Mucho sintió Gilberto verse precisado a obedecer a un lacayo, pero como se trataba sin duda de un cambio de estado, y como creía que toda variación debía serle ventajosa, se apresuró a seguirle.
Libre de responsabilidad la señorita Chon, después de haber puesto a su cuñada al corriente de su misión cerca de madame de Béarn, almorzaba muy descansadamente junto a una ventana, donde llegaban las acacias y castaños del más próximo quincunce.
Con mucho petito comía, lo cual disculpó Gilberto al ver sobre la mesa un salmorejo de faisán y una galantina de trufas.
Entonces el filósofo descubrió sobre el velador el sitio de su cubierto, aguardando que su protectora le invitase; pero ni siquiera le ofreció un asiento, limitándose a mirarle de vez en cuando, y después de beber un vaso de vino:
—Ea, querido médico —dijo—, ¿a qué altura os encontráis con Zamora?
—¿A qué altura? —repitió Gilberto.
—Sí, porque supongo que ya seréis amigos.
—¡Yo amigo de un animal que no habla, y que cuando le dirigen la palabra, no hace más que poner los ojos en blanco y enseñar los dientes!
—Me asustáis —repuso Chon sin suspender su almuerzo y sin que la expresión del rostro correspondiera a sus palabras—; parece que sois muy esquivo en materia de amistad…
—La amistad supone igualdad, señora.
—¡Magnífica teoría! ¿Luego no os conceptuáis igual a Zamora?
—Es decir —repuso Gilberto—, que no le considero igual a mí.
—Verdaderamente —dijo Chon hablando consigo misma—, ¡es muy divertido mi ahijado!
Y dirigiéndose a Gilberto que la contemplaba con altivez, añadió:
—¿Conque decíais, querido doctor, que dais con dificultad vuestro corazón?
—Con mucha, señora.
—¿Conque me equivoqué, cuando supuse que sería una de vuestras más íntimas amigas?
—Experimento cierta inclinación hacia vos personalmente —contestó Gilberto con sequedad—; pero…
—¡Gracias!, ¡me considero indigna de tanto favor! ¿Y qué tiempo es preciso, lindo desdeñoso mío, para que una persona merezca vuestro afecto?
—Mucho, señora; y aun así, hay algunas que, a pesar de cuanto hagan, jamás lo alcanzarán.
—Bueno: no me sorprende ya que, después de dieciocho años en casa de Taverney, la abandonarais de repente. Conque esa familia no ha podido alcanzar la suerte de caeros en gracia, ¿eh? Vamos, ¿no respondéis? —prosiguió Chon.
—¿Qué he de contestar, señora, sino que la amistad y la confianza son cosas que deben merecerse?
—¡Caramba!, eso significa que los huéspedes de Taverney nunca pudieron merecerlas.
—Todos, no, señora.
—¿Y qué hicieron los que tuvieron la desgracia de desagradaros?
—Yo no me quejo, señora —repuso con orgullo el joven.
—Claro está —continuó Chon—: El señor Gilberto me excluye a mí también de su confianza. No es el deseo de alcanzarla lo que me falta seguramente, sino el conocimiento de los medios que debo emplear.
Gilberto se mordió los labios.
—Por último, esos Taverney jamás supieron agradaros —añadió Chon con una curiosidad, cuya intención conoció Gilberto—. Vaya, contadme, ¿qué hacíais en su casa?
Bastante apurado se vio Gilberto, pues él mismo desconocía cuál había sido su ocupación en Taverney.
—Yo era… hombre de confianza.
Aquellas palabras, pronunciadas con la calma estoica que a Gilberto caracterizaba, produjeron a Chon tal acceso de hilaridad, que recostándose en su sillón, prorrumpió en estrepitosas carcajadas.
—¿Lo dudáis, señora? —exclamó Gilberto frunciendo el ceño.
—¡No, en verdad! ¿Sabéis, querido mío, que sois tan esquivo que no se puede hablar con vos? Al preguntaros quiénes eran esos Taverney, era con el propósito de serviros, vengándoos.
—Señora, yo no me vengo, o en tal caso, me vengo solo.
—Perfectamente; pero nosotros nos creemos también ofendidos de esa familia, y puesto que a vos también os han ofendido, debemos naturalmente aliarnos para la venganza.
—Estáis equivocada, señora; mi modo de vengarme no es igual al vuestro, porque habláis de Taverney en general, y yo hago algunas excepciones, según la distinta opinión que de ellos he formado.
—¿En qué clase consideráis, por ejemplo, a M. Felipe de Taverney?
—No tengo queja contra él, pues jamás me causó bien ni mal: así es, que ni le amo ni le detesto.
—Y no declararíais ante el rey o ante M. de Choiseul contra el joven de quien hablamos.
—¿Sobre qué?
—Sobre su duelo con mi hermano.
—Si solicitan mi declaración, diré lo que sé.
—¿Y qué sabéis?
—La verdad.
—¿Y a qué llamáis la verdad? Esa es una palabra muy elástica.
—No puede serlo para quien sabe distinguir el bien del mal, lo justo de lo injusto.
—Comprendo: el bien es M. Felipe de Taverney; y el mal el vizconde Du Barry.
—Tal es mi parecer, señora, a lo menos según mi conciencia.
—¡Que haya yo protegido a este hombre! —dijo Chon irritada—: ¡Mirad cómo me recompensa el que me debe la vida!
—Podéis decir mejor, el que no os debe la muerte.
—Es lo mismo.
—Todo lo contrario, es distinto.
—¿Pues cómo?
—La vida no os la debo, pues sólo evitasteis que vuestros caballos me la quitaran: y aun esto no lo hicisteis vos, sino el postillón.
Chon miró con insistencia al joven.
—Me figuraba yo que tenía algún derecho —continuó esta dulcificando la sonrisa y la voz—, para esperar más galantería de parte de un compañero de viaje, que sabía, durante el camino, buscar tan bien mi brazo debajo de un cojín y mi pie sobre su rodilla.
Era tan provocativa la expresión de Chon con esta familiaridad, que Gilberto olvidó a Zamora, al sastre y el almuerzo a que no le habían invitado.
—Vaya, vaya, os vais haciendo más tratable —dijo Chon pasando sus manos por las mejillas del joven filósofo—; declararéis contra Felipe de Taverney, ¿es cierto?
—¡No, no, jamás! —exclamó Gilberto.
—¿Y por qué, testarudo?
—Porque el vizconde Juan procedió mal.
—En insultar a la princesa, mientras M. de Felipe de Taverney por el contrario…
—¿Qué?
—Tenía razón en defenderla.
—¡Hola! ¿De modo que sois partidario de la princesa?
—Yo no soy partidario sino de la justicia.
—Sois un loco, Gilberto; callad, que no os oigan expresaros, como lo hacéis, en este castillo.
—Pues dispensadme de contestar cuando preguntéis.
—Bueno, variemos de conversación. Pero decid —prosiguió Chon con notable actitud—, ¿qué pretendéis hacer aquí, si no intentáis congraciaros?
—¿Y necesito ser perjuro para alcanzar la gracia?
—¿En dónde demonios habéis oído esas palabras?
—Es el deber que cada hombre tiene de permanecer fiel a su conciencia.
—Vaya —continuó Chon—; cuando se sirve a un amo, este resume en sí toda responsabilidad.
—No tengo amo —murmuró el joven.
—Y al paso que vais, imbécil —dijo Chon levantándose—, tampoco tendréis ama. Repito, pues, mi pregunta: responded categóricamente: ¿Qué pensáis hacer aquí?
—Yo creí que no era necesario hacerse agradable, pudiendo ser útil.
—Estáis equivocado: lo más corriente es encontrar gentes útiles, y ya estamos hartos.
—Pues entonces me retiro.
—¿Qué os retiráis?
—Claro es; yo no solicité venir, de modo que estoy libre.
—¡Libre! —exclamó Chon a quien comenzaba a irritar aquella resistencia a la que no estaba acostumbrada—: No por cierto. Vamos, vamos —prosiguió la joven—, ¡haya paz! Sois muy virtuoso, por lo cual me parecéis extraordinariamente divertido, aun cuando no sea más que por el contraste que haréis con cuanto os rodea. Conservad, sin embargo, vuestro amor a la verdad.
—Vaya si lo conservaré —repuso Gilberto.
—Pero entendemos de dos maneras distintas el hecho: digo que le guardéis para vos, y no celebréis vuestro culto en los corredores de Trianón, o en las antecámaras de Versalles.
—¡Hum! —murmuró Gilberto.
—No hay ¡hum!, que valga, amiguito. No sois tan sabio, caro filósofo, que no necesitéis aprender muchísimas cosas de una mujer; ante todas, primer axioma: callando no se miente.
—¿Y si me preguntan?
—¿Qué han de interrogaros? ¿Estáis loco? ¿Quién ha de acordarse de que existís como no sea yo? Supongo que aun no tenéis escuela, señor filósofo, y es bastante para la especie de que formáis parte. Solamente en los caminos reales o entre peñascos era posible hallaros. Viviréis conmigo, y apuesto que antes de cuatro días estáis convertido en un cortesano perfecto.
—Me atrevo a dudarlo —dijo majestuosamente Gilberto.
Chon se encogió de hombros, y Gilberto se sonrió.
—Ea, dejemos esto —continuó la joven—; sólo necesitáis agradar a tres personas.
—¿Qué son?
—El rey, mi hermana y yo.
—Y para eso, ¿qué es preciso hacer?
—¿Habéis visto a Zamora? —preguntó la joven esquivando la cuestión.
—¿El negro? —contestó Gilberto en tono despreciativo.
—Sí, el negro.
—¿Qué tengo yo que ver con él?
—Pues el negro posee ya dos mil libras de renta sobre la caja del rey: será nombrado gobernador del castillo de Luciennes, y acaso el que ahora se ríe de sus labios gordos y de su color, le hará la corte, le llamará su señor, y aun monseñor.
—No seré yo, señora —repuso Gilberto.
—¡Vamos! —dijo Chon—, pensé que el primer precepto de los filósofos era que todos los hombres son iguales.
—Por eso no llamaré a Zamora monseñor jamás.
Acometida con sus propias armas, mordióse Chon los labios de despecho, y prosiguió:
—Según eso, ¿no sois ambicioso?
—¡Sí, por cierto! —exclamó Gilberto con ojos centelleantes.
—Si mal no me acuerdo, vuestra ambición se reducía a ser médico.
—Creo que es la más apreciable del mundo, la misión de socorrer a nuestros semejantes.
—Bien, veréis realizados vuestros deseos.
—¿En qué forma?
—Seréis médico, y médico del mismo rey.
—¡Yo! —prorrumpió Gilberto—, ¡yo, que desconozco hasta las primeras nociones de la medicina…! ¡Os burláis, señora!
—¿Pues sabe Zamora acaso lo que es un rastrillo, una contraescarpa? No, seguramente, y no obstante, ni se apura, ni esta ignorancia, le impide ser gobernador del castillo de Luciennes con todos los privilegios inherentes a este título.
—Ya, ya adivino —dijo amargamente Gilberto—, no tenéis más que un bufón, y no es bastante: el rey se fastidia, y necesita dos.
—Ea —gritó Chon—, otra vez le tenemos amoscado, os ponéis tan feo que da gozo, ídolo mío. Guardad esos gestos para cuando tengáis encasquetada la peluca y el gorro puntiagudo: entonces sí que estaréis gracioso.
Frunció Gilberto nuevamente el entrecejo.
—¡Ea! —continuó Chon—, bien podéis aceptar el cargo de médico del rey, cuando el señor duque de Tresmes, pretende el título de tití de mi hermana.
Chon hizo la aplicación del proverbio «quien calla otorga» al ver que Gilberto callaba.
—En testimonio de que comenzáis a disfrutar el favor, ya no comeréis en la cocina.
—¡Ah!, gracias, señora.
—Ya he dado órdenes encaminadas a ese fin.
—¿Y dónde comeré?
—Con Zamora.
—¿Yo?
—Pues ya se ve: el gobernador y el médico de su majestad bien pueden comer a la misma mesa. Id ya, si gustáis.
—Yo no tengo hambre —contestó Gilberto con aspereza.
—Bien —repuso Chon con tranquilidad—: Ahora no tenéis hambre; pero la tendréis esta tarde.
Gilberto movió la cabeza.
—Y si no es a la tarde, mañana será, señor rebelde, y si dais mucho ruido tenemos a vuestras órdenes al señor corrector de pajes… Vamos, yo os amansaré.
Estremecióse y palideció Gilberto al oír esta amenaza.
—Vamos, marchaos con Zamora —dijo Chon con severidad—: No os pesará; la cocina es buena, mas procurad no ser ingrato, porque os enseñaría a ser agradecido.
Gilberto bajó la cabeza, que era su movimiento acostumbrado, cuando en vez de contestar, acababa de decidirse a obrar.
El mismo lacayo que acompañó a Gilberto le estaba esperando a la salida y le condujo a un comedor contiguo a la antecámara. Zamora estaba a la mesa.
Gilberto se dirigió a sentarse cerca de él; pero no se consiguió que comiera.
Marchó a las tres a París madame Du Barry, y Chon, que se había de incorporar después a ella, dio orden para que domesticasen a su oso. Muchas golosinas si ponía buena cara; grandes amenazas seguidas de una hora de calabozo, si se declaraba en rebeldía.
Serían las cuatro cuando entraron el traje completo del Médico a palos. Sombrero puntiagudo, peluca, casaca negra y saco del mismo color. Tampoco faltaba el cuello almidonado, la varilla y el libro.
El lacayo que trajo el disfraz enseñó a Gilberto cada uno de esos objetos, sin que manifestase la menor intención de resistirse.
Detrás del criado entró M. Grange para enseñarle el uso de las diferentes partes del traje, y nuestro joven oyó con la mayor paciencia la manifestación del mayordomo.
—Creo —dijo Gilberto— que los médicos llevaban en otro tiempo un tintero y un rollo de papel.
—Verdad —contestó M. Grange—, traed un tintero largo para que se lo cuelgue a la cintura.
—Con papel y pluma —gritó Gilberto—, deseo que el traje esté completo.
El criado salió presuroso a ejecutar esta orden, debiendo al mismo tiempo enterar a la señorita Chon de la condescendencia del joven filósofo.
Tanto se alegró aquella, que entregó al mensajero una bolsita con ocho escudos, la cual debía colgarse, con el tintero, de la cintura del médico modelo.
—Gracias —dijo Gilberto—, ahora suplico que se me deje solo para vestirme.
—Sí; pero terminad pronto —repuso M. Grange—, a fin de que la señorita pueda veros antes de marchar a París.
—No necesito más que media hora —contestó Gilberto.
—Si lo necesitáis, tres cuartos de hora, señor doctor —dijo el mayordomo cerrando con tanta precaución la puerta de Gilberto, cual si fuese la de su caja.
De puntillas acercóse el joven a la puerta para cerciorarse de que se alejaban los pasos, y corrió al punto a la ventana que caía sobre unas terrazas cubiertas de arena y rodeadas de árboles.
Entonces, desgarrando el ropón en tres tiras que unió entre sí, colocó sobre la mesa el sombrero y la bolsa, y escribió:
Señora:
El primer bien de todos es la libertad: el más sagrado de los deberes del hombre, es conservarla. Me violentáis, y me emancipo.
Gilberto
Dobló la carta, escribió el sobre para la señorita Chon, ató los doce pies de sarga a los barrotes de la ventana, por entre los cuales se deslizó como una culebra y saltó al terrado con riesgo de su vida, después que llegó al cabo de la cuerda. Quedó aturdido del golpe, y sin embargo, corrió hacia un árbol por entre cuyas ramas se escurrió hasta la tierra y se alejó a escape con dirección a los bosques de Ville-d’Avray.
Entraron a buscarle cuando se encontraba ya fuera de alcance.