Capítulo XLIV

Extraordinariamente satisfecho Gilberto con la buena suerte que en los casos más desesperados le proporcionaba siempre un apoyo, caminaba delante, no sin volverse para mirar de vez en cuando al hombre extraño, que tan fácilmente había sabido hacerle tan dócil y obediente.

De este modo le condujo hacia los musgos, que eran en efecto magníficos capilares, y después que el anciano hubo hecho su colección, se dedicaron a buscar nuevas plantas.

Gilberto era mucho más competente en botánica de lo que él mismo creía. Nacido en medio de los bosques, conocía, como amigas de su infancia, las plantas que en ellos crecen. A medida que las designaba bajo sus nombres vulgares, el anciano se las daba a conocer bajo su nombre científico, que Gilberto, al volver a encontrar una planta de la misma familia intentaba repetir, si bien estropeaba dos o tres veces los nombres griegos o latinos. Descomponía entonces su compañero la construcción material de la palabra, y le hacía ver sus velaciones, y el fin de ella; y Gilberto aprendía de esta suerte, no sólo el nombre de la planta, sino además la significación de la palabra griega o latina, con que Plinio, Linneo o Jussieu la habían calificado.

—¡Es lástima que no pueda ganar yo mis seis sueldos buscando plantas con vos todo el día! Os juro que no descansaría un solo momento, y aun no necesitaría seis sueldos: un pedazo de pan como el que teníais esta mañana, bastaría para mi apetito de todo el día. Acabo de beber agua en un manantial tan bueno como los de Taverney, y la noche pasada he dormido tan cómodo al pie de un árbol, como lo hubiera hecho bajo los ricos techos de un hermoso palacio.

—Amigo mío —respondió sonriendo el desconocido—, llegará el invierno, las plantas se secarán, se helará la fuente, el viento del Norte silbará entre las ramas despojadas, en lugar de esta dulce brisa que ahora agita tan blandamente sus hojas. Necesitaréis indispensablemente un abrigo, vestidos, fuego, que no podréis proporcionaros con los seis sueldos diarios.

Gilberto suspiró tristemente, y continuó buscando sus plantas y haciendo nuevas preguntas.

Así recorrieron gran parte del día los bosques de Aulnay, Plessis-Piquet y Clamart-sous-Meudon.

Gilberto había ya trabado familiaridad con su compañero, quien por su parte le observaba con admirable destreza; sin embargo, Gilberto, desconfiado, circunspecto y tímido, se descubría lo menos posible.

En Châtillon compró el desconocido pan y leche, que partió gustoso con su compañero; y enseguida emprendieron el camino de París, para que Gilberto pudiese entrar de día en la gran ciudad.

Palpitaba el corazón del joven sólo con la idea de residir en París, y no pudo disimular su emoción cuando desde las alturas de Vanves descubrió a Santa Genoveva, el cuartel de los Inválidos, Nuestra Señora y aquel inmenso mar de casas cuyas olas esparcidas van como una marea a azotar los flancos de Montmartre, Belleville y Ménilmontant.

—¡Oh! ¡París! ¡París…! —prorrumpió.

—Sí, París, agrupación, abismo de males —exclamó tristemente el anciano—. En cada una de las piedras que allí veis, veríais brotar una lágrima, o enrojecerla una gota de sangre, si los dolores que encierran sus paredes apareciesen a la vista.

Reprimió Gilberto su entusiasmo, que en breve se desvaneció por sí mismo.

Al llegar a la barrera del Infierno, el semblante del joven se inmutó visiblemente, viendo aquel arrabal sucio y hediondo: pobres enfermos, transportados en angarillas al hospital, e infinidad de muchachos que jugaban medio desnudos en el fango, con los perros, las vacas y los cerdos.

—Todo esto os parece horroroso, ¿no es cierto? —dijo el anciano—; pues es muy poco en comparación de lo que veréis más adelante. Cerdos y vacas demuestran riqueza, un niño manifiesta alegría, y el fango… lo encontraréis siempre y en todas partes.

A Gilberto no le desagradaba ver a París bajo un punto de vista siniestro, y aceptó complacido el cuadro, tal como su compañero se lo presentaba.

Como el desconocido llevaba, al parecer, la meditación hasta rayar en inquietud, se atrevió a preguntar Gilberto:

—¿Está aún muy distante vuestra casa?

—Ya estamos cerca —contestó el botánico, cuya tristeza aumentó, al parecer, con esta pregunta.

—Al llegar a la calle del Home, pasaron por delante del opulento palacio de Soissons, que tenía vista y entrada principal a esta calle, pero cuyos hermosos jardines se extendían por los de Grenelle y de los Dos Escudos.

Gilberto miró atentamente a una iglesia, cerca de la cual pasaban, y se detuvo un momento para contemplarla.

—Magnífico monumento —dijo.

—Es San Eustaquio —dijo el anciano.

Y alzando la vista:

—¡Cómo!, son las ocho —exclamó—. ¡Dios mío! ¡Dios mío!, venid pronto, joven, venid —añadió apresurando el paso.

—¡Ah! —continuó después de algunos instantes de un silencio tan frío que ya empezaba a inquietar a Gilberto, olvidé deciros que soy casado.

—¿Cómo?

—Sí, y que mi mujer, como verdadera parisiense, reñirá, tal vez, porque regresamos tarde, y os prevengo, además, que desconfía de los forasteros.

—Si queréis que me vaya —dijo Gilberto, cuya expansión heló de repente aquella palabra.

—No por cierto, amigo mío, os he invitado a venir a mi casa, y espero que así lo haréis.

—Ya os sigo —repuso el joven.

—A la derecha… por aquí… ya entramos en la calle. Gilberto alzó los ojos, y a la luz de los últimos rayos del día, leyó en el ángulo de la plaza, a un lado de una tienda de comestibles, este rótulo: —Calle Plastrière.

El anciano aceleró el paso, y cuanto más se aproximaba a su casa, más redoblaba la agitación febril que hemos indicado. Gilberto, que procuraba no perderle de vista, tropezaba a cada momento, ya con los transeúntes, ya con los fardos de los mozos, ya con las lanzas de los coches o con las varas de las carretas.

Su guía, que parecía haberle olvidado en absoluto, seguía marchando con paso acelerado, visiblemente absorto en una idea desagradable.

Se detuvo delante de una puerta, tiró de un cordón, y se abrió aquella.

Volvióse a Gilberto que permanecía perplejo en el umbral, y le dijo:

—Venid pronto.

El joven obedeció, y apenas había andado diez pasos en la oscuridad, cuando tropezó con el primer peldaño de una estrecha y lóbrega escalera, mientras su compañero, acostumbrado a las localidades de la casa, había ya subido unos doce escalones.

Gilberto le alcanzó en la meseta donde se había parado el anciano, quien tirando de un cordón hizo sonar una aguda campanilla en lo interior de una habitación. Se oyó al punto el tardo paso de una persona en chanclas, y se abrió la puerta, presentándose en el umbral una mujer de cincuenta a cincuenta y cinco años.

—¿Es muy tarde, querida Teresa? —preguntó con timidez el desconocido.

—A buena hora nos obliga a cenar Jacobo —refunfuñó aquella.

—Vamos, vamos, todo se arreglará —contestó afectuosamente el anciano cerrando la puerta y tomando de las manos de Gilberto la caja de hoja de lata.

—¡Caramba!, no faltaba más. ¡Conque el caballero Jacobo precisa ya un lacayo para tratar sus yerbajos! ¡Qué menos si es un gran señor!

—Vaya, vaya —respondió el desconocido colocando con imperturbable paciencia sus plantas sobre la chimenea—, vamos, Teresa, tranquilízate un poco.

—Págale a lo menos y despídele; no necesitamos aquí espías.

Gilberto, palideciendo como un difunto, dio un salto hacia la puerta. Jacobo le detuvo.

—Este joven —dijo resueltamente—, no es criado y mucho menos espía: es un huésped que traigo a casa.

—Un huésped —gruñó la vieja dejando caer sus brazos a lo largo de su cuerpo—, ¡no nos faltaba más que eso!

—Teresa —replicó el desconocido con voz cariñosa al par que firme—, enciende luz. Hace calor y tenemos sed. Prorrumpió la vieja en un murmullo que, aunque fuerte al principio, se fue debilitando cada vez más.

Permanecía en tanto Gilberto inmóvil, mudo y como clavado a dos pasos de aquella puerta, que sentía ya en su interior haber pasado.

Comprendiendo Jacobo cuánto sufría su joven compañero, le dijo dulcemente:

—Señor Gilberto, os suplico que entréis.

La vieja, ansiando conocer a la persona a quien su marido trataba con tan afectada política, volvió hacia él su pálido y tétrico rostro. Miróla entonces Gilberto a los primeros rayos de la luz recién encendida.

El rostro arrugado, barroso y como infiltrado de hiel en algunos puntos: aquella cara de ojos más vivos que animados, y más lúbricos que vivos, aquella empalagosa dulzura de sus vulgares facciones, demasiado desmentida por otra parte si atendemos lo desagradable de su voz y poco afectuosa acogida, inspiraron enseguida a Gilberto la más violenta antipatía.

Por su parte la vieja no encontró muy de su gusto tampoco el delicado y pálido semblante, el circunspecto silencio y la gravedad de su joven huésped.

—Señores, supongo que tendréis mucho calor, y por consiguiente mucha sed. En efecto, pasar todo el día a la sombra de los árboles es tan penoso, y fatiga tanto… Y luego bajarse frecuentemente para coger algún yerbajo… ¡Oh!, debe ser sumamente molesto, porque supongo que este caballerito herboriza también sin duda: es ejercicio de los que no tienen ninguno.

—Este joven —dijo Jacobo con voz cada vez más segura—, es un hombre honrado y leal que me ha hecho el honor de acompañarme durante el día, y a quien espero que mi buena Teresa recibirá como un amigo.

—Con lo que tenemos hay suficiente para dos personas —murmuró la vieja—, pero no para tres.

—Somos sobrios —replicó Jacobo.

—Lo conozco, sí; pero te declaro que no hay bastante pan en casa para alimentar tu doble sobriedad, y no me molestaré ciertamente en bajar tres escalones para ir a comprarlo. Además, que a estas horas ya estará cerrada la panadería.

—Pues entonces bajaré yo —dijo Jacobo frunciendo el ceño—; ábreme la puerta, Teresa.

—Pero…

—Lo exijo.

—Bueno, bueno —refunfuñó la vieja cediendo al tono imperioso a que su oposición había gradualmente conducido a Jacobo—. Nos conformaremos con lo que haya: vamos a cenar.

—Venid a sentaros junto a mí —dijo el anciano a su huésped conduciéndole a una mesita colocada en la habitación inmediata, y sobre la cual, al lado de dos cubiertos, había dos servilletas, que enrolladas y sujetas la una con un cordón encarnado y la otra con un cordón blanco, señalaban el sitio de cada uno de los amos de la casa.

Aquella pieza, pequeña y cuadrada, estaba cubierta de papel azul con dibujos blancos. Dos mapas grandes eran el adorno de las paredes, mientras el resto del ajuar reducíase a seis sillas de cerezo con asiento de paja, la mencionada mesa, y un canastillo lleno de medias repasadas.

Gilberto sentóse y la vieja colocó delante de él un plato, un cubierto gastado por el uso, y un vaso de estaño bruñido cuidadosamente.

—¿No bajas? —preguntó Jacobo a su mujer.

—Es inútil —contestó esta con una aspereza que indicaba el rencor que aún le guardaba por la victoria que había obtenido—, es inútil, he encontrado medio pan en el armario, con él nos conformaremos.

Y puso la sopa sobre la mesa. Primero sirvió a Jacobo, luego a Gilberto y ella comió en la fuente.

Tenían buen apetito los tres, y Gilberto sin apartar de su memoria la discusión de economía doméstica que se había suscitado por causa suya, ponía al suyo todos los frenos imaginables. Sin embargo, fue el primero que terminó su ración.

La vieja dirigió sobre su plato prematuramente vacío tan colérica mirada, que Jacobo, procurando distraerla de aquella idea, preguntó:

—¿Ha venido hoy alguien?

—No han faltado visitas —contestó Teresa—; ofrecí a madame Boufflers sus cuatro cuadernos: a la de Escars sus dos arias; un cuarteto con acompañamiento a madame de Penthièvre. Unas han venido personalmente, y las otras han enviado sus criados; pero como el señorito estaba herborizando, y como no es posible distraerse y trabajar al mismo tiempo, esas señoras se han quedado sin su música.

Jacobo escuchó con calma la descomedida contestación de su esposa con gran admiración de Gilberto, que esperaba verle por fin enfadado.

Después de la sopa sacóse un pedazo de vaca asada servida en un plato de vidrio blanco, todo rayado por la punta de los cuchillos.

El anciano sirvió con bastante moderación, porque se hallaba vigilado por Teresa; tomó para sí una cantidad casi igual, y pasó el plato a su esposa.

Cogió esta el pan y cortó para Gilberto una rebanada tan pequeña, que Jacobo, ruborizado, esperó que Teresa acabara de servirse, y tomándole el pan de las manos, dijo:

—Vaya, amiguito, vos mismo lo cortaréis a medida de vuestro apetito: el pan no puede ser tasado sino para los que lo pierden.

Luego presentaron un plato de judías sazonadas con manteca.

—¡Mirad qué verdes están! —dijo Jacobo ofreciendo el plato a su huésped—, estas son nuestras conservas.

—Gracias, señor —contestó el joven—, he comido bastante, y no tengo más apetito.

—Este caballero no es de tu opinión acerca de mis conservas —dijo ásperamente la vieja—, sin duda prefiere las habichuelas frescas; pero es comida muy cara y nuestra posición no nos permite hacer esos gastos.

—Todo lo contrario, señora —contestó Gilberto—, me parecen riquísimas, y las comería con mucho gusto; pero no acostumbro a comer más que de un plato.

—¿Bebéis agua? —dijo Jacobo dándole la botella.

—Siempre.

—Teresa, ahora —dijo el botánico, dejando la botella sobre la mesa, después de haberse servido un dedo de vino en su vaso—, te ocuparás en arreglar una cama para este joven, pues debe estar muy cansado.

Soltó la vieja el tenedor y, clavando sus ojos azorados en su marido, dijo:

—¿Estás loco? ¿Una cama? Eso es que le acostarás en la tuya. No hay remedio, este hombre ha perdido la chaveta. ¿Vas a admitir pupilos? Entonces no cuentes conmigo; busca quien te guise y te sirva; pues bastante hago con ser criada tuya, sin que pretendas que lo sea también de los extraños.

—Teresa —repuso el anciano con su tono grave y firme—, Teresa, te ruego me escuches, querida amiga, es nada más que por esta noche. Nunca ha estado en París este joven, y ha venido bajo mi protección. No consiento, pues, que duerma en la posada, y no lo consentiría aunque tuviese que darle, como dijiste, mi cama.

Teresa, después de esto, mientras hablaba estudió al parecer cada músculo del rostro del anciano, y comprendió que no había lucha posible en aquel momento, y cambió repentinamente de táctica.

Sin duda hubiera quedado vencida obcecándose contra Gilberto, y por tanto se decidió a declararse en su favor; cierto es que lo hizo como una aliada dispuesta a desertar en la primera ocasión.

—Por último —dijo—, ya que este joven te ha acompañado hasta aquí, es prueba de que le conoces bien, y es mejor que se quede en casa. Haré del mejor modo que pueda una cama en tu gabinete junto a los legajos.

—No por cierto —contestó vivamente Jacobo—, un gabinete no es habitación a propósito para dormir, porque podría muy fácilmente prenderse fuego a los papeles.

—¡Qué lástima! —murmuró la vieja.

Y añadió luego en voz alta:

—Entonces en la antesala, frente al armario.

—Tampoco.

—Ya veo que a pesar de nuestros buenos deseos, nos será completamente imposible servir a este joven, pues a no ser que le cedamos tu alcoba o la mía…

—No piensas bien, Teresa.

—¿Yo?

—Sí, tú. ¿No tenemos una buhardilla?

—¿El granero quieres decir?

—No, no es un granero, es un gabinete algo abuhardillado, pero sano, con vista a jardines magníficos, lo cual es raro en París.

—¡Oh! ¿Qué más da? —dijo Gilberto—, aunque fuera un granero, os confieso que me encontraré perfectamente.

—De ningún modo —repuso la vieja—, allí es donde tiendo mi ropa.

—No descompondrá nada, Teresa. ¿Es verdad, amigo mío, que pondréis cuidado de que no suceda ningún accidente a la ropa de esta señora? Somos pobres y cualquier pérdida sería para nosotros irreparable.

—¡Oh!, nada temáis.

—No quiero que este apreciable joven se pierda —continuó Jacobo en voz baja acercándose a Teresa—, París es una población peligrosa, y desde aquí podremos vigilarle.

—Es decir que te encargas de educarlo. Supongo que el discípulo pagará el pupilaje.

—No, pero me atrevo a asegurar que no te costará nada, pues desde mañana ganará para mantenerse. En cuanto al alojamiento, como la buhardilla nos es casi innecesaria, hagámosle esa limosna.

—¡Qué modo de protegerse tienen estos vagos! —murmuró Teresa encogiéndose de hombros.

—Señor —interrumpió Gilberto más molesto que su mismo huésped de aquella lucha que sostenía palmo a palmo por una hospitalidad con la cual se creía rebajado—, jamás he ocasionado disgustos a nadie y no comenzaré seguramente por vos que habéis sido tan bondadoso conmigo, por lo tanto, dejadme que vaya hacia uno de los lados del puente por donde hemos pasado; he visto árboles bajo los cuales hay bancos, y os aseguro que pasaré tan buena noche acostado en uno de ellos como si estuviera en una cama.

—Eso es, para que os prenda la ronda por vago.

—¿Qué es eso? —refunfuñó la vieja quitando la mesa.

—Venid, venid, joven —dijo Jacobo—, si mal no me acuerdo acá arriba hay un jergón que siempre será más cómodo que ese banco de que habláis.

—¡Ah!, yo no me he acostado nunca más que en jergones —contestó Gilberto.

E insistiendo en esta verdad procurando disfrazarla por medio de una leve mentira, añadió:

—La lana me sofoca muchísimo.

—En efecto —repuso Jacobo sonriendo—, la paja es más fresca. Ea, coged una de esas velas que están sobre la mesa y seguidme.

Teresa, viéndose vencida, exhaló un profundo suspiro cuando Gilberto, levantándose gravemente, seguía a su protector.

—Señor —dijo—, ¿está cara el agua en París?

—No, amigo mío, mas aún en el supuesto que lo estuviese, el agua y el pan son dos cosas que el hombre no tiene derecho a negar al hombre que las pide.

—En Taverney no costaba nada, y como que el lujo del pobre es el aseo…

—Tomad, amiguito —prosiguió Jacobo mostrando con el dedo una gran jarra de loza—, ahí tenéis agua.

Y empezó a andar siguiéndole y causándole asombro ver en un joven de aquella edad la firmeza del pueblo unida a todos los instintos aristocráticos.