Temeroso Gilberto de que le siguieran, separóse del camino real, y fue de bosque en bosque parándose después de haber corrido legua y media en tres cuartos de hora.
Miró a su alrededor y se tranquilizó al verse enteramente solo. Procuró entonces aproximarse al camino que, según sus cálculos, debía ser el de París; pero unos caballos que descubrió cerca de la aldea de Roquencourt, conducidos por lacayos con librea de color naranja, le asustaron en tal forma, que curó de la tentación de andar por caminos reales y se escondió de nuevo en los bosques.
—Vamos a descansar a la sombra de estos castaños —dijo para sí—, pues si me buscan en alguna parte, ha de ser en el camino real; y esta noche, de árbol en árbol, de espesura en espesura, fácilmente entraré en París. He oído decir que es grande, yo soy chico: allí me confundiré.
Le pareció tanto mejor esta idea, cuanto que el tiempo estaba hermoso, sombrío el bosque y el suelo mullido. Los rayos de un sol, intermitente ya, que principiaban a ocultarse tras los collados, habían secado la hierba y arrancado de la tierra los blandos perfumes de la primavera, que participan a la vez de la flor y de la planta.
Eran ya esos instantes del día en que el silencio desciende más dulce y profundo del cielo que comienza a oscurecerse, esa hora en que, cerrándose las flores, ocultan al insecto dormido en su cáliz.
De pronto, lejos de afligirse, una inmensa alegría arrebató su alma. Aspiraba a torrentes el aire libre y puro, conociendo que en esta ocasión había también estoicamente triunfado de los lazos tendidos a las flaquezas humanas. ¿Qué le importaba carecer de pan, dinero y asilo? ¿No disponía absolutamente de su querida libertad?
Al pie de un gigantesco castaño que le ofrecía un blando lecho entre dos brazos de raíces cubiertas de musgo, se tendió contemplando al cielo que le sonreía: quedóse profundamente dormido.
Las aves le despertaron al amanecer, e incorporándose sobre el codo, lastimado por el contacto del árbol duro, admiró el crepúsculo azulado que con dudosa claridad alumbraba.
El filósofo sintió hambre, pues el lector recordará que no había querido comer la víspera con Zamora, de modo que desde su almuerzo de Versalles, no había vuelto a probar bocado. Creyóse encontrar bajo las sombrías arboledas de Taverney, o en los bosques de Pierrefitte, despertando después de un acecho nocturno, emprendido para Andrea.
Entonces veía siempre a su lado alguna perdiz atraída por el reclamo, algún faisán muerto al detenerse en las ramas de algún árbol, mientras que ahora sólo veía su sombrero, bastante maltratado por el camino y por la humedad de la mañana.
No era un sueño, como creyera al despertar; Versalles y Luciennes eran una realidad, desde su triunfante entrada en la una, hasta su precipitada fuga de la otra.
Lo que más le llevó a la verdad, fue un hambre que crecía por momentos, haciéndose, por consiguiente, cada vez más aguda e insoportable.
Entonces buscó instintivamente a su alrededor las sabrosas moras, las ciruelas silvestres, y las jugosas raíces de sus florestas, cuyo gusto, no por ser más áspero que el de los rábanos, es menos agradable a los trabajadores, que con la azada al hombro salen por las mañanas a buscar el sitio del desmonte.
—Vaya, vaya, iré derecho a París, pues sólo debo estar a distancia de cuatro leguas; en dos horas andaré el camino. ¿Qué importan dos horas de sufrimiento, cuando está uno seguro de no sufrir después? Todo el mundo tiene pan en París, y al ver a un joven honrado, el primer artesano que encuentre no me le negará a cambio de trabajo. En París se encuentra en un día la comida del siguiente: ¿qué más necesito? Es evidente que nada, con tal que cada día me engrandezca, me eleve y me aproxime… al objeto que me he propuesto alcanzar.
Gilberto redobló el paso, y aunque deseara salir al camino real, le era absolutamente imposible, pues había perdido todo medio de orientarse. En los bosques circunvecinos de Taverney, conocía el Oriente y el Occidente, siendo para él cada rayo de sol un indicio seguro de hora y de camino. Durante la noche, cada estrella, por desconocida que le fuese bajo su nombre de Venus, Saturno, o Lucifer, le guiaba; pero en medio de aquel mundo nuevo, no conocía ya ni las cosas ni los hombres, y era preciso, no obstante, hallar en medio de unos y otros su camino a tientas, y entregado a los azares de la suerte.
—Por fortuna —murmuró entre sí—, he visto pilares que indican a qué parte se dirigen los caminos.
Encaminóse hacia la encrucijada donde había visto aquellos pilares indicadores.
Tres eran: el uno conducía a Marais-Jaune, el otro al campo de la Alondra, y el tercero al Trou-Salé.
Corrió tres horas, sin encontrar la salida del bosque, y sin avanzar terreno.
El sudor bañaba su frente: veinte veces había trepado por los castaños colosales; pero al llegar a la cima, no había podido descubrir más que a Versalles, unas veces a la derecha y a otras a la izquierda: Versalles, hacía el cual parecía que la fatalidad le atraía constantemente.
Enloquecido de furor, no atreviéndose a salir al camino real, persuadido de que todo Luciennes corría tras él, y guardando siempre el centro de los bosques, concluyó por pasar a Viroflay, después a Chaville, y por último a Sèvres.
Eran las cinco y media, cuando llegó al convento de los capuchinos, enclavado entre la fábrica y Bellevue, y desde allí, subido sobre una cruz, a riesgo de romperla y ser enrodado como Sirven, por decreto del Parlamento, distinguió el Sena, la población y el humo de las primeras casas.
A un lado del Sena, en medio de la aldea, y por delante del umbral de aquellas casas pasa el camino real de Versalles, del que tanto interés tenía en apartarse.
Gilberto dejó de sentir el cansancio y el hambre. Veía en el horizonte multitud de casas perdidas entre el vapor de la mañana, y suponiendo que sería París, emprendió presuroso su carrera en aquella dirección, sin detenerse hasta que advirtió que empezaba a faltarle el aliento. Estaba ya en el bosque de Meudon.
—Vamos, vamos —dijo mirando en torno suyo—; fuera la vergüenza. Es imposible que no encuentre algún trabajador de esos que llevan un gran pedazo de pan bajo el brazo. Le diré: «todos somos hermanos, y por consiguiente debemos mutuamente auxiliarnos. Tenéis más pan del necesario, no solamente para vuestro desayuno, sino para todo el día, mientras que yo me muero de hambre»; y me dará entonces la mitad de su pan.
El hambre crecía con las filosóficas reflexiones de Gilberto.
—En verdad —añadía—, ¿no es todo común al hombre sobre la tierra? Dios, ese manantial eterno de todo lo criado, ¿ha dado acaso a este o aquel el aire que fecunda la tierra, o la tierra que fecunda los frutos? No; pero existen muchos que han usurpado; aunque a los ojos del Señor, como a los del filósofo, nadie posee, y el que tiene no es más que aquel a quien Dios ha prestado.
Y reasumía Gilberto con una inteligencia natural, esas ideas, vagas e indecisas en aquel tiempo, que los hombres sentían fluctuar en el aire y pasar por encima de su cabeza, como esas nubes que empujadas hacia un solo punto, se amontonan y acaban por formar la tempestad.
—Hay hombres —continuaba el joven— que se apoderan injustamente de lo que es de otros, y hay derecho para arrancarles por fuerza lo que no pueden poseer solos, y sobre lo que no tienen más derecho que el de participación. Si mi hermano posee demasiado pan para sí, y me niega un pedazo, yo… yo se lo arrancaré a la fuerza, imitando en esto la ley animal, fuente de todo buen sentido y de toda igualdad; puesto que deriva de toda necesidad natural: a no ser que mi hermano me manifieste: «esta parte que reclamas, es la de mi mujer e hijos»; o bien: «yo soy el más fuerte y comeré este pan a pesar tuyo».
El joven hallábase en esta disposición de lobo hambriento, cuando dio vista a un llano cuyo centro ocupaba una laguna rodeada de espaldañas y juncos.
Daban entrada a esta especie de encrucijada seis alamedas; dos de las cuales parecían subir hasta el sol, que doraba la copa de los árboles lejanos, mientras que las otras cuatro, divergentes como los rayos de una estrella, se perdían en las profundidades azuladas de la selva. Aquella sala ataviada por la Naturaleza, en la que se introdujera Gilberto por una de las sombrías alamedas, parecía más fresca y más florida que ningún otro sitio del bosque.
El primer objeto que divisó, cuando después de haber abarcado con una sola ojeada el horizonte, dirigió más atentamente su vista en torno suyo, fue al borde de un profundo foso, el tronco de un árbol derribado, sobre el cual encontrábase sentado un hombre de peluca gris, y con fisonomía dulce y expresiva. Su traje se componía de casaca de paño basto y oscuro, calzones de igual color, y chaleco de piqué blanco; las medias, de algodón gris, ocultaban una pierna bien formada, y sus zapatos de hebilla, llenos de polvo todavía, estaban mojados por la punta del rocío de la mañana.
Este hombre tenía a su lado una caja verde, abierta y llena de plantas recientemente cogidas. Podía verse entre sus rodillas un bastón de acebo, cuyo redondo puño brillaba en la sombra, y que remataba en una pala de dos pulgadas de ancho sobre tres de largo.
Gilberto abarcó de una sola ojeada los detalles que hemos presentado; pero lo que vio enseguida fue un pedazo de pan, que el anciano dividía en pequeñas fracciones para comerlas, partiéndolas fraternalmente con los pinzones y verderones que observaban desde lejos la codiciada presa, lanzándose sobre ella tan luego le era entregada, y alejándose rápidamente hacia el interior de la floresta.
—Ea, ya conseguí lo que buscaba —dijo Gilberto separando las ramas, y dando cuatro pasos hacia el solitario, que salió al cabo de su meditación.
Mas aún no había llegado a la tercera parte del camino, cuando viendo el aire dulce y pacífico de aquel hombre, paróse y se quitó el sombrero.
Por su parte, el anciano, reparando que no estaba ya solo, dirigió una rápida ojeada a su chaleco y casaca, que abotonó rápidamente.