe duda.

—Bien, decidlo para que Su Alteza se entere de que no la engaño: decidlo, yo lo mando.

Un esfuerzo hizo la joven al parecer, pero sin desdoblar el papel, ni dirigir los ojos hacia él, leyó:

Vuelve, Acharat; todo me falta cuando no estás a mi lado. ¡Dios mío!, ¡cuándo seré tuya por toda una eternidad!

Lorenza

—No es cierto —prorrumpió la princesa—, y no puedo creeros, porque en esto hay una cosa inexplicable y sobrenatural.

—Esta carta —siguió el conde Fénix como si no hubiese oído a madame Luisa— fue la que me decidió a apresurar nuestra unión. Amaba a Lorenza tanto como ella me amaba: nuestra posición era falsa. Además, en la vida aventurera que llevo, podía ocurrirme una desgracia, podía morir, y si moría, quería que todos mis bienes fuesen de Lorenza: por tanto, al llegar a Estrasburgo nos casamos.

—¿Os casasteis?

—Sí.

—Imposible.

—¿Y por qué, señora? —dijo sonriendo el conde—. ¿Qué hay de particular en que el conde de Fénix se haya casado con Lorenza Feliciani?

—Porque ella misma me ha manifestado que no es vuestra mujer.

Sin contestar el conde a la princesa, se volvió hacia Lorenza y la preguntó:

—¿En qué día nos casamos, recuerdas?

—Me acuerdo que fue el día tres de mayo.

—¿En dónde?

—En Estrasburgo.

—¿En qué iglesia?

—En la catedral misma, en la capilla de San Juan.

—¿Alguna resistencia opondríais a esta unión?

—No, mi dicha era completa.

—Te pregunto esto —continuó el conde—, porque la princesa cree que te han violentado. Le han dicho que me odiabas.

Y al pronunciar estas palabras, el conde tomó la mano de Lorenza.

Se estremeció la joven, y exclamó:

—¡Yo odiarte! ¡Oh!, no; yo te amo. Tú eres bueno y generoso.

—Di, Lorenza, ¿y desde que eres mi mujer, he abusado alguna vez de mis derechos de esposo?

—Siempre me has respetado, y soy tu amiga pura y sin mancha.

El conde se volvió hacia la princesa como para decirla: ¿lo oís?

Esta, sobrecogida de espanto, había retrocedido hasta los pies de un crucifijo de marfil, colgado en la pared del gabinete sobre un fondo de terciopelo negro.

—¿Todo esto es lo que Vuestra Alteza desea saber? —dijo el conde dejando la mano de Lorenza.

—¡Señor, señor! —exclamó Madame Luisa—, no os aproximéis ni ella tampoco.

En aquel momento se oyó el ruido de un coche que se paraba a la puerta de la abadía.

—¡Ah! —exclamó la princesa—, ya está aquí el cardenal; ahora sabremos a qué atenernos.

Se inclinó el conde de Fénix, dirigió algunas palabras a Lorenza y aguardó con la tranquilidad de un hombre que tuviera el don de dirigir los acontecimientos.

Abrióse la puerta y anunciaron a Su Eminencia el cardenal de Rohán.

La princesa se tranquilizó con la venida de un tercero y volvió a sentarse en un sillón diciendo:

—Haced que pase.

Entró el cardenal; mas apenas hubo saludado a la princesa, cuando distinguiendo a Balsamo exclamó con sorpresa:

—¡Hola!, ¿sois vos?

—¿Conocéis al señor? —preguntó la princesa cada vez más admirada.

—Sí, señora —contestó el cardenal.

—Entonces —siguió madame Luisa—, ¿nos manifestaréis quién es?

—Nada más fácil —dijo el cardenal—; es un hechicero.

—¡Hechicero…! —murmuró la princesa.

—Permitid, señora —interrumpió el conde—, que Su Eminencia se explique ahora mismo, y creo que todos quedaremos satisfechos.

—Hallo tan trastornada a Vuestra Alteza —observó el cardenal—, que no puedo menos de presumirme que este caballero le ha pronosticado ya alguna cosa.

—¡La fe de casado; enseñadla al momento! —gritó madame Luisa.

El cardenal miraba con sorpresa, porque ignoraba lo que aquella exclamación pudiera significar.

—Aquí está —dijo el conde presentándola al cardenal.

—¿Qué es esto? —preguntó M. de Rohán.

—Señor —dijo la princesa—; se trata de saber si esta firma es legítima y válido este documento.

Leyó el cardenal el papel que le dio madame Luisa, y contestó:

—Esta es una partida de matrimonio extendida en regla y firmada por M. de Remy, cura de la capilla de San Juan; ¿pero qué puede interesar esto a Vuestra Alteza?…

—Me interesa mucho, conque la firma…

—La firma es buena; pero no podré asegurar que no ha sido arrancada por la fuerza.

—Bien puede haber sido así —exclamó la princesa.

—Y el consentimiento de Lorenza también, ¿es cierto? —dijo Balsamo con una ironía que se dirigía principalmente a madame Luisa.

—¿Y por qué medios, señor cardenal, por qué medios concebís que haya sido arrancada esa firma? Decidlo si lo sabéis.

—Por medios mágicos; por los que se hallan en vuestro poder.

—¡Mágicos! ¿Con que presumís…?

—El señor es hechicero, lo he dicho, y lo afirmo.

—¿Vuestra Eminencia quiere bromear?

—No, ciertamente, y en prueba de ello, deseo tener con vos una explicación formal en presencia de Su Alteza.

—Justamente iba a pedírsela a Vuestra Eminencia.

—Me alegro; pero no olvidéis que soy yo quien interrogo —dijo el cardenal con altivez.

—Y no olvidéis vos tampoco —replicó Balsamo—, que si lo queréis, voy a contestaros delante de Su Alteza; pero me figuro que no lo desearéis…

—Caballero, sabed —dijo el cardenal sonriendo con desprecio— que el papel de hechicero es muy difícil de hacer en nuestros tiempos. Ya os he visto desempeñarlo, y confieso que conseguisteis un gran triunfo; pero os advierto que no todos tendrán la paciencia, y sobre todo, la generosidad de la señora Delfina.

—¡De la señora Delfina…! —exclamó la princesa.

—Sí, señora —dijo Balsamo—, he tenido la honra de ser presentado a Su Alteza Real.

—¿Cómo habéis pagado ese honor?, decid.

—Más mal de lo que hubiera querido —repuso el conde—, porque yo no odio personalmente a ningún hombre, y mucho menos a ninguna mujer.

—¿Y qué habéis hecho a mi augusta sobrina? —dijo madame Luisa.

—Tuve la fatalidad, señora, de decirle una verdad que me preguntaba.

—Tenéis razón, la verdad —observó M. de Rohán—, la verdad que la hizo desmayar.

—¿Fue culpa mía —replicó el conde con esa voz poderosa que debía atronar algún día—, es culpa mía, si era tan terrible aquella verdad que podía producir semejantes efectos? ¿Busqué yo, por ventura, a la princesa? ¿Soy yo, quién deseó aquella entrevista? No: todo lo contrario, quise evitarla: me llevaron a su presencia casi a la fuerza, y me obligó a que contestara a todas sus preguntas.

—¿Qué verdad tan terrible le dijisteis? —preguntó madame Luisa.

—Fue, señora, el velo del porvenir que rasgué ante su vista.

—¿Del porvenir?

—De ese porvenir que ha parecido tan amenazador a Vuestra Alteza y del cual ha procurado huir, encerrándose en un claustro para conjurarlo al pie de los altares con sus oraciones y con sus lágrimas.

—¿Qué decís?

—Señora, ¿es culpa mía si ese porvenir que habéis acertado como santa, me ha sido revelado a mí como profeta? ¿Tengo la culpa de que la señora delfina, aterrada de lo que personalmente le amenaza, se desmayara cuando le fue revelado?

—¿Habéis oído? —dijo el cardenal.

—¡Dios mío! —exclamó la princesa.

—Sí —siguió el conde—, porque su reinado está maldito, y será el más fatal y desgraciado de toda la monarquía.

—¡Caballero! —interrumpió madame Luisa.

—Señora, en cuanto a vos —añadió Balsamo—, acaso vuestras plegarias hayan conseguido indulgencia; no llegaréis a presenciar estos desastres, pues para cuando se verifiquen os encontraréis en los brazos del Señor. ¡Orad, señora, orad!

La princesa, dominada por aquella voz profética, tan conforme con los terrores de su alma, postróse de rodillas a los pies del crucifijo y se puso a orar con fervor.

El conde se volvió entonces hacia el cardenal, y encaminándose al alféizar de una ventana, le dijo:

—Señor cardenal, nosotros ahora, ¿qué me queréis?

Este se dirigió también a la ventana.

Los personajes se hallaban dispuestos del siguiente modo:

Oraba ante el crucifijo con fervor madame Luisa. Lorenza, inmóvil, muda, con los ojos abiertos y fijos como si no viesen, permanecía de pie en medio del aposento. Los hombres estaban junto a la ventana, apoyado Balsamo sobre la falleba, y el cardenal medio oculto detrás de la cortina.

—¿Qué me queréis? —repitió el conde—: Hablad.

—Saber quién sois.

—Ya lo sabéis.

—¿Yo?

—Sí: ¿no acabáis de decir que era hechicero?

—Es verdad: pero en otra parte os llamaban José Balsamo, y aquí os llaman el conde de Fénix.

—¿Y qué prueba eso? Nada más sino que he cambiado de nombre.

—Ya; ¿pero no sabéis que semejantes cambios en un hombre como vos, darían mucho que pensar a M. de Sartine?

Se sonrió el conde.

—¡Bah! Para todo un Rohán es una guerra muy pequeña. ¡Cómo!, ¿es posible que Vuestra Eminencia desee argumentar sobre la palabra verba et voce que dice el latín?, ¿no tenéis otra cosa peor que echarme en cara?

—¿Habláis con ironía? —dijo el cardenal.

—Es condición de mi carácter.

—Entonces voy a proporcionarme una satisfacción.

—¿Cuál?

—La de haceros bajar el tono.

—Como queráis.

—Sí, pues de ese modo podré complacer a la delfina.

—Y, según creo, no os estará de más, en el estado en que os encontráis con ella —dijo Balsamo con calma.

—¿Qué diríais, señor del horóscopo, si os hiciera prender?

—Señor cardenal, diría que hacíais mal.

—¡De veras! —replicó el cardenal con aire de desprecio—, ¡de veras!, ¿y contra quién?

—Contra vos mismo.

—Pues así voy a dar ahora mismo la orden, y sabremos con seguridad quién es este barón José Balsamo, conde de Fénix, vástago ilustre de un árbol genealógico, cuya semilla no he visto en ningún campo heráldico de Europa.

—Podíais haber pedido informes de mí a vuestro amigo M. de Breteuil.

—M. de Breteuil no es amigo mío.

—Ya no lo será, pero lo ha sido, y de los mejores, pues le habéis mandado cierta carta…

—¿Qué carta? —preguntó el cardenal acercándose sobresaltado.

—Más cerca, señor cardenal; no quiero gritar porque sentiría comprometeros.

El cardenal se acercó más todavía.

—Pero ¿qué carta es esa? —dijo.

—¡Oh!, bien lo sabéis.

—Sin embargo, decidlo.

—Una carta que escribisteis a París desde Viena con objeto de estorbar el casamiento del príncipe.

No pudo ocultar el prelado un movimiento de temor.

—¿Y esa carta…? —balbuceó.

—La sé de memoria.

—Es una traición de M. de Breteuil.

—¿Por qué?

—Porque se la pedí cuando se decidió el casamiento.

—¿Y qué os contestó?

—Que la había quemado.

—Porque tuvo miedo de deciros que la había perdido.

—¿Perdido?

—Sí… y como ya podéis presumir, una carta perdida… cualquiera puede hallarla.

—¿De manera que la que yo escribí a M. de Breteuil…?

—Sí…

—¿Y él pretende haber quemado…?

—Yo la he hallado por casualidad, pasando por el patio de mármol de Versalles.

—¿Y no la habéis devuelto a M. de Breteuil?

—Al hacerlo hubiera hecho un disparate.

—¿Por qué?

—En mi condición de hechicero, sabía que Vuestra Eminencia, a quien quiero mucho, me odiaba de muerte, y ya comprendéis… un hombre sin armas que sabe que al cruzar un bosque van a atacarle y halla una pistola cargada…

—¿Qué?

—Que sería un necio este hombre si no se apoderase de ella.

Sintiéndose vacilar el prelado, se apoyó en el antepecho de la ventana; pero, después de algunos instantes de perplejidad, durante los cuales pudo el conde ver todas las variaciones de su rostro, dijo:

—Es verdad; pero no se dirá que un príncipe de mi familia se ha atemorizado ante un charlatán. Sí, en efecto, se hubiese perdido esa carta, aunque sea cierto que la habéis hallado, aunque se la presentaseis a la misma princesa, y me perdieseis como hombre político, mantendré mi papel de súbdito leal y fiel embajador. Expondré la verdad, esto es, que me parecía esa alianza perjudicial a los intereses de mi nación, y ella me defenderá, o me compadecerá.

—Y si alguno se presenta diciendo que el embajador, joven, noble y galante, muy confiado en su nombre de Rohán y en su título de príncipe, no dice eso porque imagine que la alianza austriaca es dañosa a los intereses de la Francia, sino porque recibido afectuosamente por la archiduquesa María Antonieta, ese orgulloso embajador se había jactado de ver en esa afabilidad alguna cosa más que… afabilidad, ¿qué responderá el fiel súbdito, al embajador leal?

—Negará, porque de ese sentimiento que creéis haber existido, no ha quedado prueba alguna.

—Os equivocáis, ¡ah!, sí por cierto; la frialdad de la archiduquesa para con vos. El cardenal dudó.

—Príncipe, creedme —continuó el conde—, en vez de enfadarnos, como ya hubiera pasado a no tener yo más prudencia que vos, seamos buenos amigos.

—¿Buenos amigos?

—¿Por qué no? Los buenos amigos son los que hacen servicios, cuando llega la ocasión.

—¿Yo los he solicitado nunca de vos?

—Esa es la falta que habéis cometido, porque desde hace dos días, que estáis en París…

—¿Yo?

—Sí, vos. ¿Pero por qué queréis ocultarme nada, sabiendo que soy hechicero? Os separasteis de la princesa en Soissons, vinisteis en posta a París por el camino más corto, para solicitar de vuestros amigos favores que os han negado, y después de recibir algunos desaires, capaces de desesperar a cualquiera, fuisteis en posta a Compiègne.

El cardenal no pudo ocultar su turbación.

—¿Qué clase de servicios podíais prestarme, si me hubiera dirigido a vos? —preguntó.

—Los que en su mano tiene el hombre que hace oro.

—¡Diantre! ¿Qué me interesa que hagáis oro?

—¡Diablo!, cuando uno tiene que pagar en el plazo de cuarenta y ocho horas quinientos mil francos… ¿no es esa la cantidad?

—Sí, es esa.

—¿Y preguntáis qué importa tener un amigo que hace oro? ¿Os parece poco que esos quinientos mil francos que no habéis podido hallar en ninguna parte, se encuentren en su casa?

—¿Dónde vive?

—En la calle de San Claudio.

—¿Cómo encontraré su casa?

—Tiene una cabeza de grifo, de bronce, que sirve de llamador a la puerta.

—¿Cuándo podré ir?

—Pasado mañana, monseñor, a las seis de la tarde, y después…

—¿Qué?

—Cuantas veces queráis. Pero mirad, nuestra conversación termina a tiempo, pues la princesa concluye su plegaria.

Viéndose vencido el cardenal, no trató de resistir más tiempo, y acercándose a madame Luisa, dijo:

—Me veo obligado a confesaros, señora, que el señor conde de Fénix tiene mucha razón, que la partida de casamiento que ha enseñado, no puede ser más válida, y en fin, que por las explicaciones que me ha dado, quedo enteramente satisfecho.

—¿Qué manda Vuestra Alteza Real? —preguntó Balsamo haciendo una reverencia.

—Todavía deseo hacer una pregunta a esa joven.

El conde se inclinó otra vez en señal de asentimiento.

—¿Por vuestra propia voluntad dejáis el convento de San Dionisio, en el cual solicitabais hace poco un refugio?

—Su Alteza —replicó vivamente Balsamo—, pregunta si queréis salir por vuestra propia voluntad del convento de San Dionisio al cual llegasteis a pedir un asilo: responded, Lorenza.

—Sí —dijo la joven—, le dejo por mi propia voluntad.

—¿Con objeto de continuar con vuestro marido el conde de Fénix?

—¿Para seguirme? —preguntó este.

—¡Ay!, sí —dijo la joven.

—Sí así es —siguió la princesa—, no quiero deteneros, porque sería violentar los sentimientos; pero, si en esto hay algo que salga del orden natural de las cosas, que el castigo del Señor venga sobre aquel que en provecho suyo ha interrumpido la armonía de la Naturaleza. Id, señor conde de Fénix, id, Lorenza Feliciani, no quiero deteneros más… pero antes coged vuestras alhajas.

—Señora, son para los pobres —dijo el conde—, y distribuida por vuestra mano esta limosna, tendrá doble mérito a los ojos del Señor. Sólo quiero mi caballo Djerid.

—A la salida os lo darán. Id con Dios.

Saludó el conde a la princesa, dio el brazo a Lorenza que lo aceptó enseguida, y salió con él sin decir una palabra.

—¡Señor cardenal! —dijo madame Luisa moviendo tristemente la cabeza—; hay cosas incomprensibles y fatales en el aire que respiramos.