Gilberto trabajaba con fervor sembrando el papel de notas concienzudamente estudiadas, cuando el anciano, después de haberle visto trabajar durante algún tiempo, se sentó en la otra mesa y comenzó a corregir hojas impresas, semejantes a las cubiertas de las judías del granero.
Transcurrieron tres horas y entró Teresa precipitadamente.
Jacobo levantó la vista.
—Vamos, pronto, pronto, pasad a la sala. Ahí tenemos a un príncipe que viene a veros. ¡Dios mío! ¡Cuándo se terminará esta procesión de Altezas! Con tal que no se le antoje almorzar con nosotros como hizo el otro día el duque de Chartres.
—¿Quién es ese príncipe? —interrogó el anciano en voz baja.
—El de Conti.
Al oír este nombre Gilberto, trazó sobre el papel un sol, que si Bridoison hubiese nacido en aquella época, le habría llamado borrón mejor que nota.
—¡Un príncipe!, ¡un Alteza! —exclamó en voz baja.
Jacobo salió sonrosado detrás de Teresa.
Al quedarse solo Gilberto, levantóse con la cabeza trastornada.
—¿Pero dónde me hallo? —murmuró—. ¡Príncipes y Altezas en casa de M. Jacobo! ¡El duque de Chartres, el príncipe de Conti en casa de un copiante!
Acercóse a la puerta para oír.
Habíanse ya hecho el príncipe y Jacobo las primeras salutaciones, y hablaba el primero.
—Deseo que vengáis conmigo.
—¿Para qué, príncipe? —preguntaba Jacobo.
—Para presentaros a la princesa. Entramos en una nueva era para la filosofía, mi querido filósofo.
—Muchas gracias, monseñor; pero no puedo acompañaros.
—Sin embargo, hace seis años que no pusisteis inconvenientes para acompañar a madame de Pompadour a Fontainebleau.
—Entonces contaba yo seis años menos, hoy mis achaques me tienen clavado en un sillón.
—Y vuestra misantropía.
—Aun siendo así, monseñor, no es el mundo cosa tan curiosa, que merezca que nos molestemos por él.
—Ea; me conformo con que no vayáis a San Dionisio ni al gran ceremonial; pero habréis de venir conmigo a la Muette, donde pernoctará Su Alteza Real pasado mañana.
—¿Conque pasado mañana llega a San Dionisio?
—Con su comitiva. Vaya, dos leguas se andan pronto, y no ocasionan gran molestia. Se asegura que la princesa es excelente música, discípula de Gluck.
No oyó más Gilberto. A estas palabras: «pasado mañana llega a San Dionisio», sólo había tenido un pensamiento, a saber: que al siguiente día se encontraría a dos leguas de Andrea.
Por un momento creyó Gilberto que en aquel reducido gabinete no había suficiente aire para su pecho, y corrió a la ventana con el propósito de abrirla, pero la encontró cerrada con un candado, sin duda para que no se pudiese ver desde la habitación situada enfrente, lo que sucedía en el estudio de M. Jacobo.
Dejóse caer en su silla diciendo:
—¡Oh!, no debo escuchar ya detrás de las puertas; no debo penetrar los secretos de mi protector, de ese copiante a quien un príncipe llama su amigo, y desea presentar a la futura reina de Francia, a una hija de emperadores, a quien la señorita Andrea hablaba casi de rodillas.
—Pero si escuchase —agregó—, tal vez oiría alguna cosa de ella. Pero no, no, eso es propio de lacayos. La Brie escuchaba también detrás de las puertas.
Se apartó de la cerradura.
Siéndole más precisa alguna ocupación más poderosa que el pliego de música que estaba copiando, tomó uno de los libros que estaban sobre el bufete de M. Jacobo.
—«Las confesiones —leyó con grata sorpresa—, Las confesiones de suyo libro he leído unas cien páginas con tanto interés Edición adornada con el retrato del autor.» —prosiguió.
—¡Ay!, ¡y yo que nunca he visto el retrato de M. Rousseau! —exclamó—. Veamos, veamos.
Y volviendo la hoja, vio el retrato, y exhaló un grito. Entró Jacobo en aquel momento.
Gilberto comparó la fisonomía de aquel con el retrato que tenía en la mano, y sueltos los brazos, y temblando de pies a cabeza, dejó caer el tomo murmurando:
—¡Me encuentro en casa de Juan Jacobo Rousseau!
—Vamos a ver cómo habéis copiado vuestra música, hijo mío —respondió sonriendo Juan Jacobo, mucho más satisfecho interiormente de aquella imprevista ovación, que de los mil triunfos que durante su gloriosa vida había obtenido.
Y al pasar por delante del trémulo joven, se acercó a la mesa, y fijando la vista en el papel continuó:
—La nota no es mala; descuidáis algo las márgenes, y no unís bastante con un mismo rasgo las notas que van juntas. Observad que os falta en este compás una pausa, y vuestras rayas de compases no son rectas. Procurad hacer las mínimas de dos semicírculos; poco importa que se junten exactamente. Cuando la nota es redonda carece de gracia, y el conjunto se hace muy mal. En efecto, amigo, estáis en casa de Juan Jacobo Rousseau.
—¡Oh!, perdonad entonces todos los disparates que he dicho —exclamó Gilberto juntando las manos y dispuesto a arrodillarse.
—Es decir, ha sido necesario —dijo monsieur Rousseau encogiéndose de hombros— que viniese aquí un príncipe para que conocieseis al desgraciado filósofo de Ginebra. ¡Desgraciado joven, feliz joven, que desconocéis lo que es persecución!
—¡Oh!, soy muy feliz; pero es porque tengo el placer de hallarme a vuestro lado.
—Gracias, gracias, hijo mío, pero no basta ser feliz: es necesario trabajar. Supuesto que os habéis ya ensayado, tomad este rondó, y procurad copiarle en un verdadero papel de música. Es corto y poco difícil; conque limpieza es lo que os recomiendo sobre todo. ¿Pero cómo habéis podido conocer…?
Recogió Gilberto el volumen de Las confesiones, y enseñó el retrato a Juan Jacobo.
—Ya, ya entiendo —dijo este—, me habéis conocido por mi retrato, de la primera página del Emilio quemado en efigie; pero la llama ilumina, ya proceda del sol, ya de un auto de fe.
—¿Y creeréis que lo único que he ambicionado en mis sueños ha sido vivir a vuestro lado? ¿Sabéis que mi aspiración no ha pasado más allá?
—No podréis vivir a mi lado, amigo mío —contestó Juan Jacobo—, porque yo no tengo discípulos, y en cuanto a huéspedes, ya habéis conocido que no soy suficientemente rico para admitirlos, y menos para conservarlos.
Gilberto se conmovió; Juan Jacobo le tomó la mano y prosiguió:
—No obstante, no desesperéis. Desde que os encontré, os estoy estudiando, hijo mío; hay en vos mucho malo, pero hay además mucho bueno; luchad con la voluntad, contra vuestros instintos; desconfiad del orgullo, gusano roedor de la filosofía, y seguid copiando música, mientras no se presenta otra cosa.
—¡Dios mío! —exclamó el joven—; estoy loco con lo que me sucede.
—Con todo; es muy sencillo y natural: verdad es que las cosas sencillas son las que más impresión producen en los corazones profundos y en las inteligencias bien dotadas. Huíais no sé de dónde, no os pregunto vuestro secreto, ibais huyendo por los bosques, tropezáis con un hombre arrancando hierbas escogidas; ese hombre tiene pan, vos no, os da la mitad: carecéis de albergue, os ofrece un asilo; ese hombre debía ser alguien, tener algún nombre, y se llama Rousseau. Esto es todo. Este hombre os dice ahora: El primer precepto de la filosofía es el que sigue: «Hombre, bástate a ti mismo». Así que, cuando hayáis copiado ese rondó, habréis ganado la comida de hoy: copiadle, por lo tanto.
—¡Ah! ¡Cuán bueno sois!
—En cuanto al alojamiento os le doy de balde; pero no quiero que leáis por la noche si no gastáis velas vuestras, porque, si no, Teresa se enfadaría. Ea, sepamos ahora si tenéis hambre.
—¡Oh!, no, señor —dijo Gilberto casi sofocado.
—De la cena de anoche ha sobrado para almorzar esta mañana, conque no andéis con cumplidos: esta será la última comida que haréis en mi mesa, a no ser que os convide más adelante, si continuamos siendo amigos.
Respondió Gilberto con un ademán, que interrumpió Rousseau con un movimiento de cabeza.
—En la calle de Pastière —prosiguió—, hay una cocina donde guisan para los jornaleros: allí comeréis por poco dinero, porque os recomendaré. Vamos a almorzar.
El joven, sin replicar, siguió los pasos de su protector. Por primera vez en su vida estaba subyugado: es cierto que lo era por un hombre superior a los demás.
Levantóse a los pocos bocados para volver a trabajar. Había dicho la verdad: su estómago, en extremo contraído por la agitación de su espíritu, se negaba a recibir ningún alimento. En todo el día levantó los ojos de su tarea, y a las ocho de la noche había conseguido copiar su rondó de cuatro páginas con claridad y limpieza, después de hacer tres borradores.
—No os quiero adular —dijo Rousseau—: Esto está malo todavía, pero se entiende: vale diez sueldos, aquí están. Inclinóse el joven al recibirlos.
—En esa alacena hay pan, señor Gilberto —dijo Teresa, en quien la discreción, dulzura y aplicación de su huésped había causado un buen efecto.
—Muchas gracias, señora —contestó el joven—; nunca olvidaré tanta bondad.
—Ea, tomad —dijo aquella presentándoselo.
Deseaba Gilberto rehusarlo, mas miró a Juan Jacobo, y por sus cejas, que comenzaban ya a contraerse sobre sus penetrantes ojos y por sus delgados labios prontos a crisparse, conoció que una negativa podría ofender a su huésped.
—Acepto —dijo.
Retiróse a su aposento llevando en la mano una moneda de seis sueldos en plata, y otros cuatro en cobre, que había recibido de su protector.
—Al fin —dijo al entrar en el desván—, soy dueño de mi persona; pero no, pues todavía tengo este pan que me han dado por caridad.
Si bien tenía hambre, le dejó sobre la ventana y no volvió a tocarle.
Suponiendo después que olvidaría su hambre durmiendo, apagó la luz, y se tendió en el jergón.
Encontrólo despierto la aurora, habiendo apenas dormido durante toda la noche. Acordándose entonces de lo que le había dicho Rousseau acerca de los jardines que se veían desde su ventana, se asomó, y vio efectivamente hermosos y frondosos árboles, más allá de los cuales se divisaba el palacio de quien dependía el jardín, que tenía la entrada por la calle Jussienne.
A un extremo se alzaba un pabellón completamente cerrado y rodeado de arbustos y flores.
Creyó Gilberto que las ventanas estarían cerradas por la hora, y que aun no se habrían levantado las personas que en él vivían. Mas advirtiendo después que los árboles vecinos cubrían con sus ramas aquellas ventanas, conoció luego que debía hallarse abandonado desde el invierno anterior cuando menos.
Entonces entregóse a la contemplación de los magníficos tilos que ocultaban casi el edificio principal.
Varias veces le había ya obligado el hambre a dirigir su vista hacia el pedazo de pan con que la noche anterior le había obsequiado Teresa; mas dominándose siempre, se abstuvo de tocarle.
Al oír las cinco supuso que estaría ya abierta la puerta de la arboleda; se lavó, acepilló y peinó, pues gracias al celo de Juan Jacobo había encontrado al volver al granero todos los útiles necesarios a su modesto tocador, y cogiendo el pedazo de pan, se lanzó a la calle.
Aquel día Rousseau no había ido a despertarle, y tal vez por un exceso de desconfianza y por estudiar mejor los hábitos de su huésped, no había cerrado la puerta de su buhardilla, y le oyó bajar, poniéndose en acecho. Vio a Gilberto salir llevando bajo el brazo su pedazo de pan que dio a un pobre que se le acercó, y entrando al punto en una tahona que acababan de abrir, compró otro pedazo.
—Ahora entrará en un bodegón —dijo mentalmente Jacobo—, y desaparecerán sus pobres diez sueldos.
Pero se engañaba; pues Gilberto se comió andando parte del pan, y deteniéndose luego junto a una fuente que había en la esquina de aquella calle, bebió un trago, acabó el pan, volvió a beber, enjuagóse la boca, se lavó las manos y regreso a casa.
—Me parece —dijo Rousseau—, que soy más afortunado que Diógenes, y que he encontrado un hombre.
Y así que oyó que subía por la escalera, salió corriendo a abrirle.
Trabajó Gilberto todo aquel día, aplicando a aquella monótona tarea su actividad, su penetrante inteligencia y su obstinada perseverancia. Adivinaba lo que no comprendía, y su mano, esclava de una voluntad de hierro, trazaba las notas con firmeza y sin error, logrando concluir para la noche una copia de siete páginas, si no elegante, inteligible al menos.
Rousseau la examinó como juez y como filósofo a la vez, criticó la forma de las notas, la delgadez de los rasgos, la separación de las pausas; mas reconoció que había ya un adelanto notable respecto a la copia del día anterior, y dio veinticinco sueldos a Gilberto.
Admiró como filósofo la fuerza de la voluntad humana que puede tener encorvado doce horas consecutivas sobre una mesa a un joven de dieciocho años, de cuerpo flexible y elástico, de temperamento apasionado, pues Jacobo había conocido fácilmente, que una fervorosa pasión inflamaba el corazón de su joven huésped, aunque ignoraba aún si era la ambición o el amor.
Gilberto agitó en la mano el dinero que había recibido, esto es, veinticuatro sueldos en una moneda de plata y otro en cobre; guardó el último en su bolsillo, tal vez con los que le quedaban de la víspera, y estrechando con gran satisfacción la pieza de plata en la mano derecha, dijo:
—Señor Rousseau, debo llamaros mi amo, puesto que encontré trabajo en vuestra casa, y me dais alojamiento gratis. Creo, por lo tanto, que formaríais mal concepto de mí, si no os diese cuenta de mis acciones.
—¿Y qué tratáis de hacer? —preguntó asombrado Juan Jacobo—, ¿no pensáis trabajar mañana?
—No, señor, con vuestro permiso quisiera disponer del día.
—¿Con qué objeto? —repuso Rousseau—, ¿con el de pasearos?
—Desearía ir a San Dionisio —contestó el joven.
—¿A San Dionisio?
—Sí, señor, porque la princesa llegará mañana allá.
—¡Oh!, cierto es, y habrá funciones para agasajarla.
—Eso es —dijo Gilberto.
—Os creía menos curioso al principio, amiguito —prosiguió Rousseau—, me pareció que despreciabais mucho más las pompas del poder absoluto.
—Sí…
—Observadme a mí, cuyo ejemplo queréis imitar muchas veces; ayer vino a rogarme un príncipe real que me presentase en la corte, no como vos, pobre joven, empinándome para ver por encima del hombro de algún guardia el paso de los carruajes del rey a quien presentarán las armas, ni más ni menos que al Santísimo Sacramento, sino para colocarme junto a los príncipes, y para ver la sonrisa de las princesas. Pues bien, el oscuro ciudadano ha rehusado la invitación de esos grandes.
Gilberto hizo un signo de aprobación.
—¿Y por qué? —prosiguió Rousseau—, porque el hombre no puede obrar de dos maneras; porque la mano que ha escrito que la potestad real es un abuso, no puede ir a pordiosear un favor del rey; porque yo, que conozco cuánto perjudican al pueblo esas fiestas, pues en cada una se le arrebata parte de ese bienestar que le queda y que a duras penas basta para que no se insurreccione, yo protesto con mi ausencia contra todas ellas. Sepamos al menos qué pensáis hacer en San Dionisio.
—Soy discreto.
Sorprendieron estas palabras a Rousseau; conoció que tanta obstinación ocultaba algún misterio, y contempló al joven con cierta admiración que le inspiraba aquel carácter.
—Vamos —dijo—, ¿tenéis motivos? Más vale así.
—Uno tengo, sí, señor; y os juro que en nada se parece a la curiosidad que despierta un espectáculo.
—Mejor o quizá peor, porque vuestras miradas son demasiado intensas y en vano busco en ellas el candor y la calma propias de la juventud.
—Os dije ya que he sido desgraciado, y que para los desgraciados no hay juventud. ¿Conque quedamos en que me autorizáis para disponer del día de mañana?
—Sí, amigo mío.
—Muchas gracias.
—Y mientras vos veréis pasar las pompas mundanas —añadió Juan Jacobo—, yo abriré mi colección de plantas y revistaré todas las magnificencias de la naturaleza.
—Y decid —repuso el joven—, ¿no hubierais abandonado todas las plantas de la tierra el día en que fuisteis a ver a la señorita Galley, después de echarla un ramo de cerezas en el seno?
—Perfectamente —dijo Rousseau—, tenéis razón, sois joven, id a San Dionisio, hijo mío.
Tan pronto como partió Gilberto lleno de alegría y hubo cerrado la puerta al salir, Juan Jacobo murmuró:
—¡No es ambición es amor!