Capítulo LI

En el silencio más profundo estuvieron durante algunos instantes ambas interlocutoras; entregada la una a sus dolorosas meditaciones y la otra al asombro que le proporcionara tan rara confesión.

Por fin rompió el silencio madame de este modo:

—¿No hicisteis vos nada para facilitar este rapto?

—Señora, nada.

—¿Tampoco sabéis cómo salisteis del convento?

—No lo sé.

—Bien; pero un convento está siempre bien guardado, tiene rejas en las ventanas, paredes altísimas, y una tornera que jamás deja las llaves. Esto debe suceder también en Italia, pues la regla es aún más severa que en Francia.

—Señora, ¡qué puedo contestaros, cuando en vano pretendo yo misma profundizar mis recuerdos desde aquel instante!

—¿Y os quejaríais de tamaña tropelía?

—Claro que sí.

—¿Pero qué os respondió?

—Me dijo que me amaba.

—¿Y qué le dijisteis entonces?

—El miedo que me daba.

—¿Luego vos no le amabais?

—No, ¡oh!, no.

—¿Lo aseguráis?

—¡Señora!, era muy raro el sentimiento que aquel hombre me inspiraba… Estando él presente, no soy yo sino él; quiero lo que quiere, hago lo que desea, mi alma pierde su fuerza, y mi espíritu su voluntad: su mirada me domina y me fascina. Unas veces parece que introduce en el fondo de mi corazón pensamientos que no son míos; otras que me arranca ideas, tan ocultas hasta entonces para mí misma, que ni aun las había adivinado… ¡Oh!, ya veis, señora, que en todo esto hay magia.

—Nunca negaré —repuso la princesa—, que si todo eso no es sobrenatural, es al menos extraño… Pero ¿cómo permanecíais con ese hombre después de vuestro rapto?

—Yo recibía pruebas de un vivo cariño, y de la más sincera amistad.

—¿Sería quizá algún ser depravado?…

—No lo parecía, pues, cuando hablaba, sus palabras tenían algo de profético.

—Ea, vamos, decid que le amáis.

—No, señora, no —repuso la joven con dolorosa tenacidad—, no le amo.

—Pues entonces debisteis huir, acudir a las autoridades, solicitar que os volviesen al seno de vuestros padres.

—Me vigilaba tanto, que me era imposible marchar.

—¿Por qué no escribisteis?

—Durante el viaje, siempre nos detuvimos en casas propias suyas al parecer porque en ellas todo el mundo le obedecía. Muchas veces pedí papel, tinta y plumas; pero sin duda estaban prevenidas las personas a quienes me dirigía, pues ni aun siquiera recibía contestación.

—¿En qué forma viajabais?

—Primero en silla de posta, hasta que en Milán la cambiamos por una especie de casa ambulante, en la que seguimos nuestro camino.

—Mas alguna vez, os dejaría sola ese hombre.

—Sí, entonces se acercaba a mí, me decía: Duerme, y yo me dormía sin despertar hasta que volvía.

Madame Luisa movió la cabeza, no dando crédito a esto, y dijo:

—No querríais con energía marcharos, si no lo hubierais conseguido.

—¡Señora!, a mí me parece que lo quería, pero… acaso estaba fascinada.

—¿Por sus amorosas palabras?… ¿por sus caricias?

—Casi nunca me hablaba de amor, y no recuerdo que me haya acariciado, a no ser un beso que me daba en la frente todas las mañanas y otro todas las noches.

—¡Muy extraño es, en verdad! —murmuró la princesa.

Pero dominada por una sospecha, dijo:

—Vaya, repetidme que no le amáis.

—Lo repito, señora.

—Que no os une a él ningún lazo terrestre.

—Ninguno.

—Que, si os reclama, no podrá hacer valer ningún derecho.

—Os lo aseguro.

—¿Pero cómo habéis venido aquí? —prosiguió la princesa—. Veamos, porque yo me confundo.

—Aprovécheme de una fuerte tempestad que nos sorprendió más allá de una población que me parece que se llama Nancy. Acababa de separarse de mí, y estaba en el segundo compartimiento del coche, hablando con un viejo que lo ocupaba: salté sobre su caballo, y huí.

—¿Por qué razón disteis la preferencia a la Francia, pudiendo haber regresado a Italia?

«—Comprendí que no podía volver a Roma, donde ciertamente creerían que yo había sido cómplice de aquel hombre, y, como estaba deshonrada, no me hubieran recibido mis padres.

»Decidí, pues, dirigirme a París y vivir oculta, o bien acogerme a otra capital cualquiera donde pudiese sustraerme a todas las miradas, y especialmente a las suyas.

»A mi llegada a París toda la ciudad estaba alterada con la noticia de vuestro retiro a este convento; todos ensalzaban vuestra piedad, vuestro celo para con los enfermos, y vuestra compasión hacia los afligidos. Fue un rayo de luz para mí, pues me convencí de que vos únicamente tendríais bastante generosidad para recibirme y suficiente poder para defenderme».

—¿Aún apeláis a mi poder, hija mía? ¿Tan grande es el suyo?

—¡Oh!, extraordinario.

—Pero ¿quién es? Hasta ahora no he querido preguntarlo por delicadeza; pero, si he de defenderos, necesario es que sepa contra quién.

—¡Señora!, tampoco puedo contestaros con seguridad, pues ignoro completamente quién es, y a qué clase pertenece: lo único que sé es que un rey no infunde más respeto, ni Dios más adoraciones que él a las personas a quienes se digna descubrirse.

—Acaso, ¿no sabéis su nombre?

—Lo he oído designar, señora, con muchos y muy diversos, aunque sólo he podido retener dos en mi memoria. El uno es el que le daba ese anciano de quien ya os he hablado, y que fue nuestro compañero de viaje desde Milán hasta que le abandoné; el otro es el que él mismo se daba.

—¿De qué modo le llamaba el anciano? —Acharat… es nombre anticristiano, ¿no es así, señora?

—¿Cómo se nombraba él a sí mismo?

—José Balsamo.

—¿Y afirmáis…?

—Digo que conoce a todo el mundo, lo adivina todo, es contemporáneo de todas las épocas, ha vivido en todos los siglos; habla… ¡oh Dios mío!, perdonadle tamañas blasfemias, habla de Alejandro, de César, de Carlomagno, como si los hubiese conocido, y según tengo entendido murieron hace muchos años; también cita a Caifás, a Pilatos y a Nuestro Señor Jesucristo, en fin, como si hubiese presenciado su martirio.

—¿Quizá sea un charlatán?

—Tal vez, señora, no entiendo yo lo que significa exactamente en Francia la palabra que acabáis de pronunciar; pero puedo asegurar que es un hombre peligroso, terrible, ante quien se doblega, desploma y hunde todo; que parece indefenso y está armado, que creen solo, y hace salir a los hombres de las entrañas de la tierra. Y todo sin esfuerzo, sin violencia, con una palabra, con un ademán… con una sonrisa.

—Bien está —dijo la princesa—: Sea quien fuere, sosegaos, hija mía, seréis protegida contra él.

—Señora, ¿por vos?

—Por mí, sí, mientras no renunciéis a esa protección. Pero no creáis, y sobre todo, no pretendáis que yo crea en esas fantásticas y sobrenaturales visiones que ha engendrado vuestra mente acalorada. Las paredes de San Dionisio serán siempre una muralla inexpugnable para el poder infernal, y contra otro, más terrible aún, que es el poder humano. Decidme ahora lo que os proponéis hacer.

—Estas alhajas son mías, y con ellas pienso pagar mi dote en un convento: en este, si es posible.

Y esto diciendo, colocó Lorenza sobre la mesa unos brazaletes preciosos, unas sortijas de gran valor, un diamante magnífico y unos elegantes zarcillos. Todo podía valer unos veinte mil escudos.

—¿Estas son vuestras joyas? —prosiguió madame Luisa.

—Él me las regaló, señora, y yo las restituyo a Dios. Una cosa nada más deseo.

—La diréis.

—Que Djerid, su caballo árabe, instrumento de mi libertad, le sea devuelto, si lo reclama.

—Y vos, ¿no queréis en manera alguna volver a él?

—No le pertenezco.

—Es la verdad, según habéis demostrado. ¿Conque deseáis reanudar en este convento las prácticas religiosas interrumpidas en Subiaco por el extraño acontecimiento que acabáis de referirme?

—Señora, es mi más fervoroso deseo, y solicito este favor postrada a vuestras plantas…

—Bien, tranquilizaos —dijo la princesa—, desde hoy viviréis con nosotras, y después que nos demostréis cuánto apetecéis este favor, cuando por vuestra conducta ejemplar lo hayáis merecido, enseguida perteneceréis al Señor, y yo os respondo de que nadie os sacará de San Dionisio, velando sobre vos la superiora.

Lorenza se precipitó a los pies de su protectora, prodigándola las más tiernas muestras de gratitud.

Pero de pronto incorporóse a medias, escuchó, perdió el color y exclamó estremeciéndose:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

—¿Qué? —preguntó madame Luisa.

—¿Veis cómo se agita mi cuerpo?… ¡ahí viene!, ¡ahí viene!

—¿Pero quién?

—El que juró perderme.

—¡Qué decís!, ¿ese hombre?

—¡Oh! —exclamó con voz llena de amargura—, ya se acerca, ya se acerca.

—Creo que os equivocáis.

—¡Oh!, no, señora, ved cómo a mi pesar me atrae… ¡oh!, sujetadme, sujetadme.

—Hija, volved en vos —dijo madame Luisa cogiéndola del brazo—, aun cuando fuera él, estáis aquí segura.

—¡Os digo que se acerca! —gritó la joven atemorizada, con los ojos fijos y los brazos tendidos hacia la puerta.

—¡Qué locura! —exclamó la princesa—: ¡Así se entra aquí…!, sería necesario que ese hombre trajera una orden del rey mismo.

—¡Señora!, ignoro cómo ha entrado —exclamó Lorenza haciéndose atrás—, mas no dudéis que sube la escalera… que está a diez pasos… ¡ya llegó…!

Abrieron la puerta de pronto, y la princesa retrocedió asustada de tan extraña coincidencia.

Se presentó una hermana.

—¿Quién sois? —preguntó madame Luisa.

—Yo, señora: acaba de llegar un caballero que desea hablar a Vuestra Alteza Real.

—¿Su nombre?

—El conde de Fénix.

—¿Es él? —interrogó la superiora a Lorenza—, ¿conocéis ese hombre?

—No le conozco, pero él es, él es.

—¿Y qué pretende? —preguntó la princesa a la religiosa.

—Es encargado de una misión acerca del rey de Francia, por Su Majestad el rey de Prusia, y solicita conferenciar un momento con Vuestra Alteza Real.

Transcurridos algunos instantes de reflexión, madame Luisa dijo a Lorenza:

—Entrad en ese gabinete.

Obedeció la joven.

—Hermana —continuó la princesa—, decid a ese caballero que pase.

Cerciorada la hija de Luis XV de que estaba bien cerrado el gabinete, se sentó esperando no sin cierta zozobra, el suceso que iba a tener lugar.

Luego volvió la monja precediendo al hombre a quien conocimos el día de la presentación bajo el nombre de conde de Fénix.

El traje que vestía era uniforme prusiano, elegante y majestuoso al mismo tiempo. Sus rasgados y expresivos ojos negros se bajaron a presencia de madame Luisa, pero únicamente para conceder al respeto todo cuanto un hombre, por elevada que sea su posición, debe, como caballero, a una princesa de Francia.

Después los alzó, casi enseguida, como si temiera pecar de humilde, y dijo:

—Agradezco a Vuestra Alteza Real el favor que ha tenido a bien otorgarme; contaba con él de antemano, pues no ignoraba el generoso apoyo que Vuestra Alteza presta a los desgraciados.

—En efecto, caballero, procuro hacerlo así —contestó María Luisa con dignidad, esperando confundir por completo a los diez minutos de conversación, al que con tanta imprudencia reclamaba la protección ajena, después de haber abusado de sus propias fuerzas.

El conde se inclinó sin manifestar que había comprendido el sentido doble de las palabras de la princesa.

—Decidme, ¿qué puedo hacer por vos? —continuó madame Luisa en el mismo tono de ironía.

—Señora, todo cuanto necesito.

—Hablad.

—Me consta que Vuestra Alteza, a quien yo no hubiera venido a molestar sin graves motivos en la mansión que ha elegido, ha dado, según creo, asilo a una persona que me interesa muchísimo.

—¿Me diréis cómo se llama esa persona?

—Se llama Lorenza Feliciani.

—¿Qué clase de relaciones tenéis con ella? ¿Es deuda, parienta, hermana vuestra?

—Es mi esposa.

—¡Vuestra esposa! —exclamó la princesa levantando la voz para ser oída desde el gabinete—: ¿Conque Lorenza Feliciani es condesa de Fénix?

—Sí, señora, Lorenza Feliciani es condesa de Fénix —respondió el conde con la mayor tranquilidad.

—Caballero, no hay ninguna condesa de Fénix en las Carmelitas —contestó secamente la princesa.

—Señora, tal vez —continuó el conde sin darse por vencido—, Vuestra Alteza Real no estará bien persuadida de que Lorenza Feliciani y la condesa de Fénix son una misma persona.

—Debo manifestaros que no lo estoy y que habéis adivinado mi pensamiento —respondió madame Luisa—, no tengo convicción plena sobre este particular.

—Si se digna Vuestra Alteza dar orden de que la traigan a su presencia, no conservará duda alguna. Vuestra Alteza perdone, si insisto; pero siento una gran pasión hacia esa joven, y me atrevo a asegurar que ella misma siente también verse separada de mí.

—¿Habréis creído eso?

—Eso creo, señora, a pesar de mi escaso valor.

—¡Oh! —exclamó interiormente madame Luisa—. Lorenza tenía razón: este ha de ser un hombre muy peligroso.

Mientras, conservaba el conde una actitud tranquila, encerrándose en los límites de la más estricta política cortesana.

—Intentemos mentir —continuó pensando la hija de Luis XV.

—Caballero —dijo—, no puedo entregaros una mujer que no se encuentra en este lugar. No extraño que la busquéis con tanta pertinacia, si, como decís, la amáis de veras; pero, si deseáis tener probabilidades de hallarla, es necesario que os dirijáis a otra parte.

Al entrar había dirigido el conde una rápida ojeada a todos los objetos contenidos en la cámara de la princesa, y sus ojos se habían detenido un momento, uno solo, pero le había bastado para hacer su examen, en la mesa colocada en un ángulo oscuro del aposento, sobre la cual pusiera Lorenza sus joyas al ofrecerlas como dote para ingresar en la orden de las Carmelitas. Por el resplandor que despedían entre la oscuridad, las había reconocido el conde de Fénix.

—Si tuviese a bien reunir sus recuerdos Vuestra Alteza —insistió el conde—, violencia a que la ruego acceda, haría memoria de que Lorenza Feliciani se hallaba no ha mucho en esta habitación, que dejó sobre esa mesa las alhajas que en ella se ven, y que después de haber tenido el honor de conferenciar con Vuestra Alteza se retiró…

El conde se apercibió, de la mirada que echaba la princesa hacia el gabinete, y agregó:

—Entró en ese gabinete.

Se ruborizó la princesa, y el conde continuó:

—De manera que únicamente espero la autorización de Vuestra Alteza, para mandar a Lorenza que salga, y estoy persuadido de que obedecerá al instante.

Recordó la princesa que Lorenza se había encerrado por dentro, y que por lo tanto nadie podía obligarla a salir, si no lo hacía por su propia voluntad.

—¿Qué hará si sale? —replicó no queriendo ya disimular el despecho que experimentaba por haber mentido inútilmente en presencia de aquel hombre a quien no era posible ocultar cosa alguna.

—Señora, nada más que afirmar a Vuestra Alteza Real que accede a seguirme en virtud de ser mi mujer.

Tranquilizaron estas últimas palabras a madame Luisa que no había olvidado las protestas de Lorenza.

—¡Vuestra mujer! —repitió—: ¿Estáis en lo cierto? Al pronunciar estas palabras se traslucía su indignación.

—Cualquiera diría que Vuestra Alteza no me cree —repuso cortésmente el conde—. No es, sin embargo, cosa tan singular que el conde de Fénix se haya casado con Lorenza Feliciani, y que un marido reclame a su esposa.

—¿Otra vez os atrevéis a afirmar que Lorenza Feliciani es vuestra esposa? —exclamó la princesa con impaciencia.

—Ciertamente —contestó el conde con la mayor naturalidad—, me atrevo a afirmarlo porque es así.

—¿Luego estáis casado?

—Sí, señora.

—¿Con Lorenza?

—En efecto.

—¿De un modo legítimo?

—Señora, no cabe duda, y si insistís en una duda que me ofende…

—Decidme, ¿qué haréis?

—Mostraros el testimonio de mi casamiento perfectamente en regla, y firmado por el sacerdote que legitimó nuestra unión.

Se estremeció la princesa: tanta imperturbabilidad empezaba a quebrantar sus convicciones.

Abrió el conde una cartera y desdobló un papel diciendo:

—Vuestra Alteza puede examinar la prueba de cuanto he dicho, y del derecho que me asiste al reclamar esa mujer: la firma da fe… ¿Quiere Vuestra Alteza comprobar y leer el testimonio?

—¡Una firma! —murmuró la princesa expresando una desconfianza aún más ofensiva que su cólera anterior—; ¿y si es…?

—Es la del cura de la parroquia de San Juan de Estrasburgo, bien conocido del príncipe Luis, cardenal de Rohán, y si se hallara aquí Su Eminencia…

—Sí, lo está —exclamó madame Luisa clavando en el conde miradas ardientes—. Su Eminencia no ha salido de San Dionisio, se halla en este instante con los canónigos de la catedral, y no hay cosa más fácil que hacer ese reconocimiento que proponéis.

—Señora, me alegro muchísimo —replicó el conde guardando flemáticamente su testimonio en la cartera—, pues espero que de ese modo desaparecerán las injustas sospechas que Vuestra Alteza ha concebido contra mí.

—Tanto descaro me molesta —dijo la princesa agitando vivamente la campanilla—. ¡Hermana!, ¡hermana!

La religiosa que momentos antes había introducido al conde Fénix, apareció.

—Mi picador que monte a caballo —añadió madame Luisa—, y lleve esta esquela al señor cardenal de Rohán: se encuentra en el cabildo de la catedral, que venga enseguida, pues le estoy aguardando.

Esto diciendo, escribió dos líneas en un papel que entregó a la religiosa, añadiendo en voz baja:

—Ordenad que se aposten dos arqueros en el corredor, y que nadie salga sin mi permiso: id corriendo.

El conde había observado las diferentes fases de aquella decisión de luchar con él, que acababa madame Luisa de adoptar definitivamente, y resuelto sin duda a disputar la victoria, aprovechó el momento en que estaba la princesa escribiendo, para aproximarse al gabinete y pronunciar en voz baja algunas palabras, con los ojos fijos en la puerta, y agitando las manos con movimiento más ordenado que nervioso.

Al volverse la princesa, le sorprendió en esta actitud.

—Caballero, ¿qué hacéis ahí? —preguntó.

—Señora —contestó este—, intimar a Lorenza Feliciani que venga a confirmar con sus palabras y voluntariamente, que no soy un impostor ni un falsario, y esto sin perjuicio de las demás pruebas que exija Vuestra Alteza.

—¡Señor conde!

—¡Lorenza Feliciani! —gritó este dominándolo todo y hasta la voluntad de la princesa—. Lorenza Feliciani, salid de ese aposento y venid aquí, venid.

Permaneció la puerta cerrada.

—Venid —repitió el conde—: Yo lo mando.

Se oyó entonces la llave en la cerradura, y con indecible espanto vio la princesa salir a la joven, que clavaba los ojos en el conde, sin manifestar cólera ni rencor.

—Hija mía, ¿qué hacéis? —exclamó madame Luisa—, ¿y por qué queréis volver con un hombre de quién habéis huido? ¿No os dije que estabais aquí segura?

—Señora, también lo está en mi casa —repuso el conde. Y volviéndose hacia la joven, añadió:

—¿No es verdad, Lorenza, que estáis segura conmigo?

—Sí —respondió la joven.

Madame Luisa, en el colmo de la admiración, juntó las manos, y se dejó caer en un sillón.

—Y bien, Lorenza —continuó el conde con voz que aunque dulce no carecía de cierto acento imperativo—, ahora se me acusa de haberos hecho violencia: decid, ¿os he violentado yo en alguna cosa?

—Nunca, jamás —respondió la joven con voz clara y precisa, y sin acompañar esta negativa con ningún ademán.

—¿Qué significa esa historia de rapto que me habéis referido? —exclamó la princesa.

Muda permaneció Lorenza y miraba al conde como si la vida y la palabra, que es su expresión, debiesen venirle de él.

—Seguramente Su Alteza desea saber cómo habéis salido del convento. Contad, Lorenza, todo lo que ha sucedido desde que os desmayasteis en el coro hasta el momento en que despertasteis en la silla de posta. Permaneció silenciosa la joven.

—Referid lo que ha pasado con todos sus detalles —continuó el conde—, os lo mando.

—No recuerdo —contestó Lorenza sin poder reprimir un ligero estremecimiento.

—Pues pensadlo bien y os acordaréis.

—Efectivamente, sí, sí —dijo la joven con el mismo acento monótono—, ya recuerdo.

—¡Pues hablad!

—Desmayada que estuve en el instante que las tijeras cortaban mi cabello, me trasladaron a mi celda, y me acostaron. Mi madre permaneció hasta la noche a mi lado, y como no recobraba mis sentidos, enviaron a buscar al cirujano del pueblo; este me tomó el pulso, puso un espejo delante de mis labios, y observando que mis arterias estaban sin latido, y mi boca sin aliento, declaró que estaba muerta.

—¿Y cómo sabéis todo eso? —preguntó la princesa.

—Quiere saber Su Alteza cómo habéis sabido todo eso —repitió el conde.

—¡Cosa extraña! —continuó Lorenza—, veía y oía; pero no podía abrir los ojos, hablar, ni moverme; estaba aletargada.

—Efectivamente —observó madame Luisa—, Tronchin me ha hablado algunas veces de personas aletargadas que fueron enterradas vivas.

—Proseguid, Lorenza.

«—Se desesperaba mi madre, y no queriendo creer en mi muerte, manifestó que deseaba pasar a mi lado aquella noche y el siguiente día.

»Lo hizo así; pero las treinta y seis horas durante las cuales me estuvo velando, trascurrieron sin que yo hiciese movimiento alguna ni exhalara el menor suspiro.

»Vino tres veces el sacerdote, y otras tantas manifestó a mi madre que era rebelarse contra Dios el empeñarse en retener mi cuerpo sobre la tierra cuando ya tenía mi alma; pues no dudaba, decía, que habiendo muerto con todas las circunstancias necesarias para salvarme, y en el momento de pronunciar las palabras que sellaban mi eterna alianza con el Señor, mi alma habría subido derecha al cielo.

»Insistió tanto mi madre, que consiguió la permitieran velarme durante toda la noche del lunes al martes.

»Y habiendo llegado la mañana de este último día sin que yo diese muestra alguna de vida, mi madre se retiró vencida. Los cirios estaban encendidos en la capilla, donde, según la costumbre, debían depositarme un día y una noche.

»Tenían que amortajarme las hermanas y entraron luego que mi madre salió, y como yo no había pronunciado mis votos, me vistieron de blanco, ciñeron mi frente con una guirnalda de rosas blancas, y cruzaron mis brazos sobre mi pecho. Enseguida pidieron el ataúd.

»Lo trajeron: un frío glacial invadió todo mi cuerpo, porque, os repito, al través de mis párpados cerrados, veía como si hubiese tenido los ojos abiertos.

»Me colocaron, pues, en el ataúd.

»Enseguida, descubierto el rostro, como es costumbre entre nosotras las italianas, me bajaron a la capilla, me depositaron en medio del coro con cirios encendidos alrededor de mi féretro, y pusieron a mis pies un acetre.

»En el transcurso del día no cesaron de entrar en la capilla los vecinos de Subiaco, rezaron por mí, y echaron agua bendita sobre mi cuerpo.

»Habiendo llegado la noche, cesaron las visitas, cerraron por dentro las puertas de la capilla, menos la más pequeña, y la hermana enfermera quedó sola a mi lado.

»Durante mi sueño me agitaba un terrible pensamiento; al día siguiente debía celebrarse el entierro, y conocía que iba a ser sepultada viva, si algún poder desconocido no venía en mi socorro. Oía una tras otra todas las horas: dieron las nueve, las diez, las once, y el triste tañido vibraba en mi corazón, pues también percibía el clamoreo de las campanas anunciando mi muerte.

»Dios solamente sabe los esfuerzos que hice para vencer aquel sueño glacial, y para deshacer los lazos de hierro que me sujetaban al ataúd: pero al fin se compadeció de mí.

»Sonaron las doce.

»Al oír la primera campanada creí que todo mi cuerpo era sacudido por un movimiento nervioso, semejante al que experimentaba siempre que Acharat se acercaba a mí: una violenta sensación asaltó después mi corazón, y enseguida le vi aparecer en la puerta de la capilla.

—¿Sería espanto lo que experimentasteis en aquel momento? —preguntó el conde de Fénix.

—No, no, fue gozo, éxtasis, porque comprendí que venía a librarme de aquella muerte desesperada que tanto temía. Dirigióse lentamente hacia mi féretro, me miró un instante con sonrisa llena de tristeza, y luego me dijo:

«—Levántate y anda.

»Se rompieron los lazos que sujetaban mi cuerpo; al oír aquella voz poderosa, me levanté y salí del ataúd.

»—¿Deseas vivir?», —me preguntó.

«—Sí», —respondí.

«—Pues entonces, sígueme.

»La enfermera, habituada al fúnebre oficio que desempeñaba al lado de mi ataúd, se había dormido en su silla.

Pasé por delante de ella y seguí al que por segunda vez me libraba de la muerte.

»Cuando llegué al patio quedé extasiada contemplando otra vez ese cielo tachonado de brillantes estrellas que ya no esperaba volver a ver, y sentí el aire fresco de la noche que me halagaba dulcemente.

»—Antes de abandonar este convento —me dijo—, escoged entre Dios y yo. ¿Queréis ser religiosa, o preferís seguirme?».

«—Quiero seguiros —contesté».

«—Entonces, venid».

«Llegamos a la puerta del torno: se hallaba cerrada».

«—¿Dónde están las llaves? —me preguntó».

«—En los bolsillos de la hermana tornera».

«—¿Y dónde están estos bolsillos?».

«—Encima de una silla al lado de su cama».

«—Entrad sin ruido en su aposento, tomad las llaves, escoged la de la puerta y traédmela».

«Obedecí, y a los cinco minutos nos encontrábamos en la calle.

»Me apoyé en su brazo y nos dirigimos con precipitación hacia la salida de Subiaco. A cien pasos de la última casa, nos aguardaba una silla de posta. Nos metimos dentro y partió a galope.

—¿Os haría alguna violencia, os haría alguna amenaza, o marchasteis voluntariamente? —preguntó madame Luisa.

No pudo hablar Lorenza.

—Os pregunta Su Alteza Real, si os forcé a seguirme por medio de alguna amenaza o violencia.

—No.

—¿Pero por qué le seguisteis?

—Sí, confesad por qué me habéis seguido.

—Os he seguido porque os amaba —dijo Lorenza.

El conde de Fénix se volvió hacia la princesa sonriendo triunfalmente.