Capítulo XLIII

Aproximóse Gilberto, muy decidido, y al abrir la boca para hablar no se atrevió a pronunciar ni una sola palabra. Flaqueaba su ánimo, pues se figuraba que iba a pedir una limosna, y no a reclamar un derecho.

El anciano vio la timidez del joven, y le pareció infundir a este más ánimo.

—¿Deseabais hablarme, amigo? —preguntó sonriendo y dejando el pan sobre la hierba.

—Sí, señor —contestó Gilberto—. Os he visto echar pan a los pájaros, como si Dios no los alimentase.

—Cierto es, joven —replicó el desconocido—; pero se vale de la mano del hombre como de un medio para realizar este fin. Si tratáis de reconvenirme, no tenéis razón, porque nunca se desperdicia el pan, ya sea arrojado en un bosque desierto, ya en una calle poblada; allí se lo llevan las aves, aquí lo recogen los pobres.

—Pues bien, aunque nos hallamos ahora en un bosque —replicó el joven notablemente conmovido al oír la voz dulce y penetrante del anciano—, sé de un hombre que disputaría ese pan a los pájaros.

—¿Acaso seréis vos, amiguito? —preguntó el desconocido—: ¿Tenéis hambre?

—Mucha, os lo aseguro, y si me lo permitís…

El anciano cogió rápidamente el pan, obedeciendo a un impulso de compasión; empero reflexionó y clavó de pronto en Gilberto una mirada tan viva como penetrante.

El joven no presentaba por cierto tales trazas de hambriento, que no inspirara serias reflexiones: vestía ropa decente, aunque algo manchada por el contacto de la tierra, y camisa limpia (pues se la había mudado la víspera en Versalles), si bien arrugada por la humedad. Era, pues, indudable que Gilberto había pasado la noche en el bosque.

Sus manos, y esto llamaba la atención, eran blancas y afiladas, no tan propias del hombre dedicado al trabajo material, como del que pasa la vida entregado a vagas meditaciones.

No careciendo de tacto Gilberto, adivinó desde luego la desconfianza y vacilación del desconocido, y quiso anticiparse a conjeturas que no podían serle favorables.

—El hombre que pasa doce horas sin comer —dijo— tiene hambre; hace veinticuatro que yo no he comido.

La verdad de sus palabras se revelaba en la alteración de su fisonomía, en el temblor de su voz, y en la palidez de su rostro.

El anciano quiso renunciar a su indecisión, o mejor dicho a sus temores, y le presentó al mismo tiempo el pan y un pañuelo de donde sacaba las guindas.

—Gracias —contestó el joven apartando con dulzura el pañuelo—, gracias, con el pan me basta.

Dividiéndolo en dos pedazos, guardó uno, devolvió el otro, y fue a sentarse sobre la hierba a tres pasos del anciano, que le miraba cada vez con mayor asombro.

No duró mucho el refrigerio. El pan era poco, y Gilberto tenía mucho apetito. El desconocido, sin interrumpirle, proseguía entretanto su silencioso examen, aunque furtivamente, y concediendo en apariencia toda su atención a las plantas y flores de la caja, que enderezándose como para respirar, elevaban su odorífero cáliz hasta la tapa de hoja de lata.

Sin embargo, viendo que Gilberto se acercaba a la charca, exclamó vivamente:

—Joven, no bebáis esa agua, está infectada por la descomposición de las plantas muertas del año pasado, y por los huevos de rana que flotan en la superficie. Mejor es que comáis algunas cerezas que os quitarán la sed tan bien como el agua. Tomadlas, os las ofrezco, pues veo que no os agrada molestar.

—Verdaderamente la importunidad es completamente opuesta a mi carácter, y nada temo tanto como ser importuno. No hace mucho que lo he demostrado en Versalles.

—¡Hola! ¿Venís de Versalles? —preguntó el desconocido contemplando a Gilberto.

—Sí, señor —contestó este.

—¡Rica población! Muy pobre, o muy orgulloso será el que allí muera de hambre.

—Reúno las dos circunstancias.

—¿Reñisteis con vuestro amo? —preguntó temeroso el botánico dirigiendo al joven miradas escudriñadoras, ínterin colocaba las plantas en su caja.

—Yo no tengo amo, caballero.

—De ambicioso es vuestra respuesta —repuso el desconocido cubriéndose la cabeza.

—Pero exactísima, no obstante.

—Estáis equivocado, joven: en el mundo todos tenemos quien nos mande, y no comprende bien el orgullo, aquel que dice: «yo no tengo amo».

—¿Cómo?

—Sin duda: no existe hombre alguno, sea joven o viejo, que no obedezca la ley de un poder dominador. Unos son gobernados por hombres, otros por principios, y no son los amos más severos los que ordenan o hieren por medio de la voz o del brazo humano.

—Perfectamente —replicó Gilberto—, entonces declaro que a mí me gobiernan principios; ellos son el único amo que puede reconocer sin vergüenza un ser pensador.

—Y los vuestros, ¿cuáles son? Muy joven sois todavía para tenerlos ya fijos, amigo.

—Yo sé que los hombres son hermanos; que cada cual contrae al nacer ciertas obligaciones para con sus semejantes: sé que Dios me ha dotado de un valor grande o pequeño, y que así como yo reconozco el de los demás, tengo derecho a exigir que reconozcan el mío, siempre que yo no le exagere. Siempre que no se cometa ninguna acción injusta o deshonrosa, soy acreedor al aprecio, aunque sólo fuese en mi calidad de hombre.

—¡Hola…! ¿Conque habéis estudiado?

—No, señor, desgraciadamente: pero he leído el Discurso sobre la desigualdad de condiciones, y el Pacto social. De esos dos libros proceden todos mis conocimientos, y acaso todas mis equivocaciones.

Al escuchar estas palabras, animáronse los ojos del desconocido con un brillo extraordinario. Con aquel movimiento, faltó poco para que se estropease una siempreviva encarnada de lucientes hojuelas, que se resistía a mantenerse bien colocada en la caja.

—¿Y son esos los principios que profesáis?

—No serán los vuestros tal vez, pero son los de Juan Jacobo Rousseau.

—Ahora —prosiguió el anciano, con una desconfianza demasiado marcada, para no ajar el amor propio de Gilberto— falta saber si los habéis comprendido bien.

—Creo que entiendo el francés; y mucho más cuando es castizo y poético…

—Demostráis lo contrario —repuso sonriendo el botánico—; pues si lo que os acabo de preguntar no es precisamente poético, es claro al menos. Deseaba saber si vuestros estudios filosóficos os habían colocado en situación de penetrar hasta el fondo del sistema de…

El anciano detúvose avergonzado.

—De Rousseau —continuó el joven—. Es verdad, señor, que no he estudiado filosofía en ningún colegio, pero poseo un instinto, que entre todos los libros que he leído, me ha revelado la excelencia y utilidad del Pacto social.

—Materia poco grata para un joven, objeto de contemplación; muy seco para ensueños hechos a los veinte años; flor amarga y poco perfumada para una imaginación que se halla en su primavera —dijo el anciano con dulce tristeza.

—El infortunio forma al hombre antes de tiempo —contestó Gilberto—, y en cuanto a los ensueños, si se les deja seguir su inclinación natural, llevan muy frecuentemente al mal.

El desconocido abrió los ojos, que los tenía cerrados con cierta expresión meditabunda que le era habitual en sus momentos de sosiego, y que prestaba no poco atractivo a su fisonomía.

—¿A quién os referís? —preguntó sonrojándose.

—A nadie, señor —respondió Gilberto.

—Vaya, sí…

—Os aseguro que no.

—Según se ve, habéis estudiado al filósofo de Ginebra. ¿Aludís a su vida?

—No le conozco —contestó candorosamente Gilberto.

—¿No le conocéis? —repuso el desconocido exhalando un suspiro—. Sabed, joven, que es una criatura muy infortunada.

—Es imposible. ¡Juan Jacobo Rousseau infortunado! No habría entonces justicia en el cielo ni en la tierra. ¡Infortunado el hombre que consagra su vida entera a la felicidad de sus semejantes!

—¡Vaya, caya!, veo, en efecto, que no le conocéis; pero hablemos de vos, amigo mío, si os parece bien.

—Más quisiera continuar ilustrándome en el asunto de que hablamos, porque, ¿qué he de deciros de mí que no soy nada?

—No me conocéis, además, y temeréis confiaros a un extraño.

—¡Oh!, ¿qué puedo yo temer de nadie? ¿Quién puede hacerme más desgraciado de lo que soy en este instante? Recordad de qué manera me he presentado a vos, solo, pobre y hambriento.

—¿Adónde os dirigíais?

—A París.

—¿Sois tal vez parisiense?

—Sí… o, por mejor decir, no.

—¿Qué sois, por fin? —pregunto sonriendo al joven.

—No me gusta la mentira, y advierto a cada instante cuánto se debe reflexionar antes de hablar. Soy parisiense, si por este nombre se conoce al que habita en París hace mucho tiempo, y vive a la manera de París; mas no he nacido en la capital. ¿Con qué objeto me lo preguntáis?

—Esta pregunta se enlaza, en mi mente, con la conversación que acabamos de tener, pues si vivís en París, debéis haber visto a monsieur Rousseau, de quien hablábamos antes.

—En efecto, algunas veces le he visto.

—Todo el mundo lo mira cuando pasa, lo admiran, y le señalan con el dedo como el bienhechor de la humanidad, ¿no es así?

—No, los muchachos le siguen, y alentados por sus padres suelen lanzarle piedras.

—¡Dios mío! —exclamó Gilberto con doloroso asombro—; pero al menos será rico.

—Frecuentemente se pregunta como vos esta mañana: ¿dónde almorzaré hoy?

—Tendrá siquiera, aunque pobre, influencia, poder, prestigio…

—Nunca al acostarse puede afirmar que al día siguiente no amanecerá en la Bastilla.

—¡Oh!, ¡cómo debe odiar a los hombres!

—Ni los aborrece ni los ama; sólo los mira con repugnancia.

—¡No odiar a quien nos maltrata! —exclamó Gilberto—, no lo entiendo.

—Siempre ha sido libre Rousseau, joven, siempre ha tenido la suficiente fuerza para no precisar el auxilio de nadie, y la fuerza y la libertad hacen al hombre tratable y bueno: sólo la esclavitud y la debilidad forman a los malhechores.

—Por eso yo también he querido ser libre —dijo Gilberto con arrogancia—: Adivinaba lo que acabáis de explicarme.

—Hasta en la cárcel puede conservarse la libertad, amigo mío; aunque mañana estuviera Rousseau en la Bastilla, lo que no dejará de ocurrirle tarde o temprano, escribiría y pensaría tan libremente como en las montañas de Suiza. Yo mismo he creído que la libertad del hombre consistía, no en hacer lo que desea, sino en que ningún poder humano le obligue a hacer lo que no quiera.

—¿Ha escrito Rousseau lo que acabáis de decir?

—Me parece que sí.

—¿En el Pacto social?

—No, en una publicación reciente que se titula: Meditaciones de un solitario durante sus paseos.

—Creo —dijo Gilberto con calor— que tenemos un punto de contacto.

—¿Cuál?

—Ambos amamos y admiramos a Rousseau.

—Hablad por lo que a vos se refiere, joven; estáis en la edad de las ilusiones.

—En cuanto a las cosas, es fácil la equivocación; pero no en cuanto a los hombres.

—¡Ah!, ya conoceréis que los más errados juicios son los que se refieren a los hombres, Rousseau será tal vez algo más justo que sus semejantes; pero, creedme, tiene sus defectos, y no pequeños.

Gilberto movió la cabeza manifestando poca convicción: pero el desconocido prosiguió hablándole con la misma afabilidad.

—Volvamos al principio de nuestra relación —añadió—, ya sé que habéis abandonado a vuestro amo en Versalles.

—Aunque os respondí que yo no tengo amo —replicó Gilberto con tono menos seco—, habría podido añadir que en mi mano ha estado servir a uno muy ilustre, y que he rehusado un empleo que muchos hubieran envidiado.

—¿Un empleo?

—El de servir de entretenimiento a unos señores; pero creí que, siendo joven y pudiendo estudiar y hacer carrera, no debía perder la época preciosa de la juventud, ni comprometer en mi persona la dignidad del hombre.

—Bien —dijo con gravedad el desconocido—, ¿pero habéis adoptado algún plan para realizar vuestros deseos?

—Aspiro a ser médico.

—Carrera hermosa y noble, que presenta dos caminos en qué escoger: el de la verdadera ciencia modesta y mártir, y el del charlatanismo, descarado, deslumbrador y repugnante. Si profesáis amor a la verdad, sed médico; si el de la ostentación, haceos médico.

—Pero será necesario mucho dinero para estudiar, ¿no es cierto?

—Se necesita seguramente; pero no tanto como acaso creéis.

—Verdad es —repuso Gilberto—, porque Juan Jacobo Rousseau, que todo lo sabe, ha estudiado por nada.

—¿Por nada? —preguntó el anciano sonriendo con tristeza—, no estiméis en tan poco lo más precioso que Dios ha dado al hombre: el candor, la salud, el sueño, eso ha costado al filósofo ginebrino lo poco que ha logrado aprender.

—¡Lo poco! —repitió Gilberto con enojo.

—Es claro, enteraos y veréis lo que de él os dicen.

—Primeramente es un gran músico.

—Vamos, no porque el rey Luis XV haya cantado con pasión: Mi servidor he perdido, debe considerarse como buena la ópera Adivino de la aldea.

—Es un excelente botánico. Sus cartas lo dirán, de las cuales no he podido proporcionarme nunca más que hojas descabaladas; pero vos las conoceréis bien, puesto que también andáis recogiendo plantas.

—Hombre hay que se jacta de ser todo un botánico, cuando no es más que…

—Terminad.

—Más que un herborista… si acaso…

—Y vos, ¿qué sois?, ¿herborista o botánico?

—¡Yo!, herborista muy modesto y muy ignorante, en vista de esas maravillas de la creación que se llaman plantas y flores.

—¿Sabe latín?

—Con gran imperfección.

—Pues yo he leído en un periódico que había traducido cierto autor de la antigüedad, llamado Tácito.

—Porque guiado por su orgullo, ¿quién no ha sido orgulloso alguna vez?, quiso emprenderlo todo; pero él mismo dice en la advertencia de su primer libro, único que ha traducido, que entiende muy poco el latín, y Tácito, que es autor de prueba, rindió en breve sus fuerzas. No, amigo mío, mal que le pese a vuestra admiración, no existen hombres universales, y casi siempre se pierde en sublimidad lo que se gana en extensión. No hay humilde riachuelo que desbordándose en una tempestad no semeja un lago: pero si os proponéis que sostenga el peso de un buque, tocaréis fondo enseguida.

—Y según vuestra opinión, ¿Rousseau es uno de esos hombres superficiales?

—Sí, acaso presentará una superficie algo más extensa que los demás hombres; pero no pasa de ahí.

—Muchísimos, según pienso, aceptarían con orgullo esa extensión de superficie.

—¿Habláis por mí? —preguntó el botánico con una llaneza que desarmó enseguida a Gilberto.

—No —contestó este—, me agrada mucho vuestra conversación, y no quisiera disgustaros.

—Veamos qué méritos tiene para agradaros; porque no creo que tratéis de adularme por un pedazo de pan y algunas cerezas.

—Tenéis razón: no adularía yo ni por el imperio del mundo; pero sois el primero que me habla sin acritud, con bondad, y como se habla a un joven y no a un niño. Si bien no hemos estado conformes en cuanto a Rousseau, advierto al través de vuestro apacible carácter, un espíritu elevado que cautiva el mío. Me parece que al hablar con vos, estoy en un magnífico salón, que tiene cerradas todas sus ventanas, y cuya riqueza adivino a pesar de la oscuridad. Si queréis que un rayo de luz ilumine vuestra conversación quedaré deslumbrado.

—Advierto que os expresáis con cierta corrección, cual si hubieseis recibido una educación mucho más esmerada de lo que me habéis dicho.

—Es la primera vez que me ocurre, y a mí mismo me sorprende los términos en que hablo. Algunos hay cuya significación comprendo apenas, y de que me valgo por haberlos oído una sola vez. Los conozco por los libros pero sin entenderlos.

—¿Habéis leído mucho?

—Mucho, y pienso leer más aún.

El desconocido miró a Gilberto sorprendido.

—Sí —prosiguió este—, he leído cuanto ha llegado a mis manos, o por mejor decir, bueno o malo, lo he devorado todo. ¡Oh!, si hubiese tenido quien me hubiera guiado en mis lecturas, quien me hubiese dicho lo que debía olvidar, y lo que convenía retener en mi memoria… Pero perdonadme, olvido que por muy preciosa que sea para mí vuestra conversación, no debéis pensar lo mismo de la mía. Estabais herborizando, y acaso os molestaré.

Gilberto hizo un movimiento para retirarse.

—No —le respondió el anciano—, ya está casi llena mi caja, y sólo me falta que recoger algunos musgos: me han dicho que crecen muy buenos capilares por estos alrededores.

—Esperad —interrumpió Gilberto—, creo haber visto en una peña lo que buscáis.

—¿Lejos de aquí?

—No, a cincuenta pasos.

—¿Pero cómo sabéis que las plantas a que aludís son capilares?

—Nací en los bosques, y además, la hija de la persona en cuya casa me he criado, era además aficionada a botánica, tenía colección de plantas, y encima de cada una escribía ella misma su nombre. Tenía yo la costumbre de mirar frecuentemente las plantas y los letreros, y me parece haber visto algunos musgos, que yo no conocía más que bajo el nombre de musgos de roca, designados bajo el de capilares.

—¿Y sois aficionado a la botánica?

—¡Ah!, sí, señor: en cuanto oía decir a Nicolasa (este es el nombre de la doncella de la señorita Andrea), en cuanto que la oía decir que su ama estaba buscando inútilmente alguna planta en las cercanías de Taverney, la suplicaba tratase de conocer su forma, y muchas veces, sin saber la señorita Andrea que era para mí, la dibujaba de cuatro rasgos. Nicolasa cogía el dibujo y me lo entregaba. Comenzaba yo entonces a corretear por los campos, prados y bosques, hasta dar con la planta en cuestión. Así que la encontraba, la arrancaba con un azadón, y la trasplantaba durante la noche a la pradera próxima al castillo, de modo que al verla la señorita Andrea al pasearse la mañana siguiente, daba un grito de gozo y decía:

—¡Ay, Dios mío!, ¡qué cosa tan rara!, ¡he buscado por todas partes esa planta y está aquí!

—Bien, amigo —repuso el anciano—, proseguid estudiando botánica, y ella os conducirá por el camino más corto a la medicina. Nada ha criado Dios inútilmente, creedlo; y cada planta tendrá algún día su significación en el libro de la ciencia. Aprended primero a conocer los simples y luego conoceréis sus propiedades.

—¿Hay colegios en París?

—Los hay hasta gratuitos: el de cirugía, por ejemplo, es uno de los beneficios del reinado actual.

—Asistiré a sus cátedras.

—No hay cosa más fácil; porque es de presumir que vuestros padres os pasen una pensión alimenticia, en vista de vuestras buenas disposiciones.

—Yo no tengo padres; pero por eso no hay miedo: me mantendré con mi trabajo.

—Muy bien, y puesto que habéis leído a Rousseau, habréis visto en sus obras que todo hombre, aun cuando sea hijo de un príncipe, debe saber un oficio mecánico.

—El Emilio, donde creo que está ese consejo, no lo he leído, ¿no es así?

—Efectivamente.

—Pero al burlarse M. de Taverney de esa máxima ha manifestado al mismo tiempo pesadumbre de no haber hecho carpintero a su hijo.

—¿Y qué le hizo?

—Oficial.

—Sí, así con todos los nobles —replicó sonriendo el anciano—, en vez de enseñar a sus hijos los oficios que sirven para vivir, los dedican al que sirve para matar: mas venga luego una revolución y tendrán que ir desterrados y pedir limosna en el extranjero, o enajenar su espada, que es peor todavía. Pero vos, que no sois hijo de noble, tendréis alguna profesión.

—Os he dicho que nada sé y os confesaré además que siento un horror invencible a toda profesión que exija del cuerpo movimientos fuertes y brutales.

—¿Qué? —exclamó el desconocido—, ¿sois perezoso?

—No, señor, no lo soy: en vez de ocuparme en trabajos corporales dadme libros, encerradme en un gabinete recogido, y veréis si no paso días y noches enteras dedicado al trabajo que tengo afición.

Examinó el botánico las manos suaves y blancas del joven filósofo.

—Ya esa es una predisposición —murmuró—, un instinto.

—Antipatías de esa clase han ocasionado a veces excelentes resultados; pero es preciso que sean bien dirigidas. Por último —añadió—, si no habéis estado en ningún colegio, habréis asistido a lo menos a la escuela.

Gilberto movió la cabeza.

—¿Sabéis leer y escribir?

—Pudo mi madre enseñarme a leer antes de morir: ¡pobre madre! Cuando me veía tan delicado de cuerpo decía: «este jamás será buen jornalero: es preciso que sea cura o sabio». Así que advertía en mí alguna repugnancia a escuchar sus lecciones decía: «Gilberto, aprende a leer, y no cortarás leña, ni guiarás el arado, ni picarás piedras»; y yo me esmeraba más entonces, y aprendía. Por desgracia murió, cuando sabía yo leer apenas todavía.

—¿Y quién os enseñó a escribir?

—Yo solo.

—¿Vos?

—Sí, señor, con un palo de punta aguda, y arena que pasaba al tamiz para que fuese mucho más fina. Estuve dos años haciendo letras de imprenta, copiadas de un libro, ignorando que hubiese otros caracteres que los que yo había logrado imitar con bastante perfección. Pero un día, habiéndose marchado la señorita Andrea al convento, y haciendo ya tiempo que carecíamos de noticias suyas, trajeron una carta para su padre. Vi entonces que había otra clase de letra que la de imprenta, M. de Taverney abrió la carta, y tiró el sobre; lo recogí, lo guardé, y cuando volvió el cartero, le rogué me lo leyese; estaba concebido en estos términos:

«Al señor barón de Taverney Casa-Roja, en su castillo por Pierrefitte».

Sobre cada letra puse la correspondiente de imprenta y vi que, excepto seis, estaban comprendidas en estos dos renglones todas las del alfabeto. Imité entonces las escritas por la señorita Andrea, y a los ocho días había copiado aquel sobre, seguramente diez mil veces, y sabía ya escribir. Lo hago, pues, regularmente, y tal vez mejor que era de esperar. Ya veis que no son infundadas mis esperanzas, ya que sé leer y escribir, ya que he leído cuanto ha llegado a mis manos, y ya que he meditado sobre todo cuanto he leído. ¿Por qué causa no he de encontrar un hombre que necesite de mi pluma, un ciego que necesite de mis ojos, o un mudo que necesite de mi lengua?

—¿Os olvidáis de que entonces tendréis amo, y que no queréis admitir ninguno? Un secretario o un lector, son criados de segundo orden ni más ni menos.

—Es cierto —murmuró el joven palideciendo—; pero no importa: yo he de lograr lo que me he propuesto. Arrancaré piedras de las calles, acarrearé agua, si es necesario, y conseguiré mi objeto, o moriré en la demanda, pues de este modo habré también vencido.

—Vaya, vaya —exclamó el desconocido—, veo que estáis lleno de buena voluntad, y que no carecéis de valor.

—Vos mismo —dijo Gilberto—, vos mismo, que me tratáis tan bondadosamente, ¿no desempeñáis también una profesión? Vais vestido como un artista.

—En efecto, tengo una profesión —respondió con dulce y melancólica sonrisa el desconocido—, porque todo hombre está obligado a tenerla, pero es completamente ajena al comercio. Ningún hacendado herborizaría.

—Y vos, ¿lo hacéis por oficio?

—Casi casi.

—¡De modo que sois pobre!

—Sí.

—Los que dan son los pobres, porque la pobreza los hace benéficos; y un buen consejo, vale más que un luis de oro. Dadme, pues, un consejo.

—Tal vez haré más.

—Me lo figuré —repuso Gilberto sonriendo.

—¿Cuánto creéis que necesitáis para manteneros?

—¡Oh!, poquísimo.

—¿No conocéis a París?

—Ayer le vi por primera vez desde las alturas de Luciennes.

—Entonces no sabéis que cuesta mucho vivir en la gran ciudad.

—¿Cuánto?… ponedme alguna proporción.

—Voy a satisfaceros con mucho gusto. Lo que vale un sueldo, por ejemplo, en provincia, cuesta tres en París.

—Pues bien —dijo Gilberto—, y en la suposición de que tenga un albergue bueno o malo donde reposar, necesito para la vida material unos seis sueldos diarios.

—Está bien, amigo mío —exclamó el anciano—. Así me agrada el hombre; venid conmigo a París, y os proporcionaré una profesión independiente, con cuyo auxilio podréis vivir.

—¡Tanta bondad…! —exclamó el joven ebrio de alegría.

Y conteniéndose repentinamente añadió:

—Entiéndase que habré de trabajar efectivamente, que no es una limosna.

—Descuidad: no soy tan rico que pueda dar limosna, ni tan imprudente que la dé sin saber a quién.

—Bien —dijo Gilberto a quien esta salida misantrópica infundió más confianza en vez de ofenderle—. Así me agrada que me hablen. Me decido a aceptar vuestra oferta, y os la agradezco.

—¿Conque vendréis a París conmigo?

—Sí, señor, si os place.

—Así debéis creerlo, puesto que os lo propongo.

—¿A qué me obligo para con vos?

—Únicamente a trabajar, y aún así tendréis derecho a ser joven, feliz, libre, y aun a estar ocioso, siempre que dispongáis de tiempo para ello —dijo el desconocido sonriendo casi a su pesar. Y afeando al cielo sus ojos, exclamó mientras suspiraba—: ¡Oh juventud! ¡Oh vigor! ¡Oh libertad!

Melancólica e indefinible expresión se reflejó a estas palabras en sus delicadas y puras facciones, y levantándose apenas las hubo pronunciado, agregó más jovialmente apoyándose en su báculo.

—Vamos, ya que estáis colocado, ¿queréis que llenemos otra caja de plantas? Aquí traigo papel de estraza en que colocaremos por orden la primera recolección. Pero ahora que recuerdo: ¿tenéis todavía hambre?; aquí hay pan.

—Guardémosle para esta tarde, si os parece…

—Siquiera comed las cerezas; pues nos estorbarían.

—Si lo deseáis, enhorabuena; pero permitidme os lleve la caja, y así iréis más cómodo; pues como estoy acostumbrado a andar, temo que os fatigue mi paso.

—Esperad, esperad; vuestro encuentro ha sido de buen agüero: creo ver allá abajo el vicris hieracioides que desde esta mañana he buscado en vano; y ahí a vuestros pies, ¡cuidado!, el cerastium acuaticum. ¡Cuidado, cuidado…!, ¡no arranquéis! Aún no sois herborista, amiguito. La primera está en extremo húmeda ahora; la otra no ha crecido aún lo suficiente. Esta misma tarde, cuando volvamos a las tres, cogeremos el vicris hieracioides; el cerastium no le arrancaremos hasta después de ocho días. Además que deseo enseñársele en su terreno a un sabio amigo mío, cuya protección pienso solicitar en favor vuestro. Ahora me conduciréis al sitio de que hablabais, donde crecen tan hermosos capilares.

Gilberto empezó a andar seguido del anciano, desapareciendo los dos en la selva.