Pendiente y estrecha era la escalera al extremo del corredor y en el lugar en que tropezara Gilberto con su primer peldaño. Llegaron con dificultad este y su protector a una especie de buhardilla, que con razón había designado Teresa bajo el nombre de granero; pues no era otra cosa en verdad, y estaba dividido en cuatro piezas, abandonadas las tres.
Es verdad que las cuatro, hasta la destinada a Gilberto, eran inhabitables; pues el techo tenía una inclinación tan rápida, que formaba con el pavimento un ángulo agudo, en tanto una ventanilla, abierta al promedio, y guarnecida de un mal bastidor sin vidrios, permitía escasa entrada a la luz, y libre al aire, sobre todo cuando soplaban los aires de invierno.
Por fortuna se acercaba el verano, y aun a pesar de la grata proximidad de la estación calurosa, faltó poco para que al entrar en el desván, se apagase la vela que llevaba Jacobo en la mano.
En efecto, se encontraba en tierra el jergón a que se refería el botánico, y llamaba desde luego la atención como mueble principal del aposento. Papel impreso, esparcido desordenadamente por el suelo, y amarillo ya por los bordes en fuerza de su vejez, se distinguía en medio de una infinidad de libros roídos por los ratones.
Pendientes de dos cuerdas colocadas transversalmente, con la primera de las cuales estuvo Gilberto a pique de estrangularse, bailaban, movidos por el viento nocturno, gran cantidad de cucuruchos llenos de habichuelas secas y hierbas aromáticas, un poco de ropa blanca, y varios trajes viejos de mujer.
—Esto no es elegante, bien lo comprendo —dijo Jacobo—, mas el sueño y la oscuridad no diferencian el más hermoso palacio de la más humilde choza. Podéis dormir como a vuestra edad se acostumbra, amiguito, y nada impedirá que mañana creáis haber pasado la noche en el Louvre; pero poned sobre todo mucho cuidado con que no se prenda fuego.
—Sí, señor —contestó el joven algo confuso con lo que acababa de ver y oír.
Jacobo marchó sonriendo, mas volviendo al instante:
—Hablaremos mañana: presumo que no tendréis dificultad en trabajar, ¿verdad?
—Y no ignoráis —replicó el joven—, que ese es mi único deseo.
—Lo celebro —exclamó Jacobo encaminándose hacia la puerta.
—Siempre que sea un trabajo decoroso —añadió el puntilloso Gilberto.
—Es claro. Conque hasta mañana.
—Buenas noches, y gracias por todo.
Salió el anciano, y cerrando por fuera la puerta, dejó solo a Gilberto en su buhardilla.
Gilberto, como creyendo soñar, se preguntaba si era París aquella gran ciudad en que se veían habitaciones como la suya.
Mas pensando luego que M. Jacobo le hacía una limosna, como las había visto hacer en Taverney, no sólo terminó su asombro, sino que vino a reemplazarle la gratitud.
Llevaba en una mano la vela, y no olvidando el encargo de su protector, examinó los rincones del desván, fijándose tan poco en los vestidos de Teresa, que no quiso siquiera tomar una saya vieja, para que le sirviese de manta.
Se detuvo junto a los montones de papel impreso que despertaban su curiosidad, mas no atreviéndose a tocarlos al ver que se hallaban atados, pasó alargando el pescuezo y dilatando su vista a los cucuruchos de judías, que eran de papel muy blanco, impreso también, y sujeto con alfileres.
Al hacer un movimiento brusco tocó la cuerda y dejó caer un cucurucho.
Más pálido y agitado que si hubiera forzado la cerradura de una arca llena de dinero, nuestro joven acudió precipitadamente a recoger las habichuelas diseminadas por el suelo, y a envolverlas otra vez.
Al hacer esto miró maquinalmente el papel, y maquinalmente también leyó algunas palabras que despertaron su atención. Tomó asiento en el jergón, y dejando a un lado las judías, se puso a leer, porque aquellos párrafos se hallaban tan conformes con sus pensamientos, y principalmente con su carácter, que parecían escritos no sólo para él, sino por él.
Decían así:
Por otra parte nunca me gustaron las costureras, doncellas de servicio, ni tenderas; yo deseaba señoritas. Todos estamos dominados por algún capricho, y este ha sido el mío siempre, pues nunca he estado conforme con Horacio sobre este particular. No es la apariencia de la clase lo que más me entusiasma, sino el color mejor conservado, las manos más bonitas, el porte más noble, ese aire de delicadeza y limpieza de toda la persona, ese gusto exquisito en el modo de presentarse y conducirse, los trajes más finos y elegantes, el calzado más ajustado, las cintas, los encajes, el cabello mejor peinado. A mí me agradaba siempre la menos hermosa si reunía tales circunstancias; y yo mismo reconozco que es ridícula semejante preferencia; mas la siento en mi corazón a pesar mío.
El joven se estremeció, y su frente se bañó en sudor: no era posible expresar con más exactitud sus propios pensamientos, definir mejor sus instintos, analizar con más acierto sus gustos. Sólo que Andrea no era la menos bella aunque tenía todas aquellas cualidades; pues, por el contrario, las poseía y era la más hermosa. Continuó su lectura lleno de ansiedad. Después de las líneas que hemos citado, venía una lindísima aventura de un joven con dos muchachas: la historia de una cabalgata acompañada de esos dulces y tímidos gritos, que al paso que declaran la debilidad de la mujer, aumentan sus gracias y encantos, y de un viaje a la grupa de un caballo de una de ellas, seguido de un regreso nocturno, aún más divertido e interesante.
El interés era cada vez mayor; había Gilberto deshecho el cucurucho, y leído todo lo impreso, no sin notar cierta palpitación en su pecho; consultó sus páginas, y miró si seguían por su orden en los demás papeles. La compaginación estaba interrumpida, pero encontró siete u ocho cucuruchos seguidos: los desplegó quitando los alfileres, puso las habichuelas en el suelo, y continuó su lectura.
El contenido era diferente; pues se ocupaba de los amores de un joven, pobre y desconocido, con una señora principal que había descendido hasta él, o mejor dicho, hasta quien él había ascendido, siendo admitido como un igual; haciéndole ella amante suyo, e iniciándole en todos los misterios del corazón, ensueños de la adolescencia cuya realidad es poco duradera, pues al llegar a la segunda mitad de la vida, sólo se presentan a nuestra memoria, como esos meteoros luminosos, pero fugitivos, que se deslizan en medio de un estrellado cielo de primavera.
No se nombraba al joven en parte alguna. Su amante se llamaba madame de Warens, nombre dulce, y de pronunciación inmensamente grata.
Acariciando Gilberto la dicha de pasar la noche leyendo, aumentándose su gozo con la certeza de que todavía le quedaba una larga fila de cucuruchos que examinar, cuando de pronto se oyó un leve chisporroteo; la vela derretida por el recipiente de cobre, caldeado por la llama, se hundió en la grasa líquida; por él se esparció un vapor infecto grasero, y apagándose el pabilo, quedó Gilberto en plena oscuridad.
Tan rápidamente sucedió, que no dio tiempo al joven para acudir a remediarlo: así es, que interrumpido en medio de su lectura, poco le faltó para llorar de rabia. Tiró los papeles sobre las judías amontonadas junto a su lecho, tendióse en el jergón, y no obstante su despecho, quedóse a poco sumergido en el más profundo sueño.
Durmióse como a los dieciocho años se acostumbra, y sólo despertó al ruido que produjera Jacobo abriendo el candado con que había asegurado al retirarse la puerta del desván.
Era ya bien entrado el día, y Gilberto, al abrir los ojos, hallóse con su huésped, que entraba de puntillas en su aposento.
Entonces volvió maquinalmente la vista hacia las habichuelas por el suelo y los cucuruchos doblados para la lectura.
Jacobo miraba hacia otro lado.
Avergonzado Gilberto, y sin saber casi lo que decía, murmuró:
—Muy buenos días.
—Muy buenos, amiguito —contestó su huésped—: ¿Dormisteis bien?
—Sí, señor.
—¿Sois acaso somnámbulo?
Sin saber Gilberto lo que era ser somnámbulo, adivinó que la pregunta tenía por objeto pedirle una explicación acerca de aquellas habichuelas sacadas de sus cucuruchos.
—¡Ay, señor!, ya entiendo por qué me lo preguntáis: confieso que soy culpable de esa fechoría, y me acuso humildemente a vos: pero la creo reparable.
—Lo es en efecto. ¿Mas por qué está la vela completamente consumida?
—Porque he velado hasta muy tarde.
—¿Y por qué? —preguntó Jacobo con curiosidad.
—Para leer.
Jacobo miró entonces más desconfiadamente el desván.
—Este pliego —respondió el joven indicando el primer cucurucho que había descolgado y leído—, este pliego en que fijé la vista por curiosidad, me interesó de tal modo, que… Pero vos que tanto sabéis no podréis ignorar a qué libro pertenece.
Jacobo miró indiferentemente el papel y contestó.
—Lo ignoro.
—Tal vez será de una novela —exclamó Gilberto—, de una novela muy preciosa.
—¿Creéis que sea una novela?…
—Sí, porque habla de amores como en las novelas, sólo que lo hace mucho mejor.
—Sin embargo —replicó el anciano—, como al pie de estas páginas leo la palabra Confesiones, yo creía…
—¿Qué?
—Que podía ser una historia.
—¡Oh!, no, no, el hombre que habla así, no habla de sí mismo; hay excesiva franqueza en sus confesiones, demasiada imparcialidad en su juicio.
—Pues yo creo que os equivocáis —repuso con viveza Jacobo—; el autor, por el contrario, ha querido dar al mundo el ejemplo de un hombre que se manifiesta a sus semejantes, tal como Dios ha criado todos los hombres.
—¿Conque conocéis el autor?
—Es Juan Jacobo Rousseau.
—¡Rousseau! —exclamó entusiasmado el joven.
—Sí; ahí tengo algunos pliegos sueltos de su última obra.
—¿Es decir, que ese joven, pobre, ignorado, y que casi iba mendigando por los caminos que recorría a pie era Rousseau, es decir, el hombre que estaba destinado a publicar un día el Emilio y escribir el Pacto Social?
—Sí, él era, o mejor dicho, no era él —replicó el anciano con una expresión de tristeza difícil de definir— no: él no era; el autor del Pacto Social y del Emilio es el hombre desengañado del mundo, de la vida, de la gloria y casi de Dios: el otro… el otro Rousseau… el de madame de Warens, es el niño que llega a la vida por la misma puerta que la aurora entra en el mundo, es el niño con sus alegrías y con sus esperanzas. Entre los dos media un abismo, que les impedirá reunirse jamás… Treinta años de desgracia.
Y balanceando la cabeza, dejó caer tristemente sus brazos, y quedó como absorto en una profunda meditación.
—¿Es decir, que, según eso, es cierta la aventura con las señoritas de Galley y Graffenried? ¿Es cierto también que sintió ese amor tan ardiente hacia madame de Warens? ¿Conque no fue una deliciosa mentira la posesión de la mujer que amaba, posesión que le afligía en lugar de trasportarle, como él esperaba, al cielo?
—Joven —respondió el anciano—, nunca mintió Rousseau, recordad su divisa: Vitam impendere vero.
—La recordaba —dijo Gilberto—, pero como no sé latín, jamás he podido traducirla.
—Pues eso quiere decir: consagrar su vida a la verdad.
—¿Conque es posible que un hombre salido de dónde salió Rousseau, sea amado de una señora hermosa y principal? ¡Dios mío!, ¿sabéis que hay para volverse locos de esperanza los que partiendo de tan bajo como, él, han elevado su vista a objetos superiores?
—¿Amáis acaso —dijo Jacobo—, y halláis analogía entre vuestra situación y la de Rousseau?
Ruborizóse Gilberto y bajó los ojos sin responder a la pregunta.
—Pero no son todas como la señora de Warens: las hay altivas y desdeñosas e inaccesibles, y a esas sería una insensatez amarlas.
—Con todo, joven —repitió el anciano—, más de una vez se han ofrecido a Rousseau ocasiones de esa clase.
—Es cierto —exclamó Gilberto—; pero él era Rousseau. En verdad que si yo sintiera en mi alma una chispa del fuego que ha abrasado su corazón ilustrando su genio…
—¿Qué haríais?
—Declararía que no había mujer por distinguida que sea que pudiera igualarse conmigo, mientras que no siendo nada, ni poseyendo, la seguridad de mi porvenir, quedo deslumbrado tan pronto como trato de elevar mi vista. ¡Oh!, quisiera poder hablar a Rousseau.
—¿Para qué?
—Para preguntar si en el caso de que madame de Warens no hubiese descendido hasta él, ¿no habría él subido hasta ella? Para decirle, ¿si hubieseis visto negada esa posesión que os ha entristecido, no la hubierais alcanzado aun cuando para ello hubiese sido preciso…?
Detúvose el joven.
—¿Qué? —preguntó el anciano.
—Un crimen.
Estremecióse Jacobo y trató de variar aquella conversación.
—Teresa se habrá ya levantado: vamos abajo. Por otra parte, jamás comienza el día bastante pronto para el que tiene que trabajar: seguidme, joven, seguidme.
—Es verdad, pero hay conversaciones que me embriagan, ciertos libros que me exaltan, y ciertos pensamientos que me hacen casi perder la razón.
—Vaya, veo que estáis enamorado.
Gilberto no respondió; y se puso a recoger las habichuelas, y a componer los cucuruchos con ayuda de los alfileres. Jacobo no quiso interrumpirle en su faena.
—No tenéis un suntuoso alojamiento —dijo—, pero tenéis lo preciso, y si hubieseis sido más madrugador, habríais podido aspirar por esa ventana emanaciones de hierbas y flores que no carecen de mérito, en medio de los olores nauseabundos que infestan a la gran ciudad; pues ahí tenéis los jardines de la calle Jussienne, los tilos y ébanos se encuentran en flor, y respirarlos por la mañana, no es para un pobre cautivo acopiar felicidad para el resto del día.
—Comprendo de un modo vago el mérito de todo eso —repuso el joven—, pero estoy acostumbrado a ello para que me llame la atención.
—Lo que podéis decir mejor es que hace poco abandonasteis el campo, para echarlo de menos todavía. Pero vamos a trabajar.
Mostrando el camino a Gilberto le hizo salir, y echó la llave a la puerta.
Entonces Jacobo condujo directamente a su compañero a la pieza a que Teresa había dado el nombre de gabinete.
Varias mariposas disecadas, algunos minerales en cajas de ébano, un estante de nogal repleto de libros, una mesa estrecha y larga cubierta con un tapete de lana verde y negra, raspada por el uso, y sobre la cual se hallaban colocados en orden algunos manuscritos, cuatro taburetes de cerezo forrados de seda negra: tales eran los muebles del gabinete, todo ello brillante, encerado, intachable por su orden y aseo; pero frío a la vista y al corazón: tan débil y escatimada filtraba la luz al través de las cortinas de siamesa gris, y tan lejano parecía hallarse el lujo y hasta el bienestar de aquella helada ceniza y de aquel ennegrecido hogar.
Un clave y un reloj colocado sobre la chimenea eran los únicos objetos que indicaban, el uno con la vibración de sus cuerdas de acero, agitadas al estremecerse el pavimento con el paso de los coches en la calle, y el otro con el acompasado movimiento de su péndola, que vivía algo en aquella especie de sepulcro.
Penetró el joven con el más profundo respeto en el gabinete que hemos descrito, pareciéndole su ajuar casi suntuoso, pues así era con corta diferencia el del castillo de Taverney.
—Sentaos —le dijo, señalándole otra mesita colocada ante la ventana—, voy a manifestaros cuál es la ocupación que os he preparado.
Gilberto se apresuró a obedecer.
—¿Conocéis esto? —preguntó el anciano mostrándole un papel rayado en intervalos iguales.
—Sí, señor —repuso este—, es un papel de música.
—Bien, pues cuando he llenado por completo una de estas hojas, es decir, cuando he copiado en ella tanta música como puede contener, gano diez sueldos; este es el precio que yo mismo he fijado. ¿Creéis que podréis aprender a copiar música?
—Sí, señor.
—¿No os marea este baturrillo de puntos negros ensartados en rayas sencillas, dobles o triples?
—Aunque al primer golpe de vista no puedo entender gran cosa, no obstante, confío en que, aplicándome, lograré distinguir unas notas de otras. Por ejemplo, mirad un fa.
—¿Dónde?
—Aquí, en la línea más alta.
—¿Y esta otra entre las dos bajas?
—También es fa.
—¿Y la nota que veis sobre la que está encima de la segunda línea?
—Esa se llama sol.
—Hola, ¿conque leéis música?
—Conozco el nombre de las notas pero no su valor.
—¿No sabéis cuando son mínimas, semínimas, corcheas, semicorcheas y fusas?
—¡Oh!, eso no lo ignoro.
—¿Y estos signos?
—Este es una pausa.
—¿Y este otro?
—Un sostenido.
—¿Y este?
—Un bemol.
—Perfectamente —exclamó Jacobo, en cuya mirada comenzó a aparecer la desconfianza que le era habitual—, pero a pesar de vuestra ignorancia, advierto que habláis de música como habéis hablado de botánica y de amor.
—¡Oh! —dijo Gilberto ruborizándose—, no os moféis de mí.
—Al contrario, hijo mío, me admiráis. La música es un arte que no se adquiere sino después de otros estudios, y me habéis confesado que no habíais recibido ninguna educación ni aprendido nada.
—Y es verdad.
—Sin embargo, vos solo no habéis podido imaginar, que ese punto negro, colocado en la última línea, fuese una fa.
—Es que —dijo el joven bajando la voz—, en la casa que yo habitaba, vivía una… joven que tocaba el clave.
—¡Ah!, sí, la que además se dedicaba a la botánica —exclamó Jacobo.
—Justamente, y tocaba muy bien.
—¿De veras?
—Sí, y yo deliro por la música.
—Ya, pero eso no es motivo para que conozcáis las notas.
—Pues yo leí en Rousseau que es incompleto el hombre que goza del efecto, sin meditar en la causa.
—Es cierto; pero también dice —replicó Jacobo—, que completándose el hombre con esa investigación, pierde su alegría, su candor y sus instintos.
—¿Qué importa —repuso Gilberto—, si encuentra en el estudio un goce igual a los que puede perder?
Jacobo se sorprendió al oír esta respuesta, y volvióse hacia el joven diciéndole:
—Vamos, veo que no sólo sois botánico y músico sino que además sois lógico.
—¡Ah!, por desgracia no soy ninguna de las tres cosas que acabáis de decir; distingo una nota de otra, un signo de otro, y nada más.
—¿Conque solfeáis?
—No por cierto.
—Sin embargo, ¿queréis ensayaros en copiar? Tomad papel rayado; pero no lo echéis a perder, porque cuesta caro, y aun podéis hacer otra cosa mejor; tomad papel blanco, rayadlo, y probad en él.
—Sí, haré lo que me mandéis; pero permitid que os diga que este oficio no me conviene para toda la vida, porque para escribir música que no entiendo, vale más meterme a escribiente público.
—Joven, reflexionad antes de hablar lo que vais a decir.
—¿Yo?
—Sí, vos. ¿Acaso puede un escribiente ejercer de noche su oficio y ganarse la vida?
—No, en efecto.
—Pues un hombre laborioso en dos o tres horas de la noche, puede copiar cinco páginas de estas y hasta seis cuando a fuerza de práctica ha adquirido la suficiente facilidad para escribir y leer, que le ahorra mirar continuamente al modelo. Seis páginas valen seis francos, y un hombre puede vivir con esa cantidad: no diréis que no, cuando os conformabais con seis sueldos. Resultado: que con esas horas de trabajo de noche puede un hombre seguir los cursos de la escuela de cirugía y medicina y de la botánica.
—¡Ah! —exclamó Gilberto—, ya os entiendo y os doy las gracias con toda la sinceridad de mi alma.
Precipitóse sobre el pliego de papel blanco que le presentaba el anciano.