La ciudad de Compiègne despertó alborotada a la mañana siguiente, o por mejor decir, no durmió aquella noche.
Había preparado ya desde el día anterior los alojamientos el aposentador de la real casa, y mientras que los oficiales reconocían el terreno, los notables, de acuerdo con el intendente, disponían lo necesario para que los habitantes recibiesen el grande honor que les estaba reservado.
El municipio se ocupó en construir los arcos de triunfo y preparar una recepción extraordinaria. Todo se dispuso maravillosamente.
Había llegado el príncipe Luis Augusto de incógnito a la población a las once de la noche anterior, acompañado de sus dos hermanos. Cuando amaneció montó a caballo, y seguido de los condes de Provence y Artois, uno de los cuales tenía quince años y trece el otro, salió a galope hacia Ribercourt, siguiendo el camino por donde debía llegar la princesa.
Preciso es confesar que la idea galante no le había ocurrido al príncipe, sino a su ayo M. Lavauguyon que, llamado la víspera por el rey, había aceptado el encargo de instruir a su augusto alumno en todos los deberes que le imponían las veinticuatro horas que iban a transcurrir.
Con el objeto de mantener en todo su punto el honor de la monarquía, había el ayo determinado que el duque de Berry imitase el ejemplo de los reyes sus antepasados, Enrique IV, Luis XIII, Luis XIV y Luis XV, los cuales habían querido contemplar por sí mismos y sin la ilusión del adorno, a sus futuras esposas, menos preparadas en medio de un camino a sostener la inspección de un esposo.
Al ligero galope de los caballos caminaron tres o cuatro leguas. Luis Augusto marchaba serio, y sus dos hermanos risueños. Regresaron a la ciudad a las ocho y media; el príncipe tan serio como había salido, M. de Provence taciturno, y sólo el conde de Artois más alegre que lo estuvo por la mañana. Provenía este contraste de que el duque de Berry se hallaba inquieto, el conde de Provence envidioso, y el de Artois muy alegre de una misma cosa, a saber: de la extremada hermosura de María Antonieta.
El semblante de cada uno de los príncipes, manifestaba su carácter respectivo; grave, envidioso e indiferente.
Las diez daban en el reloj de la casa del ayuntamiento de Compiègne, cuando vio enarbolar el vigía, sobre el campanario de la aldea de Claives, una bandera blanca, que era la señal convenida para cuando se divisase a la princesa.
La campana de señal sonó enseguida, a cuya seña contestó un cañonazo disparado en la plaza del castillo.
En el acto, y como si sólo esperase aquel aviso, entró Luis XV en una carroza de ocho caballos, en medio de dos filas de tropa tendidas en la carrera, y seguido de la inmensa multitud de los coches de su corte.
Cien coches de cuatro caballos, que casi ocupaban el espacio de una legua, escoltados por los cazadores, batidores y pajes, conducían cuatrocientas damas y otros tantos señores de la más linajuda nobleza del reino, e iban seguidos de los gentileshombres de la casa real, jinetes en arrogantes caballos, que formaban un ejército brillante, entre el polvo movido por aquella elegante y numerosa comitiva. Detuviéronse algunos instantes en Compiègne, saliendo luego de la ciudad para llegar al límite convenido, que era una cruz colocada en el camino frente a Magny.
Casi toda la juventud rodeaba al duque de Berry, mientras la antigua nobleza acompañaba al rey.
La princesa, que no había cambiado de carruaje, avanzó calculando su marcha hacia el sitio convenido.
Reuniéronse las dos comitivas y quedaron desocupadas todas las carrozas, menos las que ocupaban el rey y la princesa.
María Antonieta saltó a tierra, dirigiéndose acto seguido al carruaje real; empero Luis XV no bien divisó a su nuera, cuando bajó apresuradamente del suyo. Midió sus pasos la joven princesa, y en el momento en que el rey pisó el suelo, ella se prosternaba en su presencia.
Luis XV se inclinó para levantarla y la abrazó cariñosamente, clavando en ella al mismo tiempo una mirada que la hizo ruborizarse a su pesar.
El rey, presentando a Luis Augusto, lo hizo con las palabras de costumbre. Encontrábase este de pie detrás de ella sin que oficialmente, al menos, le hubiese aún visto.
La princesa hizo una graciosa reverencia, a la cual contestó el duque sonrojándose. Enseguida aproximáronse las tres princesas acompañadas de sus tres hermanos, y María Antonieta los recibió atenta y afectuosamente.
A medida que avanzaban las presentaciones, mayor era la ansiedad de madame Du Barry, que estaba de pie tras las princesas. ¿Se haría mención de ella?… ¿Se la olvidaría?…
Tan pronto como terminó el rey la presentación de madame Sofía, la menor de sus hijas, hubo una breve pausa, durante la cual todas las respiraciones permanecieron suspensas.
Luis XV dudó algunos segundos y María Antonieta manifestó que aguardaba con inquietud algún nuevo incidente de que al parecer ya la habían prevenido antes.
El monarca miró en derredor suyo, y viendo cerca a la condesa, la tomó de la mano y se acercó a su nuera.
Apartáronse al punto todos los cortesanos, y Luis XV se vio en medio de un círculo con María Antonieta y la favorita.
Presentó a la favorita después, con las siguientes palabras:
—La señora condesa Du Barry, mi mejor amiga. La princesa se puso pálida, pero una sonrisa agradable apareció en sus descoloridos y trémulos labios.
—Extraordinariamente afortunado es Vuestra Majestad —contestó—, pues tiene tan encantadora amiga, y no me extraña el afecto que puede inspirar.
Sorprendidos se miraban los cortesanos; era evidente que la princesa observaba las instrucciones de la corte de Austria y tal vez repetía palabras dictadas por la misma María Teresa.
Creyendo M. de Choiseul que era necesaria su presencia, se aproximó para ser también presentado: empero el rey hizo una señal, y al punto rompió el estrépito de tambores, clarines y cañonazos.
Luis XV tomó la mano de la joven princesa para acompañarla hasta su carroza, y pasó de esta suerte por delante de Choiseul. Sería difícil afirmar si le vio o no, pero lo cierto es que no hizo señal alguna que pareciese saludo… Cuando María Antonieta pasó a ocupar su asiento en la carroza regia, las campanas de la ciudad comenzaron a repicar solemnemente.
La Du Barry entró en su coche loca de contento por su triunfo.
En aquel sitio se detuvieron unos diez minutos más, mientras el rey subió a su coche y se encaminó hacia la población, en cuyo espacio estallaron todas aquellas voces reprimidas por el respeto o por la curiosidad.
Du Barry se acercó al carruaje de su hermana, y esta le acogió con risueño semblante, esperando la enhorabuena.
—¿Sabes tú, Juana —dijo señalando a un oficial de caballería que estaba al pie de uno de los coches de la comitiva de la princesa—, sabes quién es aquel joven?
—No —respondió la favorita—, pero ¿tú ignoras qué contestación dio la princesa cuando me presentó el rey a ella?
—Ahora no hablamos de eso. Ese joven es M. Felipe de Taverney.
—¿El que te dio la estocada?
—Justo. ¿Y sabes quién es la admirable criatura con quién habla?
—¿Quién, aquella joven pálida y majestuosa?
—Sí, la que el rey está ahora contemplando, y cuyo nombre pregunta, sin duda, a la princesa.
—¿Y qué?
—Es su hermana.
—¡Ah! —exclamó madame Du Barry.
—Mira, Juana, no sé por qué creo que debes desconfiar tanto de ella como yo de su hermano.
—¿Estás loco?
—Soy prudente. De todas maneras yo me encargo de ese mocito.
—Y yo no perderé de vista a su hermanita.
—¡Chito! —interrumpió el vizconde—, que viene nuestro amigo el duque de Richelieu.
En efecto, el mariscal se acercó.
—¿Qué pasa, querido duque? —preguntó la favorita con sonrisa llena de encanto—, parece que estáis disgustado.
—¡Ay, condesa! —replicó Richelieu—, ¿no es cierto que estamos todos muy circunspectos y casi tristes a pesar del fausto suceso que celebramos? Me acuerdo que en otra época salimos para acompañar a una princesa amable como esta, hermosa como esta; era la madre de monseñor el príncipe heredero. ¡Qué diferencia de humor! ¿Sería, acaso, porque éramos más jóvenes?
—No, mariscal —interrumpió una voz detrás del duque—, consistía en que el trono era menos viejo.
Casi se conmovieron los que la habían oído, y el duque, volviéndose, se halló con un anciano caballero de elegante apostura, que con misantrópica sonrisa le apoyaba una mano en el hombro.
—¡Qué miro! —exclamó el duque—. ¡El barón de Taverney! Condesa —agregó—, es un antiguo camarada, en favor del cual solicito vuestra amistad: el barón de Taverney Casa-Roja.
—Es el padre —dijeron al mismo tiempo Juan y la condesa, inclinándose para saludarle.
—Al coche, señores, al coche —gritó el jefe de la escolta.
Saludaron los dos ancianos a la favorita y al vizconde y se dirigieron hacia un mismo carruaje, muy gozosos de encontrarse después de tan larga ausencia.
—Es necesario que sepas —dijo Du Barry—, que no me ha gustado más el padre que los hijos.
—¡Qué lástima —repuso la condesa— que se haya fugado ese perillán de Gilberto! Nos habría dado noticias, él que los conoce desde tanto tiempo.
—¡Bah! —dijo Juan—, ya le encontraremos, ahora que no tenemos otra cosa en que ocuparnos.
El movimiento de los carruajes interrumpió la conversación.
A la mañana siguiente, después de haber pernoctado en Compiègne, las dos cortes, ocaso de un siglo, aurora de otro, se dirigían unidas hacia París, abismo abierto que había de devorarlas.