Resonaban lejanas mil confusas voces; pero acercándose cobraron tal fuerza e incremento que llamaron la atención de Gilberto estremecido con violenta sensación.
Vociferaba el pueblo: «¡Viva el rey…!», pues aún no había perdido la costumbre de recibir con esta aclamación a su soberano.
Soberbios caballos en tropel, enjaezados con oro y púrpura, se lanzaron relinchando por la carretera: eran los escuadrones de mosqueteros, gendarmes y suizos que llegaban precediendo una brillante y magnífica carroza en la que distinguió Gilberto una banda azul, y una cabeza cubierta y majestuosa. Vio también brillar fría y penetrante la mirada regia, ante la cual todas las frentes se inclinaban y se descubrían humildemente.
Inmóvil, atónito y jadeante olvidó quitarse el sombrero.
Un violento golpe le sacó de su éxtasis: su sombrero había caído rodando al suelo.
Para recogerlo dio un salto, alzó la cabeza y se encontró con el sobrino de la madre a quien diera el brazo, que le miraba con esa sonrisa burlona, especial de los militares.
—¿Cómo es eso? —preguntó el sargento—, ¿no se saluda al rey?
Palideció Gilberto, miró su sombrero cubierto de polvo, y repuso:
—Le veo por primera vez, señor sargento, y confieso que he olvidado saludarle. Pero yo no sabía…
—¿Qué?, hablad… —interrumpió el veterano frunciendo el ceño.
El joven temió lo arrojasen de aquel sitio desde donde vería a Andrea, y el amor que le abrasaba quebrantó su orgullo.
—Escuchadme —replicó—, soy forastero.
—¿Habéis venido a educaros en París?
—Sí, señor —dijo ocultando su desesperación.
—Perfectamente, pues tratáis de instruiros —continuó el sargento sujetando la mano del joven que procuraba ponerse otra vez el sombrero—, sabed desde ahora, que no sólo hay obligación de saludar al rey, sino además a la princesa, a los príncipes y a todos los carruajes que lleven flores de lis. ¿Conocéis las flores de lis, o habrá tal vez que enseñároslas?
—No os molestéis; sé cuales son.
—Me alegro —refunfuñó el sargento. Los coches regios pasaron.
Se prolongaba la fila. Gilberto se puso a mirar con ojos ansiosos y extraviados. Llegaban los carruajes a la puerta de la abadía, y se detenían para que bajasen las personas de la comitiva que los ocupaban; operación que de cinco en cinco minutos, producía un alto en toda la línea.
Nuestro joven sintió en uno de ellos tan fuerte conmoción, como si un hierro candente le hubiera traspasado el pecho; un vértigo apoderóse de su frente, nublóse su vista, atacándole al mismo tiempo un temblor tan violento, que hubo de agarrarse a un árbol que junto a él estaba, para no caer en tierra.
Acababa de ver frente a sí a diez pasos de distancia y en una de las carrozas adornadas con flores de lis, que debía saludar, según la orden del sargento, la luminosa, la resplandeciente figura de Andrea, que vestida de blanco, parecíase a un ángel o a un fantasma.
Gilberto dio un débil grito; mas triunfando de todas las sensaciones que a un tiempo se habían apoderado de él, ordenó a su corazón que cesase de latir, y a sus miradas que se clavasen en el sol.
El poderío que el joven ejercía sobre sí mismo, era tan extraordinario, que lo consiguió.
Andrea deseaba saber el motivo por qué hacían alto los coches, se asomó a la portezuela, y pasando en torno suyo sus hermosos ojos azules, divisó a Gilberto y le conoció enseguida.
Este creía que Andrea se sorprendería al verle, volvería la cabeza y hablaría con su padre que a su lado iba sentado en el carruaje.
No se equivocaba; Andrea se sorprendió, en efecto, y volviendo la cabeza llamó la atención del barón de Taverney, que ataviado con su gran banda encarnada, marchaba majestuosamente en el regio coche.
El barón, sobresaltado, repuso:
—¡Gilberto! ¿Gilberto, aquí? ¿Pues quién es el que cuida de Mahón?
El joven oyó claramente estas palabras, y reuniendo todas sus fuerzas, se apresuró a saludar con estudiado respeto a Andrea y a su padre.
—¡Es cierto! —exclamó el barón después de ver a nuestro filósofo—: Allí está el tunante en carne y hueso.
Se encontraba lejos de pensar que Gilberto pudiese haber ido a París, que al principio no había querido dar crédito a los ojos de su hija, y que aun entonces no se lo daba a los suyos propios.
El semblante de Andrea, que Gilberto examinó con detenida atención, marcaba en aquel momento una completa serenidad, alejada ya la ligera sensación causada por la sorpresa.
Sacando el barón la cabeza fuera del coche, hizo una señal para que el joven se acercase.
Decidióse Gilberto a obedecer, pero fue detenido por el sargento.
—Ya veis que me llaman —dijo.
—¿Quién?
—De ese coche.
El sargento se fijó donde señalaba el joven, y vio el carruaje de M. de Taverney.
—Permitid que pase ese muchacho, sargento, sólo deseo decirle dos palabras.
—Bien, caballero —contestó el militar—, hay tiempo suficiente, pues están leyendo una arenga en el pórtico, y es operación de media hora. Pasad, joven.
—Ven acá, pícaro —dijo el barón a Gilberto que se acercaba sin salir de su paso—, y sepamos a qué coincidencia debes el encontrarte en San Dionisio cuando debieras estar en Taverney.
El joven saludó otra vez a Andrea y a su padre, y contestó.
—No es por casualidad, señor barón, sino por un acto de mi voluntad.
—¿Cómo de tu voluntad, sinvergüenza? ¿Tienes tú voluntad acaso?
—¿Por qué no? Todo hombre libre está autorizado a tenerla.
—¡Todo hombre libre! ¡Cómo! ¿Te presumes que eres libre, miserable?
—Es claro, pues hasta ahora no he cedido mi libertad a nadie.
—¡Tunante! —exclamó M. de Taverney admirado de la tranquilidad con que hablaba Gilberto—, ¿conque tú en París?… ¿Y cómo has llegado?, di, ¿con qué recursos?
El joven contestó:
—¡A pie!
—¡A pie! —repitió Andrea con cierta expresión de lástima.
—¿A qué has venido? —interrogó el barón.
—En busca de educación para poder hacer después fortuna.
—¡A educarte…!
—Creo lograrlo.
—¡A hacer fortuna…!
—Así lo espero.
—¿Y mendigarás entretanto?
—¡Mendigar! —repitió Gilberto con orgullo.
—O robar.
—Caballero —dijo Gilberto con tanta firmeza y altivez que despertó por un instante la atención de la señorita de Taverney sobre aquel extraño joven—, ¿os he robado alguna vez?
—Y bien, ¿qué haces con esas manos, holgazán?
—Lo que un hombre de talento a quien quiero parecer aunque no sea más que por perseverancia —respondió Gilberto—, copio música.
—¿Copiáis música? —dijo Andrea.
—Sí, señorita.
—Pues qué, ¿la sabéis? —añadió esta desdeñosamente y del mismo modo que si hubiera dicho: mentís.
—Aprendí las notas, y eso sobra —respondió Gilberto.
—¿Dónde demonios las has aprendido, pilluelo? —dijo el barón.
—Sí, ¿dónde? —repitió Andrea sonriendo.
—Señor barón, me entusiasma la música, y como esta señorita pasaba todos los días una hora o dos al clave, me escondía para oírla.
—¡Haragán!
—Primero aprendí las tocatas, y como estas se hallaban escritas en el método, conseguí poco a poco, y a fuerza de trabajo, llegar a leerlas.
—¡Es mi método! —interrumpió Andrea en el colmo de la indignación—, ¿os propasasteis a tocarle?
—No, señora, jamás me hubiera propasado tanto —contestó el joven—, pero vos le teníais abierto sobre el clave, y sin tocarle le estudiaba yo: con los ojos no podía mancharle.
—Verás cómo este tunante acaba por decirnos que toca el piano mejor que Haynd.
—Quizá le tocara, si me hubiese atrevido a colocar mis dedos sobre las teclas.
Inconscientemente dirigió Andrea otra ojeada a aquel rostro animado con una expresión, a ninguna comparable, a no ser a la del fanático que desea el martirio.
Pero el barón, cuya inteligencia no contaba con la serena y penetrante lucidez de la de su hija, sintió doblarse su cólera al comprender que el joven tenía razón, y que al dejarle con Mahón en Taverney, se había hecho con él un acto de inhumanidad.
Difícilmente se perdonan a un inferior las faltas de que llega a convencernos; así es que acalorándose a medida que se calmaba su hija, el barón prosiguió:
—¡Ah, pícaro!, ¿conque has desertado, te has dado a la vagancia, y cuando se te pide cuenta de tus actos, te presentas con esa faramalla, sin pies ni cabeza? ¡Muy bien!, pero no consiento que digan que por mi culpa están las calles del reino llenas de rateros y vagabundos…
Andrea procuró calmar a su padre, pues comprendía que tanta exageración destruía su superioridad: mas el barón, separando la mano protectora de su hija, prosiguió:
—Te recomendaré a M. de Sartine, e irás a dar una vuelta por Bicètre[22], mal engendro de filósofo.
El joven dio un paso hacia atrás, se colocó el sombrero debajo del brazo, y gritó lleno de cólera:
—Sabed, señor barón, que desde que estoy en París, he hallado protectores a quienes hace antesala vuestro M. de Sartine.
—Sí, ¿eh? —exclamó el barón—, pues si te escapas de Bicètre, no te escaparás de un vapuleo. Andrea, Andrea, llama a tu hermano que viene ahí.
Andrea se dirigió hacia Gilberto, y le dijo imperiosamente:
—Ea, pues, señor Gilberto, retiraos.
—¡Felipe! ¡Felipe! —gritó el viejo.
—Retiraos —replicó Andrea al joven que seguía silencioso e inmóvil en su lugar, como en una contemplación extática.
Un hombre a caballo se aproximó a la portezuela: era Felipe de Taverney. La expresión de su rostro manifestaba júbilo; su uniforme de capitán era brillante.
—¡Hola, Gilberto! ¡Tú por aquí! —dijo con amabilidad al reconocer al joven—. Buenos días, Gilberto… ¿Qué deseaba, padre?
El barón, pálido de cólera, gritó:
—Que agarres la vaina de tu espada, y des una zurra a ese gran pillete.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Felipe mirando alternativamente y con sorpresa cada vez mayor al barón furibundo y a Gilberto que continuaba impasible.
—Ha hecho… ha hecho… —gritó M. de Taverney—; dale, Felipe, dale, como si fuera un perro.
Cada vez más admirado se dirigió el joven a su hermana.
—Dime, Andrea, ¿te ha insultado quizá?
—¡Yo! —exclamó Gilberto.
—No, Felipe —contestó Andrea—, no ha hecho nada, papá exagera. El señor Gilberto no se halla ya a nuestro servicio y tiene, por lo tanto, derecho a ir donde mejor le plazca. Papá no quiere comprender esto, y se ha encolerizado al verle aquí.
—¿Es eso nada más? —dijo Felipe.
—Sólo eso, hermano, y es incomprensible la cólera de nuestro padre, sobre todo en un asunto como este, en que la persona de quien pretende estar ofendido merece apenas una mirada. Mira si podemos marchar, Felipe.
Calló el barón, doblegado por la serenidad majestuosa de su hija.
El joven Gilberto bajó la cabeza avergonzado por tanto desprecio: sintió cruzar por su corazón un rápido impulso, semejante a los que inspira el odio. Habría deseado un golpe mortal de la espada de Felipe.
Poco le faltó para desmayarse.
Afortunadamente acabó en aquel momento la arenga, y los coches volvieron a ponerse en movimiento.
Se separó paso a paso del barón: los otros le siguieron, Andrea desapareció como un sueño.
Así que Gilberto se encontró solo, estuvo a pique de llorar o de prorrumpir en maldiciones, no contando ya con bastante valor para sobrellevar el peso de su desgracia.
Sintió le tocaban en el hombro.
Giró la cabeza y se encontró con Felipe, que habiéndose apeado y entregado su caballo a un soldado del regimiento, le contemplaba con semblante afable y risueño.
—Dime, ¿qué te ha pasado, pobre Gilberto? ¿Por qué te encuentras en París?
Este tono afable y cordial enterneció al joven.
—¿Qué había yo de hacer en Taverney? —contestó con un gemido arrancado a su estoicismo indómito—; ¿morirme de desesperación, de ignorancia y de hambre?
Se estremeció Felipe, pues tan noble como su hermana, no había podido reconocer el doloroso abandono en que había quedado aquel desventurado joven.
—¿Acaso pensáis hacer suerte en París, sin dinero, sin protección y sin medios de ninguna clase?
—Sí, señor, porque el hombre que desea trabajar no se muere de hambre en sitios donde hay otros hombres que anhelan vivir sin hacer nada.
Dejó perplejo a Felipe esta respuesta, pues nunca había visto en Gilberto más que un dependiente sin importancia.
—Pero, en fin, ¿cuentas siquiera para comer?
—Gano el sustento, señor Felipe, y con esto basta para quien nada más tiene que echarse en cara el haber comido hasta ahora el pan que no ganaba.
—Creo que no lo dirás por el que se te ha dado en Taverney, hijo mío. Tus padres fueron excelentes sirvientes de la casa, y tú mismo te esforzabas en hacerte útil.
—Con mi obligación cumplía.
—Sabes, Gilberto —prosiguió el joven—, que siempre te he querido, y que te he considerado de otro modo que los demás; si he obrado bien o mal, lo dirá el tiempo. A otros parecías insociable y a mí delicado; y tu aspereza la llamaba yo arrogancia.
—¡Señor capitán! —exclamó el joven respirando con desahogo.
—Así es —siguió Felipe—, que te quiero bien.
—¡Oh!, mil gracias.
—Siendo más joven, he sido como tú desgraciado en mi posición; de aquí viene tal vez que te haya comprendido. Un día me miró risueña la fortuna, y quiero que me dejes ayudarte hasta que te toque tu vez.
—¡Os agradezco esa bondad!
—Dime, ¿qué piensas hacer? Eres bastante altivo para ponerte a servir.
El joven Gilberto movió la cabeza con sonrisa de desprecio y contestó:
—Quiero estudiar.
—Necesitas maestros, y para tener maestros necesitas dinero.
—Lo gano.
—¡Lo ganas! —replicó Felipe sonriendo— ¿cuánto ganas?, vamos a ver.
—Veinticinco sueldos diarios, y confío llegar a treinta y hasta cuarenta.
—Sí, pero eso es lo que necesitas para comer.
Gilberto se sonrió nuevamente.
—Quizá no he acertado con el medio de hacerte admitir mis servicios.
—¡Servirme a mí vos!
—Cabal. ¿Te avergonzarías de aceptarlo?
Calló Gilberto.
—Han nacido los hombres para ayudarse mutuamente —continuó Casa-Roja—, porque todos son hermanos.
Gilberto levantó la cabeza y clavó sus penetrantes ojos en el noble rostro del joven capitán.
—¿Tal vez extrañas este lenguaje? —preguntó Felipe.
—No, señor —contestó Gilberto—: Pues es el de la filosofía; sólo que no lo he oído nunca en boca de personas de vuestra clase.
—Muy bien: a pesar de esto, es el de toda nuestra generación. El mismo príncipe profesa estos principios. Vamos, no seas orgulloso conmigo: cuando puedas me devolverás lo que ahora te preste. Quién sabe si podrás ser algún día un Colbert o un Vauban.
—Quién sabe si un Tronchin —añadió Gilberto.
—Ciertamente. Ea, aquí tienes mi bolsillo: partamos.
—Os lo agradezco —dijo el indómito joven conmovido, aunque sin demostrarlo, de la admirable llaneza de Felipe—, muchas gracias, nada me hace falta; pero… pero estad cierto que os agradezco la proposición aún más que si la aceptara.
Diciendo esto, saludó al capitán que le contemplaba estupefacto, y corrió a confundirse entre la muchedumbre.
Continuó el hijo del barón inmóvil algunos segundos, cual si no le fuera posible dar crédito a lo que había oído y visto: mas viendo que Gilberto no volvía, montó otra vez a caballo y marchó a colocarse en su puesto.