Capítulo XL

Hablemos de Gilberto otra vez, ya que conocemos su fuga, por la exclamación imprudente que a Chon se le escapara.

Desde que en los primeros pasos del duelo de Felipe de Taverney con el vizconde Du Barry, supo el nombre de su protectora, se disminuyó considerablemente la admiración que en su principio la profesara.

Frecuentemente en Taverney, cuando oculto en un bosquecillo o detrás de una enramada, seguía con los ojos ardientes a Andrea que paseaba con su padre, había podido oír al barón hablar categóricamente acerca de la condesa Du Barry. El apasionado rencor del viejo Taverney, cuyos viciosos principios conocemos, había hallado cierta simpatía en el corazón de Gilberto, la cual provenía de que Andrea jamás contradijo las murmuraciones de su padre, porque preciso es confesar que el nombre de madame Du Barry era generalmente despreciado en Francia. Y por último, lo que había decidido a Gilberto en favor del barón, es que muchas veces había oído gritar a Nicolasa: «¡Ah, si yo fuera madame Du Barry!».

Chon estuvo durante el viaje demasiado ocupada en cosas del mayor interés para advertir la mudanza de humor que produjera en Gilberto el conocimiento de sus compañeros, y llegó a Versalles sin pensar más que en explotar cuanto pudiese, en favor del vizconde, la estocada de Felipe, ya que no redundase en su mayor honra.

En cuanto a Gilberto, todavía no había entrado en la capital, si no de la Francia, al menos de la monarquía francesa, cuando olvidó todo mal pensamiento, a fin de poder entregarse a una sincera admiración. Versalles, frío y con imponente majestad, cuyos gigantescos árboles comenzaban ya a secarse y perecer de ancianidad, penetró a Gilberto de ese sentimiento de religiosa tristeza, que ninguna inteligencia bien organizada puede evitar en presencia de las grandes obras, erigidas por la perseverancia humana, o creadas por el poder de la naturaleza.

De tan extraordinaria sensación en Gilberto y contra la cual su orgullo innato luchaba inútilmente, resultó que en los primeros instantes permaneció silencioso de sorpresa y admiración. La convicción de su inferioridad y de su miseria le abrumaba. Veíase pobremente vestido al lado de aquellos señores, cubiertos de brillantes bordados, muy pequeño junto a los porteros, y demasiado torpe cuando con sus zapatones claveteados tuvo que andar sobre los pisos de mosaicos, y sobre los encerados y bruñidos mármoles de las galerías.

Nunca perdonó a Chon las humillaciones que había sufrido.

Sabemos por la primera parte de esta obra, que madame Du Barry ocupaba en Versalles los magníficos aposentos que en otro tiempo ocupara la princesa Adelaida.

El mármol, el oro, los encajes, los aromas, y las alfombras deslumbraron a Gilberto, sensual por instinto y filósofo por voluntad, y embriagada su inteligencia al contemplar tan extraordinario lujo, no pudo conocer hasta después de largo rato, que se encontraba en un reducido aposento con unas malas colgaduras de sarga, y que un criado le había servido caldo, un resto de carne asada y un plato de crema, diciéndole al retirarse, en tono magistral:

—¡Permaneced aquí!

A pesar de todo, aun estaba encantado Gilberto con una parte de aquel cuadro, que era en efecto la más admirable. Le alojaron en el último piso; pero desde la ventana de su buhardilla veía todo el parque hermoseado con columnas de mármol; observaba las aguas que se escondían bajo la verdosa capa ocasionada por el abandono, y por cima de las copas de los árboles, trémulas como las olas del Océano, las esmaltadas llanuras y los azules horizontes de las montañas próximas. Lo único que se le ocurrió a Gilberto, fue que semejante a los primeros señores de Francia, habitaba en Versalles, esto es, en el palacio del rey.

Mientras comía Gilberto, penetraba Chon, como dijimos, en el aposento de su hermana; la enteraba al oído del resultado de su expedición cerca de madame de Béarn, anunciando en alta voz la desgracia ocurrida a su hermano; desgracia que a pesar del ruido que causó en su origen, la hemos visto ir a perderse y morir en el abismo donde debían ir a perderse otras muchas cosas aún más importantes, en la indiferencia del rey.

Reflexionando estaba Gilberto, cuando llegaron a avisarle que la señorita Chon le invitaba a bajar. Tomó el sombrero, le limpió, comparó a hurtadillas su casaca raída con el traje flamante del lacayo, y aun cuando consideró que el de este era de librea, no bajó con menos vergüenza al encontrarse tan poco en armonía con las personas que tropezaba, y con las cosas que a su vista sucedían.

Al mismo tiempo que Gilberto, descendía Chon al patio, sólo que ella venía por una escalera principal, y él por otra interior.

Los aguardaba un carruaje de cuatro asientos, semejante en su forma a aquel famoso carricoche en que el gran rey paseaba a la vez a madame de Montespán, a madame de Fortanjes, y a veces también a la reina.

Chon subió y se colocó en la primera banqueta, con un gran cofre y un perrito, quedando otros dos asientos destinados para Gilberto, y para una especie de mayordomo llamado Grange.

Gilberto se apresuró a instalarse detrás de Chon para no rebajarse, mientras el mayordomo, sin picarse ni hacer siquiera caso, tomó asiento detrás del cofre y el perro.

Chon, que era parecida en espíritu y corazón a los demás seres que ocupaban Versalles, se sentía alegre al dejar el gran palacio, para disfrutar del aire puro de los bosques y de los prados, se hizo comunicativa, y tan pronto como salió de la ciudad, volvióse hacia Gilberto diciéndole:

—Vaya, señor filósofo, ¿qué os parece Versalles?

—Magnífico, señora; ¿pero le abandonamos ya?

—Sí, ahora vamos a casa.

—¡Bien!, a vuestra casa —repuso Gilberto.

—Eso quería decir. Tendré el gusto de presentaros a mi hermana: haced lo posible por agradarla, pues que en eso se ocupan hoy los más notables señores de Francia. A propósito, M. Grange, mandaréis que hagan un vestido completo a este joven.

Gilberto se sintió encendido por la vergüenza.

—¿Qué vestido, señora? —preguntó el mayordomo—: ¿La librea ordinaria?

—¡La librea! —exclamó Gilberto, centelleando una mirada feroz, y saltando sobre su banqueta.

No pudo Chon reprimir la risa viendo la indignación del joven filósofo, y añadió:

—No: mandaréis hacer… luego os lo diré. Tengo una idea que quiero comunicar a mi hermana: cuidad únicamente que su vestido esté dispuesto al mismo tiempo que el de Zamora.

—Está bien, señora.

—¿Conocéis a Zamora? —interrogó Chon a Gilberto que estaba muy inquieto al oír aquel diálogo.

—No he tenido ese honor, señora —contestó.

—Es un compañero que vais a tener, y que será nombrado gobernador de Luciennes. Conquistaos su amistad, porque a pesar de su color es excelente muchacho.

Dispuesto estaba ya Gilberto a preguntar de qué color era Zamora; pero reprimióse al acordarse del sermón de moral que le predicara Chon sobre la curiosidad y temiendo recibir otra reprimenda:

—Haré por atraerme su afecto —contestó Gilberto con una sonrisa llena de dignidad.

Llegados a Luciennes, el filósofo lo había observado todo: el camino recientemente plantado de árboles, las umbrosas laderas, el gran acueducto que parece obra de romanos, los espesos castaños, y por último, el cuadro maravilloso que presentan las praderas y bosques que acompañan ambas márgenes del Sena en toda la extensión del camino que conduce a Maisons.

—¡Y es este —decía para sí Gilberto— el pabellón que tanto dinero ha costado a Francia, según decía el barón de Taverney!

Una infinidad de perros alegres, y de criados diligentes que acudían para saludar a Chon, suspendieron las reflexiones aristocrático-filosóficas de nuestro joven filósofo.

—¿Ha llegado ya mi hermana? —preguntó Chon.

—No, señora, pero la esperan.

—¿Quién?

—El canciller, el subdelegado de policía y el señor duque de Aiguillon.

—¡Bien!, corred a abrirme el gabinete de China, pues deseo verla antes que nadie, y la avisaréis que estoy aquí, ¿lo entendéis? ¡Ah! Silvia —añadió Chon dirigiéndose a una camarera que acababa de apoderarse del cofre y del perrillo—, entregad Misapouf y ese cofrecito a M. Grange, y conducid mi filósofo a presencia de Zamora.

Silvia miró en torno suyo deseando investigar sin duda de qué clase de animal hablaba Chon; pero sus miradas y las de su ama se fijaron al mismo tiempo en Gilberto, y Chon hizo una seña manifestando que se trataba del joven.

—Venid —dijo Silvia.

Gilberto, cada vez más asombrado, siguió a la camarera, mientras su protectora, más ligera que un pájaro, desaparecía por una de las puertas laterales del pabellón.

Sin el tono imperioso con que Chon hablara a Silvia, más bien habría creído Gilberto que era una gran señora, que una doncella de servicio, pues su traje era más semejante al de Andrea que al de Nicolasa. La doncella tomó de la mano a Gilberto, conforme a la orden que recibiera, dirigiéndole una amistosa sonrisa, pues había fácilmente conocido que las palabras dirigidas por Chon al recién llegado, expresaban, si no cariño, capricho al menos.

Silvia era una esbelta y elegante joven, de azules ojos, tez blanca ligeramente sonrosada y hermosísimos cabellos rubios. Los finos y frescos labios, dientes blancos y bien torneados brazos, produjeron a Gilberto una de esas sensuales impresiones a que era tan propenso, recordándole con dulce estremecimiento la luna de miel de que hablara en otro tiempo Nicolasa.

Y como quiera que la inteligencia de la mujer está por naturaleza dotada de la más admirable penetración para esta clase de sensaciones, Silvia pudo enseguida conocer la que produjo en el ánimo del joven filósofo, y con graciosa sonrisa preguntó:

—¿Cómo os llamáis?

—Gilberto.

—Pues bien, señor Gilberto, venid a presentaros al señor Zamora.

—¿Al gobernador del castillo de Luciennes?

—Precisamente.

Gilberto extendió los brazos, limpió su casaca con una de las mangas, y se pasó el pañuelo por las manos. Algo le impresionaba el tenerse que presentar a un personaje de aquella importancia; mas recordando que aludiendo a Zamora, su protectora había dicho: es excelente muchacho, siguió adelante con más confianza.

Era ya amigo de una condesa y de un vizconde, e iba también a serlo de un gobernador.

—¿Y hay quien se atreva a calumniar a la corte —dijo para sí—, cuando es tan fácil conquistar amigos en ella? Creo que estas gentes son muy hospitalarias y buenas.

Silvia abrió la puerta de una antecámara, que más semejaba el Atrium de Lúculo en vista de los maravillosos mosaicos y ricas incrustaciones del piso y de las paredes.

Hundido entre los cojines de un inmenso sillón, hallábase con las piernas cruzadas y mascullando pastillas de chocolate el señor Zamora, a quien ya conocemos; pero que era aún desconocido para Gilberto.

—¡Ah! —prorrumpió al contemplar con asombro despavorido aquella extraña figura, pues era la primera vez que veía un negro—: ¡Oh!, ¿qué significa eso?…

Zamora, sin alzar la cabeza, siguió saboreando sus pastillas.

—Este es el señor Zamora —respondió Silvia.

—¿Eso? —preguntó estupefacto Gilberto.

—¡Claro!, esto —dijo riéndose la joven.

—¡Cómo!, ¿es el gobernador ese mascarón de proa?, ¡vamos!, ¿os mofáis de mí?

A este apostrofe levantóse Zamora, y mostrando sus dientes blancos:

—Yo, gobernador —contestó—, pero no mascarón.

Paseó Gilberto de Zamora a Silvia una mirada inquieta que se convirtió en colérica, cuando vio que la doncella empezó a reír a carcajadas, a pesar de los esfuerzos que hacía para reprimirse.

En tanto Zamora, que seguía tan impasible y tan grave como un ídolo indio, introdujo otra vez la negra garra en un bolsillo de raso donde guardaba sus confites.

La puerta se abrió, y M. Grange presentóse seguido de un sastre.

—Ahí tenéis —dijo señalando a Gilberto— la persona para quien ha de ser el vestido: tomad, como os he indicado, la medida.

Gilberto alargó maquinalmente los brazos, mientras la doncella y M. Grange conversaban en un rincón de la estancia, riéndose aquella a carcajadas a cada palabra que la decía el mayordomo.

—¡Oh, debe estar precioso! —exclamó Silvia—; ¿y llevará el gorro puntiagudo como Sganarelle?

Gilberto no esperó contestación del mayordomo: empujó bruscamente al sastre, y por ningún precio consintió en prestarse al resto de la ceremonia. Aunque no conocía a Sganarelle, el nombre, y sobre todo, las estrepitosas carcajadas de la doncella, le daban a entender que debía ser algún personaje eminentemente ridículo.

—¡Basta! —dijo M. Grange—, no le violentéis; ya debéis estar suficientemente enterado.

—Ya lo creo —replicó el sastre—, además, que esa clase de trajes no importa que sean anchos. Lo haré bien holgado.

Retiráronse Silvia, el mayordomo y el sastre, dejando a Gilberto solo con el negrito que seguía mascando sus pastillas y enseñando sus dientes blancos.

Todo eran enigmas para el provinciano, y sobre todo, ¡cuántos temores y angustias para el filósofo que veía o creía ver su dignidad de hombre más gravemente comprometida en Luciennes que en Taverney!

Con todo, decidióse a hablar a Zamora, pues se le había ocurrido la idea de que tal vez sería algún príncipe indio como los que había visto en las novelas de Crébillon, hijo.

Mas el príncipe indio, en vez de responderle, dirigióse a un espejo, miró su magnífico traje con tanta alegría como una novia contempla el que destina para su boda, y colocando las piernas enseguida sobre una silla de ruedas que puso en movimiento con los pies, dio algunas vueltas por la antecámara con una velocidad que demostraba el estudio profundo que había hecho de aquel ingenioso ejercicio.

De pronto sonó una campanilla, y el negrillo, interrumpiendo al punto sus evoluciones, se dirigió con precipitación por una de las puertas de la antecámara en la dirección del argentino timbre.

Esta rapidez en obedecer aquel llamamiento, acabó de persuadir a Gilberto de que Zamora no era príncipe, como había llegado a figurarse al principio.

De pronto le ocurrió la idea de salir por la misma puerta que el negro; mas al extremo del corredor que daba a un salón, vio tantos cordones azules y encarnados, y tan numerosa cuadrilla de lacayos insolentes y descarados, que tembloroso y con la frente bañada en sudor, se retiró otra vez a su antecámara.

Transcurrió una hora sin que ni Zamora ni la doncella regresasen: con toda su alma deseaba Gilberto ver un rostro cualquiera, aun cuando fuese el del horrible sastre que debía ser ejecutor del chasco que le amenazaba.

Cuando pasó la hora se abrió la puerta y presentóse un lacayo diciendo:

—Venid.