Este estrépito de carruajes, repique de campanas y redobles de tambores; toda esta majestad, reflejo de las majestades del mundo, ya perdido para madame Luisa, se deslizó por su alma y extinguióse como una débil ola junto a los muros de su celda.
Después de la partida del rey y de haber intentado volver a su hija al mundo; luego que María Antonieta, que a primera vista apreció toda la grandeza de alma de su augusta tía, desapareció con su multitud de cortesanos, la superiora mandó quitar las colgaduras, guardar las flores, y desprender los encajes.
La comunidad estaba aún impresionada, y ella sola permaneció tranquilamente, cuando las puertas del convento, abiertas un momento al mundo, giraron pesadamente, cerrándose con estruendo, entre el siglo y la soledad.
Luego llamó a la tesorera y dijo:
—¿En estos días de desarreglo han recibido los pobres sus limosnas?
—Sí, señora.
—¿A los soldados se les habrá dado antes de partir algún refrigerio?
—Todos recibieron el pan y el vino que habíais mandado preparar.
—¿De modo que nadie sufre en esta casa?
—Señora, nadie.
Se aproximó María Luisa a la ventana y respiró dulcemente la frescura embalsamada, que subía del jardín en alas de las brisas de la tarde.
Aguardaba respetuosamente la tornera que la augusta abadesa la despidiese o le diese alguna orden.
Únicamente Dios sabe lo que pensaba la pobre reclusa real en este instante; María Luisa deshojaba las rosas de un alto tallo que subía hasta su ventana y los jazmines que cubrían las paredes del patio.
Una fuerte pisada de caballo conmovió la puerta de las habitaciones generales, e hizo estremecer las de la superior.
—¿Algunos de los señores de la corte permanecen en San Dionisio?
—Su Eminencia el cardenal de Rohán, señora.
—¿Están ahí sus caballos?
—Están en el cabildo de la abadía, donde Su Eminencia pernoctará.
—Entonces, ¿qué ruido es ese?
—Ese ruido, señora, es causado por el caballo de la extranjera.
—¿De qué extranjera? —preguntó María Luisa.
—De la italiana que llegó ayer tarde solicitando hospitalidad a Vuestra Alteza Real.
—¡Ah! ¿Dónde se encuentra?
—En la iglesia o en su aposento.
—¿Qué ha hecho desde ayer?
—No ha querido más alimento que el pan, y toda la noche la ha pasado rezando en la capilla.
—¡Indudablemente será alguna grande pecadora! —dijo madame Luisa frunciendo el entrecejo.
—No lo sé, señora; con nadie ha hablado.
—¿Qué clase de mujer es?
—Hermosa, pero sus facciones son dulces y altivas a la vez.
—Esta mañana, ¿dónde ha estado mientras se celebró la ceremonia?
—Cerca de la ventana de su aposento, donde la he visto, oculta detrás de las cortinas, fijar una mirada de ansiedad en cada persona que llegaba, como si en cada una de ellas temiese hallar un enemigo.
—¡Tal vez será alguna mujer de ese pobre mundo en que he vivido y he reinado! Que pase.
La tesorera dio un paso para retirarse.
—¿Se sabe su nombre? —preguntó la princesa.
—Lorenza Feliciani.
—No conozco a nadie que se llame así —dijo madame Luisa pensativa—, pero no importa: introducidla.
Se sentó la superiora en un sillón de encina construido en tiempo de Enrique II y que sirvió de sitial a las nueve últimas abadesas de las carmelitas. Era tribunal formidable ante el cual habían temblado muchas novicias vacilantes entre lo espiritual y lo temporal.
Después de un momento, entró la tesorera conduciendo a la joven del largo velo, a quien ya conocemos.
Madame Luisa, que poseía la mirada penetrante de su familia, clavó sus ojos en Lorenza Feliciani, pero encontró en ella tanta humildad, tanta gracia, tan sublime belleza, y descubrió tanta inocencia en sus rasgados ojos negros anegados en lágrimas, que de hostil que le era al principio, convirtióse en benévola y cariñosa.
—Señora, aproximaos y hablad —la dijo.
Temblando, dio un paso la joven y quiso hincar una rodilla en tierra.
Levantóse la princesa.
—¿Os llamáis Lorenza Feliciani?
—Sí, señora.
—¿Deseáis confiarme algún secreto?
—Señora, lo deseo con toda mi alma.
—Hablad, ¿y por qué no habéis recurrido al tribunal de la penitencia? Yo sólo puedo consolaros: en tanto que un sacerdote consuela y perdona.
Madame Luisa pronunció estas palabras algo conmovida.
—Necesito consuelos por ahora —respondió Lorenza—, y únicamente a una mujer me atrevería yo a decir lo que tengo que revelaros.
—¿Tan singular es la narración que tenéis que hacerme?
—Sí, ¡muy singular! Pero oídme, señora, con paciencia; os repito que sólo con vos puedo hablar, porque sois mujer, porque sois muy generosa y porque necesito un apoyo tan poderoso como el de Dios, un brazo que me defienda.
—¿Os persiguen, acaso, para que os defienda?
—Sí, sí, señora, me persiguen —exclamó la extranjera con indecible espanto.
—Señora, pues entonces, reflexionad una cosa —dijo la princesa—; esta casa es un convento y no una fortaleza, y aquí, no penetran las pasiones de los hombres sino para apagarse; esto es, que aquí no hay ningún poder que pueda resistir al poder de los hombres; este no es el templo de la justicia, de la fuerza y de la represión, sino solamente el templo de Dios.
—He ahí lo que yo busco precisamente —dijo Lorenza—; sí, la casa de Dios, pues sólo en ella puedo vivir tranquila.
—Si Dios no admite venganzas, ¿cómo pretendéis que os venguemos de vuestro enemigo? Dirigíos a los magistrados.
—Nada pueden hacer los magistrados contra la persona que infunde tanto temor.
—Pero ¿quién es? —preguntó la abadesa con secreto e involuntario espanto.
Se aproximó Lorenza a la primera, dominada por una misteriosa exaltación.
—¿Quién es? ¡Oh!, es, estoy segura, uno de esos malignos espíritus que combaten a los hombres y a quien Satanás ha dotado de un poder sobrehumano.
—¿Qué es lo que decís? —exclamó la princesa, fijando su mirada en su interlocutora para convencerse de que no estaba loca.
—Y yo, yo, ¡desgraciada de mí! —gritó Lorenza torciendo convulsivamente sus brazos que podían servir de modelo a los de una estatua antigua—; yo me encuentro siempre en el camino de ese hombre: y yo, yo estoy…
—Terminad…
Se acercó aún más a la princesa y en voz baja, como espantada de lo que iba a manifestar:
—Yo estoy… ¡hechizada!
—¡Hechizada! —exclamó madame Luisa—: ¿Estáis en vuestro juicio?, ¿sois acaso…?
—¿Queréis decir loca, eh? ¡Oh!, no, no lo estoy, pero podré volverme si me abandonáis.
—¡Hechizada! —repitió la princesa.
—¡Ay! ¡Dios mío!
—Si me lo toleráis, os diré que en vos se advierten todas las circunstancias propias de las criaturas más favorecidas del Señor; pues parecéis rica, sois hermosa, habláis razonablemente y en vuestra fisonomía no se advierte el menor síntoma de esa terrible enfermedad.
—En las aventuras de mi vida, es donde reside el fatal secreto que quisiera poder ocultar hasta a mí misma.
—Explicaos, hija mía. ¿Soy yo, acaso, la primera a quien habéis revelado vuestras desgracias? ¿No tenéis padres ni amigos?
—¡Mis padres…! —repuso la joven cruzando sus manos con dolor—: ¡Ay!, pobres padres, ¿los volveré yo acaso a ver? ¡Amigos…!, ¿tengo algunos, por ventura?…
—Vamos por orden —repuso madame Luisa procurando encauzar las palabras de la extranjera—. ¿Quiénes son vuestros padres, y cómo os habéis separado de ellos?
—Soy romana, señora, y habitaba en Roma con mi familia; mi padre es de la antigua nobleza, pero pobre como todos los patricios de Roma. También tengo madre, y un hermano mayor. He oído asegurar que en Francia las familias aristocráticas que tienen como la mía un hijo y una hija, sacrifican el dote de esta para comprar una espada a aquel. Entre nosotros se invierte la dote de la hembra para hacer eclesiástico al barón, de suerte que yo no he recibido ninguna educación, pues ha sido preciso atender a la de mi hermano, que estudia, según decía ingenuamente mi madre, para cardenal.
—Continuad…
—Se impusieron mis padres, señora, toda clase de sacrificios para ayudar a mi hermano, y decidieron hacerme tomar el velo en las carmelitas de Subiaco.
—¿Qué dijisteis vos?
—Señora, nada. Desde mi más tierna juventud, me habían pintado este porvenir como una necesidad. Yo carecía de fuerza y de voluntad. Además, tampoco me consultaban: mandaban y obedecía.
—Sin embargo…
»Nosotras las romanas, sólo tenemos deseos que nunca satisfacemos, y amamos el mundo como los condenados el paraíso, sin conocerle. Hallábame, además, rodeada de ejemplos que me habrían obligado a resignarme si me hubiese en alguna ocasión ocurrido la idea de resistir: pero no me ocurrió. Todas mis amigas, que como yo tenían hermanos, se habían también visto precisadas a pagar su deuda al lustre de la familia; así es que no tenía razón para quejarme, pues nada me pedían que saliese de la costumbre general, y lo único que hizo mi madre, fue acariciarme un poco más a medida que iba acercándose la hora de separarme de ella.
»Por fin llegó el día en que debía comenzar mi noviciado; mi padre reunió quinientos escudos romanos para pagar mi dote, y marchamos.
»Hay unas ocho o nueve leguas de Roma a Subiaco, pero están tan malos los caminos de la montaña, que a las cinco horas de nuestra partida, no llevábamos andadas más que tres leguas. No obstante, aquel viaje me agradaba a pesar de ser tan penoso. Sonreíale con tristeza como a mi última felicidad, y durante todo el camino me iba despidiendo en voz baja de los árboles, de las zarzas, de los peñascos, y hasta de las hierbas secas.
»En el transcurso de mis meditaciones, y al pasar por entre un bosquecillo y un montón de hendidas peñas, se detuvo el coche de pronto; lanzó un grito mi madre, y mi padre hizo un movimiento para coger sus pistolas. Mis ojos y mis ideas bajaron del cielo a la tierra: estábamos detenidos por unos bandidos».
—¡Desgraciada! —dijo madame Luisa a quien iba interesando cada vez más esta relación.
»—¿Os lo debo decir, señora?, pues no me asusté mucho, porque aquellos hombres nos detenían para robarnos el dinero, y aquel dinero estaba destinado a satisfacer mi dote en el convento. Faltando la dote, se retrasaría mi noviciado hasta tanto que mi padre buscase otra cantidad igual, y sabía yo el trabajo y el tiempo que le había costado reunir aquellos quinientos escudos.
»Pero cuando después de repartir su botín, vi que aquellos facinerosos, en vez de dejarnos proseguir nuestro viaje, se lanzaban sobre mí; cuando por los esfuerzos que hacía mi padre para defenderme y por las lágrimas con que mi madre les suplicaba, adiviné que una desgracia terrible y desconocida me amenazaba; comencé a gritar pidiendo misericordia, obedeciendo sólo a ese impulso natural que nos incita a pedir socorro, pues no ignoraba que llamaba inútilmente y que nadie podría oírme en aquel desierto paraje.
»De modo que, sordos a mis gritos, a las lágrimas de mi madre y a los esfuerzos de mi padre, los bandidos me ataron las manos a la espalda, y por las ardientes y ansiosas miradas que lanzaban hacia mí, conocí entonces (tanta penetración me infundió temor) la suerte que me aguardaba.
»Entonces, sacando unos dados del bolsillo, se pusieron a jugar sobre un pañuelo.
»Lo que me aterrorizó más, fue que sobre el innoble tapiz no se veía posta de ninguna especie.
»Convulsivo temblor me agitó durante todo el tiempo que estuvieron jugando a los dados, porque comprendí que yo era la cosa que se disputaban.
»Se levantó uno de repente lanzando un rugido de triunfo, y en tanto que sus compañeros blasfemaban rechinando los dientes, precipitóse hacia mí, me cogió en brazos, y juntó sus labios con los míos.
»El contacto de un hierro candente no me hubiera arrancado un grito más doloroso.
»—¡Dios mío!, matadme, matadme», —grité.
«Se desmayó mi padre, mientras mi madre se arrastraba desesperada por el suelo.
»Sólo me quedaba ya la esperanza de que en un acceso de furor me asesinase uno de los bandidos que habían perdido, con el cuchillo que empuñaban sus crispadas manos, y ya deseaba e invocaba el golpe que debía poner fin a mi vida, cuando un hombre a caballo apareció en la senda.
»Ciertas palabras que pronunció en voz baja fueron suficientes para que el centinela le dejase pasar, trocando con él una seña.
»Entonces aquel hombre de mediana estatura, rostro imponente y atrevida mirada, continuó avanzando sereno y tranquilo al paso de su cabalgadura, y se paró al llegar frente a mí.
»El que cogiéndome en brazos había ya echado a andar conmigo, volvió la cabeza al primer silbido que dio aquel hombre, con el pito que servía de puño a su latiguillo.
»Tan pronto como le vio me dejó caer al suelo.
»El desconocido le llamó.
»Como el bandido dudase, el recién llegado formó un ángulo con su brazo, y se puso sobre el pecho dos dedos abiertos. El facineroso se aproximó como si aquella seña equivaliese a la orden de un amo omnipotente.
»Inclinóse el desconocido y pronunció en voz baja esta palabra:
»—Mac.
»Fue lo único que dijo: puedo asegurarlo, pues yo miraba como se mira la cuchilla destinada a matarnos, y escuchaba como se escucha la palabra que va a darnos o quitarnos la vida.
»—Benac —respondió el bandido.
»Y se acercó a mí rugiendo como el león, que se ve vencido, desató el cordel que sujetaba mis muñecas, y marchó a hacer lo mismo con mis padres.
»Llegaron entonces todos a dejar sobre una piedra el dinero que ya se habían repartido. No faltó un solo escudo.
»Volvía yo a la vida entretanto en los brazos de mi padre y de mi madre.
»—Ahora… retiraos —dijo el desconocido a los bandidos.
»Estos obedecieron y desaparecieron, internándose por las malezas del bosque.
»—Lorenza Feliciani —prosiguió nuestro libertador, fascinándome con miradas sobrehumanas—: Estás en libertad y puedes proseguir tu viaje.
»Dieron mis padres las gracias a aquel hombre que me conocía y a quien no conocíamos, y subieron al carruaje. Yo les imité como a pesar mío, pues no sé qué fuerza extraña e irresistible me impulsaba hacia mi salvador.
»Este se quedó inmóvil en su sitio como para continuar protegiéndonos.
»Mientras pude no dejé de mirarlo, y no desapareció.
—¿Y quién era ese hombre extraordinario? —preguntó la princesa conmovida con la sencillez de aquel relato.
—Os suplico me prestéis atención, señora —respondió Lorenza—. ¡Ay!, no he terminado todavía.
—Os escucho —dijo madame Luisa.
»Transcurridas dos horas de este suceso, llegamos a Subiaco. Mis padres y yo, no habíamos hecho más que hablar durante todo el camino acerca de aquel singular salvador que se nos apareciera de pronto, misterioso y potente, como un enviado del cielo.
»Mi padre, menos confiado que yo, sospechaba que fuera jefe de alguna de las partidas, que aunque fraccionadas alrededor de Roma, dependen de la misma autoridad, y son inspeccionadas frecuentemente por el jefe supremo, que revestido de un poder absoluto, premia, castiga y entrega a cada individuo la parte que le corresponde.
»Yo, que no podía luchar en experiencia con mi padre; yo, que obedecía a mi instinto, y que sufría el influjo de mi gratitud, no creía, ni podía creer, que aquel hombre fuese un bandido.
»De suerte que en mis plegarias nocturnas a la Virgen, consagraba una frase destinada a invocar las gracias de la madre de Dios para mi salvador desconocido.
»En aquel mismo día ingresé en el claustro. Habíase recobrado mi dote, y nada me impedía entrar en él. Estaba más triste, pero también más conforme que nunca. Italiana y supersticiosa, creía que Dios quería poseerme pura, entera y sin mancha, puesto que me había librado de aquellos bandidos, excitados seguramente por el demonio para mancillar la corona de inocencia que Dios sólo debía desprender de mi frente. Me sometí, por tanto, con todo el ardor de mi carácter a las exigencias de mis superiores y de mis padres, quienes me obligaron a dirigir una petición al soberano pontífice para que me dispensara el noviciado. Yo misma la escribí y la firmé. Había sido redactada por mi padre en los términos de un deseo tan vehemente, que Su Santidad, creyendo ver en esta petición la fervorosa aspiración hacia la soledad de un alma cansada ya del mundo, concedió lo que solicitamos, y el noviciado de un año, de dos años a veces para las demás, por un favor particular, quedó reducido para mí a un mes.
»Esta noticia la recibí sin experimentar dolor ni alegría, y habríase dicho que había muerto para el mundo, y que esperaba sobre un cadáver al que su sombra impasible solamente sobrevivía.
»Quince días me tuvieron cuidadosamente encerrada, temerosos de que el espíritu mundano viniese a acometerme; mas en la mañana del decimoquinto día, recibí orden de bajar a la capilla con las demás hermanas.
»En Italia son iglesias públicas las capillas de los conventos, pues el papa no cree, sin duda, que deba permitirse a un sacerdote confiscar a Dios en ningún sitio donde se manifieste a sus adoradores.
»Cogí mi silla cuando entré en el coro. Entre las colgaduras verdes que cerraban las rejas de aquel coro, o más bien que intentaban cerrarlas, había un espacio que permitía suficientemente descubrir la nave. Vi un hombre que estaba solo de pie en medio de la turba arrodillada, y que me contemplaba con tanta perseverancia que parecía que quería devorarme con los ojos. Sentí entonces aquel extraño y molesto movimiento que ya había sufrido: aquel efecto sobrehumano que me atraía, por decirlo así, fuera de mí misma, como al través de una hoja de papel, de una plancha, y hasta de un plato, había yo visto a mi hermano atraer una aguja hacia un hierro imantado.
»Vencida, subyugada, ¡ay!, sin fuerza contra aquella atracción, me incliné hacia él, junté mis manos como se juntan para adorar a Dios, y con los labios y el corazón al mismo tiempo, le dije:
»—¡Mil gracias!
»Me miraron las religiosas con sorpresa, aunque sin entender mi movimiento ni mis palabras, y siguiendo la dirección de mis manos, de mis ojos y de mi boca, se empinaron sobre sus sillas para mirar hacia la nave.
»Miré otra vez temblando.
»Había desaparecido el extranjero.
»Me interrogaron, pero no hice más que ruborizarme, palidecer y balbucear».
—Desde entonces, señora —exclamó Lorenza con desesperación— ¡desde aquel momento estoy en poder del demonio!
—No encuentro nada sobrenatural en todo esto: sin embargo, hermana mía —contestó la princesa con amabilidad—, calmaos y proseguid.
—¡Ah!, porque no podéis sentir lo que yo experimentaba.
—Explicadme, ¿qué experimentabais?
—La posesión toda entera; mi corazón, mi alma, mi razón, todo lo poseía el demonio.
—Mucho temo, hermana —dijo madame Luisa—, que el demonio de quien habláis no fuese más que el amor.
—¡Oh!, el amor no me habría hecho padecer de aquel modo; el amor no habría oprimido mi corazón; el amor no habría estremecido mi cuerpo con tanta violencia como el viento de una tempestad estremece los árboles, ni me habría inspirado el mal pensamiento que me dominó en aquel momento.
—Explicadme ese mal pensamiento, hija mía.
—Debería decirlo todo a mi confesor; ¿es verdad?
—Indudablemente.
—¡Pues bien!, el demonio que me poseía me invitó por el contrario a guardarle secreto. Acaso no habría una sola religiosa que al penetrar en el claustro no dejara en el mundo que abandonaba algún recuerdo de amor… Muchas invocaban con el nombre de Dios, otro nombre que ocultaban sellado en su corazón, y el confesor estaba acostumbrado a esta clase de revelaciones. Pues bien, yo, tan piadosa, tan tímida, tan inocente y cándida; yo, que antes de aquel viaje fatal de Subiaco, nunca había conversado con hombre alguno, a no ser mi hermano; yo, que desde entonces no había cruzado más que dos veces mi mirada con el desconocido, me presumí, señora, que me atribuirían con aquel hombre, alguna de aquellas intrigas que antes de tomar el velo, había tenido cada una de nuestras hermanas con sus llorados amantes.
—En verdad, mal pensamiento —dijo madame Luisa—; pero os repito que es muy inocente el demonio que inspira, a quien posee tales pensamientos. Continuad.
«—Me llamaron al locutorio al día siguiente. Bajé y encontré a una de mis vecinas de la vía Frattina, en Roma, joven que se acordaba mucho de mí, porque todas las tardes hablábamos y cantábamos juntas.
»Detrás de ella, y junto a la puerta, la aguardaba, como hubiera hecho un lacayo, un hombre envuelto en una capa. Este hombre no se volvió hacia mí; pero yo me volví hacia él; no me habló y sin embargo acerté quién era; sí, señora, era mi protector desconocido.
»La turbación misma que ya había sufrido, se apoderó de mi corazón. Me sentí completamente dominada por el poder de aquel hombre, y a no ser por la reja que me retenía, hubiera salido a su encuentro. La sombra de su capa despedía extraños resplandores que me deslumbraban, y en su silencio obstinado, había rumores que yo sola oía, y que me hablaban en un armonioso idioma.
»Revestíme de todo el imperio que sobre mí misma tenía, e interrogué a mi vecina de la vía Frattina, quién era aquel hombre que le acompañaba.
»No le conocía: su marido le debía haber acompañado, pero en el momento de partir, había entrado con aquel hombre diciéndola:
»—No me es posible llevarte a Subiaco; este amigo te acompañará.
»Tan grande era el deseo de mi vecina en verme, que sin preguntarle más, vino en compañía del desconocido.
»Era una santa aquella mujer: divisó en un rincón del locutorio una Virgen que tenía reputación de ser muy milagrosa, y no consintiendo salir sin dirigirla una oración, se arrodilló delante de ella.
»El hombre entró sin ruido, se acercó después a mí, y desembozándose, clavó sus miradas en las mías cual si fuesen dos rayos ardientes.
»Deseaba yo que hablase, mi pecho se levantaba, por decirlo así, subiendo como una ola al encuentro de su palabra, pero se conformó con extender sus manos por encima de mi cabeza, acercándolas a la reja que nos separaba. Al punto un éxtasis extraño se apoderó de mí; él se sonreía y yo le devolví su sonrisa cerrando mis ojos como abrumada por una inexplicable languidez. Durante este tiempo, como si no hubiese querido otra cosa que asegurarse de su imperio sobre mí, desapareció. A medida que él se alejaba, recobraba yo mis sentidos; sin embargo, aún me encontraba bajo el dominio de aquella singular alucinación, cuando mi amiga, terminada ya su plegaria, se levantó, despidióse abrazándome, y desapareció.
»Por la noche, al desnudarme, hallé en mi toca, un billete que contenía estas tres líneas:
»En Roma, el que ama a una religiosa es condenado a muerte. ¿Daréis la muerte a quien os dio la vida?».
»Desde entonces, señora, fue entero el maleficio porque engañé a Dios, no confesándole que pensaba en aquel hombre casi tanto como en él».
La misma Lorenza, aterrada de las palabras que acababa de decir, se detuvo para consultar la dulce e inteligente fisonomía de la princesa.
—No veo maleficio hasta ahora —dijo con firmeza madame Luisa de Francia—. Os repito que es una desgraciada pasión, y ya os he manifestado que las cosas del mundo no pueden entrar aquí, sino en estado de remordimientos.
—Señora, esperad hasta el fin —repuso Lorenza—, y creo que no me juzgaréis con demasiada severidad.
—Tanto la indulgencia como la dulzura me están encomendadas, y estoy a las órdenes de todo el que sufre.
—¡Gracias!, ¡gracias! Sois, en efecto, el ángel consolador que tanto he anhelado encontrar.
«—Tres veces cada semana bajamos a la capilla, y el incógnito nunca faltó a ninguno de estos oficios. Yo procuraba resistir, diciendo que estaba enferma, había resuelto no bajar. ¡Flaqueza humana! Al llegar la hora, bajaba a pesar mío, como arrastrada por una fuerza superior a mi voluntad, y disfrutaba algunos instantes de calma y bienestar, si él no había llegado todavía; pero así que se acercaba, le iba sintiendo. Fácilmente hubiera podido asegurar: está a cien pasos… en el umbral de la puerta… en la iglesia, sin mirar siquiera hacia estos sitios; mas tan luego como se colocaba en el sitio acostumbrado, aunque tuviera los ojos clavados en un libro de oraciones para la invocación más santa, los separaba para clavarlos en él». Desde aquel instante, por mucho que durase el oficio, me era imposible leer ni orar. Todo mi pensamiento, toda mi voluntad, mi alma toda, se reconcentraba en las miradas, consagradas solamente a aquel hombre, que yo bien conocía, que luchaba contra Dios por mi posesión.
»Le miré con temor primero, después deseé verle, y por último me lancé a su encuentro con el pensamiento. A veces, como en sueños, me pareció también verle durante la noche en la calle, o sentirle pasar por debajo de mi ventana.
»Comprendiendo mi estado, las compañeras lo dijeron a la superiora, quien lo comunicó también a mi familia. Tres días antes del designado para pronunciar mis votos, vi entrar en mi celda a los tres únicos parientes que tenía en el mundo: mi padre, mi madre y mi hermano.
»La última vez venían a abrazarme, según manifestaban, mas yo comprendí que su objeto era otro, pues mi madre, quedando a solas conmigo, empezó a preguntarme. Fácil es conocer en esta circunstancia la influencia del demonio, pues en vez de confesarlo todo, negué obstinadamente.
»Por extraordinaria lucha combatida me hallé el día en que debía tomar el velo. Deseando y temiendo la hora de consagrarme enteramente al Señor, conocía que si el demonio se decidía a ejecutar en mí alguna tentación suprema, debía ser sin duda en instante tan solemne».
—¿Volvisteis a recibir alguna otra carta de ese hombre extraordinario? —interrogó la princesa.
—No, señora.
—¿Le habíais hablado?
—A no ser mentalmente, tampoco.
—¿Y escrito?
—Jamás.
—Continuad: hablabais del día en que tomasteis el velo.
—Debía dar fin a mis sufrimientos este día, pues, aunque mezclado de singular dulzura, era un suplicio inconcebible para un alma cristiana aquella obsesión de un pensamiento, de una forma siempre presente, siempre irónica por la oportunidad de sus apariciones, precisamente en los momentos en que luchaba contra ella, y por su obstinación en dominarme entonces invenciblemente. De modo que había ratos en que invocaba con toda mi alma aquella hora santa. Cuando sea del Señor, pensaba, Él sabrá venir en mi socorro como lo hizo cuando nos atacaron los bandidos, y olvidaba que en aquella ocasión me había defendido Dios por la conducta de aquel hombre.
»Por último, llegada que fue la hora de la ceremonia, bajé a la iglesia, pálida e inquieta, pero no tan agitada como de costumbre. Ya había llegado mi familia acompañada de todos nuestros amigos y de los habitantes de los pueblos comarcanos, pues había corrido la noticia de que yo era hermosa, y una víctima, cuanto más hermosa es, según dicen, más grata a los ojos del Señor.
»Comenzaron los oficios.
»Elevaba mis fervientes súplicas al cielo para que terminaran cuanto antes, porque, no estando en la iglesia aquel hombre que me dominaba, me sentía suficiente dueña de mi libre albedrío, y podría pronunciar con libertad mis votos. Ya el sacerdote se volvía hacia mí mostrándome el Crucifijo a quien iba a consagrarme, ya extendía yo mi brazo hacia el único salvador del hombre, cuando empezaron a agitarse mis miembros por el estremecimiento precursor de su llegada, indicándome que acababa de pisar los umbrales de la iglesia, y su atracción irresistible llevó mis ojos hacia el lado opuesto del altar, por más esfuerzos que hacían para permanecer fieles al Cristo.
»Se hallaba de pie mi perseguidor cerca del púlpito, y clavaba en mí su vista con más tenacidad que nunca.
»Quedé enteramente dominada desde entonces; no había ya para mí ni oficio, ni ceremonia, ni oraciones.
»Según creo me hicieron varias preguntas con arreglo al rito, sin que lograse contestarlas. Recuerdo que me tiraron del brazo y que vacilé como una cosa inanimada que mueven en su base. Me mostraron también la fatal tijera, sobre la cual un rayo de sol reflejó su resplandor terrible, sin que lograse atemorizarme, y un momento después sentí en mi cuello el acero frío que rechinaba al cortar mi cabellera.
»Entonces parecióme que me faltaban enteramente las fuerzas, que mi alma se separaba de mi cuerpo para volar a su encuentro, y caí sobre el pavimento, no como desmayada, sino como poseída de un sueño irresistible. Un débil rumor hirió al pronto mis oídos, mas extinguiéndose por grados, quedé sorda, muda e insensible. La ceremonia se suspendió entonces con espantoso tumulto».
Se compadeció la princesa y juntó sus manos con tristeza.
—¿No es verdad —continuó Lorenza— que es un suceso terrible, y en el cual se reconoce la intervención del enemigo de Dios y de los hombres?
Madame Luisa exclamó con acento de tierna compasión:
—Cuidado, desgraciada joven, creo que os encuentro demasiado inclinada a atribuir a lo maravilloso, lo que sólo es efecto de una debilidad natural. Al ver aquel hombre os desmayasteis, no es otra cosa, proseguid.
—Señora, no digáis eso —exclamó Lorenza—, o al menos esperad a haberlo oído todo para juzgar. ¡Nada de maravilloso! —continuó—, pero si así fuera, ¿no habría vuelto en mí una hora, o dos cuando más, después?
—Sin duda —contestó la princesa—, ¿no pasó así?
La joven, con voz sorda y acelerada, dijo:
—Señora, era de noche cuando volví en mí. Un violentísimo estremecimiento dominaba desde algunos momentos antes todo mi cuerpo; alcé mi cabeza presumiendo encontrarme bajo la bóveda de la capilla, y quedé no poco sorprendida al ver árboles, rocas y nubes, y al sentir que un aliento tibio acariciaba mi rostro. Creí que la hermana enfermera me ofrecía sus cuidados y quise darla prueba de mi gratitud… Señora, descansé mi cabeza sobre el pecho de un hombre, y aquel hombre era mi perseguidor. Pálpeme para asegurarme de que vivía, y exhalé un doloroso gemido. Estaba vestida de blanco, y una corona de rosas del mismo color ceñía mi frente como una desposada o como una muerta.
Dio un grito la princesa, y Lorenza dejó caer la cabeza entre sus manos.
—Al otro día —continuó la joven sollozando—, comprobé el tiempo que había trascurrido: era miércoles, por lo tanto, había permanecido tres días sin sentido, durante los cuales ignoro totalmente lo que ocurrió.