Se había reunido efectivamente, el capítulo, como habían dicho las religiosas a la extranjera, a fin de convenir los medios de hacer un brillante recibimiento a la hija de los Césares.
Así inauguraba su autoridad suprema en San Dionisio Su Alteza Real madame Luisa.
Tan pronto como se difundió la noticia del esplendor regio de aquella solemnidad, vióse redoblar la ardiente e irresistible curiosidad de los parisienses que en pequeños grupos causan risa, según Mercier, pero que hacen meditar siempre y llorar a veces cuando se reúnen en masa. Desde el alba habían llegado de diez en diez, de ciento en ciento, de mil en mil los habitantes de la gran ciudad, que abandonaban sus cubiles.
Los guardias franceses, los suizos y los regimientos acantonados en San Dionisio, habían empuñado las armas, y colocábanse en fila para contener aquellas oleadas de hombres, que formando terribles remolinos alrededor de los pórticos de la Basílica, subían a las estatuas que se hallaban en la portada de las Casas Consistoriales. Había gente en todos los sitios; muchachos sobre los cobertizos de las puertas, hombres y mujeres asomados a las ventanas; en fin, millares de curiosos, que prefiriendo como Gilberto, su libertad a las exigencias que siempre impone un lugar custodiado y conquistado entre la multitud, o llegando demasiado tarde, trepaban como hormigas por los troncos y se colocaban sobre las ramas de los árboles que de San Dionisio a la Muette formaban dos filas, por en medio de las cuales debía pasar la princesa.
No es difícil imaginarse la muchedumbre que se dirigió a San Dionisio en la mañana del día para el cual las gacetas y carteles habían anunciado la llegada de la princesa, y que fue a agruparse frente al convento de carmelitas, extendiéndose después por todo lo largo del camino por donde debía llegar y pasar María Antonieta y su comitiva, después que ya no hubo medio de hallar sitio en el radio privilegiado.
¡Supóngase el lector ahora ante esa multitud a Gilberto, pequeño, aislado, indeciso, ignorante de las localidades, y tan orgulloso, que por todo el oro del mundo no habría solicitado la menor noticia; pues desde que habitaba París, quería pasar por perfecto parisiense, él, que nunca había visto más de cien personas juntas!
Nada podía distinguir nuestro joven desde algún tiempo: perdido en medio de aquella confusión, seguía el movimiento del gentío que le rodeaba; no sabiendo dónde se dirigía, aunque le era enteramente necesario orientarse. Vio entonces unos muchachos trepar a un árbol, mas no se atrevió a quitarse la casaca para imitarlos, y se contentó con arrimarse al tronco.
Únicamente se descubría en el camino, a un cuarto de legua más allá de San Dionisio, una gran polvareda. Esto era lo que quería saber Gilberto: los coches no habían llegado aún, y sólo se trataba de saber de qué lado vendrían. En cuanto retrocedió Gilberto, deseando desprenderse de aquella multitud, halló a la orilla de un foso, una familia que se hallaba almorzando.
Componíase esta de una joven de ojos azules, modesta y tímida; su madre, pequeña, rechoncha y risueña, de dientes blancos y fresca tez: el padre envuelto en un grande levitón de barragán, que no se venteaba sino los domingos, y que habiéndole sacado del armario para aquella solemne ocasión, le preocupaba más que su mujer y su hija, seguro de que estas saldrían por sí solas de cualquier apuro. Aquel cuadro se completaba con una tía alta, flaca y gruñona, y una criada que no cesaba de reír. Había llevado esta última el almuerzo completo, en un enorme cesto, bajo cuyo peso, la vigorosa muchacha, animada por su amo, que la relevaba de vez en cuando, no había cesado de reír y cantar durante todo el camino.
Gilberto contempló a hurtadillas aquella escena por completo nueva para él. No sabía lo que era un hombre de la clase media.
En aquella honrada familia, y en el uso natural de las necesidades de la vida, encontró Gilberto practicada su filosofía, que sin proceder de Platón ni de Sócrates, tenía algo de la de Blas, in extenso.
Aquella familia llevaba consigo todo cuanto había podido, y pretendía sacar de ello el mejor partido posible.
El padre partía un pedazo de ternera asada que descansaba dorado, frito y grasiento, en el fondo de la cazuela, donde la madre lo había colocado la víspera entre zanahorias, cebollas y pedazos de tocino.
Gilberto escogió un sitio al pie de un olmo, sacudiendo con el pañuelo el polvo que tenía la hierba seca, quitóse el sombrero, y colocando aquel en tierra, se sentó sin prestar la menor atención a sus vecinos, sin embargo de que estos repararon muy bien en él.
—¡Aseado joven! —dijo la madre.
Ruborizóse la niña, según acostumbraba siempre que se hablaba en su presencia de algún joven, lo cual enajenaba de gozo a los tiernos autores de sus días.
—Es un gallardo mozo —replicó el padre volviendo la cabeza.
Creció con estas palabras el rubor de la joven.
—Parece que está muy cansado —observó la criada—, y, no obstante, no trae nada.
—¡Perezoso! —dijo la tía.
—Caballero —dijo la madre dirigiéndose a Gilberto con esa familiaridad que para interrogar sólo tienen las parisienses—, ¿están todavía lejos los coches del rey?
Volvióse el joven conociendo que a él se dirigían y levantóse para saludar.
—Y es muy político —agregó la madre. Su hija sintió calor en sus mejillas.
—Lo ignoro, señora —respondió Gilberto—, sólo he oído decir, que a un cuarto de legua próximamente, se veía una gran polvareda.
—Acercaos, caballero, y si gustáis… —dijo el padre ofreciéndole el apetitoso almuerzo tendido sobre la hierba.
Gilberto conoció que por la tercera parte de su caudal, podría comprar un almuerzo casi tan suculento como el que le ofrecían, y no quiso aceptar nada de aquellas personas a quienes veía por primera vez.
—Muchas gracias, caballero —contestó— he almorzado ya.
—Observo que sois hombre prevenido —dijo la mujer—, pero os advierto que nada podréis ver desde aquí.
—Ni vos tampoco —respondió el joven con una sonrisa—, pues estáis en el mismo caso que yo.
—¡Bah!, nosotros es diferente: tenemos un sobrino sargento de las guardias francesas. Coloreóse aún más la joven.
—Esta mañana formará —prosiguió la madre—, delante del Pavo Azul: es su puesto.
—Sin ser indiscreto, ¿dónde está el Pavo Azul? —preguntó Gilberto.
—Precisamente frente al convento de Carmelitas —replicó la madre—, y nos ha ofrecido colocarnos detrás de su compañía; tendremos allí un banco, y podremos ver muy bien bajar la gente de los coches.
Ahora tocó a Gilberto ruborizarse: no osaba sentarse a la mesa con aquella honrada familia; pero apenas podía resistir a la tentación de acompañarla.
Con todo, su filosofía, o más bien ese orgullo, del cual, según repetidamente le había dicho Jacobo, debía desconfiar, le dijo en voz baja: «Quédese en buen hora para las mujeres tener necesidad de otros: ¿pero tú, que eres hombre, no tienes brazos y hombros?».
—Los que no pueden situarse donde os he dicho —continuó la madre, como si hubiese adivinado el pensamiento de Gilberto y tratase de contestar a él—, no lograrán ver más que coches vacíos, y para eso no es necesario venir a San Dionisio.
—Creo —dijo Gilberto— que muchas personas habrán pensado como vos.
—Sí, pero no todas tendrán como nosotros un sobrino en guardias que les permita pasar.
—¡Ah!, cierto es —contestó Gilberto desalentado.
—¿Y quién impide que ese joven venga, si lo desea, en nuestra compañía? —interrumpió el padre, hábil en adivinar los deseos de su esposa.
—Sentiría molestaros.
—Ea, no, señor, todo lo contrario —dijo la mujer—, nos ayudaréis a llegar allá. No teníamos más que un hombre que nos amparase, y así tendremos dos.
Era un argumento sólido, al que Gilberto no podía resistir. La idea de ser útil y pagar de este modo el apoyo que le brindaban, ponía su conciencia a cubierto y le quitaba de antemano todo escrúpulo.
Aceptó sin inconveniente.
—Vamos a ver ahora a quién ofrece el brazo —dijo la tía.
Este auxilio caía del cielo para Gilberto. Efectivamente, ¿cómo salvar el insuperable obstáculo de treinta mil personas, todas más recomendables que él, por el rango, las riquezas, la fuerza y por la costumbre, en fin, de colocarse en aquellas fiestas, dónde cada cual se apodera del sitio más ancho que encuentra?
Si el filósofo hubiese sido menos dado a la teoría y más práctico, esto habría sin duda podido ofrecerle un admirable estudio dinámico de la sociedad.
Cruzaba el coche de cuatro caballos como una bala por medio de la muchedumbre, y cada cual se apartaba para dar paso al volante, con sombrero de plumas y casaca de colores vivos, quien por lo común venía precedido de dos irresistibles mastines. El de los caballos, daba una especie de contraseña al oído de un guardia, y venía a ocupar su puesto en la plazoleta próxima al convento.
Los jinetes que venían al paso, aunque dominando la multitud, llegaban lentamente, después de arrostrar mil choques, mil encuentros y mil injurias.
Los que venían a pie, empinándose por la presión de los que les estrujaban, agitándose como Anteo[21] a fin de hallar esa madre común a quien llaman tierra, buscando su camino para apartarse de aquella confusión, hallándolo y tirando de su familia, compuesta casi siempre de un tropel de mujeres, que solamente el parisiense entre todos los pueblos sabe y se atreve a acompañar a todos por doquier, y a hacer siempre respetar sin baladronadas.
Sobre todo este mar inmenso, el hombre de la hez del pueblo, el hombre de barbudo rostro, cubierta la cabeza con un resto de sombrero, los brazos desnudos, y los pantalones sujetos con una soga; infatigable, ardiente, moviendo a un tiempo codos, hombros y pies, y mirando a todas partes, con extraña sonrisa, se abría camino por entre la gente de a pie, con tanta facilidad como Gulliver por medio de las mieses de Liliput.
Como Gilberto no era gran señor con cuatro caballos, ni magistrado de coche, ni militar a caballo, ni parisiense, ni hombre del pueblo, hubiera sido irremisiblemente estrujado, molido y pulverizado entre aquella multitud, a no sentirse fuerte con la protección del honrado padre de familia a quien acompañaba.
Brindó decididamente el brazo a la madre.
—¡Qué impertinente! —exclamó la tía. Comenzaron a andar, el padre iba entre la joven y la tía, y seguido de la criada con el cesto debajo del brazo.
—Permitid, señores… —decía la madre con sonrisa franca—, señores, por favor… señores, tened la bondad…
La gente se apartó abriéndole paso y por el claro se deslizaba toda la familia.
Conquistaron palmo a palmo el terreno que les separaba de la plaza del convento, llegando al fin a la primera fila de las terribles guardias, que eran la esperanza de toda esta familia.
Al llegar a este sitio, el padre, encaramándose sobre los hombros de Gilberto, divisó a unos veinte pasos al sobrino de su mujer que se retorcía el bigote.
Hizo con el sombrero tan extravagantes ademanes, que el sargento, reparando en él, se aproximó y solicitó de sus camaradas que se abrieran un poco para dejar paso.
Introdujéronse entonces por aquella abertura Gilberto, la madre, el padre, su hermana y su hija, seguidos de la criada, que no cesó, durante la travesía, de gritar, y de dirigir miradas feroces, aunque sus amos se cuidaron poco de averiguar la causa.
Ya había llegado Gilberto al sitio que tanto deseaba, y se dirigió al padre a quien dio las gracias, recibiendo en cambio mil afectuosas ofertas. Pretendió la madre detenerle, pero la tía le invitó a marcharse, y se separaron para no volverse a ver.
Como en el sitio ocupado por Gilberto había solo privilegiados, este pudo llegar fácilmente al pie de un elevado tilo, se subió sobre una piedra, y asiéndose a una rama, esperó con impaciencia.
A la media hora rompieron estrepitosamente las bandas de tambores, retumbó el canon, y la majestuosa campana de la catedral, dio a los aires sus primeras vibraciones.